66. PUTAS DE AMSTERDAM, 9.a PARTE

Ya estoy harto de las relaciones con altos costes de mantenimiento. No obstante, aquí estoy, otra vez en Amsterdam, metido de algún modo en otra. Porque Sick Boy anda enfurruñado.

Estamos sentados en un almacén frío y con corrientes de aire en Leyland, en las afueras de la ciudad, metiendo cintas de vídeo en carátulas y luego en cajas. El local es de Miz y es un cagadero, con toda clase de basura amontonada en palés hasta llegar al techo. Tiene esa asquerosa iluminación fluorescente amarillo-azulada, que sale reflejada de los paneles de aluminio que cuelgan de las vigas de color rojo óxido. Intento pensar en márgenes: 2000 x 10 libras dividido por 2 = 10000 libras, pero me cuesta siglos y Sick Boy está descontento. Había olvidado la capacidad de queja que tiene el muy cabrón, de gemir en voz alta ante molestias que deberían resultar lo bastante pasajeras como para guardárselas para sí. Pero incluso eso resultaría preferible a este rumiar silencioso, que torna el ambiente más espeso que el alquitrán. Es evidente que piensa que esto no es lo bastante glamuroso para él, pero olvida que en cuanto me doy cuenta de que está enojado puedo limitarme a relajarme y disfrutar de sus gemidos y sus depres.

«Necesitamos mano de obra, Renton», dice, tamborileando en una carátula vacía que tiene sobre el muslo. «¿Dónde está esa torda Kraut tuya? ¿Ya no pinta nada desde que te cepillas a Dianne?».

Guardo silencio, obrando de acuerdo con el viejo principio según el cual hay que mantener al margen de la vida sentimental de uno a Sick Boy. Nada de lo que el cabrón ha hecho esta vez me ha convencido de que deba revisar esa filosofía. «Vete a la mierda. Deja de gimotear y sigue empaquetando», le digo, mientras pienso todo el rato, cierto, ¿dónde estará? Espero que lejos. Mantengo la cabeza gacha por si es capaz de leerlo en mi mirada.

Noto esos focos deslumbrándome. «Cuidado con volver a juntarte con la Dianne esa», dice. «En Italia tenemos un dicho acerca de recalentar la sopa del día anterior. Nunca da resultado. Col recalentada, colega. Minestra riscaldata!».

Me dan ganas de estrellar mi puño en la cara de este cabrón. En su lugar, le dedico una sonrisa.

Entonces parece que se le ocurre algo, y asiente con una especie de aprobación severa. «Pero al menos tiene la edad correcta. Me encantan las mujeres a esa edad. Nunca salgas con una tía de treinta y tantos. Son todas unas arpías amargadas y ponzoñosas con una agenda. A decir verdad, que tengan menos de veintiséis, a ser posible. Pero nada de adolescentes; son demasiado inmaduras y acaban chirriando al cabo de un tiempo. No, de veinte a veinticinco es la época perfecta para las tías», explica, y a continuación empieza a echar pestes mientras repasa la gramola de sus obsesiones. Me abruma con viejos favoritos de todos los tiempos: cine, música, Alex Miller, Sean Connery; y con nuevos: las permanentes cutres, las putas craqueras, Alex McLeish, Franck Sauzee, los presentadores televisivos, el cine basura.

Él no para de rajar. A mí me la machaca. Sencillamente no me sale de los huevos decir algo como: Solaris le da mil vueltas a 2001 y después escucharle argumentar enérgicamente en contra. O al revés, esperar a que sea él quien lo diga y que él espere que sea yo el que defienda el punto de vista contrario. Y esa forma tan desafiante que tenemos de mirarnos, como si estuviéramos de acuerdo, aun en el caso de que así sea, es señal de que somos unas mariconas decadentes. Me la machaca tanto que no me sale ni decirle que me la machaca.

Soy consciente, mientras guardo la enésima representación de las nalgas de Nikki en una carátula, de que mis oídos empiezan a cerrarse. Nikki tiene un culo precioso, no cabe la menor duda, pero cuando has metido una representación suya en papel en la caja número trescientos, se torna menos atractivo. Quizá las imágenes pornográficas sean algo que no deberíamos contemplar de forma repetida; quizá sí insensibilicen y erosionen la sexualidad. La perorata de Sick Boy se amplía: planes, traiciones, el destino de un hombre sensible rodeado de yonquis, masones, escoria, vagos, putas y tías que no saben vestir.

Me oigo decir a mí mismo: «Mmmm», en señal de continuo acuerdo. Pero después de un rato, Sick Boy me da un meneo y me grita: «¡Renton! ¿Te has quedado totalmente Lee Van?»,[49] me pregunta.

Ahora mismo no tengo demasiado fresco el argot rimado de Leith, así que tardo un poco en caer en la cuenta. «No».

«¡Entonces escucha, puto maleducado! ¡Estamos conversando!».

«¿Qué?».

«He dicho que quería tomar té en porcelana fina», me dice. Se da cuenta de que ha captado mi atención, porque que me jodan si sé de qué habla este capullo. Luego mira a su alrededor y matiza su afirmación. «No, lo que de verdad quiero hacer es tomar té en un ambiente donde esta mierda de porcelana luzca», dice sosteniendo una taza del Ajax, «y la porcelana fina no lo hace, joder», salta, arrojando bruscamente una carátula de vídeo al suelo y poniéndose en pie. La nuez le asoma en el cuello más que un cochinillo en el estómago de una serpiente.

Y entonces lanza la taza contra la pared y yo me estremezco mientras se hace añicos. «Vete a la mierda, esa es la taza de Miz, so cabrón», le digo.

«Perdona, Mark», dice tímidamente, «son los nervios. Demasiada farlopa últimamente. Tendré que tomarme las cosas con más calma».

La verdad es que a mí nunca me ha gustado el perico, pero mucha gente es de la misma opinión y no por ello deja de atiborrarse la tocha. Por el simple hecho de que está ahí. La gente consume mierda que no le hace ningún bien, a menudo por el simple hecho de que puede hacerlo. Sería ingenuo esperar que las drogas fueran ajenas a las leyes del moderno capitalismo de consumo. Especialmente cuando, en tanto producto, son el que mejor ayuda a definirlo.

Nos lleva otras dos tensas y asquerosas horas terminar con nuestra copiosa tarea. Tengo callos en las manos y me duelen el pulgar y la muñeca. Miro las cajas llenas de vídeos allí amontonadas. Sí, ya tenemos el «producto», como a él le gusta denominarlo, listo para ser distribuido después de Cannes. Aún no puedo creer que nos haya conseguido plaza en el festival de Cine de Cannes. No se trata del verdadero festival de Cannes, sino del festival de cine adulto que tiene lugar en las mismas fechas. Cuando hago este matiz, por lo general cuando está ligando con una mujer, cosa que parece que haga a todas horas, le pone de los nervios. «Es un festival de cine, y además tiene lugar en Cannes. ¿Qué puto problema hay?».

Me alegro de abandonar el almacén y de volver al centro. Esta vez estamos dándonos un poco la vida padre, residiendo en el American Hotel del Leidseplein. Había tomado una copa en el bar unas cuantas veces, pero jamás de los jamases pensé que me hospedaría aquí. Nos acomodamos en la barra y pagamos unos precios demenciales. Pero ahora podemos permitírnoslo y durante algún tiempo podremos seguir haciéndolo. Bueno, algunos.

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