65. CHANCHULLO N.° 18.750
Estoy tomando una copa con mi viejo amigo y nuevo socio en el City Café, y dándole la buena noticia. Renton, que tiene aspecto de haberse puesto un poco regordete, mira fijamente la carta que le he entregado y luego me mira a mí con asombro apenas disimulado. «No sé cómo coño lo has logrado, Simon».
«Todo es cuestión de la showreel que saqué y les envié», le explico. Puedo ver por la expresión de su cara que él piensa que todo es cuestión del empleo de su influencia por parte de Miz. Que piense lo que quiera.
Renton se encoge de hombros y prorrumpe en una sonrisa admirativa. «Bien, hasta ahora hemos estado haciendo las cosas a tu manera y no han salido demasiado mal», me dice, mientras vuelve a examinar la carta. «Proyección íntegra en el Festival de Cine Adulto de Cannes. Se mire por donde se mire, es un puntazo».
Por lo general, la adulación es el bálsamo más aromático que existe para el ego, pero cuando procede de los labios de Rent Boy uno siempre está a la espera de la patada en los morros que le sigue. Discutimos la construcción del sitio web de nuestra película, www.sietepolvos.com, y lo que queremos poner en él. Mi principal objetivo, no obstante, es asegurarme de que tengamos un producto que vender. Eso significa que algún pringao tiene que sentarse en un almacén a meter vídeos en cajas. Y sólo conozco a una persona que dice tener montones de cosas que hacer en el Dam.
De modo que nos vamos de excursión, pero está muy lejos de resultar agradable, estar sentado en un almacén haciendo un trabajo de chinos. El lugar produce una sensación horrible, claustrofóbica. Cuando regreso a Edimburgo necesito una sesión en los baños de Porty, así que trago con fuerza e incurro en el espantoso coste del taxi hasta allí. Renton me acompaña hasta el centro de la ciudad y contribuye a regañadientes con un billete de diez.
Sentado en la cuba de los baños de agua a presión en Portobello, disfrutando del agua caliente y la sensación del impacto de los chorros de agua, pienso que esta ha sido una de las cosas que más eché de menos en Londres durante la última década. Ah, los baños a presión de la piscina de Porty. Resulta imposible explicarle a los neófitos el estado de puro trance lujurioso en el que uno se sume aquí, muy superior a cualquier sauna o baño turco. Tan deliciosamente de la vieja escuela, esta enorme cuba de hojalata a lo Julio Verne, con sus diales, sus válvulas y sus pipas. A los vejestorios apestosos que vienen aquí de día les encanta.
Pienso que este es el estado de ánimo con el que difundir la buena nueva, así que, tras salir de mala gana y ponerme una toalla alrededor de la cintura, me retiro a mi taquilla y cojo el móvil. La señal es fuerte para estar en un espacio cerrado. Llamo a todos los que se me ocurre y les cuento la noticia de que nos han seleccionado para Cannes. Nikki chilla de gozo, Birrell suelta un «Vale» a regañadientes, como si le hubiera contado que le han rebajado en un par de meses una pena de diez años de cárcel que acaban de imponerle. La reacción de Terry es muy propia de él. «Estoy que no cago. ¡Todos esos chochos franceses, y todas esas tías pijas a las que se les estará cayendo la baba!».
Bajo a Leith y al pub. A punto estoy de escabullirme escaleras arriba hasta la oficina, para comprobar los mensajes Bananazzurri, cuando Moira me tiende una emboscada en el recodo de la escalera; esos ojos asustados y enloquecidos bajo una mata con permanente recién hecha hacen que me detenga de asombro. «Mo. Has estado en la pelu. Te sienta muy bien», sonrío.
Mo no está contenta y ahora parece totalmente inmune a mis encantos. «Olvídate de mi pelo, Simon, abajo hay un hombre del Evening News que no para de hacer toda clase de preguntas sobre ti, y si sé algo acerca de unas películas que rodáis en la parte de arriba y tal».
«¿Tú qué le has dicho?».
«Le dije que yo no sabía nada», dice, sacudiendo la cabeza.
Moira no es ninguna chota, de eso estoy seguro. «Gracias, Mo. Esto es acoso, joder. Si ese tiparraco vuelve a entrar aquí, dímelo. Haré que le peguen un tiro y que le quemen la casa», le espeto a Mo, que me mira con expresión atónita.
Estoy a punto de escapar escaleras arriba cuando la vieja vaca me muge: «Necesito ayuda aquí abajo, Simon. Ali ha tenido que ir al hospital, su hombre está herido».
«¿Quién, Spud?».
«Sí».
«¿Qué ha pasado?».
«No lo saben, pero por lo que dicen está hecho unos zorros».
«Vale, dame cinco…», digo, sintiendo una extraña preocupación por Murphy. A ver, no es que sigamos siendo amigos del alma, pero no le deseo ningún mal a ese saco de pulgas. Subo las escaleras de espaldas, saludando con la mano al rostro sobresaltado que queda abajo. «Tengo que mirar el correo…».
«Y Paula ha llamado desde España, preguntándome cómo van las cosas. Le he dicho que bien, pero es mi amiga. No puedo seguir encubriéndote, Simon. No pienso mentirle a Paula».
Me paro en seco. «¿Qué quieres decir?».
«Bueno, ese tipo tan majo, el señor Cresswell, el de la fábrica de cervezas, dice que la entrega de la semana pasada aún no la ha cobrado. Le dije que te pondrías en contacto con él y lo resolverías».
Lo pienso un poco antes de dirigirme a Mo. «Cresswell es un sor angustias: un corporativista. No entiende que los negocios funcionan basándose en el crédito y el cash-flow. No, se limita a permanecer sentado en su elegante oficina de Fountainbridge haciendo como que entiende algo del mundo real de los negocios. Un día en el tajo y la palma. Ya hablaré con él», despotrico, subiendo a la oficina para meterme una rápida raya tonificante antes de ocuparme del servicio de barra.
He convocado una reunión en el pub para esta tarde. Quién coño sabe por qué, supongo que para tenerles al tanto de la evolución. Lo más probable es que sea porque la farlopa me circula por el organismo y me apetece mucho más darle la tabarra a unos cuantos aquí arriba que servirle alcohol a los viejos y jóvenes necios de abajo. He decidido mantener a Forrester al margen, pensando que habría movida si él y Renton están en el mismo edificio. Por supuesto, Renton ni siquiera tiene la puta gentileza de aparecer. Rab Birrell desfila con gesto hosco por la puerta y Terry llega y solicita inmediatamente que le facturen. De repente parece que todo quisque se haya vuelto loco por la pasta. ¿Quién cojones se habrán creído que soy? Seguro que ha sido el puto Renton el que ha estado metiendo ideas en la cabeza a todo el mundo por el móvil, me jugaría algo. «Lo siento, Tel, vamos fatal de boniatos en lata o, si así lo prefieres: nasti de plasti».
«¿Conque es eso? ¿No me llevo nada por lo que hice?».
«No tienes participación en los beneficios, Terry», le explico. «Te contratamos como follador. Siempre fui yo el que cortaba el bacalao».
«Pues vale», dice con una sonrisa que me hace sentir decididamente inquieto. «Así es la vida».
El entusiasmo de Terry hizo de él un compañero de viaje útil en determinado momento. Su falta de ambición significa que nunca será una figura en el negocio. Uno hace las cosas lo mejor que puede, les ofrece la oportunidad de aprender y crecer. El resto es cosa de ellos. Pero se lo está tomando bien. Demasiado bien.
Así que veamos qué tal se toma esto otro. «Tenemos un problema», declaro lacónicamente. «Es obvio que todos no podemos ir a Cannes, es demasiado prohibitivo. Así que iremos yo, Nikki, Mel y Curtis. Las estrellas. Rents también, le necesito para las cuestiones empresariales. Los demás sobran».
«Yo no puedo ir de todas formas», dice Rab, «no con el crío, el curso y tal».
Terry se pone en pie bruscamente y se encamina hacia la puerta. «Tez», le grito, tratando de que no se me escape una mueca de regocijo.
Se vuelve y dice: «¿Qué cojones hago aquí si ni me pagan ni voy a Cannes?». A decir verdad, a mí no se me ocurre motivo alguno, así que me quedo literalmente mudo mientras él prosigue: «Me estás haciendo perder el tiempo. Me voy al hospital a ver a Spud», gruñe antes de largarse.
«Yo también», le secunda Rab, levantándose y siguiéndole. ¿Serán fracasados o qué? Pienso que Rab no conoce a Spud, de modo que lo interpreto más como que se marcha que como deseo de cumplir con la obligación de ir a hacer visitas.
En ese momento entra Nikki y se disculpa por llegar tarde. Observa con preocupación mientras ellos se marchan. Me vuelvo hacia ella. «Que les den por culo y les embaracen. Nunca nos hicieron falta y ahora menos. No se puede dejar que sea la cola la que menee al perro, y estoy harto de alimentar sus delirios de suficiencia».
Craig parece tenso y Ursula se ríe; Ronnie sonríe maliciosamente. Nikki, Gina y Mel me miran como si debiera decir algo más. «Cuando entre el resultado de las ventas, organizaremos el reparto entre nosotros», les explico. «¿Qué pasa? ¡No se puede repartir dinero cuando no hay dinero que repartir, joder!».
A los demás les echo una conferencia acerca de la economía del negocio que a la mayoría les entra por un oído y les sale por el otro. Al final acaban por pirarse; la única que aguanta es Nikki. Me doy cuenta de que no está contenta con la forma en que he tratado a Rab y a Terry. Noto cierta tensión interior al experimentar por ella un desprecio que me corroe, lo cual resulta horrible, porque probablemente esté enamorado de ella. Ahora ella capta algo, habla de naderías, me cuenta que está pensando en mandar la sauna a la porra. Le digo que no es mala idea, pues esos sitios los llevan tipos de lo más sórdido. Empiezo a preguntarme si no estará preparándose para entrarme y pedirme pasta. Finalmente, termina por irse a hacer su turno y yo quedo con ella para vernos esta noche.
Así que parece que mi equipo se ha reducido, pero en este momento no tengo ganas de ponerme a pensar en granujas insensatos como Terry. Subo a la oficina y me preparo un jugoso tirito; justamente entonces llama un mamón de periodista. «¿Podría hablar con Simon Williamson?».
«El señor Williamson no se encuentra aquí en estos momentos», le digo. «Por lo visto está jugando al pádel en Jack Kanes… o quizá en Portobello».
«¿Cuándo cree que volverá?».
«En este momento no estoy muy seguro. Últimamente el señor Williamson anda muy atareado».
«¿Con quién hablo?».
«Con el señor Francis Begbie».
«Bueno, si pudiera pedirle al señor Williamson que me llame cuando regrese…».
«Le dejaré el recado, pero Simon es un espíritu libre», le anuncio al auricular mientras empleo un billete de cincuenta libras para aspirar un poco de farlopa.
«Bueno, pues asegúrese de que me llama. Es urgente. Necesito aclarar algunas cosas», dice monótonamente la voz pomposa.
«Cómete mi rabo de presidiario», le digo, colgando de golpe mientras la raya de farlopa me tensa la columna vertebral. Desenrollo el billete nuevo de cincuenta, deleitándome con su belleza. El dinero le proporciona a uno el lujo de no tener que preocuparse por él. Puedes hacer como que lo encuentras vulgar y de mal gusto, pero ya verás lo vulgar y de mal gusto que te parece cuando lo eches en falta en el bolsillo.
Lo primero de todo, no obstante, es que nos aguarda el gran pelotazo. Hagamos Cannes-Cannes.