Para los pájaros (1980)

«For the Birds»

A pesar de que rondaba los cuarenta y de que gozaba de perfecta salud, Charles Modine jamás había estado en el espacio. Había visto colonias espaciales en la televisión y, ocasionalmente, había leído acerca de ellas en los periódicos, pero la cosa no había pasado de ahí.

A decir verdad, el espacio no le interesaba. Había nacido en la Tierra, y la Tierra le bastaba. Cuando quería cambiar de ambiente, iba al mar. Era un marino ávido y experto.

Por lo tanto, experimentó una cierta aversión cuando la representante de Space Structures, Ltd., le dijo que para hacer el trabajo que le pedían, tendría que abandonar la Tierra.

—Oiga, no soy una persona del espacio —le dijo Modine—. Diseño ropa. ¿Qué sé yo de cohetes, aceleraciones, trayectorias y todo eso?

—De eso ya sabemos nosotros. No hace falta que usted sepa nada —se apresuró a aclararle la mujer. Se llamaba Naomi Baranova, y andaba con el paso extraño y vacilante de quien se ha pasado tanto tiempo en el espacio que ya no sabe exactamente cuál es la situación gravitacional del momento.

Su ropa, notó Modine con cierta irritación, hacía las veces de envoltura, poco más. Para el caso, igual habría sido que llevase una tela encerada.

—¿Para qué hace falta que vaya a la estación espacial?

—Para lo que usted ya sabe. Queremos que nos diseñe algo.

—¿Ropa?

—Alas.

Modine pensó en ello. Tenía la frente amplia y pálida, y el proceso de pensar siempre parecía sonrojársela. Al menos eso era lo que le habían dicho. En esa ocasión, si se sonrojaba la frente, en parte era de disgusto.

—Pero eso lo puedo hacer aquí, ¿no es cierto?

Baranova negó firmemente con la cabeza. Su cabellera oscura, de un ligero matiz rojizo, comenzaba a teñirse de gris. A ella parecía no importarle.

—Queremos que comprenda la situación, señor Modine —le dijo—. Hemos consultado a los técnicos y a los expertos en informática, y según nos dicen, han construido las alas más eficaces que han podido. Han tenido en cuenta las cargas, las superficies, las flexibilidades y la maniobrabilidad y todo lo que usted pueda imaginarse, pero no ha servido de nada. Creemos que quizá con unos cuantos volantes…

—¿Dice usted volantes, señora Baranova?

—Algo que no tenga que ver con la perfección científica. Algo que despierte el interés. De lo contrario, las colonias espaciales no sobrevivirán. Por eso quiero que vaya, para que vea la situación con sus propios ojos. Estamos dispuestos a pagarle muy bien.

Fue la paga prometida, más el sustancioso anticipo, que le darían salieran las cosas bien o mal, lo que llevó a Modine al espacio. El dinero no le atraía más que al resto de los seres humanos, pero tampoco le resultaba indiferente; además, le gustaba que reconocieran su reputación.

Y no resultó tan mal como lo había esperado. En los albores de los viajes espaciales, había habido cortos períodos de gran aceleración, y largos períodos de confinamiento en módulos diminutos. En cierto modo, eso seguían pensando de los viajes espaciales quienes vivían en la Tierra. Pero había pasado un siglo, y las naves eran espaciosas, mientras que los asientos hidráulicos parecían absorber la aceleración como si se tratara de un poco de café derramado.

Modine se pasó el tiempo estudiando fotos de las alas en movimiento y viendo vídeos holográficos de los voladores.

—Hay una cierta gracia en su vuelo —observó.

Naomi Baranova sonrió con cierta tristeza y repuso:

—Está viendo a los expertos, los atletas. Si me viera a mí intentando manejar esas alas para dar volteretas y desplazarme de lado, me temo que se echaría a reír. Con todo, lo hago mejor que la mayoría.

Se acercaban a la Colonia Espacial Cinco. Oficialmente se llamaba Chrysalis, pero todo el mundo le decía Cinco.

—Ese lugar no inspira ningún sentimiento poético —comentó Baranova—, aunque piense usted que debería ser lo contrario. Ahí está el problema. No es un hogar, sólo es un trabajo, y resulta difícil hacer que la gente forme una familia y se establezca. Hasta que no lo vean como un hogar…

A lo lejos apareció Cinco, con su forma de cilindro diminuto; ofrecía el mismo aspecto que Modine había visto en la Tierra, por televisión. Sabía que era mucho más grande de lo que parecía, pero se trataba solamente de un conocimiento intelectual. Sus ojos y sus emociones no estaban preparados para el continuado aumento de tamaño a medida que se acercaban. La nave espacial y él mismo empequeñecieron progresivamente hasta que se encontraron dando vueltas alrededor de un enorme objeto de cristal y aluminio.

Se quedó observándolo durante largo tiempo antes de advertir que seguían dando vueltas.

—¿Es que no vamos a aterrizar? —preguntó.

—No es tan fácil —repuso Baranova—. Cinco gira sobre su eje aproximadamente una vez cada dos minutos. Es preciso que sea así para poder establecer un efecto centrífugo que mantenga todo lo que hay en su interior presionado contra la pared interna, creando así una gravedad artificial. Hemos de igualar esa velocidad antes de aterrizar. Lleva tiempo.

—¿Y tiene que rotar tan deprisa?

—Sí, si se quiere que el efecto centrífugo imite la fuerza de la gravedad de la Tierra. Ese es el principal problema. Sería mucho mejor si pudiéramos utilizar una rotación lenta para producir la décima parte de la gravedad normal, pero eso perjudicaría la fisiología humana. La gente no puede aguantar la baja gravedad por mucho tiempo.

La velocidad de la nave casi había igualado el período de rotación de Cinco. Modine logró ver claramente la curva del espejo exterior que captaba la luz solar, con la que iluminaba el interior de Cinco. Logró distinguir la central eléctrica solar que suministraba energía a la estación. Y de la que aún quedaba un excedente suficiente como para exportar a la Tierra.

Finalmente, entraron en el polo del casquete terminal hemisférico del cilindro, y estuvieron dentro de Cinco.

Modine había pasado todo un día en Cinco, y estaba cansado, pero lo inesperado era que lo había disfrutado. En ese momento se encontraban sentados en unos muebles de césped —una amplia extensión de hierba— ante un panorama de las afueras.

En lo alto había nubes; brillaba el sol, aunque no se lo divisaba claramente, soplaba el viento y, a lo lejos, había un pequeño arroyo.

Resultaba difícil creer que estaba en un cilindro que flotaba en el espacio, en la órbita lunar, y que daba vueltas alrededor de la Tierra una vez al mes.

—Es como un mundo —dijo.

—Eso parece cuando se es nuevo —repuso Baranova—. Cuando se lleva aquí un tiempo, se descubre que uno conoce cada rincón, que todo se repite.

—Si se vive en una determinada ciudad de la Tierra —reflexionó Modine—, también se repite todo.

—Lo sé. Pero en la Tierra uno puede viajar a sitios lejanos si lo desea. Y aunque no se viaje, uno sabe que puede hacerlo. Aquí no se puede. Eso no está bien, pero no es lo peor.

—Aquí no existe lo peor de la Tierra —dijo Modine—. Estoy seguro de que no hay rigores climatológicos.

—En realidad, señor Modine, el tiempo es como el del Jardín del Edén, pero uno se acostumbra. Deje que le muestre una cosa. Tengo aquí una pelota. Arrójela bien recta, lo más alto que pueda y luego cójala.

—¿Habla usted en serio? —inquirió Modine con una sonrisa.

—Muy en serio. Hágalo, por favor.

—No soy un jugador de pelota, pero creo que puedo arrojar una —dijo Modine—. Hasta es posible que la coja cuando baje.

Al lanzar la pelota hacia arriba, esta describió una curva parabólica y Modine se encontró flotando hacia adelante primero, y corriendo después, para poder cogerla. La pelota cayó y él no logró alcanzarla.

—No la lanzó recta, hacia arriba, señor Modine —dijo Baranova.

—Sí que lo hice —replicó Modine jadeando.

—Ya, pero sólo de acuerdo con las normas de la Tierra —repuso Baranova—. El problema reside en que estamos ante lo que denominamos fuerza de Coriolis. En la superficie interna de Cinco, nos movemos bastante deprisa, describiendo un gran círculo alrededor del eje. Si lanza la pelota hacia arriba, esta se acerca más al eje, donde las cosas describen un círculo menor y se mueven con más lentitud. Sin embargo, la pelota conserva la velocidad que llevaba aquí abajo, por eso avanza, y por eso usted no logró cogerla. Si hubiera querido hacerlo, tendría que haberla lanzado arriba y hacia atrás, en cuyo caso, la pelota habría girado en el aire y regresado hasta usted como un bumerang. En Cinco, las normas del movimiento son distintas de las de la Tierra.

—Supongo que uno se acostumbra —comentó Modine pensativo.

—No del todo. Habitamos en las regiones ecuatoriales de nuestro pequeño cilindro. Allí es donde el movimiento es más rápido, y donde conseguimos el efecto normal de gravedad. A medida que nos desplazamos hacia el eje, por los casquetes terminales y hacia los polos, el efecto gravitacional disminuye rápidamente. Con frecuencia, tenemos que ir hacia arriba o bien hacia el eje, y cuando lo hacemos, hay que tener en cuenta el efecto de Coriolis. Contamos con pequeños monorraíles que han de moverse en espiral hacia cualquiera de los polos; hay una línea de ida y otra de vuelta. Durante el viaje nos sentimos perpetuamente inclinados a un lado. Lleva mucho tiempo acostumbrarse a ello y algunos jamás aprenden dónde está el truco. Por ese motivo a nadie le gusta vivir aquí.

—¿No se puede hacer nada para evitar ese efecto?

—Si redujéramos la velocidad de rotación, disminuiríamos el efecto de Coriolis, pero al mismo tiempo disminuiríamos también la sensación de gravitación, y eso es imposible.

—O sea que hagan lo que hagan, se condenan.

—No exactamente. Podríamos vivir con menos gravedad, siempre y cuando hiciéramos gimnasia; pero para ello habría que hacer gimnasia cada día durante periodos considerables. Sería divertido. Pero la gente no se dedicará a la calistenia diaria si esta resulta difícil o aburrida. Pensábamos que volar sería la respuesta. Cuando viajamos a las regiones de baja gravedad, cerca de los polos, nos volvemos casi ingrávidos. Podemos elevarnos en el aire con sólo mover los brazos. Si a cada brazo ajustamos unas alas ligeras de plástico, atiesadas con varillas flexibles, y si esas alas se pliegan y se extienden al ritmo justo, la gente podrá volar como los pájaros.

—¿Y eso serviría de ejercicio gimnástico?

—Oh, sí. Le aseguro que volar es un trabajo muy duro. Los músculos del brazo y del hombro quizá no deban esforzarse mucho para mantener a flote a la persona, pero han de estar en permanente uso para permitirle maniobrar correctamente. Volar mantiene el tono muscular y el nivel de calcio de los huesos, si se hace con regularidad. Pero la gente no lo hará.

—Se diría que tendría que encantarles volar.

Baranova suspiró y repuso:

—Les encantaría si fuera lo bastante fácil. El problema es que exige una hábil coordinación de los músculos para mantenerse firmes. Los errores más nimios producen vuelcos y giros y una náusea casi inevitable. Hay quienes logran aprender a volar con gracia, como esas personas que vio en los holovídeos, pero son los menos.

—Los pájaros no se marean.

—Los pájaros vuelan en campos de gravedad normal. La gente de Cinco, no.

Modine frunció el ceño y se tornó pensativo.

—No le prometo que logre dormir —le dijo Baranova—. Normalmente les ocurre a todos los que pasan sus primeras noches en una colonia espacial. De todos modos, inténtelo, y mañana iremos a las zonas de vuelo.

Modine comprendió lo que Baranova había querido decirle al calificar de desagradable a la fuerza de Coriolis. El diminuto vagón del monorraíl que los condujo hacia el polo daba la impresión de deslizarse constantemente hacia la izquierda; las entrañas de Modine experimentaban el mismo efecto. Se aferró de los pasamanos con fuerza, hasta que los nudillos le quedaron blancos.

—Lo lamento —dijo Baranova en tono comprensivo—. Si fuéramos más despacio, no sería tan terrible, pero tal y como están las cosas, entorpecemos el tráfico.

—¿Se acostumbra uno a esto? —gimió Modine.

—Algo. Pero no lo bastante.

Finalmente, cuando se detuvieron, Modine se alegró, pero le duró poco. Le costó acostumbrarse al hecho de estar flotando. Cada vez que intentaba moverse, se tambaleaba: y cada vez que se tambaleaba no caía sino que salía flotando lentamente hacia adelante o hacia arriba, para regresar gradualmente al mismo sitio. Su reacción inmediata de lanzar coces no hacía más que empeorar las cosas.

Baranova le dejó hacer durante un instante, luego lo sujetó y lo hizo regresar lentamente.

—Hay quien disfruta con esto —le comentó.

—Pues yo no —jadeó Modine angustiado.

—A muchos les ocurre igual. Por favor, coloque los pies en estos estribos que hay en el suelo, y no haga movimientos bruscos.

En el cielo, había cinco personas con alas que estaban volando.

—Esos cinco pájaros —le informó Baranova—, vienen aquí casi todos los días. En total, son unos cuantos centenares los que vienen de vez en cuando. Podríamos albergar, tanto aquí como en el otro polo, y a lo largo del eje, algo así como cinco mil voladores a la vez. Basta para mantener en condiciones los treinta mil habitantes de Cinco. ¿Qué hacemos?

Modine hizo un ademán y su cuerpo se balanceó hacia atrás.

—Tienen que haber aprendido a hacerlo. Me refiero a aquellos pájaros de allá arriba. No nacieron siendo aves. ¿Acaso los demás no pueden aprender también?

—Los de allá arriba tienen una coordinación natural.

—¿Qué puedo hacer yo entonces? Soy diseñador de moda. No sé crear coordinación natural.

—Carecer de coordinación natural no es un impedimento absoluto. Sólo implica que habrá que trabajar más, practicar durante más tiempo. ¿Hay alguna forma que le permita hacer de este proceso algo más… a la moda? ¿Podría diseñarnos un traje de vuelo o sugerirnos una campaña psicológica que impulsara a la gente a venir aquí? Si lográsemos crear unos programas adecuados para mantener la forma física, se podría reducir la velocidad de rotación de Cinco, debilitar el efecto de Coriolis y convertir este sitio en un hogar.

—Quizá pida usted un milagro. ¿Podría decirles que se acercaran?

Baranova les hizo señas, uno de los pájaros la vio y bajó en picado hacia ellos dibujando una curva larga y agraciada. Era una mujer joven. Se quedó flotando en el aire a unos tres metros de altura; sonreía al tiempo que agitaba ligeramente la punta de las alas.

—Hola —les gritó—. ¿Qué ocurre?

—Nada —repuso Baranova—. Mi amigo quiere ver cómo maneja usted las alas. Muéstrele cómo funcionan.

La joven sonrió y, plegando primero un ala y después la otra, realizó un lento salto mortal. Se enderezó y torciendo las alas del revés se detuvo, luego se elevó despacio; los pies le colgaban y las alas se movían lentamente. El aleteo se hizo más rápido, tomó velocidad y se alejó de ellos.

Al cabo de un rato, Modine dijo:

—Se parece al ballet, pero las alas son feas.

—¿De veras lo son?

—No hay duda —repuso Modine—. Se parecen a las del murciélago. Todas las asociaciones de ideas están equivocadas.

—Pues díganos qué debemos hacer. ¿Deberíamos recubrirlas de plumas? ¿Atraería eso a los voladores y les haría esforzarse más por aprender?

—No —repuso Modine, y se quedó pensativo—. Tal vez logremos facilitar todo el proceso.

Sacó los pies de los estribos, cogió impulso y flotó en el aire. Movió los brazos y las piernas en distintas formas, para ir probando, y se balanceó erráticamente. Intentó revolverse para regresar a los estribos, y Baranova extendió los brazos para bajarlo.

—Le diré una cosa —comentó Modine—, le diseñaré algo, y si alguien de aquí puede ayudarme a construirlo según el diseño, yo mismo intentaré volar. Jamás había hecho nada parecido. Acaba de ver usted como me mantenía en el aire, y ni siquiera logré hacerlo. Pues bien, si uso mi diseño y puedo volar, entonces, todos podrán.

—Ya lo creo, señor Modine —repuso Baranova, en un tono que estaba a medio camino entre el escepticismo y la esperanza.

Al promediar la semana, Modine comenzaba a sentir que la Colonia Espacial Cinco era como un hogar. Mientras permanecía a nivel del suelo, en las regiones ecuatoriales, donde la fuerza gravitacional era normal, el efecto de Coriolis no le molestaba y se sentía rodeado de un ambiente similar al de la Tierra.

—La primera vez que salga —dijo—, no quiero que me vea la población en general, porque quizá resulte más difícil de lo que creo, y no quiero que la cosa tenga un mal comienzo. Pero me gustaría que me vieran algunos funcionarios de la Colonia, por si logro volar.

—Creo que antes deberíamos intentarlo en privado —sugirió Baranova—. Si falláramos la primera vez, por más excusas que diésemos…

—Pero si tuviéramos éxito sería muy impresionante.

—¿Cuáles son las probabilidades de éxito? Sea usted razonable.

—Tenemos buenas probabilidades, señora Baranova. Créame. Todo lo que han hecho hasta ahora estaba mal. Volaban ustedes en el aire, como los pájaros, y eso resulta difícil. Usted misma lo dijo. En la Tierra, los pájaros cuentan con la gravedad. Pero aquí, los pájaros carecen de ella, de modo que todo ha de diseñarse con un criterio distinto.

Como siempre, la temperatura estaba perfectamente ajustada. Igual que la humedad. Igual que la velocidad del viento. La atmósfera era tan perfecta que parecía no existir. A pesar de ello, Modine transpiraba y se encontraba bajo los efectos de un ataque agudo de pánico. También jadeaba. En las regiones ingrávidas, el aire era más enrarecido que en las zonas ecuatoriales, aunque no demasiado, pero lo bastante enrarecido como para que le resultara difícil respirar cuando el corazón le latía con tanta fuerza.

En el aire no había pájaros humanos; el público estaba formado por unos pocos: el Coordinador, el Secretario de Sanidad, el Comisionado de Seguridad y otras personalidades. También había una docena de hombres y mujeres. Sólo conocía a Baranova.

Le habían colocado un pequeño micrófono, e intentaba que su voz no vacilase.

—Volamos sin gravedad, por lo que ni los pájaros ni los murciélagos constituyen un buen modelo para nosotros —dijo—. Ellos vuelan en presencia de la gravedad. Ahora bien, en el mar es distinto. En el agua existe una escasa gravedad efectiva, pues el empuje del fluido nos mantiene a flote. Cuando volamos a través de agua ingrávida no hacemos otra cosa que nadar. En la Estación Espacial Cinco, concretamente en esta región que carece de gravidez, el aire es para nadar, no para volar. Debemos imitar al delfín, y no al águila.

Se lanzó al aire al tiempo que hablaba, ataviado con un gracioso traje de una pieza que no se adhería a la piel, pero tampoco se inflaba. En seguida comenzó a caer, pero con sólo estirar un brazo activó un pequeño cartucho de gas. De la columna vertebral le salió una aleta suavemente curvada, al tiempo que una quilla poco profunda le marcaba la línea del abdomen. Y se dejó caer.

—Sin gravedad —dijo—, esto basta para estabilizar el vuelo. Uno puede ladearse y girar, pero siempre bajo control. Al principio, quizá no lo haga bien, pero no necesitaré practicar demasiado.

Estiró el otro brazo y de repente, cada pie y cada codo quedaron equipados con una aleta.

—Estas aletas nos dan la fuerza de propulsión —explicó—. No hace falta mover los brazos. Bastarán unos movimientos suaves para todo, pero será preciso doblar el cuerpo y arquear el cuello para girar y cambiar de dirección: Habrá que combarse y alterar el ángulo de brazos y piernas. Todo el cuerpo participa en el proceso, pero de forma suave, no violenta. Lo cual es mucho mejor, porque se usan todos los músculos del cuerpo, y se puede seguir así durante horas, sin cansarse.

Notó que sus movimientos iban adquiriendo mayor seguridad y gracia, y que volaba más deprisa. De pronto comenzó a subir y subir; el aire pasaba a toda velocidad y sintió pánico de no poder aminorar la marcha. Pero dobló los talones y los codos casi instintivamente y notó que comenzaba a girar y a detenerse.

Vagamente, a través de los latidos de su corazón, oyó el aplauso.

—¿Cómo logró descubrirlo cuando nuestros técnicos fueron incapaces de hacerlo? —inquirió Baranova, con admiración.

—Los técnicos comenzaron a trabajar asumiendo que inevitablemente debían usar alas, como las de los pájaros y los aviones, y diseñaron las más eficaces posible. Esa es la función de los técnicos. La función de un diseñador de moda consiste en ver las cosas como un todo artístico. Noté que las alas no se ajustaban a las condiciones de la colonia espacial. Es mi trabajo, nada más.

—Fabricaremos los trajes de delfín y haremos que la población se lance al aire. Ahora estoy segura de que podremos. A continuación haremos planes para comenzar a disminuir la velocidad de rotación de Cinco.

—O detenerla del todo —sugirió Modine—. Sospecho que todo el mundo querrá pasarse el día nadando en vez de caminar —dijo y se echó a reír—. Es posible que no deseen volver a caminar. Es posible que yo no desee volver a hacerlo.

Le extendieron el sustancioso cheque que le habían prometido, y Modine, al ver la cifra, sonrió y dijo:

—Las alas son para los pájaros.

Asimov: Cuentos Completos
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