72. «… OLEAJE…»

Salimos en vuelo directo de British Airways desde Glasgow a la Costa Azul en clase preferente. A medida que nos acercamos al aeropuerto de Niza, vemos un cielo azul y despejado y el oleaje del Mediterráneo lamiendo las doradas arenas. Los indicadores de los cinturones de seguridad para el aterrizaje están encendidos, pero Simon se ha retirado a los servicios por cuarta vez, sale, como suele decirse, exultante de emoción e intriga. «Ya estamos aquí, Nikki, ya estamos aquí. ¿Quieres ver marrullerías, trapicheos y tejemanejes?».

«Pues no mucho, la verdad…», digo, levantando la vista del ejemplar de Elle y observando el ensanchamiento de sus fosas nasales. Veo partículas de cocaína pegadas en los pelos.

«Esos capullos no sabrán lo que les ha caído encima. Nunca antes se han topado con un tangoso de verdad», dice con desdén, frotándose la nariz. Después me mira con expresión casi dolorida y me besa suavemente en la mejilla. «Eres una obra de arte, nena», dice antes de que sus camaleónicos ojos giren y vean a una chica con largos rizos que lleva unas gafas de sol pegadas a la cabeza y una chaqueta Prada. «Fíjate en eso», dice en voz alta y señalando con el dedo, «tanto esfuerzo echado a perder por una mala permanente estilo cutre. Apuesto a que trabaja en publicidad. Debería despedir a su peluquero…, ¡qué digo, debería fusilarlo!», dice, mientras su mandíbula asoma de forma desafiante y un par de personas chasquean la lengua y apartan la vista.

Yo sonrío benévolamente, sabedora de que es inútil pedirle que baje la voz. Ahora me da la tabarra a mí, contándome la historia de su vida.

«Begbie tiró una jarra y le abrió la cabeza a una chica…, yo le disparaba a la gente con una escopeta de aire comprimido… De niño, Renton era cruel con los animales, siempre tuvo un no sé qué…, habrías pensado que de mayor se convertiría en asesino en serie…, Murphy me robó el equipo de Subbuteo de Coventry City…, lo encontré en su casa y casualmente acababa de comprarlo justo después de que el mío desapareciese…, mis padres no eran ricos…, era un desembolso importante…, mi madre, una mujer decente y santa donde las haya, va y me dice: “¿Dónde está ese bonito equipo que te compramos, hijo?”… ¿Qué podía decir? “Está en casa de los piojosos, madre. En este momento, mientras hablamos, los jugadores se deslizan sobre el linóleo viejo y destrozado en casa de un chorizo piojoso para que los aplasten unos taños indiferentes y borrachos que van tambaleándose de dormitorio en dormitorio en busca de niños de los que abusar…” ¿Cómo iba a decirle eso a mi madre? La casa de Murphy, vaya una cochiquera…».

Estoy encantada de bajar del avión. Recogemos nuestro equipaje y Simon se encamina directamente hacia la parada de taxis. «¿Es que no vamos a esperar a los que vienen en el Easyjet?», le pregunto.

«Algo me dice que no…», dice con cautela. «Escucha, Nikki, el eh…, el Carlton estaba lleno, así que tuve que meterles en el Beverly. Sigue siendo céntrico».

«¿Es menos caro?».

«Podríamos decir que sí», sonríe. «Nuestra suite vale unas cuatrocientas libras por noche y las habitaciones de ellos cuestan veintiocho».

Sacudo la cabeza en un gesto de asco fingido, esperando que él no se dé cuenta del artificio.

«Es que necesito un queo guapo para hacer negocios…», protesta él. «Da mala imagen que le vean a uno en un cuchitril… y con eso no quiero decir que el Beverly lo sea, claro».

«Apuesto a que sí lo es», digo. «Me parece muy discriminatorio, Simon. Se supone que somos un equipo».

«Te recuerdo que estamos hablando de Lochend y Wester Hailes. ¡Para ellos será un lujo! Pienso en ellos, Nikki, se sentirían como peces fuera del agua. ¿De verdad te imaginas a Curtis en el Carlton? ¿A Mel con sus tatuajes? No, no querría ponerles en evidencia ni que me pongan en evidencia a mí», dice con aires de superioridad, con la cabeza bien alta y las gafas de sol puestas, mientras llevamos los carritos del equipaje hacia la parada de los taxis.

«Eres de lo más esnob, Simon», le informo, riéndome a carcajadas.

«¡Tonterías! Soy de Leith. ¿Cómo voy a ser esnob? En todo caso seré un socialista. Me limito a atenerme a las reglas del mundo de los negocios, eso es todo», salta, para repetir a continuación: «Más vale que Renton no me mamonee, porque sería un desperdicio total…, menos mal que tuve la previsión de cancelar su reserva en el Carlton y meterle en el Beverly con los demás…, ese capullo se trae algo entre manos…».

«Mark es majo. Sale con Dianne, y ella es un encanto».

«De acuerdo, cuando quiere puede ser convincente que te cagas. Pero tú no le conoces como le conozco yo. Recuerda que me crié con él. Le conozco. Es una escoria. Todos lo somos».

«¡Qué poca autoestima, Simon! Jamás lo habría imaginado».

Simon sacude la cabeza como un perro al salir del mar. «Lo digo en sentido positivo», dice. «Pero conozco su naturaleza interior. Si Dianne es tu amiga, yo le diría que no perdiera de vista el bolso».

Tomamos un taxi hasta el Carlton, viajando por la atestada carretera costera. «Iba a optar por el Hotel de Cap», explica Simon, «pero está demasiado lejos del meollo y habría supuesto mogollón de viajes en taxi. Esto está justo donde La Croisette», me informa mientras amonesta al lánguido y latino taxista en un francés impresionante. «Vite! Je suis tres presse! Est-ce qu’ily a un itinéraire de dégagement?».

Por fin llegamos y salimos del taxi. Dos porteros salen disparados a coger nuestro equipaje. «¿Ya se han registrado, Monsieur, Mademoiselle?».

«Oui, merci», contesto yo, pero Simon sigue en el exterior, de pie, mirando el mar, observando las idas y venidas del ajetreado gentío por La Croisette; luego se vuelve hacia la enorme y reluciente estructura blanca del hotel eduardiano. «Simon, ¿te encuentras bien?».

Él se quita las Ray-Ban y las guarda en el bolsillo superior de su chaqueta de lino amarillo. «Déjame disfrutar de este instante», resopla, apretándome la mano; veo que en sus ojos se acumulan las lágrimas.

Pasamos al vestíbulo del hotel, que desborda una opulencia pasmosa, dominado por pilares negros y dorados. Hay tres clases de mármol: gris, naranja y blanco, todos con abundantes moldes de pan de oro. Los candelabros de cristal que cuelgan imperiosamente de enormes cadenas de latón, el suelo de mármol, las paredes blancas y las puertas en forma de arco proclaman a gritos la riqueza y la elegancia de este lugar.

Ya en la habitación, una mullida alfombra te hace sentir que caminas sobre melaza. La cama es colosal y la televisión tiene cincuenta canales. El enorme cuarto de baño está abarrotado de toda suerte de artículos de tocador y hay una botella de rosado de Provenza metida en un cubo de hielo como detalle de bienvenida, que Simon abre, sirviéndonos una copa a cada uno y sacándolas al balcón, desde donde se ve el mar. Me asomo y veo que a la gente le impresiona mucho este hotel. Pasan por el malecón y levantan la vista para mirarnos, boquiabiertos. Simon, que ha vuelto a ponerse las gafas de sol, saluda cansinamente a unos turistas al acecho de famosos, ¡y estos empiezan a codearse y hacernos fotos! ¡Me gustaría saber por quiénes nos habrán tomado!

Nos relajamos en el balcón, sintiéndonos en el ombligo del mundo, llenos de satisfacción, tomándonos el rosado; el calor hace causa común con la sensación de sosiego que he experimentado en el avión y el vino de anoche en casa de Gavin, infundiéndome un profundo sueño.

Pero estamos aquí. Yo estoy aquí. Soy una actriz, una puta estrella, aquí, en Cannes. «Me pregunto quién más estará aquí en estos momentos. ¿Tom Cruise? ¿Leonardo DiCaprio? ¿Brad Pitt? ¡Quizá incluso en la habitación de al lado!».

Simon se encoge de hombros y enciende el teléfono móvil. «Sea quien sea, tendrá que ajustarse a nuestros planes», dice distraídamente mientras teclea un número. «¡Mel! Habéis llegado…, excelente. ¿Se está portando Curtis?…, me alegro…, divertíos y os llamaremos a las siete. Después de la proyección habrá una fiesta y ya me haré con unas invitaciones…, nos os embolinguéis demasiado…, sí, claro…, bueno, pues id a la playa o poned la tele…, os veré en el hall de vuestro hotel a las siete…, vale», dice mientras apaga el móvil. «Qué ingrata», se queja, imitando a continuación a Mel. «Curtis y yo estamos sin dinero, Simon, ¿cómo vamos a ir de compras sin dinero?».

Empiezo a estar muy cansada. «Voy a echar una cabezadita durante una hora, Simon», le digo mientras me voy al dormitorio.

«Vale», dice él, siguiéndome.

Simon pone una película porno de una lista que aparece en la pantalla bajo el encabezamiento «canales adultos». Elige una llamada Rear Entry: In Through the Out Door. «Qué pasote, nunca antes me había dado cuenta de que aquel elepé de Led Zeppelin era una alusión al sexo anal. Eso confirma mi impresión de que Page era un poco visionario; ya sabes, el rollo de Crowley y toda esa mierda».

«¿Por qué estamos viendo esto?…», murmuro desde mi modorra.

«Número uno: para ponernos cachondos. Número dos: para ver cómo se lo monta la competencia. ¡Fíjate en eso!».

Se están follando a una mujer que está tumbada de espaldas. Al alejarnos del televisor vemos que el tío ha colocado las piernas de ella sobre sus hombros. El resultado es que le fuerza la espalda para acceder a su ojete y se la folla por ahí, pero desde ese ángulo es imposible determinar si se la mete por el culo o por el coño. Me fijo en los moratones que lleva la mujer en las muñecas, algunos de ellos macilentos. No resulta tan desagradable como de mal gusto, y hace que pierda el poco interés que podía tener por la película, así que me quedo sopa. La verdad es que no tengo demasiado interés en ver follar a los demás; me aburre. Es cómodo este colchón y también el camisón del hotel, y me sumo en el sueño…

Me despierto con algo de frío; me han abierto el camisón desabrochando el cordón, y me encuentro a Sick Boy en cuclillas encima de mí, masturbándose frenéticamente. Me cubro a toda prisa con el camisón.

«Mierda…, ya la hemos jodido», jadea con amargura.

«Qué… ¡Te la estás cascando encima de mí!».

«¿Sí?».

Me incorporo, alarmada. «¿Qué tal si me pongo un poco de lápiz de labios azul y me hago la muerta?».

«Oye», dice, «que no es un rollo necrófilo, es mucho más inocente que todo eso. ¡Pretendía que fuera un homenaje! ¿Es que acaso nunca has oído hablar de La bella durmiente, hostias?».

«No quieres hacer el amor conmigo, pero te sientas a cascártela viendo una peli porno de mierda. ¿Qué puto homenaje de mierda es ese, Simon?».

«No lo entiendes…», rezonga y resopla, mientras la nariz le gotea, y acto seguido salta: «necesito… un poco de perspectiva, joder».

«Lo que necesitas es meterte menos coca», grito, pero con escaso entusiasmo porque de verdad necesito dormir un poco.

Y mientras intento quedarme frita, escucho su perorata interminable. «Eey…, fumas demasiado costo y no dices más que chorradas», dice, «pero te quiero igual. No cambies nunca. El hachís es una droga estupenda para las pibas, el hachís y el éxtasis. Me alegro muchísimo de que no le pegues a la coca. Es una droga para tíos, las chicas no pueden con ella. Sé lo que me vas a decir, que eso es sexista. Pero no, se trata de una observación fundamentada en el reconocimiento de las diferencias entre hombres y mujeres, lo cual presupone el reconocimiento de la autonomía femenina, lo cual a su vez es un postulado feminista. Así que apláudeme, nena, apláudeme…», dice mientras sale de la habitación.

Al oír el estrepitoso portazo, me digo a mí misma: joder, menos mal.

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