21. PUTAS DE AMSTERDAM, 3.a PARTE
Hoy el canal tiene un tono verdoso; no consigo discernir si es el reflejo de los árboles sobre la superficie del agua, o algún vertido radiactivo. El capullo gordo y barbudo del cobertizo donde están los botes está sentado, en camiseta, fumándose una pipa con aire satisfecho. Sería un buen reclamo para la venta de fumeque. En Londres estaría preocupado, cagándose patas abajo pensando en que alguien estaría tratando de quitarle lo suyo. Aquí, sin embargo, se la refanfinfla. En algún punto del camino, los británicos pasaron de ser los cabrones que se enteraban de la movida a los mayores gilipollas de Europa.
Me asomo a la habitación, y Katrin lleva un camisón corto de color azul, de seda de imitación; está sentada en el sofá de cuero marrón limándose las uñas. Tiene el labio inferior ligeramente fruncido, y el ceño con una expresión de irritación concentrada. Antes era capaz de quedarme sentado mirándola durante horas mientras hacía ese tipo de cosas. De apreciar el simple hecho de que ella estuviera ahí. Ahora nos irritamos el uno al otro. Ahora me resulta de un estúpido que te cagas. «Entonces, ¿tienes los setecientos guilders esos para el alquiler?».
Katrin indica la mesa con gesto despreocupado. «En el bolso», me dice, antes de ponerse en pie y quitarse el salto de cama con un ademán un tanto teatral para dirigirse a la ducha. Titubeo un instante, observando la salida de su delgada y pálida blancura, lo cual me resulta curiosamente excitante y ligeramente escalofriante a la vez.
Observo su bolso, allí colocado sobre la gran mesa de roble. El ojo centelleante que forma el cierre me lanza un guiño, como retándome. Lo de revolver en el bolso de una mujer tiene no sé qué que… En mis tiempos yonquis, daba palos en casas, en tiendas y le daba palizas a la gente para conseguir lo que necesitaba, pero el tabú más fuerte de todos, el que más daño hacía saltarse, era el bolso de mi madre. Resulta más fácil meterle los dedos en el coño a una desconocida que meterlos en el bolso de una a la que conoces.
Con todo, es irrefutable que sigue haciendo falta tener un techo encima de la cabeza; lo abro con un chasquido y voy extrayendo los billetes. Puedo oír a Katrin cantando en la ducha o intentándolo al menos. Los alemanes son incapaces de cantar una puta nota, igual que los holandeses; como todos los europeos, a decir verdad. Lo que sí sabe hacer es reventarme la cabeza. Desde luego, pincharme implacablemente, echarme broncas atroces, tener enfurruñamientos tormentosos: todo eso Katrin sabe hacerlo con garbo y salero. Pero su baza más fuerte son las amargas intervenciones que en ocasiones puntean sus silencios sepulcrales. Nuestro pisito con vistas al canal ha desarrollado un ambiente altamente propicio para la paranoia.
Martin tiene razón. Es hora de hacer borrón y cuenta nueva.