El dedo del mono (1953)
«The Monkey's Finger»
—Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí —dijo Marmie Tallinn en dieciséis tonos e inflexiones, moviendo convulsivamente la nuez de la garganta. Marmie era escritor de ciencia ficción.
—No —dijo Lemuel Hoskins, mirando fríamente a través de los cristales de sus gafas de montura de acero. Lemuel editaba ciencia ficción.
—O sea que no aceptas una verificación científica. No me escuchas. Yo no tengo voto, ¿no?
Marmie se irguió de puntillas, se dejó caer, repitió la operación varias veces y exhaló ruidosamente. Se había arremolinado el pelo con los dedos.
—Uno contra dieciséis —manifestó Hoskins.
—Oye, ¿por qué siempre has de tener tú razón? ¿Por qué he de ser yo siempre el que se equivoca?
—Marmie, reconócelo. A cada uno nos juzgan por lo que somos. Si bajara la difusión de la revista, yo sería un fracaso, estaría en apuros. El presidente de Editorial Espacio no haría preguntas, créeme; simplemente, miraría las cifras. Pero la difusión no baja, sino que sube. Eso indica que soy un buen director. En cuanto a ti…, cuando los directores te aceptan, eres un talento; cuando te rechazan, eres un chapucero. En este momento, eres un chapucero.
—Hay otros directores. No eres el único. —Marmie alzó las manos, con los dedos extendidos—. ¿Sabes contar? Aquí tienes cuántas de las revistas de ciencia ficción que hay en el mercado aceptarían con gusto un cuento de Tallinn, y con los ojos cerrados.
—Enhorabuena.
—Mira. —Marmie suavizó su tono—: Querías dos modificaciones, ¿verdad? Querías una escena introductoria con la batalla en el espacio. Bien, te lo concedí. Aquí está. —Agitó el manuscrito bajo las narices de Hoskins, que se apartó como espantado por el olor—. Pero también querías que en la acción que ocurre en el exterior de la nave espacial intercalara una escena retrospectiva del interior, y eso no puede ser. Si introduzco esa modificación, estropeo un final emocionante, profundo y conmovedor.
Hoskins se reclinó en la silla y se dirigió a su secretaria, que había estado todo el tiempo escribiendo a máquina en silencio. Estaba acostumbrada a esas escenas.
—¿Oye usted, señorita Kane? Habla de emoción, profundidad y conmoción. ¿Qué sabe de eso un escritor? Mira, si intercalas la escena retrospectiva, aumentas el suspense, das solidez al cuento, lo haces más convincente.
—¿Más convincente? —exclamó Marmie—. ¿Me estás diciendo que es convincente que un grupo de hombres a bordo de una nave espacial comience a hablar de política y sociología cuando están a punto de saltar en pedazos? ¡Santo cielo!
—No puedes hacer otra cosa. Si esperas a que el clímax haya pasado y luego hablas de política y sociología, el lector se dormirá.
—Pero trato de decirte que te equivocas y puedo demostrarlo. ¿De qué sirve hablar cuando he preparado un experimento científico…?
—¿Qué experimento científico? —Hoskins se dirigió de nuevo a su secretaria—. ¿Qué le parece, señorita Kane? Se cree que es uno de sus personajes.
—Pues sucede que conozco a un científico.
—¿A quién?
—A1 profesor Arndt Torgesson, que enseña psicodinámica en Columbia.
—Nunca he oído hablar de él.
—Supongo que eso significa muchísimo —replicó Marmie, con desprecio—. Tú nunca has oído hablar de él. Pero es que tú nunca habías oído hablar de Einstein hasta que tus escritores comenzaron a mencionarlo en sus cuentos.
—Muy gracioso, mira cómo me río. ¿Qué pasa con ese Torgesson?
—Ha elaborado un sistema para determinar científicamente el valor de un texto escrito. Es una labor increíble. Es…, es…
—¿Y es secreto?
—Claro que es secreto. No es un profesor de ciencia ficción. En la ciencia ficción, cuando alguien elabora una teoría, la anuncia sin demora a los periódicos. En la vida real no es así. Un científico se pasa años experimentando antes de publicar nada. Eso de publicar es una cosa muy seria.
—Y entonces ¿cómo te has enterado tú? Sólo pregunto.
—Sucede que el profesor Torgesson es un admirador mío. Sucede que le gustan mis cuentos. Sucede que él piensa que soy el mejor escritor del género.
—¿Y te muestra sus trabajos?
—Así es. Yo esperaba que tú revelaras tu tozudez con este cuento, así que le pedí que preparase un experimento. Dijo que lo haría siempre y cuando no habláramos del asunto. Dijo que sería un experimento interesante. Dijo…
—¿Por qué es tan secreto?
—Bueno… —Marmie titubeó—. Mira, supónte que te digo que tiene un mono que sabe escribir a máquina Hamlet por sí mismo.
Hoskins miró a Marmie, alarmado.
—¿Qué es esto, una broma? —se volvió hacia la señorita Kane—. Cuando un escritor escribe ciencia ficción durante diez años, es peligroso si está fuera de su jaula.
La señorita Kane siguió mecanografiando a la misma velocidad sin inmutarse.
—Ya me has oído —dijo Marmie—. Un mono común, aún más grotesco que un director cualquiera. Tengo concertada una cita para esta tarde. ¿Vendrás conmigo, o no?
—Claro que no. ¿Crees que voy a abandonar por tus estúpidas bromas una pila de manuscritos de este tamaño? —Se señaló la laringe con un ademán cortante—. ¿Crees que voy a seguirte el juego?
—Si es una broma, Hoskins, te pagaré una cena en cualquier restaurante que tú digas. La señorita Kane es testigo.
Hoskins se reclinó en la silla.
—¿Una cena? ¿Tú, Marmaduke Tallinn, el más célebre parásito de Nueva York, vas a pagar una cuenta?
Marmie hizo una mueca de disgusto, no por la referencia a su habilidad para eludir las cuentas de los restaurantes, sino por la mención de su horrible nombre de pila al completo.
—Lo repito, cenarás donde quieras y lo que quieras. Bistecs, setas, pechuga de pollo, caimán marciano; cualquier cosa.
Hoskins se levantó y recogió su sombrero.
—Por la oportunidad de verte sacar uno de esos viejos y enormes billetes de dólar que guardas en el tacón falso del zapato izquierdo desde 1928, iría andando hasta Boston…
El profesor Torgesson se sentía honrado. Estrechó cordialmente la mano de Hoskins.
—He leído Relatos espaciales desde que llegué a este país, señor Hoskins. Es una revista excelente. Y me gustan muchísimo los cuentos del señor Tallinn.
—¿Has oído? —se ufanó Marmie.
—He oído. Marmie dice que usted tiene un mono con talento, profesor.
—Sí, pero esto es confidencial. Aún no estoy preparado para publicar, y la publicidad prematura podría significar mi ruina profesional.
—Esto es estrictamente confidencial, profesor.
—Bien, bien. Siéntense, caballeros, siéntense. —Se puso a caminar—. ¿Le has hablado al señor Hoskins de mi trabajo, Marmie?
—Ni una palabra, profesor.
—Bien. De acuerdo, señor Hoskins, como es usted director de una revista de ciencia ficción, supongo que no tengo que preguntarle que si sabe algo sobre cibernética.
Hoskins puso la expresión de quien se concentra intelectualmente.
—Sí, máquinas de computar…, el MIT…, Norbert Wiener…
—Sí, sí. —Torgesson se puso a caminar más deprisa—. Sabrá entonces que se han usado principios cibernéticos para construir ordenadores que juegan al ajedrez. Las reglas de los movimientos ajedrecísticos y el objetivo del juego se integran en los circuitos. Dada una posición cualquiera en el tablero, la máquina puede computar todos los movimientos posibles y sus consecuencias y escoger el que ofrece la mayor probabilidad de vencer. Incluso se puede lograr que tenga en cuenta el temperamento del oponente.
—Ah, sí —dijo Hoskins, acariciándose pensativamente la barbilla.
—Imagine una situación similar, en la que un ordenador recibe un fragmento de una obra literaria, a la cual puede añadir palabras sacadas del vocabulario que tiene incorporado, con el fin de satisfacer así los más elevados valores literarios. Desde luego, habría que enseñarle a la máquina el significado de las diversas teclas de una máquina de escribir. Ese ordenador sería mucho más complejo que una máquina jugadora de ajedrez.
Hoskins se impacientó:
—El mono, profesor. Marmie habló de un mono.
—Pero es que es a eso a lo que voy. Naturalmente, no existe una máquina de tal complejidad. Pero el cerebro humano…, ah, el cerebro humano es un ordenador en sí mismo. Como es lógico, no puedo usar un cerebro humano, pues, lamentablemente, la ley me lo impediría; pero hasta un cerebro de mono, bien manipulado, puede hacer más que cualquier máquina jamás construida por el hombre. ¡Espere! Traeré al pequeño Rollo.
Salió de la habitación. Hoskíns aguardó un instante y miró con cautela a Marmie.
—¡Vaya! —exclamó.
—¿Qué ocurre? —preguntó Marmie.
—¿Qué ocurre? Ese hombre es un embaucador. Dime, Marmie, ¿dónde has contratado a este farsante?
Marmie se enfureció.
—¿Farsante? Estás en el clásico despacho de un profesor de Fayerweather Hall, Columbia. Reconoces la Universidad de Columbia, ¿no? Has visto la estatua de Alma Mater en la calle 116. Te señalé el despacho de Eisenhower.
—Claro, pero…
—Y este es el despacho del profesor Torgesson. Mira la mugre. —Sopló sobre un libro y se levantó una nube de polvo—. Eso basta para demostrar que esto es real. Y mira el título del libro: Psicodinámica de la conducta humana, por el profesor Arndt Rolf Torgesson.
—Vale, Marmie, de acuerdo. Existe un Torgesson y estamos en su despacho. No sé cómo te enteraste de que el verdadero profesor estaba de vacaciones ni cómo te las has apañado para usar su despacho; pero no trates de convencerme de que este payaso con sus monos y sus ordenadores es el de verdad. ¡Ja!
—Dado tu temperamento tan suspicaz, sólo puedo deducir que tuviste una infancia muy desdichada y solitaria.
—No es más que el resultado de mi experiencia con los escritores, Marmie. Ya he escogido el restaurante y esto te va a costar bastante dinero.
—No me va a costar un céntimo —gruñó Marmie—. Y calla, que ya vuelve.
Un melancólico mono capuchino se aferraba al cuello del profesor.
—He aquí al pequeño Rollo —dijo Torgesson—. Saluda, Rollo. —El mono se tiró del mechón de pelo—. Me temo que está cansado. Pues bien, aquí tengo una parte de su manuscrito.
Bajó al mono y se lo dejó colgando de un dedo mientras sacaba dos hojas de la chaqueta y se las entregaba a Hoskins, que se puso a leer en voz alta:
—«Ser o no ser, he ahí la alternativa. Si es más digno para la razón tolerar los golpes y los dardos de la despiadada fortuna, o coger las armas contra una hueste de males y enfrentarse hasta ponerles fin. Morir, dormir. Nada más, y con un sueño pensar…». —Alzó la vista—. ¿El pequeño Rollo escribió a máquina esto?
—No exactamente. Es una copia de lo que escribió él.
—Ah, una copia. Bueno, pues el pequeño Rollo no se sabe bien a Shakespeare. Es «coger las armas contra un piélago de males».
Torgesson asintió con la cabeza.
—En efecto, señor Hoskins. Shakespeare escribió «piélago». Pero, verá usted, se trata de una metáfora contradictoria. No se lucha con armas contra un piélago; se lucha con armas contra una hueste o un ejército. Rollo escogió «hueste». Es uno de los pocos errores de Shakespeare.
—Quiero verle escribir a máquina.
—Pues claro. —Colocó una máquina de escribir sobre la mesa. Estaba conectada a un cable, y el profesor lo explicó—: Es necesario usar una máquina eléctrica, pues, de lo contrario, el esfuerzo físico sería agotador. También es preciso conectar al pequeño Rollo a este transformador. —Lo conectó, valiéndose de dos electrodos que sobresalían unos tres milímetros del pelo del cráneo de la criaturilla—. Rollo fue sometido a una delicadísima operación cerebral, en la cual se le conectaron cables a diversas zonas del cerebro. Podemos cancelar sus actividades voluntarias y usar su cerebro como un ordenador. Temo que los detalles serían…
—Quiero verle escribir a máquina —repitió Hoskins.
—¿Qué le gustaría que escribiera?
Hoskíns lo pensó en seguida.
—¿Conoce Lepanto, de Chesterton?
—No se sabe nada de memoria. Escribe como un ordenador. Usted sólo ha de recitarle un fragmento para que él pueda evaluar la modalidad y computar las consecuencias de las primeras palabras.
Hoskins asintió, hinchó el pecho y declamó:
—Blancas fuentes canturreando en los patios luminosos, y el sultán de Bizancio las contempla sonriente. Una risa cual fontana canta en su torvo semblante, agitando la negrura de ese bosque que es su barba, curvando la purpúrea medialuna de sus labios; pues sus buques estremecen el mar más recóndito del mundo…
—Con eso basta —le interrumpió Torgesson.
Aguardaron en silencio. El mono miraba solemnemente a la máquina de escribir.
—El proceso lleva tiempo, por supuesto —explicó Torgesson—. El pequeño Rollo debe tener en cuenta el romanticismo del poema, el sabor ligeramente arcaico, el fuerte ritmo de sonsonete y demás.
Un dedito negro tocó una tecla. Era una «h».
—No pone mayúsculas —dijo el científico— ni signos de puntuación y aún no sabe usar bien los espacios. Por eso suelo reescribir su trabajo cuando termina.
El pequeño Rollo tocó una «a» y una «n». Luego, al cabo de una pausa prolongada, le dio un golpecito a la barra espaciadora.
—Han —leyó Hoskíns.
El mono escribió a continuación: «han desafiado a lasblancas repub licas delos promontorios de italia han sorteado el adriatico frente al leon de los mares y el papa alzolos bra zos acon gojado y convoco a los reyes de lacristiand ad pidiendo espadas para defender la cruz».
—¡Por Dios! —exclamó Hoskins.
—¿Es así el poema? —preguntó Torgesson.
—¡Santísimo cielo!
—En tal caso, Chesterton realizó un trabajo bueno y coherente.
—¡Virgen bendita!
—¿Ves? —dijo Marmie, sacudiendo el hombro de Hoskins—. ¿Ves? ¿Ves? ¿Ves? ¿Ves?
—¡Que me cuelguen!
—Oye, escucha. —Marmie se restregó el cabello hasta que le quedó en mechones que recordaban el pecho de una cacatúa—. Vamos a lo nuestro. Analicemos mi cuento.
—Bien, pero…
—No sobrepasará la capacidad de Rollo —le aseguró Torgesson—. Con frecuencia le leo párrafos de la mejor ciencia ficción, incluidos algunos relatos de Marmie. Es asombroso el modo en que mejora algunas narraciones.
—No es eso —dijo Hoskins—. Cualquier mono puede escribir mejor ciencia ficción que algunos chapuceros que tenemos nosotros. Pero el cuento de Tallinn tiene trece mil palabras. El mono tardará una eternidad.
—No crea, señor Hoskins, no crea. Yo le leeré el cuento y en el punto crucial le permitiremos continuar.
Hoskins cruzó los brazos.
—Adelante. Estoy preparado.
—Yo estoy más que preparado —dijo Marmie, y se cruzó de brazos.
El pequeño Rollo, un guiñapo cataléptico, permaneció sentado mientras la suave voz del profesor subía y bajaba con las cadencias de una batalla espacial y la lucha de los cautivos terrícolas por recuperar la nave perdida.
Uno de los personajes salía al casco de la nave, y Torgesson siguió los cautivantes acontecimientos con embeleso. Leyó:
—… Stalny se quedó petrificado en el silencio de las eternas estrellas. Con un desgarrador dolor de rodilla, aguardó a que los monstruos oyeran el golpe y…
Marmie tiró de la manga del profesor, que dejó de leer y desconectó al pequeño Rollo.
—Eso es —dijo Marmie—. Verá usted, profesor. Aquí es donde Hoskins pretende meter sus sucias manos. Yo continúo la escena fuera de la nave espacial hasta que Stalny logra la victoria y la nave queda en manos terrícolas. Luego, paso a dar las explicaciones. Hoskins quiere que interrumpa esa escena, que regrese al interior, detenga la acción durante dos mil palabras y salga de nuevo. ¿Alguna vez oyó tamaña sandez?
—Dejemos que el mono decida —se irritó Hoskins.
Torgesson conectó al pequeño Rollo, que extendió su dedo negro y arrugado hacia la máquina de escribir. Hoskins y Marmie se inclinaron para mirar por encima del cuerpo encorvado del mono. La máquina imprimió una «e».
—La e —se animó Marmie, asintiendo con la cabeza.
—La e —repitió Hoskins.
La máquina escribió una «n» y comenzó a andar más deprisa: «entraran en acción stalny aguardaba con impotente hor ror aque las camarasdeaire se abrieran y lo hostiles alienigenas…».
—Palabra por palabra —observó Marmie, embelesado.
—Desde luego, tiene tu mismo estilo vulgar.
—A los lectores les gusta.
—No les gustaría si tuvieran una edad mental promedio de…
Se calló.
—Adelante —lo animó Marmie—. Dilo, dilo. Di que tienen el cociente intelectual de un niño de doce años y repetiré tus palabras en todas las revistas de aficionados del país.
—Caballeros —intervino Torgesson—, caballeros. Molestan al pequeño Rollo.
Se volvieron hacia la máquina de escribir, que aún continuaba: «… las estrellas giraban majestuosamente aunque los sentidos de stal ny insistían en que la nave estaba quieta envezde rotar».
El carro de la máquina retrocedió para iniciar otra línea. Marmie contuvo el aliento. Ahí venía…
Y el dedito se movió y la máquina imprimió un asterisco.
—¡Un asterisco! —exclamó Hoskins.
—Un asterisco —murmuró Marmie.
—¿Un asterisco? —se extrañó Torgesson.
Siguió una línea de nueve asteriscos más.
—Eso es todo, amigo —dijo Hoskins. Y se lo explicó al atónito Torgesson—: Marmie tiene la costumbre de poner una línea de asteriscos cuando quiere indicar un drástico cambio de escena. Y yo quería precisamente un drástico cambio de escena.
La máquina inició un nuevo párrafo: «dentro de la nave…».
—Desconéctelo, profesor —indicó Marmie.
Hoskins se frotó las manos.
—¿Cuándo terminarás la revisión, Marmie?
—¿Qué revisión?
—Dijiste que valdría la versión del mono.
—Claro que sí. Te traje para que lo vieras. Ese pequeño Rollo es una máquina; una máquina fría, brutal y lógica.
—¿Y?
—Y el asunto es que un buen escritor no es una máquina. No escribe con la mente, sino con el corazón. —Se golpeó el pecho y repitió—: El corazón.
—¿Qué pretendes, Marmie? —gruñó Hoskins—. Si me vienes con la monserga del escritor que escribe con el alma y el corazón, me obligarás a vomitar aquí mismo. Sigamos con nuestro trato habitual: escribes cualquier cosa por dinero.
—Escúchame un minuto. El pequeño Rollo corrigió a Shakespeare. Tú mismo lo señalaste. El pequeño Rollo quería que Shakespeare dijera «una hueste de males» y tenía razón desde su punto de vista maquinal. Un «piélago de males» es una metáfora contradictoria. Pero no creerás que Shakespeare no lo sabía; él sabía cuándo romper las reglas, eso es todo. El pequeño Rollo es una máquina que no sabe romper las reglas, pero un buen escritor sabe y debe romperlas. «Piélago de males» tiene más fuerza. Tiene ritmo y potencia. ¡Al cuerno con la metáfora contradictoria! A1 pedirme que cambie de escena, estás siguiendo unas normas maquinales para mantener el suspense, de modo que el pequeño Rollo está de acuerdo contigo. Pero yo sé que debo romper la norma para mantener el profundo impacto emocional del final. De lo contrario, lo que obtengo es un producto mecánico que cualquier ordenador puede generar.
—Pero…
—Adelante —siguió Marmie—, vota por lo maquinal. Di que tu capacidad profesional no puede superar al pequeño Rollo.
Hoskins, con un temblor en la garganta, replicó:
—De acuerdo, Marmie, aceptaré el cuento tal como está. No, no me lo des. Mándalo por correo. Tengo que encontrar un bar, si no te importa.
Se puso el sombrero y dio media vuelta para marcharse.
—No le hable a nadie de Rollo, por favor —le recordó Torgesson.
—¿Acaso cree que estoy loco? —masculló Hoskins al cerrar la puerta.
Marmie se frotó las manos, extasiado, cuando tuvo la certeza de que Hoskins se había ido.
—Esto se llama tener cerebro —dijo, apoyándose un dedo en la sien—. He disfrutado de esta venta. Esta venta, profesor, vale por todas las que he hecho, por la suma de todas las demás.
Se desplomó con alegría en una silla. Torgesson levantó al pequeño Rollo.
—Pero, Marmaduke, ¿qué habrías hecho si el pequeño Rollo hubiera escrito tu versión?
Una sombra de pesadumbre cruzó fugazmente por el rostro de Marmie.
—Pues, demonios, es que eso es lo que creí que haría.