Prólogo
Ontario, California, Junio 9, 2011
“Ha sido lo más duro
después de la muerte de nuestros padres” —pensaba la chica
estando bajo la ducha, acababan de llegar del cementerio—.
“¿Dios por qué?” —otra lágrima cayó por
su mejilla—. “Leonardo era tan lindo, tan
especial, era el hombre perfecto, Minerva no conoció la
felicidad hasta que él llegó a su vida y
de la misma manera él también se la llevó. Dios ten piedad del
sufrimiento de mi hermana, dale las fuerzas
para soportar este dolor, no quiero que…”
Aurora lloró con fuerza en la soledad sin
poder resistirse, necesitaba sacar todo lo que sentía y desahogarse
porque aunque había llorado como los demás, no pudo hacerlo
abiertamente frente a todo el mundo. Su deber era mantenerse muy
lúcida y seguir siendo el pilar de sus hermanas, especialmente de
Minerva en ese momento pero aunque había mostrado fortaleza
profesional al haberse hecho cargo del funeral tampoco era de
hierro. Quiso a su futuro cuñado como a un hermano y no sabía cómo
hacer para asimilar que ya no lo iba a volver a ver, que ya no iban
a jugar video-juegos un domingo por la tarde, que ya no iba a
opinar sobre sus bocadillos, que ya no iban a discutir sobre temas
musicales y que ya no iba a repetir: “Aurora
querida quiero que el evento de mi boda
con tu hermana sea por todo lo alto, no escatimes en nada. Quiero
que ese día todo sea perfecto y que
Minerva se sienta la mujer más feliz sobre la tierra, quiero que
toda la ciudad halague y hable de que no
ha habido ni habrá otra boda igual” Aurora no paraba de llorar
al recordar todo eso, Leonardo confiaba en ella y en su exquisito
gusto para todo, lo que nunca se imaginó era tener que hacerse
cargo de su funeral y no de su boda. La experiencia había sido
demasiado dolorosa.
Se vistió con su albornoz y mirándose en el
espejo lloró con fuerza de nuevo, llevó sus manos a la cara y
sentándose en el suelo abrazó sus rodillas, al igual que su hermana
ella también estaba destrozada gracias a la fatalidad y ahora en
esa soledad si podía derrumbarse.
Esa noche, entre las tres comenzaron a
turnarse para cuidar a Minerva, el médico de la familia Zablah fue
a inyectarla para que se pudiera controlar, las pastillas que debía
tomar la mantendría tranquila, al menos hasta que pudiera
recuperarse por sí misma. Las hermanas Warren comenzaron la tarea
de vigilarla ya que Minerva, sólo balbuceaba que deseaba morir y
estar con su Leonardo. A partir de esa experiencia dolorosa que
cubrió sus vidas —por segunda vez— comenzó un tiempo difícil para
todas otra vez, una época de oscuridad, de más dolor y de vacío que
sólo el tiempo podía curar. Sólo el tiempo daría la última
palabra.

A veces podemos
pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida
se concentra en un solo instante.
Oscar Wilde
