El incidente del tricentenario (1976)
«The Tercentenary Incident»
Cuatro de julio del año 2076. Por tercera vez, el sistema convencional de numeración, basado en potencias de diez, había llevado los dos últimos dígitos del año a ese inolvidable 76 que presenció el nacimiento de la nación.
Ya no era una nación en el viejo sentido, sino una expresión geográfica, parte de esa totalidad más amplia que conformaba la Federación de toda la humanidad de la Tierra, junto con las colonias de la Luna y del espacio. Sin embargo, por cultura y por herencia continuaban existiendo el nombre y la idea, y esa parte del planeta, designada con aquel viejo nombre, seguía siendo la zona más próspera y avanzada del mundo. Y el presidente de Estados Unidos aún era el personaje más poderoso del Consejo Planetario.
Lawrence Edwards contemplaba la pequeña figura del presidente desde sesenta metros de altura. Vagaba sin rumbo sobre la multitud, sintiendo en la espalda el carraspeo del motor de flotrón. Lo que veía Edwards se parecía a lo que cualquiera vería en una escena de holovisión. Cuántas veces habría visto él figuras así de pequeñas desde su sala de estar, figuras diminutas en un cubo luminoso y con aspecto de ser tan reales como homúnculos vivientes, hasta que las traspasabas con la mano.
No se podía traspasar con la mano las decenas de millones de figuras que cubrían los espacios abiertos que rodeaban el Monumento a Washington. No se podía traspasar con la mano al presidente. En cambio, lo que sí se podía hacer era tocarlo, extender el brazo para estrecharle la mano.
Edwards pensó socarronamente que hubiera sido mejor prescindir de esta tangibilidad y deseó encontrarse a más de cien kilómetros de distancia, vagando sin rumbo en el aire sobre un yermo aislado y no allí, donde debía estar alerta a cualquier indicio de desorden. No hubiera tenido que estar allí de no ser por la dichosa mitología del «contacto físico».
Edwards no admiraba al presidente Hugo Allen Winkler, el número cincuenta y siete del país.
El presidente Winkler le parecía un hombre vacío, un seductor, un cazador de votos, un politicastro. Era un hombre decepcionante, después de las esperanzas depositadas en él durante sus primeros meses de gobierno. La Federación Mundial corría el peligro de desmembrarse antes de haber cumplido su misión, y Winkler no podía hacer nada para impedirlo. Se necesitaba una mano fuerte, no una mano complaciente; una voz férrea, no una voz meliflua.
Allí estaba, estrechando manos en medio del espacio protector creado por el Servicio, mientras Edwards y otros agentes vigilaban desde arriba.
El presidente sin duda se presentaría a la reelección y era probable que resultase derrotado. Eso no haría sino empeorar las cosas, pues el partido de la oposición estaba empeñado en destruir la Federación.
Edwards suspiró. Se acercaban cuatro años desdichados —quizá cuarenta— y él lo único que podía hacer era vagar por el aire, dispuesto a comunicarse con los agentes de tierra por contacto láser en cuanto advirtiera un disturbio.
Y de pronto vio… No era más que un soplo de polvo blanco, un destello fugaz bajo el sol.
¿Dónde estaba el presidente? Lo había perdido de vista en la polvareda.
Miró hacia donde lo había visto por última vez. El presidente no se podía haber alejado mucho.
Entonces reparó en el tumulto. Lo notó primero entre los agentes del Servicio, que parecían haber perdido la cabeza y se movían como por espasmos. Luego, se contagió la gente que se encontraba más cerca de ellos y, finalmente, los que estaban más lejos. El ruido creció, transformándose en estruendo.
Edwards no necesitó oír las palabras que constituían ese rugido en ascenso. El griterío ya era bastante elocuente. ¡El presidente Winkler había desaparecido! Súbitamente se había convertido en un puñado de polvo.
Edwards contuvo el aliento en un eterno segundo de aturdida impaciencia, mientras la muchedumbre se iba enterando y se dispersaba en una feroz estampida. Y… una voz resonante vibró por encima de la algarabía y ante ese sonido el ruido se disipó, murió, se transformó en silencio. Si antes parecía un programa de holovisión, ahora parecía que alguien hubiera apagado el sonido.
¡Por Dios, es el presidente!, pensó Edwards.
Pues la voz era inconfundible. Winkler se encontraba en el palco custodiado desde donde iba a pronunciar el discurso del Tricentenario, el palco que diez minutos antes había abandonado para estrechar unas cuantas manos de integrantes de la multitud.
¿Cómo había regresado allí?
Edwards escuchó:
—Nada me ha sucedido, conciudadanos. Lo que habéis presenciado fue el fallo de un dispositivo mecánico. No era vuestro presidente, así que no dejemos que un fallo mecánico estropee la celebración del día más feliz que ha presenciado el mundo… Conciudadanos, prestadme atención…
Y lo que siguió fue el discurso del Tricentenario, el mejor discurso que Winkler había pronunciado nunca, el mejor discurso que Edwards había oído nunca. Escuchaba con tanto interés que casi se olvidó de su tarea de vigilancia.
Winkler hablaba con gran lucidez. Comprendía la importancia de la Federación y lograba comunicarla.
Pero Edwards recordó los insistentes rumores de que los nuevos descubrimientos en robótica habían permitido construir una réplica del presidente, un robot que podía desempeñar las funciones meramente ceremoniales, que podía estrechar la mano de los seguidores sin aburrirse ni fatigarse y que, en caso de un atentado…
Pensó, con repentina alarma, que eso era lo que había sucedido. Se trataba de un robot y, en cierto modo…, había sido víctima de un atentado.
Veintitrés de octubre del año 2078…
Edwards alzó los ojos cuando el pequeño guía robot se le acercó y dijo con voz cantarina:
—El señor Janek le recibirá ahora.
Se levantó, sintiéndose alto en comparación con ese rechoncho guía metálico. Pero no se sentía más joven. En los dos últimos años se le habían acentuado las arrugas del rostro.
Siguió al guía hasta una habitación asombrosamente pequeña donde, detrás de un escritorio sorprendentemente pequeño, estaba Francis Jarnek, un hombre algo barrigón y de apariencia incongruentemente joven.
Janek sonrió y se levantó para darle la mano.
—Señor Edwards.
—Me alegra tener la oportunidad… —murmuró Edwards.
Nunca antes había visto a Janek, pero el puesto de secretario personal del presidente era discreto y rara vez llegaba a las noticias.
—Siéntese, siéntese —lo invitó Janek—. ¿Quiere un palillo de soja?
Edwards rehusó con una sonrisa y se sentó. Janek ponía énfasis en su aspecto juvenil. Llevaba la camisa abierta y se había teñido el vello del pecho de un tono violáceo.
—Sé que hace varias semanas que intenta verme. Lamento la demora. Usted entenderá que no soy dueño de mi tiempo. No obstante, aquí estamos… Por cierto, me he puesto en contacto con el jefe del Servicio y le ha ponderado mucho a usted. Lamenta que haya renunciado.
—Me parecía mejor realizar la investigación sin comprometer al Servicio —repuso Edwards con cautela.
Janek sonrió.
—Sin embargo, sus discretas actividades no han pasado inadvertidas. El jefe me explicó que investigaba usted el incidente del Tricentenario, y debo admitir que eso fue lo que me persuadió para verle en cuanto me fuera posible. ¿Fue esa la razón de que renunciara a su puesto? Porque investiga usted un caso cerrado.
—¿Cómo puede ser un caso cerrado, señor Janek? Aunque usted lo llame incidente, fue un intento de asesinato.
—Es una cuestión semántica. ¿Por qué usar una palabra perturbadora?
—Porque representa una verdad perturbadora. No negará usted que alguien intentó matar al presidente.
Janek extendió las manos.
—En tal caso, no lo consiguió. Destruyó un aparato mecánico. Nada más. En realidad, el incidente, o como usted quiera llamarlo, reportó un gran beneficio al país y al mundo. Como todos sabemos, el incidente conmovió al presidente y también al país. El presidente y todos los demás comprendimos que corríamos peligro de recaer en la violencia del siglo pasado, y eso produjo un gran cambio.
—No puedo negarlo.
—Claro que no. Hasta los enemigos del presidente se muestran de acuerdo en que en los dos últimos años se han presenciado grandes logros. La Federación es ahora mucho más fuerte de lo que podíamos imaginar aquel día del Tricentenario. Incluso podríamos decir que se ha impedido el descalabro de la economía del planeta.
—Sí, el presidente parece otro hombre —concedió Edwards—. Todo el mundo lo dice.
—Siempre fue un gran hombre. Pero gracias al incidente comenzó a interesarse apasionadamente por los temas decisivos.
—¿Antes no lo hacía?
—No con ese apasionamiento… El presidente, pues, y todos los demás quisiéramos olvidar el incidente. He querido verle, señor Edwards, para decírselo sin rodeos. No estamos en el siglo veinte y no podemos encerrarle en la cárcel por causarnos molestias ni estorbarle de ningún modo, pero ni siquiera la Constitución Planetaria nos prohíbe intentar la persuasión. ¿Comprende?
—Comprendo, pero no estoy de acuerdo. ¿Podemos olvidar el incidente cuando la persona responsable no fue capturada?
—Qué más da. Quizá sea mejor que un desequilibrado ande suelto y no que se exagere el asunto y preparemos la escena para regresar a los tiempos del siglo veinte.
—En la versión oficial se afirma que el robot estalló de un modo espontáneo, lo cual es imposible y ha constituido un golpe injusto para la industria robótica.
—Yo no emplearía el término robot, señor Edwards. Fue un dispositivo mecánico. Nadie ha dicho que los robots sean peligrosos en sí mismos, y mucho menos los metálicos. En la declaración oficial se aludía únicamente a esos complejísimos aparatos humanoides que parecen de carne y hueso y que podríamos llamar androides. En realidad son tan complejos que los primeros bien podrían estallar. No soy un experto. La industria robótica se recuperará.
—Parece ser que en el Gobierno nadie quiere llegar al meollo del asunto —insistió Edwards.
—Ya le he explicado que sólo ha habido buenas consecuencias. ¿Para qué remover el lodo del fondo cuando el agua es tan cristalina?
—¿Y el uso del desintegrador?
Janek dejó de jugar un instante con el recipiente de los palillos de soja, pero en seguida continuó moviéndolo rítmicamente.
—¿A qué se refiere?
—Señor Janek, creo que sabe a qué me refiero. Como miembro del Servicio…
—Al cual ya no pertenece…
—No obstante, como miembro del Servicio no pude evitar oír ciertas cosas que quizá no estaban destinadas a mis oídos. Yo había oído hablar de una nueva arma y en el Tricentenario presencié algo que parecía confirmar su existencia. El objeto al que todos tomaban por el presidente desapareció en una nube de polvo muy fino. Fue como si cada átomo de ese objeto hubiera perdido su conexión con los otros átomos. El objeto se transformó en una nube de átomos, los cuales comenzaron a combinarse de nuevo, pero se dispersaron tan pronto que no dejaron más que un fugaz destello de polvo.
—Huele a ciencia ficción.
—Por supuesto, no entiendo el aspecto científico de este asunto, señor Janek, pero sé que se necesitaría muchísima energía para lograr ese efecto. Y habría que extraer esa energía del medio ambiente. Los testigos que se encontraban cerca del dispositivo en aquel momento, todos los testigos que pude localizar y aceptaron hablar, aseguraron que sintieron una oleada de frío.
Janek apartó el recipiente de palillos de soja, con un pequeño chirrido de la transita sobre la celulita.
—Supongamos que existiera el desintegrador…
—No es preciso suponer nada. Existe.
—No deseo discutir. Yo no sé de su existencia, aunque admito que mi puesto no es el más indicado para enterarse de la existencia de armas nuevas y tan poderosas. Pero si existe tal desintegrador y es tan secreto debe de ser un monopolio estadounidense, desconocido por el resto de la Federación. En tal caso, ni usted ni yo debiéramos hablar de ello. Pudiera ser un arma más peligrosa que las bombas nucleares, precisamente porque, según usted, sólo produce desintegración en el punto del impacto y frío en las inmediaciones. Sin explosión, sin incendio, sin radiación mortal. Sin esos perturbadores efectos laterales, no habría nada que impidiera su utilización y, por lo que sabemos, podría fabricarse en un tamaño suficiente para destruir el planeta.
—Acepto todo eso.
—Entonces, aceptará también que, si el desintegrador no existe, hablar de él es una tontería y, si existe, hablar de él es criminal.
—No lo he comentado con nadie, salvo con usted porque trato de persuadirle de la gravedad de la situación. Si se hubiera usado un desintegrador, por ejemplo, ¿no debería el Gobierno interesarse en averiguar cómo se utilizó o si otra unidad de la Federación lo posee?
Janek negó con la cabeza.
—Creo que podemos confiar en que los organismos correspondientes tendrán en cuenta ese factor. Será mejor que olvide el asunto.
—¿Puede usted asegurarme que el Gobierno de Estados Unidos es el único que posee semejante arma? —dijo Edwards, sin poder contener la impaciencia.
—No puedo asegurarle nada, pues no sé nada sobre ella ni debería saberlo. No debió usted mencionarla. Aunque no exista un arma así, el rumor de su existencia podría ser dañino.
—Pero, como yo ya le he hablado de ella y el daño ya está hecho, haga el favor de escucharme. Deme la oportunidad de convencerle de que usted, y sólo usted, tiene la clave de una situación peligrosa que quizá sólo yo haya visto.
—¿Sólo usted la ha visto? ¿Y sólo yo tengo la clave?
—¿Le suena a paranoia? Déjeme explicárselo y juzgue por sí mismo.
—Le concederé un rato más, pero me atendré a mis palabras: debe abandonar esta afición suya…, esta investigación. Es muy peligrosa.
—Lo peligroso sería abandonarla. ¿No comprende que si el desintegrador existe y Estados Unidos posee el monopolio la cantidad de personas con acceso a él sería muy limitada? Como ex miembro del Servicio, tengo cierto conocimiento práctico del asunto y le digo que la única persona del mundo que podría hacerse con un desintegrador de nuestros arsenales ultrasecretos sería el presidente… Sólo el presidente de Estados Unidos, señor Janek, pudo haber preparado ese atentado.
Se miraron fijamente. Janek tocó un contacto del escritorio.
—Simple precaución —le aclaró—. Ahora nadie puede oírnos por ningún medio. Señor Edwards, ¿comprende usted lo peligroso que es lo que ha dicho, lo peligroso que es para usted mismo? No sobreestime el poder de la Constitución Planetaria. Un Gobierno tiene derecho a tomar medidas razonables para proteger su estabilidad.
—He venido a verle, señor Janek, porque le considero un ciudadano leal. Le traigo información acerca de un delito terrible que afecta a todos los estadounidenses y a toda la Federación. Un delito que ha originado una situación que quizá sólo usted pueda remediar. ¿Por qué responde con amenazas?
—Es la segunda vez que trata de pintarme como un potencial salvador del mundo. No me imagino en ese papel. Espero que entienda que no tengo poderes extraordinarios.
—Usted es el secretario del presidente.
—Eso no significa que tenga una relación privilegiada con él. A veces, señor Edwards, sospecho que los demás me consideran sólo un lacayo, y a veces siento la tentación de estar de acuerdo con ellos.
—No obstante, usted lo ve con frecuencia, en situaciones informales, en…
—Lo veo con la frecuencia suficiente —interrumpió Janek con impaciencia— para asegurarle que el presidente no ordenaría la destrucción de ese aparato mecánico el día del Tricentenario.
—¿A juicio de usted es imposible?
—No he dicho eso. He dicho que no lo haría. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué iba a querer el presidente destruir un androide que ha sido un accesorio valioso durante tres años de su gestión? Y si por alguna razón deseara hacerlo, ¿por qué hacerlo en público, nada menos que en el Tricentenarío, dando a conocer su existencia con el riesgo de que sus seguidores se sintieran burlados por haber estrechado la mano de un dispositivo mecánico? Por no mencionar las repercusiones diplomáticas, pues ¿qué dirían los representantes de otros sectores de la Federación al saber que han estado tratando con un aparato? En todo caso, el presidente habría ordenado que lo desmontaran en privado, y sólo se habrían enterado algunos de los miembros superiores del Gobierno.
—No hubo consecuencias no deseadas para el presidente como resultado del incidente, ¿verdad?
—Ha reducido el ceremonial. Ya no es tan accesible como era antes. —Tan accesible como antes era el robot.
—Bien… —concedió Janek, a regañadientes—. Sí, supongo que es cierto.
—Y el presidente salió reelegido y su popularidad no ha disminuido aunque la destrucción ocurrió en público. El argumento contra la destrucción en público no es tan fuerte como usted da a entender.
—Pero la reelección se produjo a pesar del incidente. Se produjo cuando el presidente se apresuró a intervenir para pronunciar uno de los grandes discursos de la historia de Estados Unidos. Fue una actuación asombrosa, tiene que admitirlo.
—Fue un drama bellamente escenificado. Cualquiera diría que el presidente estaba preparado.
Janek se reclinó en su asiento.
—Si le entiendo bien, Edwards, usted sugiere una compleja trama novelesca. ¿Me está diciendo que el presidente hizo destruir el artefacto en medio de una multitud, en plena celebración del Tricentenario y ante los ojos del mundo para ganarse la admiración de todos mediante su rápida intervención? ¿Sugiere que lo organizó de tal modo que pudo presentarse como un hombre de gran energía y fortaleza en circunstancias adversas y así transformar una campaña perdedora en una victoria…? Señor Edwards, ha estado usted leyendo cuentos de hadas.
—Si yo afirmara todo eso, sería un cuento de hadas, pero no es así. No he sugerido que el presidente ordenase la muerte del robot; me limité a preguntarle que si pensaba que era posible, y usted aseguró rotundamente que no. Me alegra, porque estoy de acuerdo.
—Entonces, ¿a qué viene todo esto? Empiezo a pensar que me está haciendo perder el tiempo.
—Un momento más, por favor. ¿Nunca se ha preguntado por qué no utilizaron un rayo láser, un desactivador de campo…, un mazo, por amor de Dios? ¿Por qué alguien se tomó el increíble trabajo de conseguir un arma custodiada con las mayores medidas de seguridad, para hacer un trabajo que no requería esa arma? Aparte de la dificultad de conseguirla, ¿por qué arriesgarse a revelar la existencia de un desintegrados al resto del mundo?
—La existencia del desintegrador es una teoría de usted mismo.
—El robot se pulverizó ante mis ojos. Yo fui testigo. Para eso no me baso en testimonios de segunda mano. No importa cómo se llame el arma, pero desintegró el robot átomo por átomo y lo dispersó sin posibilidad de recuperación. ¿Por qué? ¿No le parece un exceso?
—Yo no sé qué intenciones tenía el autor.
—¿No? Pero parece haber una sola razón lógica para pulverizar, cuando es mucho más simple destruir. La pulverización no dejó rastros del objeto destruido. No dejó nada que nos permitiera verificar si era un robot u otra cosa.
—Pero nadie pone en duda lo que era.
—¿No? Le he dicho antes que sólo el presidente pudo haber conseguido y utilizado el desintegrador. Ahora bien, considerando la existencia de una réplica, ¿cuál de los presidentes se encargó de ello?
—No creo que debamos continuar esta conversación —rezongó Janek—. Usted está loco.
—Piénselo. Por amor de Dios, piense. Su argumentación es convincente, pues el presidente no destruyó al robot, sino que el robot destruyó al presidente. El presidente Winkler fue asesinado en medio de la muchedumbre el 4 de julio del año 2076. Un robot semejante al presidente Winkler pronunció el discurso del Tricentenario, se presentó a la reelección, resultó reelegido y aún continúa actuando como presidente de Estados Unidos.
—¡Esto es descabellado!
—He venido a verle porque usted puede demostrarlo… y corregirlo.
—No es tan sencillo. El presidente es… el presidente.
Janek se dispuso a levantarse para dar concluida la entrevista.
—Usted mismo dice que ha cambiado —insistió Edwards—. El discurso del Tricentenario superaba la capacidad del viejo Winkler. ¿No se asombra usted de los logros de los dos últimos años? Con franqueza…, ¿podría el Winkler del primer periodo haber hecho todo esto?
—Sí, podría, porque el presidente del segundo periodo es el mismo del primero.
—¿Niega usted que haya cambiado? Lo dejo en sus manos. Decida usted y yo me atendré a su decisión.
—El hombre ha estado a la altura del desafío, eso es todo. Ha ocurrido antes en la historia de Estados Unidos. —Pero Janek se hundió en el asiento, manifiestamente perturbado.
—No bebe —señaló Edwards.
—Nunca bebió… demasiado.
—Ya no es mujeriego. ¿Niega usted que lo fue en el pasado?
—Un presidente es un hombre. Sin embargo, durante los dos últimos años se ha consagrado al problema de la Federación.
—Admito que es un cambio para mejor, pero es un cambio. Desde luego, si él tuviera una mujer no se podría continuar con la farsa.
—Es una lástima que no tenga esposa —dijo Janek, pronunciando esa palabra arcaica con cierta timidez—. Así no existirían estas dudas.
—El hecho de que no la tuviera hacía más viable la confabulación. Aun así, es padre de dos hijos. Creo que no han visitado la Casa Blanca desde el Tricentenario.
—¿Por qué iban a hacerlo? Son mayores, tienen su propia vida.
—¿Los invitan? ¿El presidente tiene interés en verlos? Usted es su secretario privado. Debería saberlo. ¿Los invitan?
—Está perdiendo el tiempo. Un robot no puede matar a un ser humano. Ya conoce usted la Primera Ley de la robótica.
—La conozco. Pero nadie dice que el robot Winkler haya matado directamente al humano Winkler. Cuando el humano Winkler estaba entre la multitud, el robot Winkler se encontraba en el palco, y dudo que un desintegrador se pudiera apuntar desde esa distancia sin causar daños más devastadores. Lo más probable es que el robot Winkler tuviera un cómplice, un asesino a sueldo, como se decía en el siglo veinte.
Janek frunció el entrecejo; arrugó su rostro rechoncho en una mueca de dolor.
—La locura debe de ser contagiosa. Empiezo a tomar en serio la descabellada idea que usted me ha traído. Afortunadamente, no se sostiene. A fin de cuentas, ¿por qué el asesinato del humano Winkler se iba a efectuar en público? Todos los argumentos que niegan la destrucción del robot en público son válidos para la muerte del presidente en público. ¿No ve usted que eso acaba con su teoría?
—No… —empezó a decir Edwards.
—Sí. Nadie, excepto unos pocos funcionarios, sabían que ese aparato existía. Si el presidente Winkler hubiera muerto en privado y se hubiese eliminado su cuerpo, el robot podría haberle suplantado sin despertar sospechas; no habría despertado las de usted, por ejemplo.
—Siempre habría algunos funcionarios que lo sabrían, señor Janek. Eso hubiera ampliado el número de asesinatos. —Edwards se inclinó hacia delante con vehemencia—. Normalmente no existía ningún peligro de confundir al ser humano con la máquina. Me imagino que el robot no se utilizaba constantemente, sino sólo con propósitos específicos, y siempre habría individuos clave que sabrían dónde se encontraba el presidente y qué estaba haciendo. En tal caso, el asesinato debía cometerse en un momento en que esos funcionarios pensaran que el presidente era el robot.
—No le entiendo.
—Escuche. Una de las funciones del robot era darle la mano a la multitud, prestarse al «contacto físico». Cuando esto sucedía, los funcionarios que estuvieran al corriente sabían que quien saludaba era el robot.
—Exacto. Tiene usted razón. Era el robot.
—Sólo que se celebraba el Tricentenario y el presidente Winkler no se pudo resistir. Un presidente, especialmente un demagogo, un cazador de aplausos como Winkler, tendría que ser más que humano para ser capaz de renunciar a la adulación de la muchedumbre en semejante día y para cederle el puesto a una máquina. Y tal vez el robot alimentó cuidadosamente este impulso para que el día del Tricentenario el presidente le ordenara que permaneciera detrás del podio mientras él salía a saludar y a recibir las ovaciones.
—¿En secreto?
—Desde luego, en secreto. Si el presidente le hubiera avisado a alguien del Servicio, a sus ayudantes o a usted, no le habrían permitido hacerlo. La actitud oficial ante la posibilidad de un magnicidio ha sido muy obsesiva desde los acontecimientos de finales del siglo veinte. Así que con él estímulo de un robot evidentemente astuto…
—Está suponiendo usted que el robot es astuto porque supone que ahora actúa como presidente. Es un razonamiento en círculo. Si él no es presidente, no hay razones para pensar que es astuto ni que sea capaz de elaborar una conspiración así. Además, ¿qué motivo pudo inducir a un robot a tramar un magnicidio? Aunque no matara al presidente directamente, la eliminación indirecta de una vida humana también está prohibida por la Primera Ley, la cual establece que «un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño».
—La Primera Ley no es absoluta —replicó Edwards—. ¿Y si dañar a un ser humano salva la vida de otros dos, o de otros tres, o incluso de otros tres mil millones? El robot pudo haber pensado que salvar a la Federación era más importante que salvar una vida. A1 fin y al cabo, no era un robot común. Estaba diseñado para imitar al presidente hasta el extremo de poder engañar a cualquiera. Supongamos que tenía la perspicacia del presidente Winkler, sin sus flaquezas, y supongamos que él sabía que podía salvar a la Federación, mientras que el presidente no era capaz.
—Usted puede razonar así, pero ¿cómo sabe que un aparato mecánico razonaría de ese modo?
—Es el único modo de explicar lo que sucedió.
—Creo que es una fantasía paranoica.
—Entonces, dígame por qué el objeto destruido resultó pulverizado. Sólo cabe sospechar que era el único modo de ocultar que se había destruido a un ser humano y no a un robot. Deme otra explicación.
Janek se sonrojó.
—No lo acepto.
—Pero puede usted probar que es así… o probar lo contrarío. Por eso he venido a verle a usted, a usted precisamente.
—¿Cómo puedo probar una cosa o la otra?
—Nadie ve al presidente en la intimidad como usted. A falta de una familia, usted es la única persona con la que comparte momentos informales. Estúdielo.
—Lo he estudiado, y le digo que no…
—No lo ha estudiado porque no esperaba nada anormal. Los pequeños indicios no significaban nada para usted. Estúdielo ahora, con la conciencia de que podría ser un robot, y ya verá.
—Puedo tumbarlo de un golpe y buscar metal con un detector ultrasónico —ironizó Janek—. Hasta un androide tiene un cerebro de platino e iridio.
—No será necesario una acción tan drástica. Limítese a observarlo y verá que es tan diferente del hombre que fue que no puede ser un hombre.
Janek miró al reloj de la pared.
—Hemos estado conversando más de una hora.
—Lamento haberle ocupado tanto tiempo, pero espero que comprenda la importancia de todo esto.
—¿Importancia? —dijo Janek. Su aire de abatimiento se transformó de pronto en una expresión esperanzada—. ¿Pero es de veras tan importante?
—¿Cómo podría no serlo? Tener un robot como presidente de Estados Unidos ¿no es importante?
—No, no me refiero a eso. Olvídese de lo que pueda ser el presidente Winkler. Sólo piense en esto: alguien que actúa como presidente de Estados Unidos ha salvado a la Federación, la ha mantenido unida y ahora dirige el Consejo defendiendo la paz y el compromiso constructivo. ¿Admite todo eso?
—Claro que lo admito. ¿Pero qué me dice del precedente que se establece? Un robot en la Casa Blanca hoy por una razón muy buena puede conducir a un robot en la Casa Blanca dentro de veinte años por una razón muy mala, y luego a robots en la Casa Blanca sin ninguna razón. ¿No ve que es importante ahogar las primeras notas de ese trompetazo que anuncia el ocaso de la humanidad?
Janek se encogió de hombros.
—Supongamos que averiguo que es un robot. ¿Lo proclamamos ante todo el mundo? ¿Sabe qué efecto tendría eso en la estructura financiera del planeta? ¿Sabe…?
—Lo sé. Por eso he venido a verle en privado en lugar de darlo a conocer al público. Debe usted comprobarlo y llegar a una conclusión. Luego, si descubre que el presunto presidente es un robot, como sin duda así será, deberá usted persuadirlo para que renuncie.
—Y si él reacciona ante la Primera Ley como usted dice, hará que me maten, pues seré una amenaza para su experto manejo de la mayor crisis internacional del siglo veintiuno.
Edwards meneó la cabeza.
—El robot actuó antes en secreto y nadie trató de contrarrestar los argumentos que él empleó para consigo mismo. Usted podría reforzar una interpretación más estricta de la Primera Ley con sus argumentaciones. De ser necesario, podemos conseguir la ayuda de alguno de los dirigentes de Robots y Hombres Mecánicos S.A., que construyeron el robot. Una vez que él renuncie, le sucederá la vicepresidenta. Si el robot Winkler ha encauzado al mundo por la buena senda, perfecto; entonces la vicepresidenta puede continuar por esa senda, pues es una mujer decente y honorable. Pero no podemos tener un gobernante robot ni debemos consentirlo nunca más.
—¿Y si el presidente es humano?
—Lo dejo en sus manos. Usted sabrá.
—No estoy tan seguro. ¿Y si no puedo decidir? ¿Y si no me animo? ¿Y si no me atrevo? ¿Cuáles son los planes que tiene usted?
—No lo sé. —Edwards parecía cansado—. Quizá deba acudir a Robots y Hombres Mecánicos. Pero no creo que llegue a ese extremo. Ahora que he puesto el problema en sus manos, confío en que usted no descansará hasta haberlo solucionado. ¿Quiere ser gobernado por un robot?
Se puso de pie y Janek le dejó marcharse. No se dieron la mano.
Janek se quedó reflexionando a la luz del crepúsculo.
¡Un robot!
Aquel hombre había entrado allí para sostener, con argumentos totalmente racionales, que el presidente de Estados Unidos era un robot.
Tendría que haber sido fácil disuadirlo. Pero Janek recurrió a todos los argumentos que se le ocurrían, siempre en vano, y el hombre no había titubeado ni un momento.
¡Un robot como presidente! Edwards estaba seguro de ello y seguiría estándolo. Y si Janek insistía en que el presidente era humano Edwards acudiría a Robots y Hombres Mecánicos. No descansaría.
Pensó en los veintiocho meses transcurridos desde el Tricentenario y en lo bien que había salido todo, teniendo en cuenta las probabilidades. ¿Y ahora?
Se sumió en sombríos pensamientos.
Aún tenía el desintegrador, pero no sería necesario usarlo en un ser humano cuya naturaleza corporal no estaba en cuestión. Bastaría con un silencioso disparo láser en un paraje solitario.
Le resultó difícil manipular al presidente en el trabajo anterior, pero en este caso ni siquiera tendría que enterarse.