En las profundidades (1952)
«The Deep»
1
Al final todo planeta debe morir. Puede sufrir una muerte rápida, cuando su sol estalla. Puede sufrir una muerte lenta, mientras su sol envejece y sus océanos se solidifican en hielo. En el segundo caso, al menos, la vida inteligente tiene una oportunidad de sobrevivir.
La dirección que tome la supervivencia puede seguir un camino hacia el exterior, a un planeta más próximo al sol agonizante o a algún planeta de otro sol. Este camino queda cerrado si el planeta tiene el infortunio de ser el único cuerpo importante que rota en torno de su primario y si no hay otra estrella a menos de quinientos años luz.
La dirección de la supervivencia puede también ser hacia el interior, a la corteza del planeta. Esto es siempre accesible. Se puede construir un nuevo hogar bajo tierra y se puede aprovechar la energía del núcleo del planeta para obtener calor. La tarea puede llevar milenios, pero un sol moribundo se enfría despacio.
Sólo que también el calor del planeta muere con el tiempo. Se deben cavar refugios a creciente profundidad, hasta que el planeta esté totalmente muerto.
El momento se aproximaba.
En la superficie del planeta soplaban ráfagas de neón, que apenas agitaban los charcos de oxígeno que se formaban en las tierras bajas. En ocasiones, durante el largo día, el viejo sol irradiaba un fulgor rojo, breve y opaco, y los charcos de oxígeno burbujeaban un poco.
Durante la larga noche, una azulada escarcha de oxígeno cubría los charcos y la roca desnuda, y un rocío de neón perlaba el paisaje.
A más de doscientos kilómetros bajo la superficie existía una última burbuja de calor y vida.
2
La relación de Wenda con Roi era muy íntima, más íntima de lo que su propio pudor le aconsejaba.
Le habían permitido entrar en el ovarium una vez en toda su vida y le dejaron bien claro que sería sólo por esa vez.
El raciólogo había dicho:
—No cumples con los requisitos, Wenda, pero eres fértil y probaremos una vez. Quizá funcione.
Ella quería que funcionara. Lo quería con desesperación. A temprana edad supo ya que su inteligencia era deficiente, que siempre sería una manual. Se sentía avergonzada de defraudar a la raza y anhelaba una oportunidad para contribuir a crear otro ser. Acabó convirtiéndose en una obsesión.
Secretó su huevo en un ángulo del edificio y luego regresó para observar. Por suerte, el proceso de mezcla aleatoria que desplazaba suavemente los huevos durante la inseminación mecánica (para asegurar una distribución pareja de los genes) sólo hacía que el huevo se bamboleara un poco.
Wenda mantuvo su vigilia durante el periodo de maduración, observó al pequeño que surgía del huevo, reparó en sus rasgos físicos y lo vio crecer.
Era un niño saludable, y el raciólogo lo aprobó.
En una ocasión, Wenda dijo, como sin darle importancia:
—Mire al que está sentado allí. ¿Se encuentra enfermo?
—¿Cuál? —preguntó el raciólogo, sobresaltado, pues los bebés que aparecían visiblemente enfermos en esa etapa arrojaban serias dudas sobre su propia competencia—. ¿Te refieres a Roi? ¡Tonterías! ¡Ojalá todos nuestros pequeños fueran así!
A1 principio se sintió satisfecha consigo misma; luego, horrorizada. Seguía sin cesar al pequeño, interesándose por su educación y viéndole jugar. Se sentía feliz cuando él estaba cerca, y abatida cuando estaba lejos. Nunca había oído hablar de algo así, y estaba avergonzada.
Tendría que haber visitado al mentalista, pero no le pareció prudente. No era tan obtusa como para ignorar que no se trataba de una leve aberración que se pudiera curar estirando una célula cerebral. Era una manifestación psicótica, de eso estaba segura. Si la descubrían, la encerrarían. Tal vez la sometieran a la eutanasia, por considerarla un desperdicio inútil de la limitada energía disponible para la raza. Incluso podrían aplicar la eutanasia a su vástago si averiguaban quién era.
Luchó contra la anormalidad a lo largo de los años y, en cierta medida, tuvo éxito. Luego, se enteró de que Roi había sido escogido para el largo viaje y se sintió desdichada.
Lo siguió hasta uno de los corredores vacíos de la caverna, a varios kilómetros del centro de la ciudad. ¡La ciudad! Había sólo una.
Esa caverna se encontraba cerrada desde que Wenda tenía memoria de ello. Los ancianos la habían recorrido, analizaron su población y la energía necesaria para alimentarla y decidieron oscurecerla. Los pobladores, que no eran muchos, se habían trasladado más cerca del centro y se recortó el cupo para la siguiente sesión en el ovarium.
Wenda descubrió que el nivel coloquial de pensamiento de Roi era superficial, como si la mayor parte de su mente estuviera retraída en la contemplación.
—¿Tienes miedo? —le preguntó con el pensamiento.
—¿Porque he venido aquí a pensar? —Roi titubeó un poco; luego, con palabras dijo—: Sí, tengo miedo. Es la última oportunidad de la raza. Sí fracaso…
—¿Temes por ti mismo? —Él la miró asombrado, y los pensamientos de Wenda palpitaron de vergüenza ante su impudor—. Ojalá pudiera ir yo en tu lugar —añadió con palabras.
—¿Crees que puedes hacerlo mejor?
—Oh, no. Pero si yo fracasara y no regresara, sería una pérdida menor para la raza.
—La pérdida es la misma, vayas tú o vaya yo. La pérdida es la existencia de la raza.
Wenda no pensaba precisamente en la existencia de la raza. Suspiró.
—Es un viaje muy largo.
—¿Cómo de largo? —preguntó él, sonriendo—. ¿Lo sabes?
Titubeó. No quería parecer estúpida.
—Se comenta que llega hasta el primer nivel —contestó con timidez.
Cuando Wenda era pequeña y los corredores con calefacción se extendían a mayor distancia de la ciudad, ella había ido a explorar por ahí, como cualquier otro niño. Un día, muy lejos, donde se sentía el frío cortante del aire, llegó a un corredor ascendente que estaba bloqueado por un tapón.
Posteriormente se enteró de que al otro lado y hacia arriba se encontraba el nivel setenta y nueve, más arriba el setenta y ocho y así sucesivamente.
—Iremos más allá del primer nivel, Wenda.
—Pero no hay nada después del primer nivel.
—Tienes razón. Nada. La materia sólida del planeta termina.
—¿Y cómo puede haber algo que no es nada? ¿Te refieres al aire?
—No, me refiero a la nada, al vacío. Sabes qué es el vacío, ¿no?
—Sí. Pero los vacíos se deben bombear y mantener herméticos.
—Eso se hace en mantenimiento. Pero más allá del primer nivel sólo hay una cantidad indefinida de vacío, que se extiende hacia todas partes.
Wenda reflexionó.
—¿Alguien ha estado allá?
—Claro que no. Pero tenemos los archivos.
—Tal vez los archivos estén equivocados.
—Imposible. ¿Sabes cuánto espacio cruzaré? —Los pensamientos de Wenda indicaron una abrumadora negativa—. Supongo que sabes cuál es la velocidad de la luz.
—Desde luego —respondió ella. Era una constante universal. Hasta los bebés lo sabían—. Mil novecientas cincuenta y cuatro veces la longitud de la caverna, ida y vuelta, en un segundo.
—Correcto. Pero si la luz atravesara la distancia que yo voy a recorrer tardaría diez años.
—Te burlas de mí. Intentas asustarme.
—¿Por qué iba a querer asustarte? —Se levantó—. Pero ya he remoloneado bastante por aquí…
Apoyó en ella una de sus extremidades, con una amistad objetiva e indiferente. Un impulso irracional incitó a Wenda a agarrarle con fuerza e impedirle que se marchara.
Por un instante sintió pánico de que él le sondeara la mente más allá del nivel coloquial, de que sintiera náuseas y no volviera a verla nunca, de que la denunciara para que la sometiesen a tratamiento. Luego, se relajó. Roi era normal, no un enfermo como ella. A él jamás se le ocurriría penetrar en la mente de una persona amiga más allá del nivel coloquial, fuera cual fuese la provocación.
Estaba muy guapo al marcharse. Sus extremidades eran rectas y fuertes; sus vibrisas prensiles, numerosas y delicadas; y sus franjas ópticas, las más bellas y opalescentes que ella había visto jamás.
3
Laura se acomodó en el asiento. Qué mullidos y cómodos los hacían. Qué agradables y acogedores eran por dentro y qué diferentes del lustre duro, plateado e inhumano del exterior.
Tenía el moisés al lado. Echó una ojeada debajo de la manta y de la gorra. Walter dormía. La carucha redonda tenía la blandura de la infancia, y los párpados eran dos medias lunas con pestañas.
Un mechón de cabello castaño claro le cruzaba la frente, y Laura se lo colocó bajo la gorra con infinita delicadeza.
Pronto sería hora de alimentarlo. Laura esperaba que no fuese tan pequeño como para asustarse de lo extraño del entorno. La azafata era muy amable; incluso guardaba los biberones de Walter en una pequeña nevera. ¡Qué cosas, una nevera a bordo de un avión!
La mujer sentada al otro lado del pasillo la miraba, dando a entender que sólo buscaba una excusa para dirigírle la palabra. Llegó el momento en que Laura levantó a Walter del moisés y se lo puso en el regazo, un terroncito de carne rosada envuelta en un blanco capullo de algodón.
Un bebé siempre es buena excusa para iniciar una conversación entre extraños. La mujer del otro lado se decidió al fin (y lo que dijo era previsible):
—¡Qué niño tan encantador! ¿Qué edad tiene, querida?
Laura contestó, sujetando unos alfileres en la boca (se había tendido una manta sobre las rodillas para cambiar a Walter):
—La semana que viene cumplirá cuatro meses.
Walter tenía los ojos abiertos y miró a la mujer, abriendo la boca en una sonrisa húmeda (siempre le agradaba que lo cambiasen).
—Mira esa sonrisa, George —dijo la mujer.
El esposo sonrió y agitó sus dedos regordetes.
—Bu bu —saludó al niño.
Walter se rio como si hipara.
—¿Cómo se llama, querida? —preguntó la mujer.
—Walter Michael. Como su padre.
Se había roto el hielo. Laura se enteró de que se llamaban George y Eleanor Ellis, de que estaban de vacaciones y de que tenían tres hijos, dos mujeres y un varón, todos crecidos. Las dos mujeres estaban casadas y una tenía dos hijos.
Laura escuchaba con expresión complacida. Walter (el padre, claro está) siempre le decía que se interesó por ella porque sabía escuchar muy bien.
Walter se estaba poniendo inquieto. Laura le liberó los brazos para que se desfogara moviendo los músculos.
—¿Podría calentar el biberón, por favor? —le pidió a la azafata.
Sometida a un riguroso, aunque afable interrogatorio, Laura explicó cuántas veces debía alimentar a Walter, qué fórmula utilizaba y si los pañales le provocaban ronchas.
—Espero que hoy no ande mal del estómago. Por el movimiento del avión.
—Oh, cielos —exclamó la señora Ellis—. Es demasiado pequeño para molestarse por eso. Además, estos aviones grandes son maravillosos. A menos que mire por la ventanilla no creería que estamos en el aire. ¿No opinas lo mismo, George?
Pero el señor Ellis, un hombre brusco y directo, dijo:
—Me sorprende que suba a un bebé de esa edad en un avión.
La señora Ellis se volvió hacia él de mal talante.
Laura se apoyó a Walter en el hombro y le palmeó la espalda. Walter se calmó, metió los deditos en el cabello lacio y rubio de su madre y comenzó a escarbar en el mechón que le cubría la nuca.
—Vamos a ver a su padre. Walter aún no ha visto a su hijo.
El señor Ellis se quedó perplejo e inició un comentario, pero la señora Ellis se apresuró a intervenir:
—Supongo que su esposo está en el servicio militar.
—Sí, así es. —El señor Ellis abrió la boca en un mudo «oh» y se calmó—. Lo han destinado cerca de Davao. Nos reuniremos en Nichols Field.
Antes de que la azafata volviera con el biberón se enteraron de que Walter era sargento del Servicio de Intendencia, de que llevaba en el Ejército cuatro años, de que se habían casado hacía dos, de que estaban a punto de licenciarlo y de que pasarían una larga luna de miel allí antes de regresar a San Francisco.
Luego, Laura acunó a Walter en el brazo izquierdo y le ofreció el biberón. Se lo puso entre los labios y las encías se cerraron sobre la tetilla. La leche empezó a burbujear, mientras las manitas acariciaban el biberón tibio y los ojos azules lo miraban fijamente.
Laura estrujó ligeramente al pequeño Walter y pensó que, a pesar de todas las dificultades y molestias, era maravilloso tener un bebé.
4
Teoría, siempre teoría, pensó Gan. La gente de la superficie, un millón de años antes o más, podían ver el universo, podían sentirlo directamente. Ahora, con mil doscientos kilómetros de roca encima de la cabeza, la raza sólo podía hacer deducciones a partir de las trémulas agujas de su instrumental.
Era sólo teoría que las células cerebrales, además de sus potenciales eléctricos comunes, irradiasen otra clase de energía; una energía que no era electromagnética y, por tanto, no estaba condenada al lento avance de la luz; una energía que sólo se asociaba con las funciones más elevadas del cerebro y, por tanto, sólo era característica de criaturas inteligentes y racionales.
Sólo una aguja oscilante detectaba que un campo de esa energía se filtraba en la caverna, y otras agujas indicaban que el origen de ese campo estaba en determinada dirección a diez años luz de distancia. A1 menos una estrella se debía de haber acercado en ese ínterin, pues la gente de la superficie afirmaba que la más cercana se encontraba a quinientos años luz. ¿O estaban en un error?
—¿Tienes miedo? —interrumpió Gan de improviso en el nivel coloquial del pensamiento e invadió bruscamente la zumbona superficie de la mente de Roi.
—Es una gran responsabilidad —contestó este.
«Otros hablan de responsabilidad», pensó Gan. Durante generaciones los jefes técnicos habían trabajado en el resonador y en la estación receptora, pero a él le correspondía el paso final. ¿Qué sabían de responsabilidad los demás?
—Lo es —le corroboró—. Hablamos de la extinción de la raza con vehemencia, pero siempre entendemos que llegará algún día, no ahora, no en nuestra época. Pero llegará, ¿entiendes? Llegará. Lo que vamos a hacer hoy consumirá dos tercios de nuestra provisión total de energía. No quedará suficiente para intentarlo de nuevo. No quedará suficiente para que esta generación viva su vida entera. Pero eso no importará si cumples las órdenes. Hemos pensado en todo; nos hemos pasado generaciones pensando en todo.
—Haré lo que me digan —afirmó Roi.
—Tu campo mental se enlazará con los que vienen del espacio. El campo mental es una característica del individuo y, por lo general, es muy baja la probabilidad de que exista un duplicado. Pero los campos que vienen del espacio suman miles de millones, según nuestras estimaciones. Es muy probable que tu campo sea igual al de uno de ellos y, en ese caso, se configurará una resonancia mientras nuestro resonador esté en funcionamiento. ¿Conoces los principios?
—Sí.
—Entonces, sabes que durante la resonancia tu mente estará en el planeta X, en el cerebro de la criatura cuyo campo mental sea idéntico al tuyo. Ese proceso no consume energía. En resonancia con tu mente, también trasladaremos la masa de la estación receptora. El método para transferir masa de esa manera fue la última fase del problema que resolvimos y requerirá toda la energía que la raza usaría normalmente en cien años. —Tomó el cubo negro que era la estación receptora y lo miró sombríamente. Tres generaciones atrás, se consideraba imposible fabricar un aparato, que reuniera todas las propiedades necesarias, en un espacie menor a quince metros cúbicos. Ya lo tenían, y era del tamaño de un puño—. El campo mental de las células cerebrales inteligentes sólo puede seguir unas pautas bien definidas. Todas las criaturas vivientes, sea cual fuere su planeta, deben poseer una base proteínica y una química basada en agua de oxígeno. Si su mundo es habitable para ellas, es habitable para nosotros. —Teoría, siempre teoría, pensó en un nivel más profundo—. Eso no significa que el cuerpo donde te encuentres —continuó— y su mente y sus emociones no sean totalmente extraños. Así que hemos dispuesto tres métodos para activar la estación receptora. Si estás fuerte, sólo tendrás que ejercer doscientos cincuenta kilos de presión en cualquier cara del cubo. Si estás débil, lo único que necesitas es pulsar un botón, al que llegarás mediante esta abertura del cubo. Si no tienes extremidades, si tu organismo huésped está paralizado, puedes activar la estación con la propia energía mental. Una vez que la estación se active, tendremos dos puntos de referencia, no sólo uno, y la raza se podrá transferir al planeta X mediante teleportación normal.
—Eso significará que usaremos energía electromagnética.
—En efecto.
—La transferencia tardará diez años.
—No tendremos conciencia de la duración.
—Lo sé, pero eso quiere decir que la estación permanecerá en el planeta X durante diez años. ¿Y si la destruyen mientras tanto?
—También hemos pensado en ello. Hemos pensado en todo. Una vez que se active la estación, generará un campo de paramasa. Se desplazará en la dirección de la atracción gravitatoria, deslizándose a través de la materia común hasta que un medio de densidad relativamente alta ejerza suficiente fricción para detenerla. Se necesitarán seis metros de roca para ello; cualquier densidad menor no tendrá ningún efecto. Permanecerá a seis metros bajo tierra durante diez años, y en ese momento un contracampo la elevará a la superficie. Luego, uno a uno, cada miembro de la raza aparecerá.
—En ese caso, ¿por qué no automatizar la activación de la estación? Ya tiene muchas características automáticas…
—No lo has pensado bien, Roi. Nosotros sí. Quizá no todos los puntos de la superficie del planeta X sean adecuados. Si los habitantes son poderosos y están avanzados, tal vez haya que encontrar un lugar discreto para la estación. No nos convendría aparecer en la plaza de una ciudad. Y tendrás que asegurarte de que el entorno inmediato no es peligroso en otros sentidos.
—¿En qué otros sentidos?
—No lo sé. Los antiguos archivos de la superficie registran muchas cosas que ya no entendemos. No las explican porque las daban por conocidas pero llevamos lejos de la superficie casi cien mil generaciones y estamos desconcertados. Nuestros técnicos ni siquiera se ponen de acuerdo en cuanto a la naturaleza física de las estrellas, y eso es algo que en los archivos se menciona y se comenta a menudo; pero ¿qué significa «tormentas», «terremotos», «volcanes», «tornados», «celliscas», «aludes», «inundaciones», «rayos» y demás? Son térmínos que aluden a peligrosos fenómenos de superficie cuya naturaleza ignoramos.
No sabemos cómo protegernos de ellos. A través de la mente de tu huésped podrás aprender lo necesario y actuar en consecuencia.
—¿Cuánto tiempo tendré?
—El resonador no puede funcionar continuamente durante más de doce horas. Yo preferiría que terminases tu tarea en dos. Regresarás aquí automáticamente en cuanto la estación esté activada. ¿Estás preparado?
—Lo estoy.
Gan lo condujo hasta el gabinete de vidrio ahumado. Roi se sentó, acomodó las extremidades en las cavidades y hundió las vibrisas en mercurio para establecer un buen contacto.
—¿Y si me encuentro en un cuerpo agonizante? —preguntó.
—El campo mental se distorsiona cuando la persona está a punto de morir —le explicó Gan mientras ajustaba los controles—. Un campo normal como el tuyo no se hallaría en resonancia.
—¿Y si está cerca de una muerte accidental?
—También hemos pensado en ello. No podemos protegerte contra eso, pero se estima que las probabilidades de una muerte tan rápida que no te dé tiempo de activar la estación mentalmente son menos de una en veinte billones, a no ser que los misteriosos peligros de la superficie sean más mortíferos de lo que pensamos… Tienes un minuto.
Por alguna extraña razón, Wenda fue la última persona en quien Roi pensó antes de la traslación.
5
Laura despertó sobresaltada. ¿Qué ocurría? Era como si la hubieran pinchado con un alfiler.
El sol de la tarde le brillaba en la cara y el resplandor la hizo parpadear. Bajó la cortina y miró a Walter.
Se sorprendió al verle los ojos abiertos. No era su hora de estar despierto. Miró el reloj. No, no lo era. Y faltaba una hora para darle de comer. Seguía el sistema de darle de comer cuando lo pidiera («grita y te daré de comer»), pero normalmente Walter respetaba el horario.
Le frotó la cara con la nariz.
—¿Tienes hambre?
Walter no respondió de ninguna manera y Laura se sintió defraudada. Le habría gustado que sonriera. Más aún, deseaba que se riera, que le rodeara el cuello con los brazos regordetes, le frotara con la nariz y dijera «Mamá»; pero sabía que eso no podía hacerlo. Pero lo que sí podía hacer era sonreír.
Le apoyó el dedo en la barbilla y le dio unos golpecitos.
—Bu, bu, bu, bu.
Walter siempre sonreía cuando le hacía eso, pero se limitó a parpadear.
—Espero que no esté enfermo —dijo, y miró preocupada a la señora Ellis.
La señora Ellis dejó su revista.
—¿Pasa algo malo, querida?
—No lo sé. Walter no reacciona.
—Pobrecillo. Tal vez esté cansado.
—En tal caso debería estar durmiendo, ¿no?
—Se encuentra en un ambiente extraño. Tal vez se esté preguntando qué es todo esto. —Se levantó, cruzó el pasillo y se agachó para acercar su rostro al de Walter—. Te preguntas qué es lo que pasa, ¿eh, bolita? Pues claro. Te preguntas dónde está tu cunita y dónde están los dibujos del empapelado.
Hizo ruiditos chillones.
Walter apartó la vista de su madre y miró sombríamente a la señora Ellis, que se incorporó de golpe, con un gesto de dolor, y se llevó la mano a la cabeza.
—¡Cielos! ¡Qué extraño dolor!
—¿Cree usted que tendrá hambre? —preguntó Laura.
—¡Por Dios! —exclamó la señora Ellis, con una expresión más tranquila—. Una no tarda en enterarse cuando tienen hambre. No le pasa nada. He tenido tres hijos, querida. Lo sé.
—Creo que voy a pedirle a la azafata que entibie otro biberón.
—Bueno, si eso te hace sentirte mejor…
La azafata trajo el biberón y Laura sacó a Walter del moisés.
—Tómate el biberón y luego te cambiaré y luego…
Le acomodó la cabeza en el brazo, le dio un suave pellizco en la mejilla, se lo acercó al cuerpo mientras le llevaba el biberón a los labios…
¡Walter gritó!
Abrió la boca, agitó los brazos, extendiendo los dedos y con el cuerpo rígido y duro, como si tuviera el tétanos, y gritó. El grito resonó en todo el compartimento.
Laura también gritó. Soltó el biberón, que se hizo añicos.
La señora Ellis se levantó de un brinco, y varios pasajeros la imitaron. El señor Ellis despertó de su siesta.
—¿Qué ocurre? —preguntó la señora Ellis.
—No lo sé, no lo sé. —Laura sacudía a Walter frenéticamente, se lo echaba sobre el hombro, le palmeaba la espalda—. Nene, nene, no llores. ¿Qué pasa, nene? Nene…
La azafata se acercó a todo correr. Su pie se quedó a un par de centímetros del cubo que había bajo el asiento de Laura.
Walter pataleaba furiosamente, berreando a todo pulmón.
6
Roi estaba anonadado. Se encontraba sujeto a la silla, en contacto con la clara mente de Gan, y de pronto (sin conciencia de separación en el tiempo) se vio inmerso en un torbellino de pensamientos extraños, bárbaros y fragmentarios.
Cerró la mente. Antes la tenía totalmente abierta para aumentar la efectividad de la resonancia, y el primer contacto con el alienígena había sido…
No doloroso, no. ¿Vertiginoso? ¿Nauseabundo? No, tampoco. No había palabras.
Recobró fuerzas en la plácida nada de la clausura mental y reflexíonó. Sentía el contacto con la estación receptora, con la cual estaba en conexión mental. ¡Había ido con él, qué bien!
Hizo caso omiso del huésped. Tal vez lo necesitara luego para cuestiones más drásticas, así que no convenía despertar sospechas por el momento.
Exploró. Buscó una mente al azar y reparó en las impresiones sensoriales que la impregnaban. La criatura era sensible a ciertas zonas del espectro electromagnético y a las vibraciones del aire, así como al contacto corporal. Poseía sentidos químicos localizados…
Eso era todo. La examinó de nuevo, estupefacto.
No sólo no había sentido directo de masa ni sentido electro potencial ni ninguna de las lecturas refinadas del universo, sino que no existía contacto mental.
La mente de la criatura estaba totalmente aislada.
Entonces, ¿cómo se comunicaban? Siguió examinando. Poseían un complejo código de vibraciones de aire controladas.
¿Eran inteligentes? ¿Había escogido una mente mutilada? No, todos eran así.
Escudriñó el grupo de mentes circundantes con sus zarcillos mentales, buscando un técnico o su equivalente entre esas semi-inteligencias lisiadas. Encontró una mente que se veía a sí misma como controlador de vehículos. Roi recibió un dato: se hallaba a bordo de un vehículo aéreo.
Es decir que, aun sin contacto mental, eran capaces de construir una civilización mecánica rudimentaria. ¿O aquellos seres eran las herramientas animales de verdaderas inteligencias que estaban en otra parte del planeta? No… Sus mentes decían que no.
Examinó al técnico. ¿Qué pasaba con el entorno inmediato? ¿Eran de temer los espectros de los antiguos? Se trataba de una cuestión de interpretación. Existían peligros en el entorno. Movimientos de aire. Cambios de temperatura. Agua cayendo en el aire, en el estado líquido o sólido. Descargas eléctricas. Había vibraciones en código para cada fenómeno, pero eso no significaba nada. La conexión entre esas vibraciones y los nombres con que los ancestros de la superficie designaban los fenómenos era sólo conjetura.
No importaba. ¿Existía peligro en ese momento? ¿Existía peligro en ese lugar? ¿Había causa de temor o inquietud?
¡No! La mente del técnico decía que no.
Eso era suficiente. Regresó a la mente huésped y descansó un instante; luego, se expandió cautelosamente…
¡Nada!
La mente huésped era un vacío; a lo sumo, una vaga sensación de tibieza y un opaco parpadeo de respuestas imprecisas ante estímulos básicos.
¿Su huésped era un moribundo? ¿Un afásico? ¿Un descerebrado?
Se desplazó a la mente más cercana, buscando información sobre el huésped.
El huésped era un bebé de la especie.
¿Un bebé? ¿Un bebé normal? ¿Tan poco desarrollado?
Dejó que su mente se fusionara un instante con lo que existía en el huésped. Buscó las zonas motrices del cerebro y las halló con dificultad. Un cauto estímulo fue seguido por un movimiento errático de las extremidades del huésped. Intentó controlarlas y fracasó.
Se sintió irritado. ¿De veras habían pensado en todo? ¿Pensaron en inteligencias sin contacto mental? ¿Pensaron en criaturas jóvenes, tan poco desarrolladas como si aún estuvieran en el huevo?
Eso significaba que no podría activar la estación receptora desde la persona del huésped. Los músculos y la mente eran demasiado débiles, estaban demasiado descontrolados para cualquiera de los tres métodos expuestos por Gan.
Pensó intensamente. No podría influir sobre una gran cantidad de masa mediante las imperfectas células cerebrales del huésped, pero quizá pudiera ejercer una influencia indirecta a través de un cerebro adulto. La influencia física directa sería minúscula; significaría la descomposición de las moléculas de trifosfato de adenosina y de las de acetilcolina. Luego, la criatura actuaría por cuenta propia.
Titubeó, temiendo el fracaso, y maldijo su cobardía. Entró nuevamente en la mente más cercana. Era una hembra de la especie y se encontraba en el estado de inhibición transitoria que había notado en otros individuos. No lo sorprendió, pues unas mentes tan rudimentarias tenían que necesitar descansos periódicos.
Estudió esa mente, palpando mentalmente las zonas que pudieran responder a un estímulo. Escogió una, penetró en ella y las zonas conscientes se llenaron de vida casi simultáneamente. Las impresiones sensoriales se activaron y el nivel de pensamiento se elevó de golpe.
¡Bien!
Pero no lo suficiente. Fue un mero pinchazo, un pellizco; no una orden para ejecutar una acción específica.
Se movió incómodo cuando lo invadió una emoción. Procedía de la mente que acababa de estimular y estaba dirigida hacia el huésped y no hacia él. No osbtante, tanta crudeza primitiva lo fastidiaba, así que cerró la mente contra la desagradable tibieza de esos sentimientos al desnudo.
Una segunda mente se centró en torno del huésped y, si él hubiera sido material o hubiera controlado un huésped satisfactorio, habría lanzado un golpe de dolor.
¡Santas cavernas! ¿No le permitirían concentrarse en su importante misión?
Acometió contra la segunda mente, activando centros de incomodidad que la obligaran a apartarse.
Estaba contento. Fue sólo un estímulo sencillo e indefinido, pero había funcionado, despejó la atmósfera mental.
Volvió al técnico que controlaba el vehículo. Él conocería los detalles concernientes a la superficie sobre la cual volaban.
¿Agua? Ordenó deprisa los datos.
¡Agua! ¡Y más agua!
¡Por los eternos niveles! ¡La palabra «océano» tenía sentido! La vieja y tradicional palabra «océano». ¿Quién hubiera pensado que podía existir tanta agua?
Pero si eso era «océano», entonces la tradicional palabra «isla» tenía un significado claro. Envió su mente en busca de información geográfica. El «océano» estaba salpicado de motas de tierra, pero él necesitaba información exacta…
Le interrumpió un breve aguijonazo de sorpresa cuando su huésped se desplazó por el espacio para recostarse contra el cuerpo de la hembra.
La mente de Roi, activada como estaba, se hallaba abierta e indefensa. Las intensas emociones de la hembra lo sofocaron.
Se contrajo. En un intento de combatir esas aplastantes pasiones animales, se aferró a las células cerebrales del huésped, a través de las cuales se encauzaban esos crudos sentimientos.
Lo hizo con excesiva brusquedad. Un dolor difuso colmó la mente del huésped y al instante todas las mentes circundantes reaccionaron ante las resultantes vibraciones de aire.
Exasperado, procuró acallar al dolor y sólo logró estimularlo más.
A través de la bruma mental del dolor del huésped, escudriñó la mente del técnico, procurando evitar que se perdiera el contacto.
Concentró la mente. Ahora tendría su mejor oportunidad. Contaba con unos veinte minutos. Habría otras oportunidades después, aunque no tan buenas. Pero no se atrevía a dirigir los actos de otro mientras la mente del huésped padecía tamaña turbulencia.
Se retiró, se contrajo en la clausura mental, manteniendo sólo un tenue contacto con las células espinales del huésped, y aguardó.
Pasaron los minutos y poco a poco recobró la conexión.
Le quedaban cinco minutos. Escogió un sujeto.
7
—Creo que se siente mejor, pobrecillo —dijo la azafata.
—Nunca se había portado así —lloriqueó Laura—. Nunca.
—Tal vez sea un pequeño cólico —sugirió la señora Ellis.
—Tal vez —secundó la azafata—. Hace demasiado calor.
Entreabrió la manta, le levantó la ropita y dejó al descubierto su abdomen duro, rosado y protuberante. Walter seguía gimoteando.
—¿Quiere que le cambie? —preguntó la azafata—. Está muy mojado. —Sí, gracias.
La mayoría de los pasajeros habían vuelto a los asientos. Los más alejados dejaron de estirar el cuello.
El señor Ellis se quedó en el pasillo con su esposa.
—Oye, mira.
Laura y la azafata estaban demasiado ocupadas para prestarle atención y la señora Ellis lo ignoró por pura costumbre.
El señor Ellis estaba habituado a eso. Su comentario fue simplemente retórico. Se agachó y recogió la caja que estaba bajo el asiento.
La señora Ellis lo miró con impaciencia.
—¡Cielos, George, no toques el equipaje de los demás! ¡Siéntate! Entorpeces el paso.
El señor Ellis se incorporó, avergonzado.
Laura, con los ojos aún inflamados y llorosos, dijo:
—No es mío. Ni siquiera sabía que estaba bajo el asiento.
—¿Qué es? —preguntó la azafata, dejando de mirar al bebé lloriqueante.
El señor Ellis se encogió de hombros.
—Es una caja.
—Bueno, y ¿para qué la quieres, por amor de Dios? —se irritó su esposa.
El señor Ellis buscó una razón. ¿Para qué la quería?
—Sentí curiosidad, eso es todo —murmuró.
—¡Listo! —exclamó la azafata—. El pequeño está cambiado y seco y apuesto a que pronto estará más contento que unas pascuas. ¿Qué dices, primor?
Pero el primor seguía lloriqueando y apartó bruscamente la cabeza cuando le ofrecieron otro biberón.
—Lo entibiaré un poco —dijo la azafata.
Cogió el biberón y se alejó por el pasillo.
El señor Ellís tomó una decisión. Cogió la caja y la apoyó en el brazo del asiento, haciendo caso omiso del rostro fruncido de su esposa.
—No hago ningún daño —se defendió—. Sólo estoy mirando. ¿De qué está hecha?
La golpeó con los nudillos. Ninguno de los demás pasajeros parecía estar interesado, no prestaban atención ni al señor Ellis ni a la caja. Era como si algo hubiera desconectado esa línea de interés en particular y hasta la señora Ellis, que conversaba con Laura, le daba la espalda.
Levantó la caja y vio la abertura. Sabía que debía haber una abertura. Tenía el tamaño suficiente para insertar un dedo, aunque no había ninguna razón por la que él quisiera meter el dedo en una caja extraña.
Lo metió con cautela. Había un botón negro y deseaba tocarlo. Lo presionó.
La caja tembló, se le desprendió de las manos y cayó por el otro lado del brazo del asiento.
Llegó a ver cómo atravesaba el suelo, dejándolo intacto. El señor Ellis abrió las manos y se miró las palmas. Luego, se arrodilló y tanteó el suelo.
La azafata, que regresaba con el biberón, preguntó cortésmente:
—¿Ha perdido algo?
—¡George! —exclamó la señora Ellis.
El señor Ellis se incorporó con dificultad. Estaba ruborizado y nervioso.
—La caja… Se me soltó de la mano y cayó…
—¿Qué caja? —preguntó la azafata.
—¿Puede darme el biberón, señorita? —dijo Laura—. Ya ha dejado de llorar.
—Desde luego. Aquí lo tiene.
Walter abrió la boca ávidamente y aceptó la tetilla. La leche burbujeaba mientras el niño sorbía haciendo gorgorítos.
Laura levantó la vista, con los ojos radiantes.
—Ahora parece encontrarse bien. Gracias, señorita. Gracias, señora Ellis. Por un momento tuve la sensación de que no era mi hijito.
—Se pondrá bien —la animó la señora Ellis—. Tal vez fue un pequeño mareo. Siéntate, George.
—Llámeme sí me necesita —se ofreció la azafata.
—Gracias —dijo Laura.
—La caja… —murmuró el señor Ellis, y no habló más.
¿Qué caja? No recordaba ninguna caja.
Pero había una mente a bordo de ese avión que podía seguir la trayectoria del cubo negro, que caía en una parábola sin que le afectaran ni el viento ni la resistencia del aire, atravesando las moléculas de gas que se interponían en su camino.
Debajo, el atolón constituía el diminuto centro de un enorme blanco. En otro tiempo, durante una época bélica, contó con una pista aérea y con barracas. Las barracas se habían derrumbado, la pista aérea era una franja irregular en vías de desaparición y el atolón estaba desierto.
El cubo cayó en el blando follaje de una palmera y ni una sola hoja se agitó. Atravesó el tronco, descendió hasta el coral y se hundió en el planeta sin que ni una mota de polvo se alterara para anunciar su entrada.
A seis metros de la superficie, el cubo se detuvo y se quedó inmóvil, íntimamente mezclado con los átomos de la roca, pero diferenciado de ella.
Eso fue todo. Llegó la noche, llegó el día; llovió, sopló viento y las olas del Pacífico se rompieron en espuma blanca sobre el blanco coral. Nada había ocurrido.
Nada ocurriría durante diez años.
8
—Hemos transmitido la noticia de que has tenido éxito —dijo Gan—. Creo que ahora deberías descansar.
—¿Descansar? ¿Ahora? ¿Cuando he regresado a mentes íntegras? No, gracias. Estoy disfrutando mucho.
—¿Tanto te molestó, lo de la inteligencia sin contacto mental?
—Sí —contestó Roi.
Gan tuvo el tacto de no seguir esa línea de pensamiento evocativo. En cambio, preguntó:
—¿Y la superficie?
—Espantosa. Lo que los antiguos llamaban «sol» es un insoportable resplandor en lo alto. Aparentemente se trata de una fuente de luz y varía periódicamente; en otras palabras, «noche» y «día». También hay variaciones imprevisibles.
—«Nubes», tal vez —sugirió Gan.
—¿Por qué «nubes»?
—Ya conoces el dicho tradicional: «Las nubes ocultaban el sol».
—¿Eso crees? Sí, pudiera ser.
—Bien, continúa.
—Veamos. He explicado «océano» e «isla». «Tormenta» significa humedad en el aire cayendo en gotas. «Viento» es un movimiento de aire en gran escala. «Trueno», una descarga espontánea de estática o un gran ruido espontáneo. «Cellísca» es hielo que cae.
—Qué curioso. ¿De dónde caería el hielo? ¿Cómo? ¿Por qué?
—No tengo la menor idea. Todo es muy variable. Hay tormentas en determinado momento, pero no en otro. Aparentemente hay regiones de la superficie donde siempre hace frío, otras donde siempre hace calor y otras donde hace ambas cosas según el momento.
—Asombroso. ¿Cuánto de todo esto lo atribuyes a un error de interpretación por parte de las mentes alienígenas?
—Nada. Estoy seguro de ello. Es muy claro. Tuve tiempo suficiente para escudriñar sus extrañas mentes. Demasiado tiempo.
De nuevo sus pensamientos se replegaron.
—Está bien —aceptó Gan—. Tenía miedo de nuestra tendencia a pintar con tonos románticos la Edad de Oro de nuestros ancestros de la superficie. Presentía que en nuestro grupo habría un fuerte impulso a favor de una nueva vida en la superficie.
—No —rechazó Roí con vehemencia.
—Obviamente no. Dudo que ni siquiera nuestros individuos más recios resistieran un solo día en un medio ambiente como el que describes, con las tormentas, los días, las noches, las molestas e imprevisibles variaciones. —Gan se sentía satisfecho—. Mañana iniciaremos el proceso de transferencia. Una vez en la isla… Dices que está deshabitada.
—Totalmente. Era la única de ese tipo, de todas las que el avión sobrevoló. La información del técnico fue detallada.
—Bien. Iniciaremos las operaciones. Tardaremos generaciones, Roí, pero al final estaremos en las profundidades de un mundo nuevo y tibío, en agradables cavernas donde el ámbito controlado permitirá el crecimiento de la cultura y el refinamiento.
—Y no tendremos ningún tipo de contacto con las criaturas de la superficie.
—¿Por qué? Aunque sean primitivas podrían sernos útiles una vez que establezcamos nuestra base, Una raza capaz de construir naves aéreas debe de poseer algunas cualidades.
—No es así. Son beligerantes. Son capaces de atacar con saña animal y…
—Me perturba la psicopenumbra que rodea tus referencias a los alienígenas —le interrumpió impaciente Gan—. Me estás ocultando algo.
—Al principio pensé que podría utilizarlos. Si no nos permitían ser amigos, al menos los controlaríamos. Hice que uno de ellos estableciera contacto íntimo con el interior del cubo y fue difícil. Fue muy difícil. Sus mentes tienen otra constitución.
—¿En qué sentido?
—Si fuera capaz de describirlo, eso querría decir que la diferencia no era fundamental. Pero puedo ponerte un ejemplo. Estuve en la mente de un bebé. No tienen cámaras de maduración. A los bebés los cuidan los individuos. La criatura que cuidaba de mi huésped…
—Sí…
—Era hembra, y sentía un vínculo especial con el pequeño. Había una sensación de propiedad, una relación que excluía al resto de la sociedad. Creí detectar, confusamente, un rastro de esa emoción que liga a un hombre con un allegado o con un amigo; pero era mucho más intensa e irrefrenable.
—Bueno, al carecer de contacto mental, tal vez no tengan una verdadera concepción de la sociedad y quizá se originen sub-relaciones. ¿O esto era patológico?
—No, no. Es universal. La hembra era la madre del bebé.
—Imposible. ¿Su propia madre?
—Por fuerza. El bebé había pasado la primera parte de su existencia dentro de la madre. Literalmente. Los huevos de la criatura permanecen dentro del cuerpo. Son inseminados dentro del cuerpo. Crecen dentro del cuerpo y surgen con vida.
—Santas cavernas —musitó Gan. Sentía una fuerte repugnancia—. Entonces, cada criatura conocería la identidad de su propio hijo; cada hijo tendría un padre determinado…
—Y él también era conocido. Mi huésped hacía un viaje de ocho mil kilómetros, por lo que pude deducir, para que su padre pudiera verlo.
—¡Increíble!
—¿Necesitas algo más para entender que nuestras mentes no pueden llegar a encontrarse? La diferencia es fundamental e innata.
El amarillo de la lamentación teñía y endurecía los pensamientos de Gan.
—Qué pena —dijo—. Pensaba…
—¿Qué?
—Pensaba que por primera vez dos inteligencias se ayudarían mutuamente. Pensaba que juntos podríamos progresar con mayor rapidez que cualquiera de ambos en solitario. Aunque fueran tecnológicamente primitivos, como lo son, la tecnología no es todo. Yo creía que incluso podríamos aprender de ellos.
—¿Aprender qué? —preguntó Roi bruscamente—. ¿A conocer a nuestros padres y a trabar amistad con nuestros hijos?
—No, no. Tienes razón. La barrera entre ambos debe mantenerse intacta para siempre. Ellos se quedarán en la superficie y nosotros permaneceremos en las profundidades, y así está bien.
Fuera de los laboratorios, Roi se encontró con Wenda. Los pensamientos de ella desbordaron de placer.
—Me alegra que hayas vuelto.
Los pensamientos de Roí también fueron placenteros. Era un alivio establecer un limpio contacto mental con una amiga.