79. «… EASYJET…»
Simon lleva toda la mañana telefoneando como un poseso. Hemos llegado temprano al aeropuerto para coger el Easyjet de vuelta a Edimburgo, ya que es el primer vuelo que hay disponible. Terry y su chica porno americana, Carla, han venido a despedirnos aunque sólo porque Terry quiere sacarle a Simon las llaves de nuestra habitación, que tiene reserva para dos días más, y este no está dispuesto a desprenderse de ellas hasta el último minuto. No para de mirar a Terry, que acaba de salir de la tienda del aeropuerto, con una suspicacia sin límites. «Te agradezco de veras que vuelvas conmigo, Nikki», dice. «Porque podrías quedarte aquí otro par de días más con Curtis y Mel y pasártelo de vicio en la fiesta de entrega de los premios. Además, seguro que arrasas sin ningún problema. Este es tu momento, Nikki».
«Tenemos que mantenernos unidos, cariño», le digo, cogiéndole de la mano.
«No te preocupes, Sick Boy, Carla y yo disfrutaremos de la suite, ¿eh, muñeca?», dice Terry mirando primero a su nueva chica y luego a mí, evidentemente preocupado de que vaya a cambiar de opinión.
«Sí… es muy amable por vuestra parte…», murmura ella alegremente.
Simon parece tremendamente molesto, y Terry, que lo capta, dice muy serio: «Seré un gran embajador para Siete polvos y no me sobraré con los gastos de hotel».
Pero Simon no le oye. Ha llamado al pub; está hablando con Alison y más bien se le ve más abatido que nunca. «Me tomas el pelo…, no me lo puedo creer…». Se vuelve hacia mí y Terry. «La puta poli y los del servicio de aduanas están en el pub. Han confiscado los vídeos… Me van a cerrar el garito… ¡Ali!», salta por teléfono, «no le digas nada a nadie, diles que estoy en Francia, es la verdad. ¿Alguna señal de Begbie o Renton?».
Se produce un breve silencio y acto seguido Simon espeta: «¡QUÉ!», diciendo luego con voz entrecortada: «¿Qué lo ha hospitalizado? ¿En un puto coma? ¿Rents?».
El corazón casi se me sale por la boca. Mark… «¡Qué ha pasado!».
Simon apaga el móvil. «¡Renton le ha dado estopa a Begbie! Lo ha mandado al hospital. Begbie se encuentra en un coma del que no creen que vaya a salir. Spud se lo contó a Ali, él lo vio, ¡fue al principio del Walk, ayer por la noche!».
«Gracias a Dios que a Mark no le ha pasado nada…», digo en voz alta, y los ojos de Simon me taladran con horrendo ánimo. «Bueno, Simon», cuchicheo, «tiene nuestro dinero…».
«¿De qué dinero hablas?», pregunta Terry, aguzando el oído.
«Nada, una pasta que le presté», dice Simon sacudiendo la cabeza. «De todos modos, Terry, aquí tienes las llaves del hotel». Las saca rápidamente del bolsillo, se las tira y dice con amargura: «Que lo disfrutes».
«Gracias», dice Terry, cogiendo a Carla por la cintura. «Por eso no te preocupes», dice con un guiño. Luego se para a pensar. «Curioso eso de que Mark haya currado a Begbie. Ese tío no para de dar sorpresas. Yo también había pensado siempre que el rollo ese del kung-fu era puro cuento. Para que veas, ¿eh? De todas formas», sonríe, «nos vemos», y se larga por el patio delantero con su ligue estrella porno. Le observo mientras se va, más contento que unas castañuelas, con todas sus necesidades satisfechas, pasándoselo como nunca, mientras Simon, que debería estar igual, muestra una expresión afligida y ulcerada. Tener a Terry a sus expensas en Cannes durante dos días le supone otra cosa más por la que preocuparse.
Durante el vuelo, Simon está lleno de rencor por el mundo, y sigue colérico cuando aterrizamos en el aeropuerto de Edimburgo. «Aún no sabes con seguridad si Mark nos ha dado el palo, así que tómatelo con calma. Nos lo hemos pasado de maravilla. La película ha gustado. Es algo positivo».
«Uuumf», carraspea, con las gafas de sol sobre la coronilla, estirando el cuello, mirando ansiosamente a su alrededor mientras recogemos nuestro equipaje y atravesamos el control de pasaportes y la aduana.
Entonces se para en seco, porque a sólo cincuenta metros Mark y Dianne se disponen a entrar por la puerta de embarque.
Dianne pasa primero y mientras Mark le muestra sus documentos al empleado del aeropuerto, Simon grita a todo pulmón: «¡REEENNTOOONNN!».
Mark le mira, sonríe levemente y saluda con la mano, cruzando la puerta inmediatamente después. Simon sale corriendo hacia él e intenta pasar por la puerta a la carrera, pero el empleado y el guardia de seguridad no le dejan pasar. «¡DETENGAN A ESE LADRÓN!», chilla mientras las espaldas de Mark y Dianne desaparecen de su vista. Yo les sigo con la mirada, preguntándome si ella se volverá, pero no lo hace. «¡DÍSELO, NIKKI!», me implora Simon.
Me quedo ahí, atónita y sin aliento. «¿Qué puedo decir?».
Él se vuelve hacia el empleado y el guardia de seguridad. Ahora ya han aparecido unos cuantos más. «Escuchen», suplica, «tienen que dejarme pasar por la puerta de embarque».
«Necesitará una tarjeta de embarque válida, caballero», le informa el empleado.
Simon jadea agitadamente y trata de controlar su respiración. «Escuchen, ese hombre ha robado algo que me pertenece. Tengo que pasar por esa puta puerta».
«Sin duda eso es competencia de la policía, caballero. Si quiere que llame por radio a la policía del aeropuerto…».
Simon hace rechinar los dientes y sacude la cabeza. «Olvídelo. ¡Ol-ví-de-lo!», escupe mientras se aleja. Le sigo hasta la pasarela de embarque. «Joder, ahora están embarcando todos: Heathrow, London City, Manchester, Frankfurt, Dublín, Amsterdam, Múnich… ¿Adónde irán?… ¡RENTON Y ESA PUTA GUARRA RETORCIDA!», aúlla, estirando un poco más ese tiempo especial que tiene reservado para humillarse en público, y después poniéndose en cuclillas en mitad de la concurrida explanada, con la cabeza entre las manos, perfectamente inmóvil.
Le pongo la mano sobre el hombro. Alguien, una mujer con una permanente anaranjada, pregunta: «¿Se encuentra bien?». Le agradezco su interés con una sonrisa. Tras un ratito, le susurro: «Tenemos que irnos, Simon. Estamos llamando demasiado la atención».
«¿De verdad?», dice con una vocecita de chiquillo. «¿De verdad?». Entonces se levanta y se dirige dando grandes zancadas hacia la salida mientras enciende el móvil.
Nos dirigimos hacia la hilera de taxis mientras apaga el móvil y me mira con una tensa sonrisa en los labios. «Renton…», dice prorrumpiendo en un sollozo farfullante y abofeteándose la cara, «… Renton se ha llevado mi dinero…, ha limpiado las cuentas… Renton tenía sus propios originales en Amsterdam, todas las copias acabadas en el almacén del tal Miz. El propietario de los originales es el propietario de la película. ¡Él tiene los originales y el dinero! ¿Cómo consiguió la información?», gime desconsoladamente.
Llamo a Lauren y me cuenta que Dianne ha hecho las maletas. Subimos a un taxi del aeropuerto y digo cabizbaja: «Leith».
Simon echa la cabeza contra el respaldo de la silla. «¡Tiene nuestro puto dinero!».
Todo esto ha sido por el dinero. Tengo que averiguar si es lo único que le importa. «¿Y qué hay de la película?», pregunto.
«A la mierda la película», salta él.
«¿Y qué pasa con nuestra misión?», me oigo preguntarle. «¿Qué pasa con el papel revolucionario de la pornografía en…?».
«Que se vaya a la mierda. Nunca fue más que un montón de chorradas para gilipollas incapaces de montárselo con una tía y un modo de que los demás que ya vamos acercándonos a nuestra fecha de caducidad pudiéramos seguir cepillándonos chochitos jóvenes y frescos. Hay dos categorías. Categoría número uno: yo. Categoría número dos: el resto del mundo. Los demás se dividen en dos subgrupos: los que hacen lo que mande yo y los superfluos. Era un poco de diversión, Nikki, sólo un poco de diversión. Lo que necesitamos es el dinero. ¡EL PUTO DINERO! ¡ESE CABRÓN DE RENTON!».
Luego, en el piso de Simon leemos el Evening News que ha traído Rab. Nos cuenta que se han incautado de todo el stock de vídeos y de las cintas del pub, además de las cuentas del bar. El artículo dice que tanto la policía como el servicio de aduanas de Su Majestad buscan a Simon y que quizá presenten cargos contra él. Un artículo que acompaña al principal le retrata de forma poco halagüeña a él y a su «escándalo de drogas y pornografía», haciendo mención de una investigación policial de sus asuntos.
«¡El único al que buscan es a mí! ¡A mí! ¿Y vosotros qué, cabrones?».
«Quizá tenga algo que ver con los créditos de la carátula», bromea Rab, y me esfuerzo por reprimir una risita.
Simon parece un hombre acabado mientras abre de golpe una botella de whisky. Rab quiere luchar ante los tribunales. «Propongo que nos mantengamos unidos. Voy a preparar un discurso», dice arrastrando la voz a medida que va cayendo la bebida. Me doy cuenta de que Rab ha estado de pedo y que empieza a acusarlo. «¿Y tú qué dices, Nikki?», pregunta.
«Quiero ver cómo van las cosas», les digo, mientras le doy pequeños sorbos a mi copa.
Simon me arranca el periódico y aún tiene la petulancia de ofenderse por ser descrito como pornógrafo. «Me parece un término un tanto grosero para alguien que ha tomado la decisión artística de trabajar de forma creativa dentro de la esfera del erotismo para adultos», dice con forzada chulería. Acto seguido se le dibuja una expresión de abyecta miseria cuando gime: «A mi madre esto la va a matar».
Con cara de verdadero pavor, comprueba los mensajes de teléfono. Hay uno de Terry. «Hay noticias buenas y malas, familia. Curt ha ganado el premio al mejor intérprete novel en categoría masculina. Está por ahí celebrándolo. Pero el premio al mejor director se lo dieron a un francés. El de mejor tía se lo llevó una chavala que sale en la peli de Carla».
Noto una sensación de decaimiento y desilusión, y Simon me lanza una tensa mirada que quiere decir: «Te dije que tendrías que haber hecho sexo anal». Terry sigue divagando. «Pero no todo son malas noticias, porque la peli de Carla, A Butt-Fucker in Pussy City, se llevó el primer premio. Son una peña estupenda, además, y he hecho buenas migas con ellos». Simon escupe con amargura y a punto está de decir algo, pero el siguiente mensaje le hace enmudecer. Es su madre, y está tan disgustada que se viene abajo por teléfono. Se levanta y se pone la chaqueta. «Tengo que ir a arreglar esto con mi madre».
«¿Quieres que te acompañe?», le pregunto.
«No, será mejor que vaya solo», dice mientras sale acompañado por Rab, que está ansioso por volver con su mujer y su hijo.
Me siento aliviada y me quedo sentada en el sofá, con la cabeza a punto de estallar y casi físicamente temblando al pensar en lo que estoy a punto de hacer.