Paté de hígado (1956)
«Pâté de Foie Gras»
No podría revelar mi verdadero nombre aunque quisiera, y en estas circunstancias no quiero revelarlo.
No soy buen escritor, así que le pedí a Isaac Asimov que se encargara de redactar esto por mí. Lo escogí a él por varias razones. Primero, porque es bioquímico, así que comprende de qué hablo, al menos en parte. Segundo, porque sabe escribir, o al menos —lo cual no necesariamente significa lo mismo— ha publicado bastante.
No fui el primero que tuvo el honor de conocer a la Gallina. El primero fue un algodonero de Tejas llamado lan Angus MacGregor, que era el dueño antes de que el ave pasara a manos del Gobierno.
En el verano de 1955, MacGregor envió cartas al Ministerio de Agricultura, solicitando información sobre la incubación de huevos de gallina. El Ministerio le remitió todos los folletos disponibles sobre el tema, pero MacGregor se limitó a enviar cartas aún más apasionadas, en las que abundaban las referencias a su «amigo», el diputado local.
Mi conexión con el asunto es que trabajo en el Ministerio de Agricultura. Como ya iba a asistir a una convención en San Antonio en julio de 1955, mi jefe me pidió que pasara por la finca de MacGregor y viera en qué podía ayudarlo. Somos funcionarios públicos, y, además, habíamos recibido una carta del diputado de MacGregor.
El 17 de julio de 1955 conocí a la Gallina.
Primero conocí a MacGregor. Era un cincuentón alto, de rostro arrugado y suspicaz. Revisé toda la información que él había recibido y le pregunté cortésmente que si podía ver sus gallinas.
—No son gallinas, amigo. Es una sola gallina.
—¿Puedo ver a esa única gallina?
—Mejor será que no.
—Entonces, no puedo ayudarlo más. Si es una sola gallina, pues eso es que le pasa algo. ¿Por qué se preocupa por una gallina? Cómasela.
Me levanté y cogí mi sombrero.
—¡Espere! —Me quedé mirándolo mientras él apretaba los labios, entrecerraba los ojos y libraba una callada lucha consigo mismo—. Acompáñeme.
Lo acompañé hasta un corral, rodeado de alambre de espinos cerrado con llave, que albergaba una gallina: la Gallina.
—Esta es la Gallina —dijo, y lo pronunció de tal manera que hasta pude oír la mayúscula.
La miré. Parecía como cualquier otra gallina gorda, oronda y malhumorada.
—Y este es uno de sus huevos —añadió MacGregor—. Estuvo en la incubadora. No pasa nada.
Lo sacó del espacioso bolsillo del mono. Había una tensión extraña en la forma en que lo sostenía.
Fruncí el ceño. Algo no iba bien en ese huevo. Era más pequeño y más esférico de lo normal.
—Cójalo —me ofreció MacGregor.
Lo cogí. O lo intenté. Usé la fuerza indicada para un huevo de ese tamaño, y se quedó donde estaba. Tuve que esforzarme más para levantarlo.
Comprendí por qué MacGregor lo sostenía de un modo extraño: pesaba casi un kilo.
Lo miré, apretándolo en la palma, y MacGregor sonrió socarronamente.
—Tírelo —dijo.
Me quedé boquiabierto, así que el propio MacGregor me lo quitó de la mano y lo tiró.
Cayó con un ruido blando. No se rompió. No hubo un reventón de clara y yema. Sólo se quedó allí, clavado en el suelo.
Lo recogí. La blanca cáscara se había partido en el lugar del impacto. Algunos trozos se astillaron y lo que brillaba dentro era de un tono amarillo apagado.
Me temblaban las manos. Aunque apenas podía mover los dedos, quité parte del resto de la cáscara y miré aquello amarillo.
No tenía que realizar ningún análisis. El corazón me lo decía.
¡Me encontraba ante la mismísima Gallina!
¡La Gallina de los Huevos de Oro! El primer problema a resolver fue conseguir que MacGregor me diera el huevo de oro. Yo estaba casi histérico.
—Le entregaré un recibo. Le garantizaré el pago. Haré todo lo que sea razonable.
—No quiero que el Gobierno meta las narices —protestó tercamente.
Pero yo era el doble de terco y, finalmente, le firmé un recibo y él me acompañó hasta el coche y se quedó en la carretera, siguiéndome con la vista mientras yo me alejaba.
El jefe de mi sección del Ministerio de Agricultura se llama Louis P. Bronstein. Nos llevamos bien y pensé que podría explicarle la situación sin que me pusiera bajo observación psiquiátrica. Aun así, no corrí riesgos. Tenía el huevo conmigo y cuando llegué a la parte peliaguda lo puse sobre el escritorio.
—Es un metal amarillo y pudiera ser bronce, sólo que es inerte ante el ácido nítrico concentrado.
—Es un fraude —dijo Bronstein—. Tiene que serlo.
—¿Un fraude que utiliza oro de verdad? Recuerda que cuando lo vi por primera vez estaba totalmente cubierto por una cáscara de huevo auténtica e intacta. Ha sido fácil analizar un fragmento de la cáscara. Carbonato de calcio.
El Proyecto Gallina se puso en marcha. Era el 20 de julio de 1955.
Yo fui el investigador responsable desde el principio y permanecí a cargo de la investigación durante todo el proyecto, aunque el asunto pronto me sobrepasó.
Comenzamos con ese huevo El promedio de su radio era de 35 milímetros (eje mayor, 72 milímetros; eje menor, 68 milímetros). La cápsula de oro tenía 2,45 milímetros de grosor. A1 estudiar otros huevos después, descubrimos que este valor era bastante alto. El grosor medio resultó ser de 2,1 milímetros.
Por dentro era un huevo. Parecía un huevo y olía como un huevo.
Se analizaron las partes alícuotas y los componentes orgánicos eran bastante normales. La clara era albúmina en un 9,7%. La yema tenía el complemento normal de vitelina, colesterol, fosfolípido y carotenoide. Carecíamos de material suficiente para analizar otros componentes, pero luego, al disponer de más huevos, lo hicimos y no apareció nada anormal en cuanto al contenido de vitaminas, coenzimas, nucleótídos, grupos de sulfhidrilo, etcétera, etcétera.
Descubrimos una importante anomalía en lo concerniente a la conducta del huevo ante el calor. Una pequeña parte de la yema se calentaba, «endureciéndose» de inmediato. Le dimos una porción del huevo hervido a un ratón. Se la comió y sobrevivió.
Yo mordisqueé otro trozo. Una cantidad pequeña, por supuesto, pero me causó náuseas. Puramente psicosomático, sin duda.
Boris W. Finley, del Departamento de Bioquímica de la Universidad de Temple —un asesor del departamento—, supervisó estos análisis. Dijo, refiriéndose al endurecimiento por hervor:
—La facilidad con que se desnaturalizan térmicamente las proteínas del huevo indica una desnaturalización parcial inicial, y teniendo en cuenta la estructura del huevo se trata de una contaminación por metal pesado. Así que analizamos una parte de la yema en busca de componentes inorgánicos y descubrimos que poseía una elevada proporción de ion de cloraraurato, un ion de carga simple y que contiene un átomo de oro y cuatro de cloro, cuyo símbolo es AuC14. (El símbolo «Au» para el oro viene de la palabra latina «aurum»). Cuando digo que había una elevada proporción de ion de cloraraurato, me refiero a que había 3,2 partes sobre mil; es decir, un 0,32%. Eso es lo suficientemente alto como para formar complejos insolubles de una «proteína de oro» que se coagularía fácilmente.
—Es evidente que no se puede empollar este huevo —señaló Finley—, ni ningún huevo similar. Está envenenado por metal pesado. Tal vez el oro sea más atractivo que el plomo, pero es igual de venenoso para las proteínas.
Asentí sombríamente.
—Al menos, también está a salvo del deterioro.
—En efecto. Ningún parásito que se precie viviría en esta espesura cloraurífera.
Llegó el definitivo análisis espectrográfico del oro: prácticamente puro. La única impureza detectable era el hierro, en un 0,23% del total. El contenido ferroso de la yema también era el doble del normal. Por el momento, sin embargo, olvidamos el tema del hierro.
Una semana después del inicio del Proyecto Gallina se envió una expedición a Tejas. Fueron cinco bioquímicos (aún poníamos el énfasis en la bioquímíca, como se ve), junto con tres camiones repletos de equipo y un escuadrón del Ejército. Yo también fui, desde luego.
En cuanto llegamos, aislamos la granja de MacGregor.
Fue una idea afortunada que tomáramos medidas de seguridad desde el principio. El razonamiento era erróneo, pero los resultados fueron buenos.
El Ministerio quería que el Proyecto Gallina se mantuviera en secreto porque aún flotaba la sospecha de que podía ser un fraude, y no queríamos arriesgarnos a quedar en ridículo. Y si no era un fraude no podíamos exponernos al acoso de los reporteros, que inevitablemente vendrían a husmear buscando un artículo sobre los huevos de oro.
Las implicaciones del asunto sólo se aclararon después del comienzo del Proyecto Gallina y de nuestra llegada a la granja de MacGregor.
Naturalmente, a MacGregor no le gustó verse rodeado de hombres y de equipo. No le gustó que le dijeran que la Gallina era propiedad del Gobierno. No le gustó que le confiscaran los huevos.
No le gustó, pero lo aceptó, si se puede hablar de aceptación cuando alguien debe negociar mientras le instalan una ametralladora en el establo y diez hombres con bayoneta calada desfilan frente a su casa.
Recibió una compensación, por supuesto; ¿qué significa el dinero para el Gobierno?
A la Gallina tampoco le gustaron ciertas cosas. Que le extrajeran muestras de sangre, por ejemplo. No nos atrevíamos a anestesiarla por miedo a alterarle el metabolismo, y se necesitaron dos hombres para sujetarla. ¿Alguna vez han intentado ustedes sujetar a una gallina furiosa?
La Gallina quedó bajo vigilancia las veinticuatro horas del día, con amenaza de consejo de guerra sumarísimo para cualquier persona que dejara que algo le ocurriese. Si alguno de esos soldados lee esta historia, quizá llegue a entrever qué sucedía. En tal caso, tendrá la sensatez de cerrar el pico si sabe lo que le conviene.
La sangre de la Gallina se sometió a todos los análisis concebibles.
Tenía dos partes de cien mil (0,002%) de ion de cloraurato. La sangre tomada de la vena hepática era más rica que el resto, casi cuatro partes de cien mil.
—El hígado —gruñó Finley.
Tomamos radiografías. En el negativo, el hígado era una confusa masa de color gris claro, más claro que las vísceras cercanas, porque detenía más rayos X, puesto que contenía más oro. Los vasos sanguíneos eran más claros que el hígado, y los ovarios eran puro blanco. Ningún rayo X atravesó los ovarios.
Tenía sentido, y en uno de los primeros informes Finley lo expuso con la mayor franqueza posible. En una parte del informe se decía:
«El ion de cloraurato es vertido por el hígado en la corriente sanguínea. Los ovarios actúan como una trampa para el ion, que allí es reducido a oro metálico y depositado como una cáscara en torno del huevo en desarrollo. Las concentraciones relativamente altas del ion de cloraurato no reducido penetran en el contenido del huevo en desarrollo.
»Hay pocas dudas de que este proceso permite a la Gallina liberarse de los átomos de oro que, de continuar acumulándose, la envenenarían. La excreción mediante cáscaras de huevo puede ser nueva en el reino animal, tal vez única, pero es innegable que mantiene viva a la Gallina.
»Lamentablemente, sin embargo, el ovario se emponzoña tanto que se ponen pocos huevos, probablemente sólo los necesarios para liberarse del oro acumulado, y esos pocos huevos son imposibles de empollar».
Esto fue lo que explicó por escrito, pero a los demás nos dijo:
—Eso nos plantea una pregunta embarazosa.
Yo sabía cuál era. Todos lo sabíamos.
¿De dónde venía el oro?
No hubo respuesta por un tiempo, a excepción de algunas pruebas negativas. No se encontró oro perceptible en lo que comía la Gallina ni esta había engullido ningún guijarro que contuviera oro. No existían rastros de oro en el suelo de la zona y no hallamos nada al examinar la casa y el terreno. No había monedas de oro ni alhajas de oro ni láminas de oro ni relojes de oro ni ninguna otra cosa de oro. Nadie en la granja tenía siquiera empastes de oro en la dentadura.
Estaba la sortija de bodas de la señora MacGregor, desde luego, pero sólo había tenido una en toda su vida y la llevaba puesta.
Entonces, ¿de dónde venía el oro?
Los primeros indicios de la respuesta aparecieron el 16 de agosto de 1955.
Albert Nevis, de Purdue, estaba metiéndole tubos gástricos a la Gallina (otro procedimiento al cual ella se oponía enérgicamente) con la idea de analizar el contenido de su tubo digestivo. Era una de nuestras búsquedas rutinarias de oro exógeno.
Encontramos oro, pero sólo vestigios, y había buenas razones para suponer que esos vestigios habían acompañado a las secreciones digestivas y, por ende, eran de origen endógeno; es decir, interno.
Sin embargo, apareció algo más. Mejor dicho, la carencia de algo.
Yo estaba allí cuando Nevis entró en el despacho que Finley tenía en la estructura prefabricada que habíamos levantado de la noche a la mañana cerca del corral.
—La Gallina tiene poco pigmento biliar —nos informó Nevis—. El contenido del duodeno no muestra casi nada.
Finley frunció el ceño.
—Tal vez la función hepática esté bloqueado a causa de la concentración áurea. Puede que no esté secretando bilis.
—Sí está secretando bilis —replicó Nevis—. Hay ácidos biliares en cantidad normal, o casi normal. Sólo faltan los pigmentos biliares. He realizado un análisis fecal para confirmarlo. No hay pigmentos biliares.
Quiero explicar algo. Los ácidos biliares son esteroides que el hígado vierte en la bilis y que llegan por esa vía al extremo superior del intestino delgado. Estos ácidos biliares son moléculas similares al detergente, que ayudan a emulsionar la grasa de nuestra dieta —o de la dieta de la Gallina— y la distribuyen en forma de pequeñas burbujas en el contenido acuoso del intestino. Esta distribución u homogeneización facilita la digestión de las grasas.
Los pigmentos biliares —la sustancia que le faltaba a la Gallina— son otra cosa. El hígado los genera a partir de la hemoglobina, esa proteína sanguínea roja y portadora de oxígeno. La hemoglobina consumida se descompone en el hígado, y el hemo es separado. El hemo está compuesto por una molécula cuadrangular llamada porfirina, con un átomo de hierro en el centro. El hígado extrae el hierro y lo almacena para un uso futuro; luego, descompone la molécula cuadrangular que queda. Esta porfirina descompuesta es pigmento biliar. Tiene un color pardusco o verdusco —según los nuevos cambios químicos— y se vierte en la bilis.
Los pigmentos biliares no son útiles para el cuerpo. Se vierten en la bilis como productos de desecho. Atraviesan los intestinos y se expulsan con las heces. Más aún, son los responsables del color de las heces.
A Finley le destellaron los ojos.
—Parece ser que el catabolismo de la porfirina no sigue el curso normal en el hígado —dijo Nevis—. ¿No les parece?
Claro que nos parecía.
Después de eso reinó un gran entusiasmo. Por primera vez descubríamos en la Gallina una anomalía metabólica que no estaba directamente relacionada con el oro.
Hicimos una biopsia del hígado (es decir, le sacamos a la Gallina un trozo cilíndrico de hígado). La Gallina sintió dolor, pero no sufrió daño. También tomamos más muestras de sangre.
Aislamos la hemoglobina de la sangre y pequeñas cantidades de los citocromos de las muestras de hígado. (Los citocromos son enzimas oxidizantes y que también contienen hemo). Separamos el hemo y, en una solución de ácido, una parte se condensó en una forma de sustancia anaranjada y brillante. El 2 de agosto de 1955 teníamos cinco microgramos del compuesto.
El compuesto anaranjado era similar al hemo, pero no era hemo. El hierro del hemo puede estar en la forma de un ion ferroso doblemente cargado (Fe + + ), o de un ion férrico triplemente cargado (Fe + + + ), en cuyo caso el compuesto se llama hematina. (A propósito ferroso y férrico vienen de la palabra latina «ferrum»).
El compuesto anaranjado que habíamos separado del hemo tenía la parte de porfirina de la molécula, pero el metal del centro era oro; para ser más específico, un ion áurico triplemente cargado (Au+ +). Llamamos a este compuesto «aurem», que es simplemente una abreviatura de «hemo áurico».
Nunca se había descubierto un compuesto orgánico natural que contuviera oro. El aurem fue el primero, y normalmente sería noticia de primera plana en el mundo de la bioquímica. Pero ahora no era nada, nada en comparación con los nuevos horizontes que abría su mera existencia.
Al parecer, el hígado no descomponía el hemo en pigmento biliar; en cambio, lo convertía en aurem: reemplazaba el hierro por oro. El aurem, en equilibrio con el ion de clourato, entraba en la corriente sanguínea y era llevado a los ovarios, donde un mecanismo aún no identificado separaba el oro y eliminaba la porfirina de la molécula.
Los nuevos análisis mostraron que el 29% del oro de la sangre de la Gallina se introducía en el plasma en forma de ion de cloraurato; el 71% restante era transportado en corpúsculos de sangre roja en forma de «aureomoglobina». Se hizo un intento de introducir en la Gallina rastros de oro radiactivo, para detectar radiactividad en el plasma y en los corpúsculos y ver cómo los ovarios manejaban las moléculas de aureomoglobina. Nos parecía que la aureomoglobina se debía eliminar más despacio que el ion de cloraurato disuelto en el plasma.
El experimento falló, sin embargo, pues no detectamos radiactividad. Lo atribuimos a la inexperiencia, pues ninguno de nosotros era experto en isótopos, lo cual fue una lástima porque ese fallo resultó ser muy significativo y el no advertirlo nos costó varias semanas.
La auremoglobina se demostró inútil como portadora de oxígeno, pero sólo abarcaba un 0,1% de la hemoglobina total de los glóbulos rojos, de modo que no había interferencia con la respiración de la Gallina.
La pregunta acerca del origen del oro seguía en pie, y fue Nevis quien hizo la sugerencia decisiva.
—Quizás —aventuró, en una reunión que celebramos la noche del 25 de agosto de 1955—, la Gallina no reemplace el hierro con oro. Tal vez transmute el hierro en oro.
Antes de conocer personalmente a Nevis ese verano, yo lo conocía ya por sus publicaciones (se especializa en química biliar y función hepática) y siempre lo había considerado una persona lúcida y cauta. Tal vez excesivamente cauta. Nadie lo consideraría capaz de hacer una afirmación tan ridícula.
Eso demuestra la desesperación y la desmoralización que reinaban en el Proyecto Gallina.
La desesperación procedía de que no había ningún sitio de donde pudiera venir el oro. La Gallina excretaba oro a razón de 38,9 gramos diarios y lo llevaba haciendo desde hacía meses. Ese oro tenía que venir de alguna parte o, de no ser así, debía hacerse a partir de algo.
La desmoralización que nos indujo a examinar la segunda alternativa se debía al hecho de que nos enfrentábamos a la Gallina de los Huevos de Oro. Todo era posible. Todos vivíamos en un mundo de cuento de hadas y eso nos llevaba a perder el sentido de la realidad.
Finley consideró seriamente esa posibilidad:
—La hemoglobina entra en la sangre y sale un poco de auremoglobina. La cáscara de oro de los huevos tiene una sola impureza, el hierro. La yema del huevo no contiene más que dos elementos en cantidad elevada: oro y hierro. Tiene sentido, aunque de un modo descabellado. Necesitaremos ayuda, caballeros.
La necesitábamos, e implicaba una tercera etapa de la investigación. La primera de ellas consistió en mi intervención; la segunda fue el grupo de bioquímicos; y la tercera, la mejor, la más importante, suponía la intrusión de físicos nucleares.
El 5 de septiembre de 1955 llegó John L. Billings, de la Universidad de California. Traía equipo, y en las semanas siguientes llegaron más aparatos. Se estaban construyendo más estructuras prefabricadas. Comprendí que al cabo de un año tendríamos un instituto de investigacíones construido en torno de la Gallina.
Billings se reunió con nosotros la noche del día 5. Finley lo puso al corriente:
—Hay muchos problemas serios en esta idea del hierro que se transforma en oro. Por lo pronto, la cantidad total de hierro de la Gallina sólo puede estar en el orden del medio gramo, pero produce cuarenta gramos de oro al día.
Billings tenía una voz clara y aguda.
—Hay un problema peor —dijo—. El hierro se encuentra en el fondo de la curva de aglomeración. El oro está mucho más elevado. Para convertir un gramo de hierro en un gramo de oro se requiere tanta energía como la que se produce en la fisión de un gramo de uranio 235.
Finley se encogió de hombros.
—Dejaré ese problema en sus manos.
—Lo pensaré.
No se limitó a pensar en ello. Aisló nuevas muestras de hemo de la Gallina, las transformó en cenizas y envió el óxido de hierro a Brookhaven para que efectuaran un análisis isotópico. No había razones específicas para hacer tal cosa; fue sólo una de las muchas investigaciones, pero fue también la que produjo resultados.
Cuando recibimos las cifras, Billings dio un respingo.
—No hay Fe 16 —dijo.
—¿Y qué pasa con los demás isótopos? —preguntó Finley.
—Todos están presentes en las proporciones relativas apropiadas, pero no se detecta Fe 16.
Tendré que dar otra explicación. El hierro natural se compone de cuatro isótopos. Estos isótopos son variedades de átomos que difieren de otros en su peso atómico. Los átomos de hierro con un peso atómico de 56 (Fe 16) constituyen el 91,6% de todos los átomos del hierro. Los demás átomos tienen pesos atómicos de 54, 57 y 58.
El hierro del hemo de la Gallina estaba compuesto sólo por Fe 51, Fe'' y Fe 5$. La consecuencia era obvia. El Fe56 desaparecía, mientras que los demás isótopos no; y esto significaba que se estaba produciendo una reacción nuclear. Una reacción nuclear podía tomar un isótopo y dejar tranquilos a los demás. Una reacción química común, cualquier reacción química, tendría que disponer de todos los isótopos en forma equitativa.
—Pero es energéticamente imposible —objetó Finley.
Lo dijo con un ligero sarcasmo, teniendo en cuenta el comentario inicial de Billings. Como bioquímicos, sabíamos que en el cuerpo acontecían muchas reacciones que requerían una entrada de energía, y esto se resolvía acoplando la reacción que demandaba energía con una reacción que generaba energía.
Sin embargo, las reacciones químicas despedían o consumían pocas kilocalorías por mol; las reacciones nucleares despedían o consumían millones. Suministrar energía para una reacción nuclear que consumiera energía requería, pues, una segunda reacción nuclear, productora de energía.
No vimos a Billings en dos días. Cuando regresó nos dijo:
—Miren esto. La reacción productora de energía debe producir tanta energía por nucleón involucrado como la que absorbe la reacción consumidora de energía. Si produce un poco menos, la reacción general no funciona. Si produce un poco más, considerando la cantidad astronómica de nucleones involucrados, la energía excedente producida vaporizaría a la Gallina en una fracción de segundo.
—¿Y? —preguntó Finley.
—Pues que el número de reacciones posibles es muy limitado. He conseguido descubrir un solo sistema probable. El oxígeno 18, si se convierte en hierro 56, produce energía suficiente para transformar el hierro 56 en oro 197. Es como bajar por un lado de una montaña rusa y luego por el otro. Tendremos que verificarlo.
—¿Cómo?
—Podemos verificar primero la composición isotópica del oxígeno de la Gallina.
El oxígeno está integrado por tres isótopos estables, y casi todo es O18. El O18 constituye un solo átomo de oxígeno de cada 250.
Otra muestra de sangre. El contenido acuoso fue destilado en el vacío y se sometió una parte al espectrógrafo de masa. Había O18, pero sólo un átomo de oxígeno por cada 1300. El 80% del O18 que esperábamos no se encontraba allí.
—Esto lo corrobora —afirmó Billings—. El oxígeno 18 se consume. Se suministra constantemente en el agua y en la comida que le damos a la Gallina, pero aun así se consume. Se produce así el oro 197. El hierro 56 es un intermediario y, como la reacción que consume hierro 56 es más rápida que la que lo produce, no puede alcanzar una concentración significativa, y el análisis isotópico muestra su ausencia.
No estábamos satisfechos, así que probamos de nuevo. Durante una semana alimentamos a la Gallina con agua enriquecida con O18. La producción de oro se elevó casi en seguida. Al final de una semana producía 45,8 gramos, pero el contenido de O18 del agua de su cuerpo no era más alto que antes.
—No cabe la menor duda —dijo Billings. Rompió su lápiz y se puso en pie—. Esa Gallina es un reactor nuclear viviente.
La Gallina era obviamente una mutación.
Una mutación sugería radiación, entre otras cosas, y la radiación nos recordó las pruebas nucleares realizadas en 1952 y en 1953 a cientos de kilómetros de la granja de MacGregor. (Si alguien piensa que nunca se realizaron pruebas nucleares en Tejas, eso sólo indica dos cosas: que yo no estoy contándolo todo y que ustedes no lo saben todo).
Dudo que en ningún momento de la historia de la era atómica la radiación de fondo se haya analizado tan exhaustivamente ni que el contenido radiactivo del suelo se haya examinado con tanto rigor.
Se estudiaron documentos previos, sin importar lo secretos que fueran; a esas alturas, el Proyecto Gallina tenía la mayor prioridad que jamás se hubiera concedido.
Incluso analizamos informes meteorológicos para seguir la conducta de los vientos en la época de las pruebas nucleares.
Aparecieron dos elementos.
Primero: la radiación de fondo de la granja era un poco más alta de lo normal. Nada dañino, me apresuro a añadir. Había indicios, sin embargo, de que en el momento del nacimiento de la Gallina la granja había estado en las inmediaciones de, por lo menos, dos precipitaciones radiactivas. Nada dañino, insisto.
Segundo: la Gallina era la única de su especie, la única de todas las criaturas de la granja que pudimos analizar, humanos incluidos, que no revelaba radiactividad. Mirémoslo así: todo muestra vestigios de radiactividad; eso es lo que significa radiación de fondo. Pero la Gallina no mostraba ninguno.
Finley envió un informe el 6 de diciembre de 1955, una parte del cual era como sigue:
«La Gallina es una mutación extraordinaria, nacida en un ámbito de alta radiactividad que alentaba mutaciones en general y que hizo de esta mutación en particular una mutación beneficiosa.
»La Gallina tiene sistemas enzimáticos capaces de catalizar varias reacciones nucleares. Ignoramos si el sistema enzimático contiene una enzima o más. Tampoco sabemos nada sobre la naturaleza de las enzimas en cuestión. Tampoco se puede formular ninguna teoría en cuanto a cómo una enzima puede catalizar una reacción nuclear, pues estas involucran interacciones con fuerzas que superan en cinco órdenes de magnitud a las involucradas en las reacciones químicas comunes que las enzimas suelen catalizar.
»El cambio nuclear general es de oxígeno 18 a oro 197. El oxígeno 18 abunda en este ámbito, pues se halla en gran cantidad en el agua y en todos los alimentos orgánicos. El oro 197 es excretado a través de los ovarios. Un intermediario conocido es el hierro 56, y el hecho de que se forme auremoglobina nos induce a sospechar que la enzima o enzimas pueden tener al hemo como grupo protésico.
»Se ha reflexionado bastante sobre el valor que este cambio nuclear podría revestir para la Gallina. El oxígeno 18 no es nocivo y el oro 197 resulta difícil de eliminar, es potencialmente venenoso y causa esterilidad. Su formación podría ser un medio de evitar un peligro mayor. Este peligro…».
Pero la mera lectura del informe, amigo lector, crea una impresión de placidez reflexiva. En realidad, nunca he visto un hombre tan cerca de la apoplejía como lo estaba Billings cuando oyó hablar de esos experimentos con oro radiactivo que mencioné antes; los experimentos en los que no detectamos ninguna radiactividad en la Gallina, por lo cual los desechamos.
Nos preguntó una y otra vez que cómo podíamos haberle quitado importancia a la pérdida de radiactividad.
—Son ustedes como un periodista novato al que se envía a cubrir una boda de sociedad y, al regresar, dice que no hay artículo porque el novio no se ha presentado. Le dieron oro radiactivo y se perdió. No sólo eso, sino que no detectaron ustedes radiactividad natural en la Gallina; ni carbono 14; ni potasio 40. Y a eso lo llamaron fracaso.
Comenzamos a alimentar a la Gallina con isótopos radiactivos. Al principio, con cautela; pero, antes del fin de enero de 1956, le dábamos montones de ellos.
La Gallina permanecía sin radiación.
—Lo que ocurre —explicó Billings— es que este proceso nuclear catalizado por enzimas logra convertir todo isótopo inestable en un isótopo estable.
—Eso es provechoso —comenté ya.
—¿Provechoso? ¡Es una cosa hermosa! Se trata de la defensa perfecta contra la era atómica. Escuchen, la conversión de oxígeno 18 en oro 197 libera ocho positrones y una fracción por cada átomo de oxígeno. Eso significa ocho rayos gamma y una fracción en cuanto cada positrón se combina con un electrón. Tampoco hay rayos gamma. La Gallina debe de ser capaz de absorber rayos gamma sin sufrir daño alguno.
Rociamos a la Gallina con rayos gamma. Al elevarse el nivel, tuvo una fiebre leve e interrumpimos la operación, asustados. Pero era sólo fiebre, no enfermedad por radiación. Pasó un día, la fiebre bajó y la Gallina estaba perfecta.
—¿Ven ustedes lo que tenemos? —preguntó Billings.
—Una maravilla científica —respondió Finley.
—¡Hombre!, ¿es que no ve las aplicaciones prácticas? Si pudiéramos descubrir el mecanismo y reproducirlo en el tubo de ensayo, tendríamos un método perfecto para eliminar cenizas radiactivas. El mayor obstáculo para promover una economía atómica en gran escala es el contratiempo de qué hacer con los isótopos radiactivos generados durante el proceso. Y bastaría con pasarlos por un preparado enzimático en grandes toneles. Si descubriéramos ese mecanismo, caballeros, podríamos dejar de preocuparnos de las precipitaciones radiactivas; hallaríamos una protección contra la enfermedad por radiación. Si alteramos el mecanismo, podemos tener gallinas que excreten cualquier elemento que necesitemos. ¿Qué les parece huevos de uranio 235? ¡El mecanismo! ¡El mecanismo!
Y todos nos quedamos mirando a la Gallina.
Si se pudiera empollar esos huevos… Si pudiéramos conseguir una bandada de gallinas semejantes a reactores nucleares…
—Debe de haber ocurrido con anterioridad —observó Finley—. Las leyendas sobre estas gallinas debieron de originarse de algún modo.
—¿Quiere usted esperar? —preguntó Billings.
Si tuviéramos un grupo de esas gallinas podríamos comenzar a diseccionar algunas; estudiaríamos sus ovarios; prepararíamos muestras de tejido y homogenatos de tejido.
Tal vez no sirviera de nada. El tejido de una biopsia de hígado no reaccionaba con el oxígeno 18 en ninguna de las condiciones que probamos.
Pero quizá pudiéramos rociar un hígado intacto. Podríamos estudiar embriones intactos y observar si alguno desarrollaba el mecanismo.
Pero con una sola Gallina no podíamos hacer nada de eso.
No nos atrevíamos a matar a la Gallina de los Huevos de Oro. El secreto estaba en el hígado de esa gorda Gallina.
¡Vaya paté de hígado que nos habían servido! La frustración era realmente indigesta.
—Necesitamos una idea —dijo Nevis pensativamente—. Un enfoque radicalmente distinto. Un pensamiento crucial.
—Con hablar no ganamos nada —refunfuñó Billings, abatido.
Y en un malogrado intento de bromear, yo dije:
—Podríamos hacerlo público en los periódicos. —Y eso me dio una idea y exclamé—: ¡Ciencia ficción!
—¿Qué? —preguntó Finley.
—Escuchen, las revistas de ciencia ficción publican historias en tono de broma. A los lectores les divierten. Se interesan por ellas. —Les hablé de las historias de Asimov sobre la tiotimolina, que yo había leído en otros tiempos. La atmósfera era fría y reprobatoria—. Ni siquiera atentaríamos contra las normas de seguridad —insistí—, porque nadie se lo creería. —Les hablé también de aquella vez en 1944, cuando Cleve Cartmill escribió un cuento donde describía la bomba atómica con un año de antelación y el FBI se calló la boca—. Y los lectores de ciencia ficción tienen ideas. No los subestimen. Aunque ellos lo consideren una historia de broma, enviarán sus ideas al jefe de redacción. Y ya que no tenemos ideas propias, ya que nos encontramos en un callejón sin salida, ¿qué podemos perder?
Aún no estaban convencidos.
—Además —añadí—, la Gallina no vivirá eternamente.
Eso dio resultado.
Tuvimos que convencer a Washington; luego, me puse en contacto con John Campbell, director de la revista, y él habló con Asimov.
Ahora, la historia ya está escrita. La he leído, la apruebo y ruego a los lectores que no se la crean. No, por favor.
Pero…
¿Alguna idea?