Reflejo simétrico (1972)

«Mirror Image»

Las Tres Leyes de la robótica:

  1. Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
  2. Un robot debe obedecer las órdenes impartidas por los seres humanos, excepto cuando dichas órdenes estén reñidas con la Primera Ley.
  3. Un robot debe proteger su propia existencia, mientras dicha protección no esté reñida ni con la Primera ni con la Segunda Ley.

Lije Baley estaba a punto de encender la pipa cuando la puerta del despacho se abrió de golpe. Baley puso cara de fastidio y dejó caer la pipa. Tan sorprendido estaba que la dejó donde había caído.

—R. Daneel Olivaw —dijo con desconcertado entusiasmo—. ¡Por Josafat! Eres tú, ¿verdad?

—En efecto —repuso el alto y broncíneo recién llegado, con expresión imperturbable—. Lamento entrar sin anunciarme, pero se trata de una situación delicada y no deseo la menor intrusión de hombres ni de robots, ni siquiera aquí. En todo caso, me agrada verte de nuevo, amigo Elijah.

Y el robot tendió la mano derecha en un gesto tan humano como su apariencia. Baley se quedó tan desarmado por el asombro que por un instante miró la mano sin entender.

Pero luego le estrechó las dos, sintiendo su cálida firmeza.

—¿Pero por qué, Daneel? Eres bienvenido en cualquier momento, pero… ¿cuál es esa delicada situación? ¿De nuevo hay problemas con la Tierra?

—No, amigo Elijah, no se trata de la Tierra. La delicada situación a que me refiero es nimia en apariencia. Una disputa matemática, nada más. Como, por casualidad, estábamos a un corto salto de la Tierra…

—¿Esta disputa se llevó a cabo en una nave estelar?

—En efecto. Es una disputa pequeña, pero asombrosamente grande para los humanos involucrados.

Baley no pudo contener una sonrisa.

—No me sorprende que los humanos te desconcierten. No obedecen las Tres Leyes.

—Es un verdadero inconveniente —convino gravemente R. Daneel—, y creo que los humanos mismos se desconciertan ante los humanos. Es posible que tú te desconciertes menos que los hombres de otros mundos, porque en la Tierra viven muchos más humanos que en los mundos del espacio. Por ello creo que puedes ayudarnos. —R. Daneel hizo una pausa y se apresuró a añadir—: De todas formas, he aprendido algunas reglas del comportamiento humano. Por ejemplo, parece que soy deficiente en cuestiones de cortesía, según las pautas humanas, pues no te he preguntado por tu esposa y por tu hijo.

—Están bien. El chico estudia en la universidad y Jessie participa en la política local. Con esto damos por liquidadas las frases de cortesía. Ahora cuéntame por qué estás aquí.

—Como te he dicho, estábamos a un corto salto de la Tierra, así que le sugerí al capitán que te consultáramos.

—¿Y el capitán accedió?

Baley imaginó al orgulloso y autocrático capitán de una nave estelar de los mundos del espacio accediendo a descender ni más ni menos que en la Tierra para consultar ni más ni menos que a un terrícola.

—Creo que se encontraba en una situación en la que habría accedido a todo. Además, te alabé muchísimo, aunque, por supuesto, no dije más que la verdad. Total que accedí a efectuar todas las negociaciones de tal modo que ningún tripulante ni pasajero necesitara entrar en una ciudad terrícola.

—Ni hablar con ningún terrícola, claro. ¿Pero qué ha ocurrido?

—Entre los pasajeros de la nave, Eta Carina, se encontraban dos matemáticos que viajaban a Aurora para asistir a una conferencia interestelar sobre neurobiofísica. La disputa se centra en torno de estos dos matemáticos, Alfred Barr Humboldt y Gennao Sabbat. ¿Has oído hablar de ellos, amigo Elijah?

—En absoluto. No sé nada de matemática. Oye, Daneel, espero que no le hayas dicho a nadie que soy un experto en matemática ni…

—Claro que no, amigo Elijah. Sé que no lo eres. Y no importa, pues la cuestión matemática no resulta relevante para el asunto en cuestión.

—Bien, continúa.

—Como tú no conoces a ninguno de los dos hombres, amigo Elijah, déjame decirte que el profesor Humboldt ya va por su vigesimoséptima década… ¿Ocurre algo, amigo Elijah?

—Nada, nada —masculló Baley. Simplemente había murmurado algo para sus adentros, una reacción natural ante la gran longevidad de la gente del espacio—. ¿Y sigue en activo, a pesar de la edad? En la Tierra, los matemáticos de más de treinta años…

—El profesor Humboldt es uno de los tres matemáticos de mayor prestigio de la galaxia. Por supuesto que sigue en activo. El profesor Sabbat, por otra parte, es muy joven, pues aún no llega a los cincuenta, pero ya se ha afirmado como el nuevo talento más notable en las ramas más abstrusas de las matemáticas.

—Ambos son ilustres, entonces —asintió Baley. Se acordó de su pipa y la recogió. Decidió que ya no tenía sentido encenderla y la vació—. ¿Qué ha pasado? ¿Es un caso de homicidio? ¿Uno de los dos mató clarísimamente al otro?

—Uno de estos dos hombres de gran reputación intenta destruir la del otro. Según los valores humanos, creo que se puede considerar peor que el homicidio.

—A veces sí, supongo. ¿Entonces, cuál de ellos intenta destruir al otro?

—Vaya, amigo Elijah, de eso se trata, de cuál de los dos.

—Continúa.

—El profesor Humboldt cuenta la historia claramente. Poco antes de subir a la nave estelar, descubrió un posible método para analizar sendas neurales a partir de cambios en los patrones de absorción de microondas de las áreas corticales locales. Se trataba de una técnica puramente matemática y de extraordinaria sutileza, aunque yo no comprendo ni puedo transmitir correctamente los detalles. Pero esto no importa. Humboldt reflexionó y se convenció cada vez más de que tenía entre manos algo revolucionario, algo que dejaría pequeños todos sus logros anteriores en matemática. Luego, se enteró de que el profesor Sabbat estaba a bordo.

—Ah. ¿Y se lo comentó al joven Sabbat?

—Exacto. Los dos se habían visto en reuniones profesionales y se conocían por su reputación. Humboldt le describió a Sabbat todos los detalles. Sabbat respaldó totalmente el análisis de Humboldt y elogió sin reservas la importancia del descubrimiento y el ingenio de su descubridor. Alentado por esto, Humboldt preparó una ponencia en la que describía sumariamente su labor, y dos días después se dispuso a despachar un mensaje subetérico a los presidentes de la conferencia de Aurora, con el objeto de establecer oficialmente su prioridad y preparar una posible deliberación antes del cierre de las sesiones. Para su sorpresa, descubrió que Sabbat había preparado su propia ponencia, muy similar a la suya, y que Sabbat también se disponía a transmitir un mensaje subetérico a Aurora.

—Supongo que Humboldt se puso furioso.

—¡Ya lo creo!

—¿Y Sabbat? ¿Qué alegó?

—Lo mismo que Humboldt. Palabra por palabra.

—¿Y cuál es el problema?

—Cada historia es un reflejo fiel de la otra, a excepción del cambio de nombres. Es un reflejo simétrico, como la imagen de un espejo. Según Sabbat, él tuvo esa intuición y le consultó a Humboldt, quien concordó con el análisis y lo alabó.

—Entonces, ambos alegan que la idea les pertenece y uno de los dos la robó. No parece difícil de resolver. En cuestiones académicas, sólo es preciso presentar los trabajos fechados y rubricados. A partir de ahí se puede deducir la prioridad. Aunque uno sea falso, se puede descubrir mediante las incoherencias internas.

—Generalmente tendrías razón, amigo Elijah, pero esto es matemática, no una ciencia experimental. Humboldt afirma que elaboró los elementos esenciales mentalmente; no puso nada por escrito hasta que tuvo preparada la ponencia. El profesor Sabbat afirma exactamente lo mismo.

—Pues entonces sed más drásticos y terminad con el asunto. Sometedlos a ambos a un sondeo psíquico y averiguad quién miente.

R. Daneel negó con la cabeza lentamente.

—Amigo Elijah, no entiendes a estos hombres. Son personas de rango y erudición, miembros de la Academia Imperial. Como tales, no pueden ser sometidos a un juicio de conducta profesional, excepto por un jurado de colegas de igual categoría, a menos que renuncien personal y voluntariamente a ese derecho.

—Proponédselo, entonces. El culpable no renunciará a su derecho porque no podrá enfrentarse a la sonda psíquica. El inocente renunciará de inmediato. Ni siquiera tendréis que hacer uso de la sonda.

—No funciona así, amigo Elijah. Renunciar a tal derecho en semejante caso, para ser investigado por legos, constituye un golpe serio y tal vez irrecuperable para el prestigio de ambos. Ellos se niegan tercamente a renunciar a su derecho a tener un juicio especial, pues se trata de una cuestión de orgullo. La culpa o la inocencia son totalmente secundarias.

—Si es así, olvidaos del asunto. Postergadlo hasta llegar a Aurora. En la conferencia de neurobiofísica habrá una gran cantidad de colegas profesionales y…

—Eso significaría un golpe tremendo para la ciencia, amigo Elijah. Ambos sufrirían por haber causado un escándalo. Incluso el inocente sería culpado de haber protagonizado una situación de tan pésimo gusto. Todos pensarían que la cuestión debió zanjarse discretamente fuera de los tribunales.

—De acuerdo. No soy un habitante de los mundos del espacio, pero trataré de imaginar que esta actitud tiene sentido. ¿Qué dicen los dos hombres en cuestión?

—Humboldt da su pleno consentimiento. Dice que si Sabbat admite que le robó la idea y permite que Humboldt transmita su ponencia, o al menos que la presente en la conferencia, no hará acusaciones. Guardará el secreto de la fechoría de Sabbat; y lo mismo hará el capitán; el único de los otros humanos que está al corriente de la disputa.

—¿Pero el joven Sabbat no está de acuerdo?

—Por el contrario. Está de acuerdo hasta en el último detalle, aunque con los nombres invertidos. De nuevo el reflejo simétrico.

—¿Así que están en tablas?

—Creo, amigo Elijah, que cada uno de ellos espera que el otro ceda y admita su culpa.

—Pues esperad vosotros también.

—El capitán sostiene que es imposible. La espera presenta dos alternativas. La primera es que ambos se obstinen de tal modo que, cuando la nave descienda en Aurora, el escándalo intelectual estalle. El capitán, siendo responsable de la justicia a bordo, sufrirá así una humillación por no haber sabido zanjar la cuestión, y la idea le resulta intolerable.

—¿Y la segunda alternativa?

—Que uno de los dos matemáticos admita haber cometido la fechoría. Pero ¿confesaría por ser realmente culpable, o por el noble deseo de evitar el escándalo? ¿Sería correcto privar de mérito a quien es tan ético que prefiere perder ese mérito antes que perjudicar a la ciencia en su conjunto? Por otra parte, quizás el culpable confiese en el último momento, pero dando a entender que sólo lo hace en aras de la ciencia, eludiendo de este modo la humillación de su acto y arrojando una sombra de duda sobre el otro. El capitán sería el único que sabría la verdad; pero no desea pasarse el resto de su vida preguntándose si lo que ha protagonizado no es más que una grotesca parodia de la justicia.

Baley suspiró.

—Una versión intelecutal del juego de la gallina. ¿Quién se acobardará primero a medida que se aproximen a Aurora? ¿Esto es todo, Daneel?

—No. Hay testigos de la transacción.

—¡Pero Josafat! ¿Por qué no lo dijiste antes? ¿Qué testigos?

—El criado personal del profesor Humboldt…

—Un robot, supongo.

—Desde luego. Se llama R. Preston. Este criado, R. Preston, estuvo presente en la conversación inicial y respalda el testimonio del profesor Humboldt hasta los últimos detalles.

—¿Es decir que sostiene que la idea original fue de Humboldt, que Humboldt se la contó a Sabbat, que Sabbat elogió la idea y demás?

—Sí, con todos los detalles.

—Entiendo. ¿Y eso zanja la cuestión, o no? Sospecho que no.

—Tienes razón. No zanja la cuestión, pues hay un segundo testigo. El profesor Sabbat también tiene un criado personal, R. Idda, un robot del mismo modelo que R. Preston, fabricado según creo, en el mismo año y en la misma fábrica. Ambos llevan más o menos el mismo tiempo prestando sus servicios.

—Qué rara coincidencia, muy rara.

—Una realidad, me temo y que hace difícil emitir un juicio basado en unas claras diferencias entre los dos sirvientes.

—Así que R. Idda cuenta la misma versión que R. Preston, ¿no es así?

—Exactamente la misma, con excepción del cambio de nombres, como en un reflejo simétrico.

—R. Idda, pues, afirma que el joven Sabbat, el que no ha cumplido aún cincuenta años… —Lije Baley no pudo evitar un cierto tono irónico; él tampoco había cumplido los cincuenta, pero no se sentía joven—. Bien, pues que Sabbat tuvo la idea, se la expuso al profesor Humboldt y este lo elogió profusamente y demás.

—Sí, amigo Elijah.

—O sea que un robot miente.

—Eso parece.

—Debe de ser fácil saber cuál. Me imagino que el examen de un buen robotista…

—Un buen robotista no es suficiente en este caso, amigo Elijah. Sólo un robopsicólogo competente podría aportar la credibilidad y la experiencia suficientes para tomar una decisión en un caso de tamaña importancia. No llevamos ningún especialista así a bordo. El examen sólo podría realizarse cuando lleguemos a Aurora…

—Y entonces estallará el escándalo. Bien, pues estás en la Tierra. Podemos buscar un robopsicólogo, y seguramente lo que suceda en la Tierra nunca llegará a oídos de Aurora y no habrá escándalo.

—Sólo que ni el profesor Humboldt ni el profesor Sabbat permitirán que un robopsicólogo de la Tierra examine a su criado. El terrícola tendría que…

Hizo una pausa, y Lije Baley acabó la frase por él:

—Tendría que tocar al robot.

—Son viejos criados, con buenos antecedentes…

—Y no se les debe manchar con el contacto de un terrícola. ¿Y qué cuernos quieres que haga? —Procuró contenerse—. Lo lamento, R. Daneel, pero no entiendo por qué me has metido en esto.

—Yo iba en la nave en una misión que no tenía nada que ver con este problema. El capitán acudió a mí porque tenía que acudir a alguien. Yo le parecía suficientemente humano como para escuchar y suficientemente robot como para ser un confidente discreto. Me contó la historia y me preguntó que qué haría yo. Me di cuenta de que el siguiente salto nos podía llevar tanto a la Tierra como a nuestro destino. Le dije al capitán que, aunque me costaba tanto como a él resolver el problema del reflejo simétrico, en la Tierra había alguien que podía ayudarnos.

—¡Por Josafat! —murmuró Baley.

—Ten en cuenta, amigo Elijah, que resolver este problema sería beneficioso para tu carrera y hasta la Tierra misma sacaría provecho. El asunto no gozaría de publicidad, desde luego, pero el capitán es un hombre muy influyente en su mundo nativo y quedaría muy agradecido.

—Con eso sólo me pones más tenso.

—Confío plenamente en que ya tienes alguna idea del procedimiento a seguir.

—¿Ah, sí? Supongo que el procedimiento obvio consiste en entrevistar a los dos matemáticos, uno de los cuales parece ser un ladrón.

—Me temo, amigo Elijah, que ninguno de los dos vendrá a la ciudad. Y ninguno aceptará que vayas a verlos.

—Y no hay modo de lograr que la gente del espacio se ponga en contacto con un terrícola, sea cual fuere la emergencia. Sí, lo entiendo, Daneel… Pero estaba pensando en una entrevista por circuito cerrado de televisión.

—Tampoco. No se prestarán a ser interrogados por un terrícola.

—Entonces, ¿qué quieren de mí? ¿Puedo hablar con los robots?

—Tampoco permitirán que los robots vengan aquí.

—¡Por Josafat, Daneel! Tú has venido.

—Fue por decisión propia. Mientras estoy a bordo de una nave, cuento con autorización para tomar esas decisiones sin veto de ningún ser humano, excepto del capitán, y él ansiaba establecer el contacto. Conociéndote a ti, decidí que contactar por televisión sería insuficiente. Deseaba estrecharte la mano.

Lije Baley se ablandó.

—Te lo agradezco, Daneel, pero ojalá no hubieras pensado en mí. ¿Puedo al menos hablar por televisión con los robots?

—Creo que eso puede arreglarse.

—Algo es algo. Eso significa que estaré realizando la labor propia de un robopsicólogo, de un modo tosco.

—Pero tú eres detective, amigo Elijah, no robopsicólogo.

—Bien, olvídalo. Pero antes de verlos pensemos un poco. Dime, ¿es posible que ambos robots estén diciendo la verdad? Tal vez la conversación entre los dos matemáticos fue equívoca. Tal vez fuese de tal índole que cada uno de los robots está convencido sinceramente de que la idea era de su amo. O quizás uno de ellos oyó una parte de la coversación y el otro oyó otra parte, de modo que cada uno pudo suponer que su amo era el dueño de la idea.

—Imposible, amigo Elijah. Ambos robots repiten la conversación de un modo idéntico. Y las dos repeticiones son contradictorias.

—¿Entonces es seguro que uno de los robots está mintiendo?

—Sí.

—¿Podré ver la transcripción de todas las pruebas presentadas hasta ahora al capitán?

—Supuse que las pedirías y he traído copias.

—Otra ventaja. ¿Habéis interrogado a los robots y el interrogatorio está incluido en la transcripción?

—Los robots se han limitado a repetir su historia. Un verdadero interrogatorio sólo podría realizarlo un robopsicólogo.

—¿O yo?

—Tú eres detective, amigo Elijah, no…

—De acuerdo, Daneel. A ver si entiendo la psicología de la gente del espacio. Un detective sirve porque no es robopsicólogo. Vayamos más lejos. Un robot no suele mentir, pero lo hace si es necesario para respetar las Tres Leyes. Puede mentir para proteger, legítimamente, su existencia, de acuerdo con la Tercera Ley. Puede mentir también si es necesario para obedecer una orden legítima impartida por un ser humano, de acuerdo con la Segunda Ley. Y más aún, puede mentir si es necesario salvar una vida humana o impedir que se cause daño a un ser humano, de acuerdo con la Primera Ley.

—Sí.

—Y en este caso cada uno de los robots estaría defendiendo la reputación profesional de su amo, y mentiría si fuera preciso. Dadas las circunstancias, la reputación profesional sería casi el equivalente de la vida, y la mentira supondría una urgencia casi equivalente a la impuesta por la Primera Ley.

—Pero, mediante la mentira, cada uno de ellos estaría dañando la reputación profesional del amo del otro, amigo Elijah.

—En efecto, pero también cada uno de ellos podría tener una concepción más clara del valor de la reputación de su propio amo y considerarla sinceramente superior a la del otro, y pensaría, por consiguiente, que causa menor daño con una mentira que con la verdad. —Guardó silencio un instante y añadió—: Muy bien, ¿me pones en comunicación con uno de los robots? Con R. Idda, por ejemplo.

—¿El robot del profesor Sabbat?

—Sí, el robot del joven.

—Sólo me llevará unos minutos. Tengo un microrreceptor equipado por un proyector. Sólo necesito una pared limpia, y creo que esta servirá si me permites correr algunos de estos archivadores de películas.

—Adelante. ¿Tendré que usar micrófono?

—No, puedes hablar normalmente. Disculpa, amigo Elijah, si tienes que esperar un poco. Tendré que comunicarme con la nave y pedir la entrevista con R. Idda.

—Si vas a tardar, Daneel, ¿por qué no me pasas las transcripciones de las pruebas reunidas hasta ahora?

Lije Baley encendió la pipa, mientras R. Daneel preparaba el equipo, y examinó las hojas que le habían dado. Pasaron varios minutos.

—Si estás preparado amigo Elijah —dijo R. Daneel—, R. Idda también lo está. ¿O prefieres disponer de unos minutos más para leer la transcripción?

—No —contestó Baley, soltando un suspiro—. No me he enterado de nada nuevo. Ponme con él y encárgate de que la entrevista sea grabada y transcrita.

R. Idda, irreal en la proyección bidimensional reflejada en la pared, tenía una estructura básicamente metálica y no era una criatura humanoide como R. Daneel. Muy pocos rasgos de su cuerpo, alto, pero macizo, lo diferenciaban de los muchos robots que Baley había visto, salvo unos pocos detalles en su estructura.

—Salud, R. Idda —lo saludó Baley.

—Salud, señor —contestó R. Idda, con una voz apagada que parecía asombrosamente humana.

—Eres el criado personal de Gennao Sabbat, ¿verdad?

—Así es.

—¿Cuánto tiempo hace de eso, muchacho?

—Veintidós años, señor.

—¿Y la reputación de tu amo es valiosa para ti?

—Sí, señor.

—¿Considerarías importante proteger esa reputación?

—Sí, señor.

—¿Tan importante como proteger su vida física?

—No, señor.

—¿Y sería tan importante proteger su reputación como la reputación de otro?

R. Idda titubeó.

—En esos casos se debe decidir según el mérito individual de cada uno —respondió—. No hay modo de establecer una norma general.

Baley vaciló a su vez. Esos robots de los mundos del espacio hablaban con mayor soltura y refinamiento que los modelos terrícolas. No sabía si podría ganarle en ingenio.

—Si decidieras que la reputación de tu amo es más importante que la de otra persona, como, por ejemplo, la de Alfred Barr Humboldt, ¿mentirías para proteger la de tu amo?

—Mentiría, señor.

—¿Mentiste en tu testimonio concerniente a la controversia de tu amo con el profesor Humboldt?

—No, señor.

—Pero si hubieras mentido negarías que mentiste y así encubrirías esa mentira, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Pues bien, considéralo así. Tu amo, Gennao Sabbat, es un matemático de gran reputación, pero es joven. Si en esta controversia con el profesor Humboldt él hubiera sucumbido a la tentación de actuar antiétícamente, su reputación se eclipsaría un tanto, pero como es joven tiene tiempo de sobra para recobrarse. Lo aguardarían muchos triunfos intelectuales y la gente, a la larga, recordaría el intento de plagio como el error de un joven impulsivo y con poco criterio. Sería algo de lo que se podría recuperar en el futuro. En cambio, si el profesor Humboldt hubiera sucumbido a esa tentación, el asunto sería mucho más grave. Es un anciano cuyas grandes obras se extienden por siglos. Su reputación es impecable hasta ahora. Sin embargo, todo eso se olvidaría a la luz de esta fechoría de sus últimos años, y no tendría oportunidades de recuperarse en el tiempo relativamente breve que le queda. No podría realizar muchas cosas ya. En el caso de Humboldt se tirarían por la borda muchos más años de trabajo que en el caso de tu amo, y él tendría menos oportunidades de recobrar su posición. ¿Entiendes, pues, que Humboldt se enfrenta a la peor situación y que merece la mayor consideración?

Hubo una larga pausa.

—Mi testimonio fue una mentira —dijo al fin R. ldda, en un tono de voz imperturbable—. El trabajo pertenecía al profesor Humboldt, y mí amo ha intentado apropiarse injustamente del mérito.

—Muy bien, muchacho. Tienes órdenes de no hablar de esto con nadie hasta que el capitán de la nave te autorice a ello. Puedes retirarte.

La pantalla quedó en blanco, y Baley le dio una chupada a su pipa.

—¿Crees que lo habrá oído el capitán, Daneel?

—Sin duda. Es el único testigo, con excepción de nosotros.

—Bien. Ahora trae al otro.

—¿Pero tiene sentido, amigo Elijah, puesto que R. Idda ya ha confesado?

—Claro que sí. La confesión de R. Idda no significa nada.

—¿Nada?

—Nada en absoluto. Le he hecho ver que el profesor Humboldt se encontraba en la peor situación. Naturalmente, si estaba mintiendo para proteger a Sabbat, pasaría a confesar la verdad, tal como afirma haber hecho. Por otra parte, si estaba diciendo la verdad, mentiría para proteger a Humboldt. Sigue siendo un reflejo simétrico y no hemos ganado nada.

—¿Y qué ganaremos con interrogar a R. Preston?

—Nada, si el reflejo simétrico fuera perfecto; pero no lo es. A fin de cuentas, uno de los robots dice la verdad y otro miente, y ahí se da una asimetría. Déjame ver a R. Preston. Y si ya tienes la transcripción del interrogatorio de R. Idda dámela.

El proyector se puso en marcha de nuevo. R. Preston era idéntico a R. Idda en todo, excepto en un minúsculo detalle del pecho.

—Salud, R. Preston —dijo Baley, teniendo a la vista la transcripción de las respuestas de R. Idda.

—Salud, señor —contestó R. Preston. Su voz era idéntica a la de R. Idda.

—Eres el criado personal de Alfred Barr Humboldt, ¿verdad?

—Así es.

—¿Cuánto tiempo hace de eso, muchacho?

—Veintidós años, señor.

—¿Y la reputación de tu amo es valiosa para ti?

—Sí, señor.

—¿Considerarías importante proteger esa reputación?

—Sí, señor.

—¿Tan importante como proteger su vida física?

—No, señor.

—¿Y sería tan importante proteger su reputación como la reputación de otro?

R. Preston titubeó.

—En esos casos se debe decidir según el mérito individual de cada uno —respondió—. No hay modo de establecer una norma general.

—Si decidieras que la reputación de tu amo es más importante que la de otra persona, como, por ejemplo, la de Gennao Sabbat, ¿mentirías para proteger la de tu amo?

—Mentiría, señor.

—¿Mentiste en tu testimonio concerniente a la controversia de tu amo con el profesor Humboldt?

—No, señor.

—Pero si hubieras mentido negarías que mentiste y así encubrirías esa mentira, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Pues bien, considéralo así. Tu amo, Alfred Barr Humboldt, es un matemático de gran reputación, pero es anciano. Si en esta controversia con el profesor Sabbat él hubiera sucumbido a la tentación de actuar antiéticamente, su reputación se eclipsaría un tanto, pero su ancianidad y sus siglos de logros le permitirían superar la situación. La gente recordaría su intento de plagio como el error de un hombre achacoso, cuyo juicio se tambalea. En cambio, si el profesor Sabbat hubiera sucumbido a esa tentación, el asunto sería mucho más grave. Es un joven con una reputación mucho menos sólida. Normalmente, contaría con siglos por delante para acumular conocimientos y realizar grandes logros. Pero el error de su juventud se lo impediría. Tiene un futuro mucho más extenso que perder que tu amo. ¿Entiendes, pues, que Sabbat se enfrenta a la peor situación y que merece la mayor consideración?

Hubo una larga pausa.

—Mi testimonio fue tal como yo lo… —dijo al fin R. Preston, en un tono de voz impertubable, y se interrumpió.

—Continúa, por favor, R. Preston.

No hubo respuesta.

—Me temo, amigo Elijah —intervino R. Daneel—, que R. Preston se ha paralizado. Está fuera de servicio.

—Pues bien —dijo Baley—, al fin hemos ocasionado una asimetría. Ello nos permite descubrir al culpable.

—¿En qué sentido, amigo Elijah?

—Piénsalo. Supongamos que fueras una persona inocente y tu robot personal fuese testigo de ello. No sería preciso que hicieras nada, ya que tu robot diría la verdad y respaldaría tu testimonio. Sin embargo, si fueses la persona culpable, tendrías que depender de la mentira de tu robot. Sería una situación más arriesgada, pues, aunque el robot mentiría en caso de ser necesario, se sentiría más inclinado a decir la verdad, de modo que la mentira resultaría menos firme que la verdad. Para impedirlo, la persona culpable tendría que ordenarle al robot que mintiera. De este modo, la Primera Ley quedaría fortalecida por la Segunda, de un modo sustancial.

—Eso parece razonable —admitió R. Daneel.

—Supongamos que tenemos un robot de cada tipo. Uno de ellos pasaría de una verdad no reforzada a la mentira y podría hacerlo sin problemas serios, tras algún que otro titubeo. El otro robot pasaría de una mentira muy reforzada a la verdad, pero tendría que hacerlo a riesgo de quemar varias sendas positrónicas de su cerebro y quedar paralizado.

—Y como R. Preston ha quedado paralizado…

—El amo de R. Preston, el profesor Humboldt, es el culpable del plagio. Si le comunicas esto al capitán y le sugieres que interrogue al profesor, tal vez obtenga una confesión. En tal caso, espero que me lo digas de inmediato.

—Por supuesto. ¿Me excusas, amigo Elijah? He de hablar en privado con el capitán.

—Faltaría más. Utiliza la sala de conferencias. Está protegida.

Baley no pudo trabajar en nada durante la ausencia de R. Daneel. Guardó un inquieto silencio. Mucho dependía del valor de su análisis, y su falta de experiencia en robótica lo preocupaba.

R. Daneel regresó a la media hora; la media hora más larga de la vida de Baley.

No tenía sentido tratar de averiguar lo sucedido guiándose por la expresión del impávido rostro del humanoide. Baley procuró mantenerse igualmente impávido.

—¿Sí, Daneel?

—Tal como dijiste, amigo Elijah. El profesor Humboldt ha confesado. Declaró que contaba con que el profesor Sabbat cedería, permitiéndole así obtener un último triunfo. La crisis se ha superado y el capitán está agradecido. Me autoriza para decirte que admira enormemente tu sutileza, y creo que yo mismo me veré favorecido por haberte recomendado.

—Bien. —Baley suspiró. Ahora que se había demostrado que su decisión era la correcta, le temblaban las rodillas y la frente se le perló de sudor—. ¡Por Josafat, R. Daneel, no vuelvas a ponerme en semejante trance!

—Intentaré no hacerlo, amigo Elijah. Todo dependerá, desde luego, de la importancia de la crisis, de tu proximidad y de otros factores. Hasta entonces, tengo una pregunta…

—¿Sí?

—¿No era posible suponer que el paso de la mentira a la verdad era fácil, y difícil el de la verdad a la mentira? En tal caso, el robot inutilizado sería el que pasase de la verdad a la mentira; y, como R. Preston se paralizó, podría llegarse a la conclusión de que el profesor Humboldt era el inocente y el profesor Sabbat el culpable.

—Sí, Daneel, era posible argumentar de ese modo, pero fue el otro argumento el que resultó ser el correcto. Humboldt ha confesado, ¿no?

—En efecto. Pero siendo ambos argumentos posibles, amigo Elíjate, ¿cómo escogiste tan pronto el correcto?

Baley sintió un temblor en los labios. Se calmó y los curvó en una sonrisa.

—Porque, Daneel, tomé en cuenta las reacciones humanas, no las robóticas. Sé más sobre seres humanos que sobre robots. En otras palabras, sospechaba quién era el culpable antes de entrevistar a los robots. Una vez que provoqué en ellos una reacción asimétrica, simplemente la interpreté de modo que pudiera atribuirle la culpa al que ya consíderaba culpable. La reacción del robot fue tan contundente como para desarmar al culpable; mi análisis de la conducta humana podría haber resultado insuficiente por sí solo.

—Siento curiosidad por saber cuál fue tu análisis de la conducta humana.

—¡Por Josafat, Daneel! ¡Piensa y no tendrás que preguntar! Hay otro elemento asimétrico en esta historia de reflejos simétricos, además de lo verdadero y lo falso. Es la edad de los dos matemáticos. Uno es muy viejo y el otro es muy joven.

—Sí, desde luego. ¿Y qué pasa con eso?

—Bien, pues que me puedo imaginar a un joven, impulsado por una idea repentina, asombrosa y revolucionaria, consultando a un anciano al que considera, desde sus tiempos de estudiante, un semidiós en esa especialidad. No me puedo imaginar a un anciano, colmado de honores y habituado a los triunfos, impulsado con una idea repentina, asombrosa y revolucionaria, consultando a un hombre un par de siglos más joven, a quien consideraría un mequetrefe. Además, si un joven tuviera la posibilidad, ¿intentaría robar una idea a un semidiós? Impensable. En cambio, un anciano, consciente del declive de sus facultades, tal vez procurase arrebatar una última oportunidad de fama sin creerse obligado a respetar a un novato. En síntesis, no era concebible que Sabbat robase la idea de Humboldt. Y desde ambas perspectivas el profesor Humboldt era el culpable.

R. Daneel reflexionó largo rato. Luego, extendió la mano.

—Debo irme, amigo Elijah. Me he alegrado de verte. Ojalá nos reunamos pronto.

Baley estrechó cálidamente la mano del robot.

—Si no te importa, R. Daneel, que no sea demasiado pronto.

Asimov: Cuentos Completos
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