37.«… UN POLVO POLÍTICAMENTE CORRECTO…»
Lauren se ha agarrado el mosqueo padre conmigo y no la encuentro por ninguna parte. Quizá haya vuelto a Stirling. Mirando las cosas por el lado bueno, eso demuestra que le importo, claro está. Dianne se muestra muy relajada al respecto, trabajando en su proyecto. Tamborileando con el lápiz sobre los dientes, reflexiona: «Lauren es una muchachita muy intensa, pero todavía es muy joven, y pronto se tomará las cosas más tranquilamente».
«Cuanto antes llegue ese día, mejor», le digo. «Hace que me sienta como una puta de mierda…». Al soltar esa palabra, me quedo totalmente cortada: pienso en lo que acordé ayer con Bobby y su amigo Jimmy. En adonde voy a ir esta noche. En la sauna es distinto, los extras son cosa tuya, aunque se espera que cuando menos hagas pajas, que es lo más lejos que yo estoy dispuesta a llegar —las torpes prolongaciones de mi pésima técnica masajística—. Necesito el empleo y necesito el dinero, sobre todo ahora que se avecinan las vacaciones de Semana Santa. Pero eso de salir y subir a la habitación de hotel de alguien, supone traspasar un umbral que dije que no traspasaría. Sólo se trata de unas copas y una cena, dijo Jimmy. Cualquier cosa que negociéis por separado…, bueno, eso es cosa vuestra.
Me dispongo a ir de punta en blanco, con mi vestido rojinegro debajo del abrigo de Versace. Intento salir antes de que Dianne me vea, pero lo hace y emite un silbido de admiración. «¿Tenemos una cita tórrida, eh?».
Sonrío tan enigmáticamente como puedo.
«Qué suerte tienes, so guarra», se ríe Dianne.
Salgo a la calle, poco acostumbrada a deambular con tacones altos, y paro un taxi. Me detengo a unos cincuenta metros del lujoso New Town Hotel; no me gusta llegar a los sitios de modo abrupto, sino saborear mi llegada e ir captando todos los detalles. Tiene una grandiosa y vetusta fachada georgiana, pero por dentro lo han destrozado; es todo ultramoderno. La zona de la recepción tiene unas ventanas enormes que llegan casi hasta el suelo. Las puertas automáticas se abren y un portero con frac me saluda con una leve reverencia. Noto los taconazos que voy dando por el suelo de mármol mientras me dirijo al bar.
No quiero que se note que busco a alguien, que es lo que estoy haciendo, por si me preguntan a quién, porque no lo sé. ¿Qué aspecto tendrá un político vasco? En situaciones como esta nunca sé mantener la calma. El camarero del bar me ha visto antes, lo sé, quizá en la sauna, y ejecuta un tenso gesto de asentimiento. Le respondo con una cálida sonrisa, sintiendo que me sube un sofoco como el que me daría si me hubiese bebido un whisky doble demasiado rápidamente. No, es mucho peor que eso, me siento completamente desnuda, o como una puta que hace la calle con una minifalda ceñida y un par de botas de esas que llegan hasta el muslo. El montaje ese del servicio de escoltas funciona bien, sin embargo; los hombres que utilizan este hotel no quieren perturbar a su clientela. Si no fuera más que una meretriz freelance ya me habrían sacado por la oreja, probablemente con un par de polis aguardándome.
Mi cliente es un destacado político nacionalista vasco, que ha venido, al menos en apariencia, a ver cómo funciona el Parlamento escocés. Me dijeron que llevaría un traje azul. En el bar hay dos hombres vestidos con traje azul y los dos me miran. Uno tiene pelo blanco y está moreno, el otro cabello oscuro y tez aceitunada. Espero que se trate del más joven y moreno, pero supongo que será el otro.
Entonces, de pronto, noto un toquecito en el brazo. Me doy la vuelta y veo a un español casi estereotipado vestido con un traje azul, azul celeste, que hace juego con sus ojos. Tendrá ya cincuenta años pero bien llevados. «¿Tú eres Nikki?», pregunta expectante.
«Sí», digo mientras me besa la cara por ambos lados. «Tú debes ser Severiano».
«Tenemos un amigo común», sonríe, mostrando una hilera de dientes con fundas.
«¿Y cómo se llama?», pregunto, sintiéndome como si estuviera en el plató de una película de James Bond.
«Jim, tú le conoces…».
«Ah, sí, Jim».
Me preocupaba que intentase llevarme arriba en ese mismo momento, pero pide consumiciones y me dice en tono confidencial: «Eres muy hermosa. Una hermosa chica escocesa…».
«A decir verdad, soy inglesa», preciso.
«Ah», dice con evidente desilusión.
Por supuesto, él es vasco. Ahora tengo que ser un polvo políticamente correcto. «Aunque desciendo de escoceses e irlandeses».
«Sí, tienes rasgos celtas», dice con tono de aprobación. Tres hurras por Miss Argentina. Charlamos un poco y apuramos nuestras copas; a continuación salimos y subimos en el taxi que nos espera, efectuando el corto trayecto hasta el otro extremo del New Town, que costaría quince minutos andando, quizá veinte con tacones. Mantengo una sonrisa de sacarina frente a un comentario de desenfrenada aprobación. «Hermosa Nikki…, tan hermosa…».
Cenamos en un restaurante que está considerado como el lugar de moda. Yo empiezo con un surtido de marisco que incluye sepia, cangrejo, langosta y gambas, aderezado con una imaginativa salsa de hierbas con limón. El plato principal es un cordero asado estilo nouvelle cuisine con espinacas y un surtido de verduras, y para postre disfruto de una naranja caramelizada con un rico helado por encima. Todo ello regado con Dom Perignon, un Chardonnay afrutado pero bastante potente y dos copiosos brandys. Excusándome, lo vomito todo en los lavabos y me cepillo los dientes a continuación, trago un poco de leche de magnesia y hago unas gárgaras con un enjuague bucal. La comida estaba excelente, pero nunca digiero nada más allá de las siete. Entonces Severiano llama a un taxi y regresamos al hotel.
Estoy un poco nerviosa y bastante achispada por la bebida al llegar a la habitación, así que enciendo el televisor, donde un programa de noticias o un documental muestra escenas estereotipadas de una hambruna en África. Severiano saca el vino de regalo del cubo del hielo y sirve dos copas. Se quita los zapatos y se acomoda sobre la cama, apoyado en las almohadas; me sonríe: su sonrisa se halla a mitad de camino entre la de un muchachito simpático y la de un viejo y sórdido pervertido. En ella se aprecia aquello que fue y aquello en lo que se convertirá en breve. «Siéntate a mi lado, Nikki», dice, dando unas palmaditas al espacio vacío que hay a su lado.
Durante una fracción de segundo casi estoy tentada de obedecer, pero me pongo en vena laboral. «Te haré un masaje y te aliviaré con la mano. Es cuanto hago».
Me mira con expresión triste; sus grandes ojos latinos parecen llenarse de lágrimas. «Si no queda otro remedio…», dice, comenzando a desabrocharse acto seguido. Su polla salta como un cachorro entusiasmado. ¿Y qué es lo que les pasa a los cachorros entusiasmados?
Bien, pues me pongo a acariciarle, pero entonces se presenta ese viejo problema: sencillamente no se me dan bien las pajas. Me lo estoy comiendo con los ojos, disfrutando de mi poder sobre él. Sus ardientes ojos contrastan con el hielo de los de Simon, el hielo, como dicen en ese anuncio, que me encantaría derretir, pero siento que se me cansa la muñeca de tanta repetición y que para mí no resulta lo bastante estimulante. No, me aburre que te cagas. Lo cual se contagia; su aspecto pasa a ser de frustración, desilusión e incluso irritación. Sin embargo, me gusta la forma en que esa fruta asoma por ese prepucio inverosímilmente largo y decido que quiero darme un festín con él. Le miro, me relamo y le digo: «Normalmente no hago esto, pero…».
Este vasco está encantado con el plus que le ofrezco. «Oh, Nikki… Nikki, nena…».
Negocio rápidamente un precio muy bueno, sacando partido de mi favorable posición negociadora, y me la meto en la boca, asegurándome de generar suficiente saliva antes, como barrera ante cualquier acritud. Como tiene un prepucio grande las posibilidades de que su polla sepa asquerosa durante los primeros lametones son elevadas. No obstante, durante mi contacto inicial su sabor es fresco y fuerte, lo cual me hace pensar en las cebollas españolas, pero eso podría ser sólo una asociación etnocéntrica. Quizá no se me dé muy bien hacer pajas pero desde luego sé hacer una mamada: incluso de niña siempre fui del género oral, en plan chupemos-a-ver-qué-tal.
Me doy cuenta de cuándo está a punto de correrse, así que aparto de mí su renuente pito, y él gimotea y ruega y suplica pero no estoy dispuesta a acoger su descarga. Ahora está desquiciado y mi cuerpo queda paralizado por un espasmo de temor cuando me agarra y pienso durante un par de segundos que voy a ser violada e intento determinar qué clase de violencia defensiva podría emplear. Entonces caigo en que lo único que está haciendo es frotarse contra mí como un perro, con su cálido aliento en mi oído, murmurando algo frenético en español mientras se corre sobre mi vestido.
No ha sido una violación pero tampoco ha sido consensuado, y me siento degradada. Le aparto con ira y él se desmorona sobre la cama, ahora lleno de remordimiento y disculpándose profusamente. «Ay, Nikki, cuánto lo siento…, perdóname por favor…» y se vuelve hacia su chaqueta para sacar los billetes y asegurarse de que eso sea exactamente lo que hago, mientras yo me dirijo al cuarto de baño lleno de espejos y busco una toalla, la humedezco y limpio sus secreciones.
Después está bastante encantador, sigue desbordando disculpas; me tranquilizo y acabamos el vino. Me emborracho un poco y me pregunta si puede sacarme unas Polaroids en sostén y bragas. Le suelto la rutina de la estudiante pobre y él saca más pasta. Me quito el vestido y seco la zona húmeda con el secador mientras él prepara la cámara.
Hace que pose, y me alegro de llevar puesto el wonderbra, pues saca un par de instantáneas. Me doy cuenta de que luzco un aspecto bastante cruel y desdeñoso en la primera, así que pruebo con una sonrisa de oreja a oreja para la segunda. Me preocupan mis huesudas rodillas en las fotos, y estoy segura de que he empezado a echar barriga. Animándome ante su entusiasmo y mi propia paranoia ante el deterioro, monto un numerito, exhibiendo un poco de agilidad gimnástica. Grave error, porque Severiano vuelve a mostrarse cariñoso y salta de la cama para intentar besarme. Ahora estoy preocupada, consciente de mi semidesnudez y por tanto más vulnerable. Echándome hacia atrás, levanto la palma de una mano, lo cual, acompañado de una mirada glacial, parece enfriar sus ardores. «Perdóname, Nikki», me suplica, «soy un cerdo…».
Vuelvo a ponerme el vestido, meto el dinero en el bolso y me despido de forma elegante y dulce, dejándole en la habitación.
Me dirijo por el pasillo hasta el ascensor, experimentando una enloquecida mezcolanza de envilecimiento y de euforia, emociones ambas que parecen pugnar por la supremacía. Me fuerzo conscientemente a pensar en el dinero, y lo fácil que ha sido el trabajo, lo cual hace que me sienta mejor.
Llega el ascensor y dentro hay un joven portero con mal cutis y un carrito lleno de equipaje. Me hace un gesto seco y yo me apretujo, fijándome en el sarpullido que le cruza la mandíbula. Pero no se trata de acné, ya que sólo lo tiene en un lado de la cara. Me doy cuenta de que debe de haberse peleado o haberse rozado la cara contra la pared o el pavimento en estado de ebriedad. Mientras descendemos me echa una sonrisa de culpabilidad y por mi parte yo le dedico lo que considero una sonrisa similar. Las puertas del ascensor se abren y salgo, con la cabeza dándome vueltas todavía, confusa. Sólo quiero salir del hotel, escapar del lugar del crimen.
De manera que voy camino de la salida cruzando el vestíbulo y logro distinguir, a través de la puerta de cristal que tengo delante, el pavimento que hay en el exterior, que refulge a causa de las farolas y la lluvia. Entonces se abre de repente y quedo horrorizada y sobresaltada al reconocer, para mi gran inquietud, quién está entrando en el hotel. Es mi puto tutor, McClymont, y camina directamente hacia mí, mientras su rostro se deforma hasta esbozar una sonrisa al reconocerme.
Santo cielo.
Su cara se arruga como un periódico hecho una bola y sus ojos se llenan con una expresión de sórdido desprecio. «Señorita Fuller-Smith…». Esa voz, áspera a la par que suave, penetra raspando mi conciencia.
Santo cielo. Noto acelerarse los latidos de mi corazón y el sonido de mis zapatos contra el suelo resulta ensordecedor. Una sensación abrumadora se apodera de mí; es como si todos los ojos del vestíbulo del hotel estuviesen posados sobre mí y McClymont, como si nos estuviesen enmarcando en el centro de un cuadro. «Hola, yo…», intento empezar, pero él me mira de forma extraña, como si conociese todos los secretos de mi alma. Me mira de arriba abajo y en la mirada de este profesor decididamente lujurioso se aprecia un destello férreo. «Tómese una copa conmigo», dice indicando la barra con un gesto de la cabeza, más a modo de orden que de ruego.
Sencillamente no sé qué decir. «No puedo…, eh…».
McClymont sacude lentamente la cabeza. «Me sentiría muy contrariado si no lo hiciese, Nicola», dice poniendo los ojos en blanco, y yo capto la indirecta. Por supuesto, ya he entregado mi último trabajo, pero aun así algo me fuerza a obedecer. Mi asistencia a clase ha sido escasa y aún podría suspenderme en esa área. Si no aguanto, mi padre me cortará la asignación y se acabó. Efectúo el humillante cambio de sentido y le sigo hasta la barra; el camarero me mira con frialdad mientras McClymont me pregunta qué quiero beber.
De modo que estoy sentada en la barra con este imbécil viejo verde y antes de que pueda tomar ventaja preguntándole qué hace aquí, él me hace la misma pregunta primero. «Esperaba a mi novio», le cuento, llevándome un vaso de whisky de malta a los labios. Esto es cosa de Simon, y es evidente que McClymont aprueba mi elección. «Pero me llamó por el móvil para decirme que había sufrido un retraso».
«Qué lástima», dice McClymont.
«¿Y usted? ¿Es este uno de los lugares que frecuenta?», pregunto.
McClymont se pone un poco rígido; resulta obvio que me considera su alumna, mujer, más joven que él o las tres cosas a la vez, y que por tanto es él quien debería estar haciendo las preguntas. «Fui a una reunión de la Caledonian Society», dice pomposamente, «y durante el camino de vuelta a casa me pilló el chaparrón y decidí parar aquí a tomar una copa. ¿Vive usted cerca de aquí?», pregunta.
«No, en Tollcross, yo… Eh…». Me estremezco al ver entrar en el bar por el rabillo del ojo a Severiano, el varón vasco, con otro tipo trajeado. Me vuelvo, pero el tipo del traje, no el vasco, se acerca directamente a nosotros. «¡Angus!», grita, y McClymont se vuelve y sonríe al reconocerle. A continuación se fija en mí y enarca las cejas. «¿Y quién es esta encantadora joven?».
«Esta es la señorita Nicola Fuller-Smith, Rory, una estudiante de la universidad. Nicola, este es Rory McMaster, diputado del parlamento escocés».
Estrecho la mano de este cuarentón aburrido con aspecto de aficionado al rugby.
«¿Por qué no os unís a nosotros?», dice, señalando al vasco, que me mira con una mueca retorcida.
Intento protestar, pero McClymont ha cogido nuestras bebidas de la barra y las lleva a la mesa. Intento lanzarle una tensa sonrisa de disculpa al vasco, que me mira ásperamente, como si le hubiesen metido en una encerrona. Tomo asiento en una postura tan casta como permite el vestido. Me siento más impotente y objetivada aquí de lo que podría sentirme jamás follando con un desconocido frente a una lente DVC. «Este es el señor Enrico de Silva, del parlamento regional vasco en Bilbao», dice McMaster. «Angus McClymont y Nicola… eh, Fuller-Smith, ¿no es así?».
«Sí», sonrío tímidamente, sintiendo cómo me encojo en mi silla. Enrico; a mí me dijo que se llamaba Severiano. Me lanza una mirada de acongojada connivencia. «Esta señorita es su compañera, ¿no?», le pregunta a McClymont, con cierta inquietud.
McClymont se sonroja un poquito y a continuación deja que una sonrisa cruce su rostro antes de reírse: «No, no, la señorita Fuller-Smith es una de mis alumnas».
«¿Y qué es lo que estudia?», pregunta Enrico, Severiano, alias «el Vasco».
Una sensación de indignación se abre paso en mi interior. Joder, no es por nada, pero estoy presente. «Estudio cine. Pero una de mis optativas son los estudios escoceses. Es una asignatura muy interesante, saben», sonrío con pena, pensando en cómo hace sólo unos minutos tenía el pene de ese hombre en la boca.
Me disculpo y me levanto para ir al lavabo, consciente de que mientras me marcho sus ojos estarán posados en mi culo, de que hablarán de mí, pero no lo puedo remediar, necesito espacio para pensar. Me siento indefensa y no sé a quién llamar por el móvil. Casi llamo a Colin a su casa —así estoy de desesperada— pero me decido por Simon. «Me encuentro en un aprieto incómodo, Simon. Estoy en el Royal Stuart Hotel, en el NewTown. ¿Puedes ayudarme, por favor?».
Simon se muestra bastante frío e irritable, y se produce un silencio de cierta duración, pero finalmente dice: «Supongo que Mo podrá apañarse sola durante un rato. Estaré ahí enseguida», carraspea antes de colgar.
¿Enseguida? ¿Qué coño querrá decir eso? Me retoco el maquillaje, me cepillo el pelo y vuelvo a salir.
Cuando regreso a la mesa, los tres hombres se hallan sentados en lujuriosa complicidad. Han estado hablando de mí, lo sé. McClymont, en particular, está bastante bebido. Realiza una prolija e intrincada declaración acerca de algo, creo que la importancia de Escocia en el seno del Reino Unido, que termina así: «… y eso es exactamente lo que nuestros amigos ingleses no tienen en cuenta».
Lo que me revienta no es tanto su comentario como la mirada cáustica que no aparta de mí. «No le sigo. ¿Está usted haciendo una afirmación nacionalista o unionista?».
«Sólo una afirmación de carácter general», dice, arrugando los ojos.
Alargo la mano para coger mi vaso de whisky. «Es curioso, pero siempre pensé que “North Britons” era un término empleado con ironía, con sarcasmo, por los nacionalistas en Escocia. Me sorprendió descubrir que fue acuñado por unionistas que querían ser aceptados como parte del Reino Unido», digo, mirando a mi vasco y al diputado del parlamento escocés. «Así que era un término que connotaba una aspiración, puesto que ningún inglés se ha referido ni probablemente se refiera jamás a sí mismo como un “South Briton”. De modo muy parecido a aquel en que “Salve Britannia” fue escrito por un escocés. Era una solicitud de pertenencia que jamás podrá hacerse efectiva», digo sacudiendo la cabeza con tristeza.
«Exactamente», dice el miembro del parlamento escocés, «por eso creemos que…».
Sigo mirando a McClymont mientras hago caso omiso del político. «Pero, por otra parte, resulta un poco triste que Escocia aún no haya obtenido su independencia de la Unión. Ha pasado mucho tiempo. Quiero decir, fijémonos en los logros de los irlandeses».
McClymont parece muy enfadado y comienza a decir algo, pero veo a Simon entrando en el vestíbulo del hotel y le saludo con la mano. Está elegante con esa chaqueta de sport y ese top de escote redondo, pero se le ve más moreno que antes. Sí, resulta obvio que ha estado tomando rayos UVA. «Ah, Nikki, nena…, siento llegar tarde, cariño», dice, inclinándose y besándome. «¿Lista para mover el esqueleto?», pregunta, mirando a continuación a los otros hombres por vez primera. Su expresión es la de un gato mimado al que no le han dejado más que las sobras, renuente pero afilada como un bisturí, y estrecha enérgicamente la mano de cada uno de ellos. Está lleno de imperiosa grandilocuencia, con la situación completamente controlada. «Simon Williamson», espeta abruptamente, y a continuación, relajándose un poco, sondea: «Confío en que mi novia haya estado en buenas manos».
Los otros miran al vasco y prorrumpen en nerviosas sonrisas de culpabilidad. Se encuentran desasosegados en su presencia; les ha intimidado casi sin proponérselo. Pero yo me siento horrible, humillada y, por vez primera en mucho tiempo, por primera vez desde la primera paja, me siento igual que una puta. Simon me ayuda a ponerme el abrigo y estoy contentísima de salir de ahí.
Nos metemos en el coche y caigo en la cuenta de que estoy llorando, pero la sensación de prostitución ha sido fugaz y ha desaparecido ya. Sé que mis lágrimas son falsas porque quiero que Simon me lleve a casa y a la cama. Quiero que piense que se está aprovechando de mí, cuando soy yo quien le desea y le desea esta misma noche. Pero a Simon no le impresionan las lágrimas. «¿Qué es lo que te pasa?», pregunta impertérrito mientras reduce la marcha al llegar a Lothian Road.
«Me vi envuelta en una situación que me hizo flipar un poco», le cuento.
Simon lo medita un poco y después dice con voz cansina: «Cosas que pasan», aunque, por el tono de su voz, es evidente que no a él. Aparcamos en la puerta de mi casa y miramos el cielo. Está despejado y hay montones de estrellas. Nunca había visto tantas, aquí en la ciudad no. Una vez Colin me llevó por la costa este, a una casita cerca de Coldingham, y todo el cielo era un hervidero de estrellas. Simon levanta la vista y dice: «El cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral en mi interior».
«Kant…», digo con una mezcla de admiración y de consternación, preguntándome qué habrá querido decir con lo de la ley moral. ¿Sabrá lo que he estado haciendo? Pero se vuelve rápidamente; parece vagamente ofendido. No dice nada pero en su mirada hay una expresión alentadora. «Empleaste mi cita preferida de mi filósofo favorito», le explico, «Kant».
«Ah…, también es una de mis preferidas», dice, mientras su rostro prorrumpe en una sonrisa.
«¿Estudiaste filosofía? ¿Estudiaste a Kant?», le pregunto.
«Un poco», asiente. A continuación me explica: «La vieja tradición escocesa del joven prometedor de orígenes humildes. Como sabrás, se llega desde Smith y Hume a europensadores como Kant por esa vieja ruta jock central».
Hay en su tono de voz una presunción que hace que me encoja un poco, ya que me recuerda a McClymont. Es tal el deseo que tengo de no pensar así acerca de él que me aventuro: «Sube a tomar un café o a beber un vino conmigo».
Simon echa una ojeada a su reloj. «Un café sería lo mejor», dice.
Subimos las escaleras y yo vuelvo a agradecerle su intervención, esperando que me pregunte por el tema, pero él le quita importancia. Ya en el pasillo el corazón se me para, pues se cuela un rayo de luz por debajo de la puerta del cuarto de estar. «Dianne o Lauren deben estar quemándose las cejas», le explico en voz baja, acompañándole hasta mi habitación. Se sienta en la silla y acto seguido, al ver mi estante de compact discs, se levanta e inspecciona la colección, con una expresión que permanece inescrutable.
Voy a hacer un poco de café y vuelvo al dormitorio con dos tazas humeantes. Cuando llego allí, él está sentado en la cama leyendo un libro de poesía escocesa moderna, uno de los libros de texto para la clase de McClymont. Deposito las tazas sobre la alfombra y me siento a su lado. Él deja el libro y me sonríe.
Quiero comérmelo, pero en esos ojos hay algo duro y frío como el granito que hace que lo postergue. Me atraviesan, sondean mis entrañas. De pronto se llenan de un increíble calor que habría sido inconcebible hace sólo un segundo. El resplandor que despiden es tan fuerte que me quedo pasmada; me siento informe, sin magnitud ni densidad. Lo único de lo que tengo conciencia es del deseo que experimento por él. Entonces le oigo decir algo, una frase en un idioma extranjero, antes de que sus manos estrechen suavemente mi rostro. Se entretiene un poco, empapándose de mí con esos ojazos de color ébano; a continuación me besa: en la frente, después en ambas mejillas, cada uno de sus besos fuerte y suave a la vez, explotando con precisión, enviando datos emocionantes al ahora nebuloso centro de mi ser.
Soy consciente de que mi cuerpo y mi mente se escinden; noto la fuerza de la separación vibrando en aparente concierto con el radiador de la calefacción central que está a nuestro lado. Mientras él acaricia mi espalda pienso en las rosas rojas, en los pétalos cerrados abriéndose y me dejo caer sobre la cama. Es en este momento cuando se apodera de mí una repentina fuerza de voluntad y pienso: me está cambiando, yo también tengo que alterarle, y mi brazo rodea su cabeza, tiro de él hacia mí y le beso con tanta fuerza que nuestros dientes entrechocan. Después beso y lamo sus ojos, su nariz, saboreando el reguero salado que va de las aletas nasales hasta el labio superior, y después las mejillas y la boca otra vez. Mis manos sueltan su cabeza para desplazarse a su torso y tiro hacia arriba de su top pero él no levanta los brazos para ayudarme mientras me desliza el vestido de los hombros. Pero no muevo los brazos, porque le estoy clavando suavemente las uñas en la musculosa carne de su espalda, de modo que se produce un impasse; él tampoco logra sacarme el vestido. Entonces consigue, de algún modo, como un carterista maestro, abrir el cierre de mi sujetador a través del vestido. Desplazándose hacia mi delantera, aparta el vestido y el sujetador con una violencia que hace que suelte su espalda, porque si no lo hago, los breteles de mi vestido se desgarrarían. Acto seguido libera mis pechos y todo se ralentiza mientras los acaricia, tocándolos con un reverencial asombro, como un niño al que le hubiesen confiado el cuidado de una mascota suave y peluda.
Una vez más me mira profundamente a los ojos, y con una expresión sincera, casi triste, dice: «Parece que tendrá que ser ahora».
Entonces él se pone en pie y se quita el top mientras yo bajo las piernas de la cama, me incorporo y me quito primero el vestido y después las bragas. Siento un calor tan palpitante entre las piernas que casi espero que los pelos de mi pubis estén en llamas. Levanto la mirada y Simon se ha quitado los pantalones y los calzoncillos Calvin Klein blancos; durante una fracción de segundo estoy atónita porque es como si no tuviera pene. ¡Ha desaparecido! Durante ese breve instante casi pienso que está castrado, y medito como una loca que eso, ¡que no tiene polla!, explicaría su reticencia a hacer el amor. De pronto me doy cuenta de que sí tiene, ay sí, desde luego que tiene; sólo que desde mi ángulo visual la polla me apunta directamente, como una pistola cargada. Y la quiero. Quiero sentirla dentro ahora. No quiero tener que decirle que podemos hacer el amor más tarde; más tarde te la puedo chupar, tú me lo puedes comer, masturbarme, explorarme del modo que quieras, pero, por favor, quitémonos esto de encima, fóllame ahora mismo, en este mismo instante, porque me estoy abrasando. Pero él se limita a mirarme a los ojos y asentir, joder, el tío me hace un gesto de asentimiento, como si adivinara todo lo que estoy pensando. Ahora está encima y dentro de mí, llenándome, prolongándome, empujando hasta llegar a mi mismo centro. Jadeo, me ajusto y él se pone más duro, pero me doy la vuelta y nos convertimos en una masa que se retuerce, se dobla y se agita, y no sé quién la ralentiza pero volvemos a saborearlo, y después la velocidad de nuestro amor se infla como una fuerza autónoma y nos aporreamos el uno contra el otro en una puta guerra de uno contra uno que parece de todos contra todos. Durante un segundo siento como si hubiera derrotado a ambos, a él y a mí; y quiero más, más de lo que él podría dar jamás, más de lo que nadie podría dar jamás. Entonces la fuerza se acumula como algo que se hubiese desencadenado en mi interior y huyese antes de agarrarme y arrastrarme consigo. Llego al orgasmo en explosiones sucesivas y furiosas, y sólo al remitir este me doy cuenta de que he estado chillando con fuerza, y pienso: espero que ni Lauren ni Dianne estén en casa ya que parecería exhibicionista y ridículamente teatral. Simon lo interpreta como permiso para hacer lo que necesita hacer; me aparta el pelo de la cara y aprieta mi rostro contra el suyo, obligándome a mirarle a los ojos mientras se corre con tal intensidad que su orgasmo prolonga el mío. Después me aprieta contra su pecho y al captar fugazmente su mirada estoy casi segura de ver una lágrima. Sin embargo, no deja que me mueva para comprobarlo y salir de dudas; me sujeta con fuerza y, de todos modos, estoy totalmente agotada. Yacemos entre las ruinas de la cama empapada en sudor y lo único que pienso, mientras me quedo dormida con su sudor, su olor y el olor a frito ya viejo del sexo en las fosas nasales, es en lo bien que sienta que la follen a una como es debido.