Pruebas circunstanciales (1946)

«Evidence»

—Pero tampoco fue eso —dijo pensativamente la doctora Calvin—. Claro que al fin esa nave y otras similares pasaron a manos del Gobierno. El salto hiperespacial se perfeccionó y ahora tenemos colonias humanas en los planetas de algunas estrellas cercanas, pero no fue eso. —Yo había terminado de comer y la miraba a través del humo del cigarrillo—. Lo que realmente cuenta es lo que le sucedió a la gente de la Tierra en los últimos cincuenta años. Cuando yo nací, cuando era pequeña, acabábamos de pasar por la última guerra mundial. Fue un mal momento en la historia, pero significó el final del nacionalismo. La Tierra era demasiado pequeña para las naciones, que comenzaron a agruparse en regiones. Se tardó un tiempo. Cuando yo nací, Estados Unidos de América aún constituía una nación y no formaba parte de la Región Norte. De hecho, el nombre de la compañía todavía es Robots de Estados Unidos… Y el tránsito de naciones a regiones, que ha estabilizado nuestra economía y creado algo que equivale a una Edad de Oro, si se compara este siglo con el anterior, también fue obra de nuestros robots.

—Usted se refiere a las máquinas —dije—. El cerebro de que usted hablaba fue la primera de las máquinas, ¿verdad?

—Sí, lo fue, pero no pensaba en las máquinas, sino en un hombre. Falleció el año pasado. —De pronto se le hizo un nudo en la garganta—. O al menos decidió fallecer, porque sabía que ya no lo necesitábamos… Stephen Byerley.

—Sí, supuse que se refería a él.

—Inició su gestión en el año 2032. Usted era sólo un niño, así que no recordará cuán extraño era todo. Su campaña para la alcaldía fue sin duda la más rara de la historia…

Francís Quínn era un político de la nueva escuela. Claro que esta expresión, como muchas similares, no significa nada. La mayoría de las «nuevas escuelas» poseen equivalentes en la vida social de la antigua Grecia, y tal vez hallaríamos cosas parecidas si conociéramos mejor la vida social de la antigua Sumeria y las viviendas lacustres de la Suiza prehistórica.

Pero, para eludir lo que promete ser un comienzo tedioso y complicado, quizá sea mejor apresurarse a aclarar que Quinn no era candidato ni solicitaba votos, no pronunciaba discursos ni llenaba urnas. Así como Napoleón no apretó el gatillo en Austerlitz.

Y como la política da pie a extraños compañeros de cama Alfred Lanning estaba sentado al otro lado del escritorio, con las enérgicas cejas blancas enarcadas sobre unos ojos agudizados por una impaciencia crónica. No se sentía a gusto.

Si Quinn lo hubiera sabido, no se habría inmutado. Habló con voz cordial, casi profesionalmente afable:

—Entiendo que conoce a Stephen Byerley, doctor Lanning.

—He oído hablar de él. Como mucha gente.

—Sí, también yo. Tal vez usted piensa votar por él en las próximas elecciones.

—Lo ignoro —respondió Lanning con tono corrosivo—. No he seguido las tendencias políticas, así que no sé si se presentará como candidato.

—Quizá sea nuestro siguiente alcalde. Desde luego, ahora es sólo un abogado, pero todo roble…

—Sí —interrumpió Lanning—. Conozco el dicho. Todo roble ha sido bellota. Pero le pido que vayamos al grano.

—Estamos yendo al grano, doctor Lanning —dijo Quinn, en un tono de lo más afable—. Me interesa que el señor Byerley sea a lo sumo fiscal, y a usted le interesa ayudarme.

Lanning frunció el ceño.

—¿Me interesa? ¡Vamos!

—Bien, digamos entonces que le interesa a la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de EE. UU. Acudo a usted como Director Emérito de Investigación, porque sé que para la compañía usted es una especie de anciano sabio. Le escuchan con respeto; pero su conexión no es tan estrecha como para no gozar de bastante libertad de acción, aunque la acción sea algo heterodoxa.

El doctor Lanning guardó silencio un instante, rumiando sus pensamientos.

—No le entiendo, señor Quinn —murmuró.

—No me sorprende, doctor Lanning. Pero es bastante sencillo. Excúseme. —Quinn encendió un delgado cigarrillo con un encendedor de exquisita simplicidad, y su rostro huesudo cobró una expresión de serena diversión—. Hemos hablado del señor Byerley, un personaje extraño y pintoresco. Era desconocido hace tres años. Hoy es famoso. Es un hombre enérgico y capaz y, por supuesto, el fiscal más apto e inteligente que he conocido. Lamentablemente no es amigo mío…

—Entiendo —dijo Lanning mecánicamente, mirándose las uñas.

—El año pasado tuve ocasión de investigar al señor Byerley, muy exhaustivamente —continuó Quinn—. Siempre es conveniente someter la vida pasada de los políticos reformistas a un examen inquisitivo. Si usted supiera cuánto me ha ayudado… —Hizo una pausa para sonreírle sin humor a la punta del cigarrillo—. Pero el pasado del señor Byerley es insípido. Vida tranquila en una ciudad pequeña, educación universitaria, una esposa que falleció joven, un accidente automovilístico seguido de una lenta recuperación, Facultad de Derecho, traslado a la metrópoli, abogado. —Sacudió lentamente la cabeza y añadióExcepto su vida actual. Esto sí que es notable. ¡Nuestro Fiscal no come nunca!

Lanning irguió la cabeza y aguzó sus viejos ojos.

—¿Cómo ha dicho?

—Nuestro fiscal nunca come —repitió Quinn, separando las sílabas—. Haré una pequeña corrección: nunca se le ha visto comer ni beber. ¡Nunca! ¿Comprende el peso de esta palabra? No rara vez, sino ¡nunca!

—Me parece increíble. ¿Puede usted confiar en sus investigadores?

—Puedo confiar en mis investigadores, y no me resulta increíble. Más aún, no sólo no le han visto beber, ya sea agua, ya sea alcohol; sino que no le han visto dormir. Hay otros factores, pero creo que he sido bastante claro.

Lanning se reclinó en el asiento. Hubo un silencio tenso, como en un duelo, y luego el viejo robotista sacudió la cabeza.

—No, usted sólo puede estar insinuando una cosa, dado que por algo me cuenta todo esto precisamente a mí, y lo que insinúa es absolutamente imposible.

—Pero ese hombre es inhumano, doctor Lanning.

—Si usted me dijera que es Satanás disfrazado, existiría una leve posibilidad de creerle.

—Le digo que es un robot, doctor Lanning.

—Le digo que es imposible, señor Quinn.

De nuevo ese silencio agresivo.

—No obstante —continuó Quinn, apagando el cigarrillo con afectación—, tendrá que investigar esa imposibilidad con todos los recursos de la compañía.

—Por supuesto que no haré semejante cosa, señor Quinn. No puede sugerir en serio que la compañía intervenga en política local. —No tiene opción. Suponga que hago públicos estos datos… Al menos cuento con pruebas circunstanciales.

—Haga lo que le plazca.

—Pero no me place. Preferiría tener pruebas contundentes. Y tampoco le agradaría a usted, pues la publicidad sería muy perjudicial para la compañía. Supongo que usted está familiarizado con las estrictas reglas contra el uso de robots en mundos habitados.

—¡Por supuesto!

—Ya sabe que su compañía es el único fabricante de robots positrónicos en el sistema solar, y si Byerley resulta ser un robot será un robot positrónico. También sabe que los robots positrónicos se alquilan, no se venden, y que su empresa continúa siendo propietaria y administradora de todos los robots y, por lo tanto, es responsable de los actos de todos ellos.

—Es fácil, señor Quinn, demostrar que la compañía jamás ha manufacturado un robot humanoide.

—¿Es posible hacerlo? Sólo por comentar las posibilidades.

—Sí, es posible.

—Y es posible también hacerlo en secreto, supongo. Sin registrarlo en los libros.

—No en el caso de un cerebro positrónico. Hay demasiados factores involucrados y existe una rigurosa supervisión del Gobierno.

—Sí, pero los robots se gastan, se estropean, dejan de funcionar… y son desmantelados.

—Y los cerebros positrónícos se usan de nuevo o se destruyen.

—¿De veras? —preguntó Quinn con sarcasmo—. Y si, por accidente, claro está, uno no fuera destruido y hubiera una estructura humanoide aguardando un cerebro…

—¡Imposible!

—Usted tendría que probárselo al Gobierno y al público. ¿Por qué no a mí ahora?

—¿Pero cuál sería nuestro propósito? —quiso saber Lanning, exasperado—. ¿Dónde está nuestra motivación? Concédanos un poco de sensatez.

—Por favor, mi querido Lanning. La compañía se sentiría muy satisfecha si las diversas regiones permitieran el uso de robots positrónicos humanoides en los mundos habitados. Las ganancias serían suculentas. Pero el prejuicio de la opinión pública contra esa práctica es demasiado grande. Supongamos que ustedes la habituaran primero a dichos robots… Veamos, tenemos un hábil abogado, un buen alcalde… y es un robot. ¿Por qué no comprar mayordomos robot?

—Una fantasía. Un disparate ridículo.

—Me lo imagino. ¿Por qué no probarlo? ¿O prefiere probárselo al público?

La luz del despacho se desvanecía, pero aún no llegaba a oscurecer el rubor de frustración del rostro de Alfred Lanning. El robotista presionó un botón y los iluminadores de pared irradiaron una luz tenue.

—Pues bien —gruñó—, veámoslo.

No era fácil describir el rostro de Stephen Byerley. Tenía cuarenta años, según su certificado de nacimiento, y en efecto aparentaba cuarenta años, pero era un cuarentón saludable, bien alímentado y afable y que daba un mentís al lugar común acerca de «aparentar la edad que se tiene».

Esto se notaba muchísimo cuando reía, y en ese momento se estaba riendo. Era una risa estentórea y continua, que se apagaba y renacía…

El rostro de Alfred Lanning se contrajo en un amargo gesto de reprobación. Le hizo una seña a la mujer que tenía sentada al lado, pero ella apenas frunció los labios, pálidos y finos.

Byerley recobró la compostura.

—Por favor, doctor Lanning, por favor… ¿Yo…? ¿Yo, un robot?

—No soy yo quien lo afirma —barbotó Lanning—. Me sentiría muy satisfecho de que usted fuera humano. Como nuestra compañía no le ha fabricado, estoy casi seguro de que lo es; al menos, en un sentido legal. Pero como alguien alega seriamente que usted es un robot, y se trata de un hombre de cierto prestigio…

—No mencione su nombre, pues eso atentaría contra su férrea ética; pero supongamos que es Frank Quinn, para facilitar la argumentación, y continuemos.

Lanning resopló ante la interrupción e hizo una pausa, malhumorado, antes de continuar en un tono aún más glacial:

—Un hombre de cierto prestigio, con cuya identidad no me interesa hacer adivinanzas. Estoy obligado a pedirle a usted que colabore para refutarlo. El mero hecho de que semejante afirmación se hiciese pública, a través de los medios de que dispone este hombre, asestaría un duro golpe a la compañía que represento, aunque la acusación jamás pudiera probarse. ¿Entiende?

—Oh, sí, entiendo la situación. La acusación es ridícula; el trance en que usted se encuentra no lo es. Le ruego que me disculpe si mi risotada le ha ofendido. Me reí de lo primero, no de lo segundo. ¿Cómo puedo ayudarle?

—Sería muy sencillo. Sólo tiene que comer en un restaurante y en presencia de testigos; hacerse tomar una foto y comer.

Lanning se reclinó en la silla. Lo peor de la entrevista había terminado. La mujer observaba a Byerley con expresión absorta, pero sin decir nada.

Stephen Byerley la miró un instante a los ojos, embelesado, y se volvió hacia el robotista. Acarició durante unos segundos el pisapapeles de bronce, que era el único adorno de su escritorio.

—No creo que pueda satisfacerle —murmuró, y alzó una mano—. Espere, doctor Lanning. Comprendo que este asunto le disgusta, que le han involucrado contra su voluntad, que se siente en un papel índigno e incluso ridículo; pero a mí me afecta de manera más íntima, así que sea tolerante. Primero, ¿qué le hace pensar que Quinn, ese hombre de cierto prestigio, no le estaba engatusando para que usted hiciera exactamente lo que está haciendo?

—Parece improbable que una persona distinguida se arriesgue de un modo tan ridículo si no está convencida de pisar terreno firme.

—Usted no conoce a Quinn —dijo Byerley con gravedad—. Podría pisar terreno firme en un reborde montañoso donde una oveja no se sostendría. Supongo que le mostró los detalles de la investigación que afirma haber hecho sobre mí.

—Lo suficiente para convencerme de que sería problemático que nuestra empresa intentara refutarlos, cuando usted podría hacerlo con mayor facilidad.

—De modo que le cree cuando afirma que nunca como. Usted es un científico, doctor Lanning. Piense en la lógica del asunto. Nunca me han visto comer; por consiguiente, nunca como. Quot erat demostrandum. ¡Vaya!

—Usa usted tácticas de fiscal para embrollar una situación muy simple.

—Por el contrario, trato de aclarar una situación que Quinn y usted están complicando. Verá, no duermo demasiado, eso es verdad, y, por supuesto, no duermo en público. Nunca me ha interesado comer en compañía; un rasgo inusitado, tal vez de origen neurótico, pero que no perjudica a nadie. Mire, doctor Lanning, permítame presentarle un caso hipotético. Supongamos que existe un político interesado en derrotar a un candidato reformista a cualquier coste y, al investigar su vida privada, se topa con rarezas como las que acabo de mencionar. Supongamos además que para manchar a ese candidato acude a usted como agente ideal. Tenga por seguro que no va a decirle: «Fulano es un robot porque nunca come en compañía y nunca le he visto dormirse en medio de un caso, y una vez cuando espié por su ventana en medio de la noche allí estaba, despierto y leyendo; y miré en su nevera y no había comida dentro». Si él le dijera eso, usted mandaría pedir una camisa de fuerza. Pero, si le dice que nunca duermo y que nunca como, esa sorprendente declaración le impide a usted reflexionar que dichas afirmaciones son imposibles de demostrar. Usted le sigue el juego al contribuir el alboroto.

—No obstante —insistió Lanning—, al margen de lo que usted piense del asunto, sólo haría falta esa comida que le he mencionado para darlo por concluido.

De nuevo, Byerley se volvió hacia la mujer, que aún lo miraba inexpresivamente.

—Perdóneme. He entendido bien su nombre, ¿verdad? ¿Doctora Susan Calvin?

—Sí, señor Byerley.

—Usted es la psicóloga de la compañía, ¿no es cierto?

—Robopsicóloga, por favor.

—Ah. ¿Tan diferente es la mente robótica de la mente humana?

—Están a mundos de distancia. —La doctora sonrió glacialmente—. Los robots son esencialmente decentes.

El abogado contuvo una sonrisa.

—Vaya, qué afirmación tan incisiva. Pero sólo quería decir que, como usted es psicól…, robopsicóloga, y mujer, apuesto a que ha hecho algo en lo cual el doctor Lanning no ha pensado.

—¿A qué se refiere?

—A que se ha traído algo de comer en el bolso.

La estudiada indiferencia de los ojos de Susan Calvin se resquebrajó.

—Me sorprende usted, señor Byerley.

Abrió el bolso y sacó una manzana. Se la entregó en silencio. El doctor Lanning, tras su sobresalto inicial, siguió el movimiento de una mano a la otra, con ojos alertas.

Stephen Byerley mordió tranquilamente un trozo de la manzana y tranquilamente lo tragó.

—¿Ve usted, doctor Lanning?

El doctor sonrió con un alivio tan evidente que hasta sus cejas irradiaron benevolencia. Pero ese alivio sólo duró un frágil segundo.

—Sentía curiosidad por ver sí usted comería —manifestó Susan Calvin—, pero, desde luego, eso no demuestra nada.

Byerley sonrió.

—¿Ah, no?

—Claro que no. Es obvio, doctor Lanning, que si este hombre fuera un robot humanoide sería una imitación perfecta. Es demasiado humano para ser creíble. A fin de cuentas, hemos estado viendo y observando a los seres humanos toda nuestra vida. Un ejemplar ligeramente defectuoso no daría resultado. Tiene que ser convincente. Observe la textura de la tez, la calidad de los iris, la formación de los huesos de la mano. Si es un robot, espero que lo haya fabricado la compañía, porque es un buen trabajo. ¿Cree usted que alguien capaz de prestar atención a tales exquisiteces pasaría por alto un par de dispositivos para encargarse del comer, del dormir y de la eliminación? Sólo en caso de necesidad, tal vez; por ejemplo, para impedir estas situaciones. Así que una comida no prueba nada.

—Un momento —rezongó Lanning—. No soy tan tonto como ustedes creen. No me interesa el problema de la humanidad o inhumanidad del señor Byerley. Me interesa sacar a la empresa de un aprieto. Una comida en público acabaría con el problema, haga lo que haga Quinn. Podemos dejar los detalles más finos para los abogados y los robopsicólogos.

—Pero, doctor Lanning —intervino Byerley—, olvida usted el marco político de la situación. Yo estoy tan ansioso de ser elegido como Quinn de detenerme. A propósito, ¿ha notado que acaba de usar su apellido? Es uno de mis trucos de leguleyo. Sabía que terminaría por mencionarlo.

Lanning se sonrojó.

—¿Qué tienen que ver las elecciones?

—La publicidad funciona en ambos sentidos. Si Quinn quiere llamarme robot y tiene el descaro de hacerlo, yo tengo agallas para seguirle el juego.

Lanning se quedó estupefacto.

—¿Eso significa que usted…?

—Exacto. Eso significa que voy a permitirle continuar, elegir la soga, evaluar su resistencia, cortar la longitud adecuada, preparar el nudo, meter la cabeza dentro y sonreír. Yo me encargaré del resto, que es bien poco.

—Se siente usted muy confiado.

Susan Calvin se puso en pie.

—Vamos, Alfred. No conseguiremos que cambie de opinión.

—¿Ve usted? —le dijo Byerley con una sonrisa—. También es experta en psicología humana.

Pero quizá Byerley no se sintiera tan confiado como creía el doctor Lanning cuando esa noche aparcó el coche en las pistas automáticas que conducían al garaje subterráneo y se encamínó hacia su casa.

El hombre de la silla de ruedas lo recibió con una sonrisa. El rostro de Byerley se iluminó de afecto. Se le acercó.

La voz del lisiado era un susurro ronco y áspero que brotaba de una boca torcida en una mueca tallada sobre el rostro que era mitad tejido cicatrizado.

—Llegas tarde, Steve.

—Lo sé, John, lo sé. Pero hoy me he topado con un curioso e interesante problema.

—¿De veras? —Ni el rostro deforme ni la voz cascada podían comunicar expresiones, pero había ansiedad en los claros ojos—. ¿Algo que no puedes controlar?

—No estoy seguro. Tal vez necesite tu ayuda. Tú eres el chico brillante de la familia. ¿Quieres que te lleve a pasear por el jardín? Hace una noche maravillosa.

Dos fuertes brazos alzaron a John. Suavemente, casi con ternura, Byerley rodeó los hombros y las piernas arropadas del lisiado. Lenta y cuidadosamente, atravesó la habitación, bajó por la rampa destinada a la silla de ruedas y salió por la puerta trasera al jardín de detrás de la casa, rodeado por paredes y alambres.

—¿Por qué no me dejas usar la silla, Steve? Esto es tonto.

—Porque prefiero llevarte. ¿Tienes algo que oponer? Sabes que estás tan contento de apearte un rato de ese artilugio motorizado como yo de llevarte. ¿Qué tal te sientes hoy?

Depositó a John en la hierba fresca.

—¿Cómo voy a sentirme? Pero háblame de tus problemas.

—La campaña de Quinn se basará en su afirmación de que soy un robot.

John abrió los ojos de par en par.

—¿Cómo lo sabes? Es imposible. No puedo creerlo.

—Te aseguro que es así. Ha hecho ir a uno de los grandes científicos de Robots y Hombres Mecánicos a mi despacho para que hablara conmigo.

John arrancó una brizna de hierba.

—Entiendo, entiendo.

—Pero nos podemos permitir que escoja el terreno —dijo Byerley—. Tengo una idea. Escucha y dime si podemos hacerlo…

La escena que se veía esa noche en el despacho de Lanning era un cuadro viviente de miradas. Francis Quinn miraba reflexivamente a Alfred Lanning, que miraba con furia a Susan Calvin, que miraba impávida a Quinn.

Francis Quinn rompió la tensión, procurando manifestar un poco de buen humor.

—Una bravuconada. Él improvisa sobre la marcha.

—¿Apostaría usted a eso, señor Quinn? —preguntó con indiferencia la doctora Calvin.

—Bien, en realidad es la apuesta de ustedes.

—Mire —dijo Lanning, ocultando su pesimismo con un tono brusco—, hemos hecho lo que usted pidió. Vimos a ese hombre comiendo. Es ridículo suponer que es un robot.

—¿Qué cree usted? —le preguntó Quinn a Calvin—. Lanning dijo que usted era la experta.

—Susan… —empezó Lanning, en un tono casi amenazador.

—¿Por qué no dejarla hablar? Hace media hora que está sentada ahí, como si fuera un poste.

Lanning se sintió acuciado. De las sensaciones que experimentaba a la paranoia incipiente sólo mediaba un paso.

—Muy bien. Habla, Susan. No te interrumpiremos.

Susan Calvin lo miró de soslayo y fijó sus fríos ojos en Quinn.

—Hay sólo dos modos de probar contundentemente que Byerley es un robot. Hasta ahora usted presenta pruebas circunstanciales, con las cuales puede acusar, pero no demostrar; y creo que el señor Byerley es suficientemente sagaz como para refutar ese material. Seguramente usted comparte esta opinión, pues de lo contrario no estaría aquí. Los dos métodos de prueba fehaciente son el físico y el psicológico. Físicamente, se le puede diseccionar o usar rayos X. Sería problema de usted cómo lograrlo. Psicológicamente, se puede estudiar su conducta, pues si es un robot positrónico se debe atener a las tres leyes de la robótica. Un cerebro positrónico no se puede construir sin ellas. ¿Conoce usted las leyes, señor Quinn?

Hablaba con claridad, citando palabra por palabra el famoso texto en negritas de la primera página del Manual de robótica.

—He oído hablar de ellas —respondió Quinn, indiferente.

—Entonces será fácil —prosiguió secamente la psicóloga—. Si el señor Byerley infringe una de esas leyes, no es un robot. Lamentablemente, este procedimiento funciona en una sola dirección. Si él respeta las leyes, no prueba nada en ningún sentido.

Quinn enarcó las cejas.

—¿Por qué no, doctora?

—Porque, si usted lo piensa bien, las tres leyes de la robótica constituyen los principios rectores esenciales de muchos sistemas éticos del mundo. Se supone que todo ser humano tiene el instinto de autopreservación. Esa es la tercera ley para un robot. También se supone que todo ser humano «bueno», con conciencia social y sentido de la responsabilidad, debe respetar la autoridad oportuna; escuchar a su médico, a su jefe, a su Gobierno, a su psiquiatra, a su colega; obedecer las leyes, respetar los reglamentos, conformarse a las costumbres, aun cuando atenten contra su comodidad o su seguridad. Todo eso es la segunda de las leyes. Además, se supone que todo ser humano «bueno» ama a su prójimo como a sí mismo, protege a sus congéneres, arriesga la vida para salvar a otros. Y eso es la primera ley de un robot. Por decirlo con sencillez: si Byerley respeta las tres leyes de la robótica, puede que sea un robot, pero también puede ser sencillamente un buen hombre.

—Pero eso signifjca que nunca podremos probar que es un robot.

—Quizá podamos probar que no lo es.

—Esa prueba no es la que necesito.

—Obtendrá la prueba que exista. En cuanto a sus necesidades, usted es el único responsable.

La mente de Lanning reaccionó de pronto ante el estímulo de una idea.

—¿Alguien ha pensado que ser fiscal es una ocupación bastante extraña para un robot? Acusar a seres humanos, sentenciarlos a muerte, causarles un perjuicio infinito…

Quinn contraatacó de inmediato:

—No, no puede usted librarse del asunto tan fácilmente. Ser fiscal no lo vuelve humano. ¿No conoce su trayectoria? ¿No sabe usted que alardea de no haber acusado jamás a un inocente, que hay montones de individuos que no fueron juzgados porque las pruebas existentes no lo convencían, aunque tal vez hubiera podido persuadir a un jurado de que los atomizaran? Esta es la situación.

Las delgadas mejillas de Lanning temblaron.

—No, Quinn, no. Las leyes de la robótica no dejan margen para culpabilizar a los humanos. Un robot no puede juzgar sí un ser humano merece la muerte. No le corresponde decidirlo. No puede perjudicar.

—Alfred —intervino Susan Calvin, con voz cansada—, no digas tonterías. ¿Y si un robot se topara con un demente dispuesto a incendiar una casa llena de gente? Detendría al demente, ¿verdad?

—Desde luego.

—Y si el único modo de detenerlo fuera matarlo…

Lanning emitió un sonido gutural. Nada más.

—La respuesta, Alfred, es que haría lo posible para no matarlo. Si el demente muriese, el robot necesitaría psicoterapia, pues podría enloquecer ante el conflicto al que se enfrenta: haber quebrantado la primera ley por ceñirse a ella en un grado superior. Pero un hombre estaría muerto, y un robot lo habría matado.

—Bien, ¿acaso Byerley está loco? —preguntó Lanning con sarcasmo.

—No, pero él no ha matado a nadie personalmente. Ha expuesto datos que presentaban a determinado ser humano como peligroso para la gran masa de seres humanos que denominamos sociedad. Protege al mayor número y así se ciñe lo más posible a la primera ley. Hasta ahí llega él. El juez, luego, condena al delincuente a muerte o a prisión, una vez que el jurado decide sobre su culpa o su inocencia. El carcelero lo encierra, el verdugo lo mata; y Byerley no ha hecho más que determinar la verdad y ayudar a la sociedad.

—Señor Quinn, he examinado la carrera del señor Byerley desde que usted nos llamó la atención sobre él. Encuentro que nunca exigió la pena de muerte en sus discursos finales ante el jurado. También encuentro que ha hablado a favor de la abolición de la pena capital y que ha realizado generosas contribuciones a instituciones que investigan la neurofisiología criminal. Aparentemente, cree más en la cura que en el castigo del delito. Eso me parece significativo.

—¿De veras? —Quinn sonrió—. ¿Significativo porque huele a robot encerrado?

—Tal vez. ¿Por qué negarlo? Tales actos sólo podrían provenir de un robot o de un ser humano muy honorable y decente. Pero es imposible diferenciar entre un robot y el mejor de los humanos.

Quinn se reclinó en la silla. La voz le tembló con impaciencia:

—Doctor Lanning, es posible crear un robot humanoide que pudiera imitar perfectamente a un humano en apariencia, ¿verdad?

Lanning carraspeó y reflexionó.

—Nuestra compañía lo ha hecho de un modo experimental —reconoció con desgana—, aunque sin el añadido de un cerebro positrónico. Usando óvulos humanos y controlando las hormonas, es posible generar carne y piel humanas sobre un esqueleto de plástico de silicona porosa, que desafiaría todo examen externo. Los ojos, el cabello y la tez serían realmente humanos, no humanoides. Y si insertamos un cerebro positrónico y los dispositivos que queramos obtendremos un robot humanoide.

—¿Cuánto se tardaría en fabricarlo?

—Teniendo todo el material, es decir, cerebro, esqueleto, óvulo, hormonas y radiaciones, unos dos meses.

El político se levantó de la silla.

—Entonces veremos cómo es por dentro el señor Byerley. Significará mala publicidad para Robots y Hombres Mecánicos, pero ya les di su oportunidad.

Lanning se volvió con impaciencia a Susan Calvin cuando estuvieron a solas.

—¿Por qué insistes…?

Ella respondió con aspereza y sin vacilaciones:

—¿Qué quieres? ¿La verdad, o mi renuncia? No voy a mentir por ti. Robots y Hombres Mecánicos puede cuidarse sola. No te acobardes.

—¿Y qué pasará si abre a Byerley y caen ruedas y engranajes?

—No lo abrirá —contestó Calvin, con desdén—. Byerley es por lo menos tan listo como Quinn.

La noticia cundió por la ciudad una semana antes de la designación de Byerley. Pero «cundió» no es el término adecuado; la noticia se arrastró penosamente por la ciudad, al son de risas y mofas. Y a medida que la mano invisible de Quinn ejercía una presión creciente las risas se volvieron forzadas, se despertó la incertidumbre y la gente empezó a hacerse preguntas.

La convención tuvo el aire de un potro inquieto. No se había previsto ninguna competencia. Una semana antes sólo se hubiera podido designar a Byerley. Ni siquiera existía un sustituto. Tenían que designarlo, pero reinaba una confusión total.

No habría sido tan grave si la gente común no hubiera vacilado entre la enormidad de la acusación, si era cierta, y su sensacionalista estupidez, si era falsa.

Al día siguiente de esa rutinaria designación, un periódico publicó la síntesis de una larga entrevista con la doctora Susan Calvin, «famosa experta internacional en robopsicología y positrónica».

A continuación se produjo lo que el lenguaje popular describe sucintamente como un «revuelo descomunal».

Era lo que esperaban los fundamentalistas. No constituían un partido político ni practicaban una religión formal. Esencialmente, se trataba de quienes no se habían adaptado a lo que otrora se llamaba la Era Atómica, cuando los átomos eran una novedad. Apologistas de la vida sencilla, añoraban una vida que quizá no les hubiera parecido tan sencilla a aquellos que la vivían y que, por consiguiente, también habían sido defensores de la vida sencilla.

Los fundamentalístas no necesitaban nuevas razones para odiar a los robots ni a sus fabricantes; pero una nueva razón, como la acusación de Quinn y el análisis de Calvin, bastaba para que ese odio se manifestara de forma audible.

Las enormes instalaciones de Robots y Hombres Mecánicos eran como una colmena con enjambres de guardias armados, dispuesta para la guerra.

En la ciudad, la casa de Stephen Byerley se hallaba erizada de policías.

La campaña política dejó de lado todos los otros temas y se parecía a una campaña sólo porque era algo que llenaba la pausa entre la designación y las elecciones.

Stephen Byerley no permitió que aquel hombrecillo quisquilloso lo distrajera. No se inmutó ante los uniformes. Fuera de la casa, más allá de la hilera de hoscos guardias, los reporteros y los fotógrafos aguardaban, según la tradición de su casta. Incluso una emisora de televisión enfocaba una cámara hacia la entrada del modesto hogar del fiscal, mientras un locutor artificialmente excitado introducía comentarios exagerados.

Un hombrecillo quisquilloso se adelantó y le mostró un papel oficial.

—Señor Byerley, esta orden del tribunal me autoriza a registrar el edificio en busca de…, bueno…, de hombres mecánicos o robots ilegales.

Byerley tomó el papel, lo miró con indiferencia y lo devolvíó sonriendo.

—Todo en orden. Adelante, cumpla con su deber. Señora Hoppen —se dirigió a su ama de llaves, que salió de mala gana de la habitación contigua—. Por favor, acompáñelos y ayúdelos en lo que sea.

El hombrecillo, que se llamaba Harroway, titubeó, se sonrojó, apartó la mirada de los ojos de Byerley y les murmuró a los dos policías:

—Vamos.

Regresó a los diez minutos.

—¿Ha terminado? —preguntó Byerley, con el tono de alguien que no está interesado ni en la pregunta ni en la respuesta.

Harroway se aclaró la garganta, empezó a hablar en un tono demasiado agudo y comenzó de nuevo, de mal humor.

—Mire, señor Byerley, tenemos instrucciones de investigar la casa exhaustivamente.

—¿Y no lo han hecho?

—Nos dijeron exactamente qué teníamos que buscar.

—En pocas palabras, señor Byerley, y para decirlo sin rodeos, nos dijeron que le investigáramos a usted.

El fiscal sonrió.

—¿A mí? ¿Y cómo piensan hacerlo?

—Tenemos una unidad de radiación Penet…

—Así que van a hacerme una radiografía, ¿eh? ¿Tiene la autorización?

—Ya vio la orden.

—¿Puedo verla de nuevo?

Harroway, con la frente reluciendo por algo más que por el mero entusiasmo, se la entregó por segunda vez, y Byerley dijo en un tono neutro:

—Aquí veo la descripción de lo que deben investigar. Cito líteralmente: «La vivienda perteneciente a Stephen Allen Byerley, situada en el 355 de Willow Grove, Evanstron, junto con cualquier garaje, almacén u otras estructuras o edificios anexos, junto con todos los terrenos correspondientes, etcétera». Todo en orden. Pero, buen hombre, aquí no dice nada sobre investigar mi interior. Yo no formo parte del terreno. Puede investigar mi ropa, si cree que llevo un robot escondido en el bolsillo.

Harroway no tenía dudas acerca de sus metas laborales. No se proponía quedarse a la zaga cuando se le presentaba la oportunidad de obtener un empleo mejor, es decir, un empleo mejor pagado.

—Mire —dijo, en un tono vagamente amenazador—, tengo autorización para registrar los muebles de la casa y todo lo que encuentre en ella. Usted está en ella, ¿verdad?

—Una observación notable. Estoy en ella, pero no soy un mueble. Como ciudadano con responsabilidad adulta (y tengo el certificado psiquiátrico que lo demuestra) poseo ciertos derechos, según los artículos regionales. Si me investiga, estará usted violando mi derecho a la intimidad. No le basta con ese papel.

—Claro. Pero sí resulta que es un robot no tiene derecho a la intimidad.

—Es verdad, sólo que ese papel no basta, pues me reconoce implícitamente como ser humano.

—¿Dónde?

Harroway se lo arrebató.

—«Dónde dice la vivienda perteneciente a…», etcétera. Un robot no puede poseer propiedades. Y dígale a quien le envía, señor Harroway, que si intenta aparecer con un papel similar, en el que no se me reconozca implícitamente como ser humano, se encontrará de inmediato con un requerimiento judicial y un pleito civil, donde tendrá que probar que soy un robot por medio de la información que posee ahora, o bien pagar una cuantiosa multa por intentar privarme indebidamente de los derechos que me otorgan los artículos regionales. Se lo dirá, ¿no?

Harroway se dirigió hacia la puerta y allí se volvió.

—Es usted un abogado astuto… —Tenía la mano en el bolsillo. Se quedó quieto un momento y, luego, salió, sonrió a la cámara de televisión, saludó a los reporteros y gritó—: ¡Tendremos algo mañana, muchachos! ¡De veras!

En su vehículo, se reclinó, sacó del bolsillo el aparatito y lo inspeccionó. Era la primera vez que tomaba una fotografía por reflexión de rayos X. Esperaba haberlo hecho correctamente.

Quinn y Byerley nunca se habían enfrentado a solas cara a cara. Pero el vídeófono se parecía bastante a eso. En realidad, tomada literalmente, la frase tal vez era precisa, aunque uno sólo fuese para el otro la imagen de luz y sombras de un banco de fotocélulas.

Fue Quinn quien hizo la llamada. Fue Quinn quien habló primero, y sin ceremonias:

—He pensado que le gustaría saber, Byerley, que me propongo difundir que usted usa un escudo protector antiradiación Penet.

—¿Ah, sí? En ese caso, tal vez ya lo haya difundido. Sospecho que nuestros emprendedores periodistas tienen intervenidas mis diversas líneas de comunicación. Sé que han llenado de agujeros las líneas de mi despacho, y por eso me he atrincherado en mi casa en estas últimas semanas.

Byerley había utilizado un tono amistoso, casi familiar. Quinn apretó ligeramente los labios.

—Esta llamada está totalmente protegida. La estoy efectuando con ciertos riesgos personales.

—Eso imaginaba. Nadie sabe que usted está detrás de esta campaña. Al menos, nadie lo sabe oficialmente. Y nadie lo sabe extraoficialmente. Yo no me preocuparía. ¿Conque uso un escudo protector? Supongo que lo averiguó el otro día, cuando la fotografía que tomó su inexperto sabueso resultó estar sobreexpuesta.

—Como comprenderá, Byerley, sería obvio para todo el mundo que usted no se atreve a enfrentarse a un análisis de rayos X.

—Y también que usted o sus hombres intentaron violar ilegalmente mi derecho a la intimidad.

—Lo cual les importará un cuerno.

—Tal vez sí les importe. Es bastante simbólico de nuestras dos campañas. Usted se interesa poco por los derechos individuales del ciudadano; yo me intereso mucho. No me someto al análisis de rayos X porque deseo defender mis derechos por principio, tal como defenderé los derechos de otros cuando resulte elegido.

—Un discurso muy interesante, sin duda, pero nadie le creerá. Demasiado rimbombante para ser cierto. —Cambió bruscamente de tono—: Otra cosa, el personal de su casa no estaba completo la otra noche.

—¿En qué sentido?

Quinn movió unos papeles que estaban dentro del radio de visión de la cámara.

—Según el informe, faltaba una persona; un tullido.

—Como usted dice —le confirmó fríamente Byerley—, un tullido. Mi maestro, que vive conmigo y ahora está en el campo, desde hace dos meses. Un «necesitado descanso» es la expresión que se suele aplicar en estos casos. ¿Lo autoriza usted?

—¿Su maestro? ¿Un científico?

—Fue abogado, antes de ser un tullído. Tiene licencia gubernamental como investigador de biofísica con laboratorio propio y ha presentado una descripción total de la tarea que está realizando a las autoridades pertinentes, a las cuales le puedo remitir. Es un trabajo menor, pero representa una afición inofensiva y fascinante para un… pobre tullido. Como ve, brindo toda la colaboración posible.

—Lo he notado. ¿Y qué sabe ese… maestro… sobre manufacturación de robots?

—Yo no podría juzgar la magnitud de sus conocimientos en un campo con el cual no estoy familiarizado.

—¿No tiene acceso a cerebros positrónicos?

—Pregunte a sus amigos de Robots y Hombres Mecánicos. Ellos deberían de saberlo.

—Lo diré sin rodeos, Byerley. Su maestro lisiado es el verdadero Stephen Byerley. Usted es un robot de su creación. Podemos probarlo. Fue él quien sufrió el accidente automovilístico, no usted. Habrá modos de revisar la documentación.

—¿De veras? Pues hágalo. Le deseo lo mejor.

—Y podemos investigar el «retiro campestre» de su presunto maestro y ver qué encontramos allí.

—No crea, Quínn. —Byerley sonrió—. Lamentablemente para usted, mi presunto maestro es un hombre enfermo. Su retiro campestre es su lugar de descanso. Su derecho a la intimidad como ciudadano de responsabilidad adulta es aún más fuerte, dadas las circunstancias. No podrá obtener una orden para entrar en su propiedad sin demostrar una causa justa. No obstante, yo sería el último en impedir que lo intentara.

Hubo una pausa y, al fin, Quinn se inclinó hacia delante, de modo que la imagen de su rostro se expandió y las arrugas de la frente resultaron visibles.

—Byerley, ¿por qué se empecina? No puede salir elegido.

—¿No?

—¿Cree que puede? ¿No comprende que al no intentar refutar la acusación, algo que podría hacer sencillamente rompiendo una de las tres leyes, no hace sino convencer al pueblo de que es un robot?

—Lo único que comprendo es que, de ser un oscuro abogado, he pasado a ser una figura mundial. Es un gran publicista, Quínn.

—Pero usted es un robot.

—Eso dicen, aunque no se ha demostrado.

—Está suficientemente demostrado para los votantes.

—Entonces, tranquilícese. Ha ganado usted.

—Adiós —dijo Quinn, con su primer toque de cólera, y la pantalla se apagó.

—Adiós —contestó el imperturbable Byerley a la pantalla en blanco.

Byerley llevó de vuelta a su «maestro» la semana previa a las elecciones. El aeromóvil descendíó sigilosamente en una parte oscura de la ciudad.

—Te quedarás aquí hasta después de las elecciones —le indicó—. Será mejor que estés alejado si las cosas se ponen feas.

La voz ronca que salió con dificultad de la boca torcida de John parecía mostrar preocupación:

—¿Hay peligro de violencia?

—Los fundamentalistas amenazan con ello, así que supongo que teóricamente sí. Pero no lo creo. Los fundamentalistas no tienen verdadero poder. Son sólo un factor irritante y machacón, que podría provocar un disturbio al cabo de un rato. ¿No te molesta quedarte aquí? Por favor. No actuaré con soltura si he de estar preocupado por ti.

—Oh, me quedaré. ¿Crees que todo irá bien?

—Estoy convencido. ¿Nadie te molestó allí?

—Nadie. Estoy seguro.

—¿Y lo tuyo fue bien?

—Bastante. No habrá problemas.

—Entonces, cuídate y mañana mira la televisión, John.

Byerley le apretó la mano rugosa.

La frente de Lenton era una maraña de arrugas tensas. Tenía el poco envidiable trabajo de ser jefe de campaña de Byerley en una campaña que no era tal y para una persona que rehusaba revelar su estrategia y aceptar la de su jefe de campaña.

—¡No puedes! —Era su frase favorita. Se había transformado en su única frase—. ¡Te digo que no puedes, Steve! —Se plantó frente al fiscal, que hojeaba las páginas mecanografiadas del discurso—. Olvídalo, Steve. Mira, esa concentración la han organizado los fundamentalistas. No conseguirás que te escuchen. Lo más probable es que te tiren piedras. ¿Por qué tienes que echar un discurso en público? ¿Qué tiene de malo una grabación visual?

—Quieres que gane las elecciones, ¿verdad?

—¡Ganar las elecciones! No vas a ganar, Steve. Estoy tratando de salvarte la vida.

—Oh, no corro peligro.

—No corre peligro, no corre peligro —rezongó Lenyton—. ¿Quieres decir que saldrás a ese balcón ante cincuenta mil maniáticos y tratarás de hacerlos entrar en razón? ¿Desde un balcón, como un dictador medieval?

Byerley consultó su reloj.

—Dentro de cinco minutos, en cuanto estén libres las líneas de televisión.

La respuesta de Lenton no es reproducible.

La multitud abarrotaba una zona acordonada de la ciudad. Los árboles y las casas parecían brotar de un terreno que era una masa humana. Y el resto del mundo observaba por ultraonda. Aunque era una elección local, contaba con una audiencia mundial. Byerley pensó en eso y sonrió.

Pero la multitud no daba motivos para sonreír. Había letreros y estandartes que proclamaban todas las acusaciones posibles, referentes a su presunta condición de robot. La hostilidad era cada vez más intensa y tangible.

El discurso funcionó mal desde el principio. Competía contra el incipiente rugido de la muchedumbre y los gritos rítmicos de las camarillas de fundamentalistas, que formaban islas de agitación dentro de la agitación. Byerley continuó hablando con voz lenta y pausada.

En el interior, Lenton gruñía, tirándose del cabello y esperando el derramamiento de sangre.

Hubo una conmoción en las filas delanteras. Un ciudadano enjuto, de ojos saltones y ropas demasiado cortas para su cuerpo larguirucho comenzó a abrirse paso a codazos. Un policía se lanzó hacia él, avanzando trabajosamente. Byerley le hizo señas de que no interviniera. El hombre enjuto se puso bajo el balcón. El rugido de la muchedumbre ahogó sus palabras.

Byerley se inclinó hacia delante.

—¿Qué dice? Si tiene una pregunta que hacer, la responderé. —Se volvió a uno de los guardias—. Traiga aquí a ese hombre.

La multitud se puso tensa. Los gritos de «silencio» se multiplicaron, transformándose en una algarabía que se acalló gradualmente. El hombre delgado, jadeando y con la cara roja, se enfrentó a Byerley.

—¿Tiene algo que preguntar? —repitió Byerley.

El hombre delgado lo miró fijamente y dijo con voz cascada:

—¡Pégueme! —Con un gesto enérgico, le ofreció la mejilla—. ¡Pégueme! Usted dice que no es un robot. Demuéstrelo. No puede pegarle a un ser humano, so monstruo.

Se hizo un silencio sordo. La voz de Byerley lo rompió:

—No tengo razones para pegarle.

El hombre delgado soltó una carcajada.

—No puede pegarme. No quiere pegarme. No es humano. Usted es un monstruo, un simulacro de hombre.

Y Stephen Byerley, con los labios tensos, frente a millares de individuos que miraban en persona y los millones que miraban por televisión, echó el puño atrás y le asestó un sonoro golpe en la barbilla. El hombre se desplomó, con el rostro demudado por la sorpresa.

—Lo lamento —se disculpó Byerley—. Llévelo dentro y procure que esté cómodo. Quiero hablar con él cuando haya terminado.

Y, cuando la doctora Calvin comenzó a alejarse en automóvil de su espacio reservado, sólo un reportero había recobrado la compostura como para seguirla y gritarle una pregunta.

—Es humano —respondió Susan Calvin por encima del hombro.

Eso fue suficiente.

El reportero echó a correr en dirección contraria.

Nadie prestó atención al resto del discurso.

La doctora Calvin y Stephen Byerley se reunieron de nuevo una semana antes de que él prestara juramento como alcalde. Era más de medianoche.

—No parece usted cansado —dijo la doctora Calvin.

El alcalde electo sonrió.

—Puedo permanecer levantado un buen rato. Pero no se lo cuente a Quinn.

—No lo haré. De todos modos, la historia de Quinn era interesante, ya que la menciona. Es una lástima haberla estropeado. Supongo que usted conocía su teoría.

—En parte.

—Era bastante melodramática. Stephen Byerley era un joven abogado, un elocuente orador, un gran idealista y tenía un cierto talento para la biofísica. ¿Le interesa la robótica, señor Byerley?

—Sólo en sus aspectos legales.

—A este presunto Stephen Byerley sí le interesaba. Pero ocurrió un accidente. La esposa de Byerley murió y él quedó desfigurado. Perdió las piernas, el rostro y la voz. Parte de su mente quedó… deformada. Se negó a someterse a la cirugía plástica. Se retiró del mundo, abandonó su carrera legal; sólo le quedaban la inteligencia y las manos. De algún modo pudo obtener cerebros positrónicos, incluso uno complejo, uno que tenía una enorme capacidad para formar juicios en problemas éticos, la función robótica más alta que se haya desarrollado hasta ahora. Generó un cuerpo para ese cerebro. Lo adiestró para ser todo lo que él había sido y ya no era. Lo envió al mundo como Stephen Byerley, y él se mantuvo como el viejo y lisiado maestro al que nadie veía nunca…

—Lamentablemente, eché abajo esa historia pegándole a un hombre. Los periódicos dicen que el veredicto oficial que usted dio es que soy humano.

—¿Cómo sucedió? ¿Le importará contármelo? No pudo haber sido accidental.

—No lo fue. Quinn hizo la mayor parte del trabajo. Mis hombres comenzaron a propagar la noticia de que yo jamás había pegado a un hombre, que no podía hacerlo, y que al no responder a la provocación probaría con certeza que era un robot. Así que preparé una absurda aparición en público, con mucha publicidad, y casi inevitablemente un tonto cayó en la trampa. En esencia es lo que yo llamo un truco de leguleyo; un truco en el que todo depende de la atmósfera artificial que se ha creado. Desde luego, los efectos emocionales me dieron una victoria segura, tal como me proponía.

La robopsicóloga asintió con la cabeza.

—Veo que invade usted mi campo, como todo político debe hacerlo, supongo. Pero lamento que resultara así. Me agradan los robots. Me agradan mucho más que los seres humanos. Si se pudiera crear un robot capaz de ser un funcionario público, creo que sería el mejor. Debido a las leyes de la robótica, sería incapaz de dañar a los humanos, ajeno a la tiranía, la corrupción, la estupidez y el prejuicio. Y después de haber realizado una gestión decente se marcharía, aunque fuera inmortal, porque le resultaría imposible dañar a los humanos permitiéndoles saber que un robot los había gobernado. Sería ideal.

—Sólo que un robot podría ser presa de los defectos congénitos de su cerebro. El cerebro positrónico nunca ha igualado las complejidades del cerebro humano.

—Tendría asesores. Ni siquiera un cerebro humano es capaz de gobernar sin ayuda.

Byerley examinó gravemente a Susan Calvin.

—¿Por qué sonríe, doctora Calvin?

—Sonrío porque el señor Quinn no pensó en todo.

—¿Se refiere a que podría añadirse algo más a esa historia de Quinn?

—Sólo un poco. Durante los tres meses previos a las elecciones, ese Stephen Byerley del que hablaba el señor Quinn, el tullido, estuvo en la campiña por alguna razón misteriosa. Regresó a tiempo para ese célebre discurso de usted. Y a fin de cuentas lo que el viejo lisiado hizo una vez pudo hacerlo una segunda, particularmente porque el segundo trabajo es muy simple en comparación con el primero.

—No entiendo.

La doctora Calvin se levantó y se alisó el vestido, disponiéndose a marcharse.

—Quiero decir que hay un solo caso en que un robot puede golpear a un ser humano sin violar la primera ley. Un solo caso.

—¿Cuándo?

La doctora Calvin estaba ya en la puerta.

—Cuando el humano a quien golpea es otro robot —dijo en un tono tranquilo y sonrió, con el rostro radiante—. Adiós, señor Byerley. Espero votarle dentro de cinco años… para coordinador.

Stephen Byerley se rio entre dientes.

—Debo decir a eso que, realmente, me parece una idea bastante rebuscada.

La doctora cerró la puerta.

La miré horrorizado.

—¿Es verdad?

—Totalmente —dijo ella.

—Así que el gran Byerley era simplemente un robot.

—Oh, no hay modo de averiguarlo. Yo creo que lo era. Pero cuando decidió morir se hizo atomizar, así que nunca tendremos pruebas legales fehacientes. Además, ¿cuál sería la diferencia?

—Bueno…

—Usted también tiene ese prejuicio contra los robots, que es muy irracional. Fue un excelente alcalde; cinco años después, llegó a coordinador regional. Y cuando las regiones de la Tierra formaron la Federación, en el año 2044, fue el primer coordinador mundial. Para entonces, las máquinas dirigían el mundo, de todas formas.

—Sí, pero…

—¡Sin peros! Las máquinas son robots y dirigen el mundo. Averigüé toda la verdad hace cinco años. Fue en el 2052, cuando Byerley completaba su segundo periodo como coordinador mundial…

Asimov: Cuentos Completos
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