¡No hay relación! (1948)

«No Connection»

Raph era un americano típico de su tiempo. Muy feo, además, juzgado por los raseros americanos de nuestros días. Tenía exageradamente desarrollada la estructura ósea de las mandíbulas, y los músculos estaban a tono con los huesos. Tenía la nariz arqueada y ancha, y los ojos, pequeños, negros y muy separados por la extensión de la antedicha nariz Tenía el cuello grueso, el cuerpo ancho y los dedos espatulados, con fuertes uñas curvadas.

Si se hubiese erguido sobre las recias piernas de pies grandes y bien almohadillados habría llegado casi a los dos metros treinta centímetros. De pie o sentado, su masa se aproximaba al cuarto de tonelada.

Con todo, su frente se elevaba en un arco nada menguado y su capacidad craneal no era escasa. Su manaza enorme movía delicadamente la pluma, y su mente ronroneaba confortablemente en marcha cuando él se inclinaba sobre la mesa de trabajo.

Lo cierto es que su esposa y la mayoría de sus amigos americanos le consideraban un sujeto bien parecido.

Lo cual pone de manifiesto la alquimia de un largo desplazamiento por el eje del tiempo.

Raph hijo era una edición más reducida de nuestro americano típico. Todavía adolescente, no había perdido aún la vellosa barba de la infancia, que se extendía como una negra y muy rizada estera sobre el pecho y la espalda, aunque ya empezaba a clarear y quizá antes de un año nuestro héroe se pusiera ya por primera vez la camisa adulta que cubriría la orgullosa piel desnuda de la edad viril.

Pero en el ínterin llevaba sólo pantalones y, sentado, se rascaba distraídamente un punto favorito situado encima mismo del diafragma. Sentía curiosidad, mezclada con un poco de aburrimiento. No era desagradable ir con su padre al museo cuando había gente. Hoy era día de cierre, sin embargo, y los largos pasillos elevaban un eco solitario cuando los pisaba.

Además, se sabía de memoria todo lo que había en él; casi todo huesos y piedras.

—¿Qué es aquello? —preguntó.

—¿Qué? —Raph levantó la cabeza y miró por encima del hombro. Luego pareció alegrarse—. Ah, es una cosa completamente nueva. Es una reconstrucción del Primate Primitivo. Me lo enviaron los de la Agrupación North River. ¿No es, en verdad, un buen trabajo? —Volvió a sumirse en su tarea, a caballo de un momentáneo estremecimiento de placer. El Primate Primitivo no estaría expuesto al público sino hasta dentro de una semana al menos, hasta que le hubiera preparado un sitio honroso, con unos alrededores adecuados; pero, por el momento, lo tenía en su despacho y era su preferido.

Sin embargo, Raph hijo contemplaba el «buen trabajo» con unos sentimientos completamente distintos. Lo que él veía era una figura como de araña, de tamaño aborrecible, con unas piernas y unos brazos delgados, cubierta de pelo y con una cara fea, de fisonomía menuda y con unos ojos grandes y salientes.

—Bueno, ¿qué es, papá? —insistió. Raph se agitó impaciente.

—Pues, es una criatura que vivió hace millones de años, creemos. Esto es lo que le da el aspecto que tiene.

—¿Por qué? —insistió el joven.

Raph cedió. Por lo visto, tendría que emprender el tema desde sus raíces y dejarlo listo por entero, de una vez.

—Pues en primer lugar, adivinamos cómo eran los músculos, por la forma de los huesos, y vemos los lugares en que encajarían los tendones y por dónde pasarían algunos nervios. Por los dientes, adivinamos el tipo de aparato digestivo que debía tener el animal, y por los huesos de los pies, qué postura podía adoptar. En lo demás, nos regimos por el principio de analogía, es decir, por el aspecto exterior de las criaturas existentes hoy en día que tengan la misma clase de esqueleto. Por ejemplo, por esto lo hemos cubierto de pelo rojo. La mayoría de los primates actuales (son criaturitas insignificantes, prácticamente extinguidas) tienen el pelo rojizo, unas callosidades desnudas en las posaderas… —Raph hijo corrió hacia la parte posterior de la figura y se cercioró de este particular—, poseen largas y carnosas narices, y unas orejas cortas, fruncidas. Son de dieta no especializada; de ahí las piezas dentarias para todo uso, y hacen vida nocturna, lo cuál explica el gran tamaño de los ojos. Es muy sencillo, en realidad. ¿Qué? ¿Has quedado satisfecho, jovencito?

Entonces el hijo, después de cavilar sobre ello, dijo en tono despectivo:

—Sin embargo, a mí me parece ni más ni menos que un «eekah». Solamente un «eekah» viejo y feo.

Raph le miró fijamente. Por lo visto, le había pasado algo por alto.

—¿Un eekah? —dijo—. ¿Qué es un eekah? ¿Una criatura imaginaria que te has encontrado en algún libro?

—¡Imaginaria! Oye, papá, ¿es que nunca entras en casa del archivero?

He ahí una pregunta embarazosa, porque, ciertamente, «papá» nunca lo veía; o al menos desde que era una persona mayor. De niño, ni que decir tiene, el archivero, como custodio de toda la ficción hablada, escrita y grabada del mundo entero había tenido para él un hechizo indefectible. Pero después había crecido…

—¿Hay algún cuento nuevo sobre eekahs? No recuerdo ninguno de cuando yo era joven.

—No lo entiendes, papá.

Uno casi habría creído que Raph hijo se hallaba al borde mismo de una exasperación que era demasiado cauto para expresar. Con aire ofendido, explicó:

—Los eekahs son seres reales. Vienen del Otro Mundo. ¿No te han hablado de eso? A nosotros nos han hablado hasta en la escuela, y en la revista de la agrupación. En su país andan cabeza abajo; sólo que ellos no lo saben, y aquí tienen el mismo aspecto que los Antiguos Primitivos.

Raph reunió sus asombradas facultades. Comprendía la incongruencia de interrogar a su hijo, todavía adolescente, sobre datos arqueológicos, y titubeó un momento. Al fin y al cabo, él había oído hablar de ciertas cosas. Habían circulado noticias sobre vastos continentes existentes en el otro hemisferio de la Tierra. Le parecía que había informes sobre la existencia de vida en ellos. Todo quedaba un poco caliginoso… quizá no siempre fuera cuerdo ceñirse tan estrictamente al campo que a uno le interesaba, y nada más.

—¿Se cuentan los eekahs entre las agrupaciones? —le preguntó al muchacho.

Este se apresuró a contestar, con un movimiento afirmativo:

—El archivero dice que saben pensar tan bien como nosotros. Poseen máquinas que cruzan los aires. Así han llegado aquí.

—¡Chico! —reprendió Raph en tono severo.

—No miento —gritó el joven, agraviado—. Pregunta al archivero y verás qué dice él.

Raph recogió pausadamente los papeles. Era día de cierre, pero encontraría al archivero en casa, sin duda.

El archivero era un anciano miembro de la Agrupación Gurrow de Río Rojo y pocas personas vivientes podían recordar alguna época en que no lo hubiera sido. Había ocupado el cargo por consenso general, pues era archivero por la misma razón que Raph era celador del museo. Le gustaba serlo, quería serlo y no concebía otra clase de vida.

Es difícil colegir la estructura social de la Agrupación Gurrow, a menos que uno hubiera nacido en ella, aunque poseía una flexibilidad que casi le quitaba todo sentido a la palabra «estructura». El «gurrow» particular cogía cualquier empleo para el que se creyera apto, y todo el trabajo que quedara y fuera preciso hacer, o se realizaba en común, o por turno según un orden determinado por sorteo. Dicho así, parece demasiado sencillo como para que funcionara bien, pero en realidad las tradiciones que se habían acumulado en los cinco mil años desde que, se suponía, se había establecido la primera Agrupación Voluntaria de Gurrows, hacían el sistema complicado, flexible… y eficaz.

El archivero estaba en su casa, como había anunciado Raph. Se desarrolló la embarazosa ceremonia de renovar una relación antigua e injustamente descuidada. Raph había utilizado la biblioteca de referencia del archivero, por supuesto, pero siempre indirectamente… Sin embargo, en otro tiempo fue niño, un apasionado estudiante a los pies del saber acumulado, pero había dejado disipar aquella pasión.

La habitación en que ahora entraba estaba abarrotada de grabaciones y, en menor grado, de material impreso. El archivero intercalaba saludos y excusas.

—Han llegado cargamentos de otras agrupaciones —decía—. Se necesita tiempo para catalogarlos, ya sabe, y parece que ya no sé encontrarlo como solía —encendió la pipa y empezó a chupar vigorosamente—. Creo que tendré que buscarme un ayudante fijo. ¿Qué le parecería su hijo, Raph? Pasa horas y horas aquí, lo mismo que usted veinte años atrás.

—¿Recuerda aquellos tiempos?

—Mejor que usted, creo, ¿piensa que a su hijo le gustaría?

—Podría hablar usted con él. Es posible que le guste. Puedo decir sinceramente que la arqueología le fascina. —Ralph cogió un disco al azar y miró la etiqueta de identificación—: Hummm… de la Agrupación de Joquin Valley. Está muy lejos de aquí.

—Muy lejos —asintió el archivero—. Yo les envié algunos nuestros, claro está. Los trabajos de nuestra agrupación gozan de gran estima en todo el continente —afirmó con orgullo de propietario—. En realidad —continuó, apuntando la boquilla de la pipa a su interlocutor—, el tratado que usted escribió sobre primates extinguidos ha sido distribuido por todas partes. He enviado dos mil ejemplares y todavía siguen pidiéndolo. Es un éxito considerable… tratándose de arqueología.

—Pues la arqueología es lo que motiva mi presencia aquí… La arqueología y lo que mi hijo me ha dicho que usted le ha contado —a Raph le costaba cierto esfuerzo entrar en materia—. Parece que usted habló de unas criaturas procedentes de los antípodas, llamadas eekahs, y me gustaría que me proporcionara todos los datos que usted posea sobre ellas.

El archivero adquirió una expresión pensativa.

—Bueno, podría contarle aquí mismo lo que recuerdo en este instante, o acaso podríamos ir a la biblioteca a consultar las referencias.

—No se moleste en abrir la biblioteca por mí. Es día de cierre. Basta con que me dé unas nociones sobre el asunto, y buscaré las referencias más tarde.

El archivero mordió la pipa, empujó el sillón contra la pared y desenfocó los ojos pensativamente.

—Bien —dijo—, supongo que la cuestión comienza con el descubrimiento de los continentes del otro lado. Esto ocurrió hace cinco años. ¿Está enterado, quizá?

—Sólo del hecho escueto. Sé que los continentes existen, como lo sabe ya todo el mundo. Recuerdo que una vez especulábamos sobre el brillante campo que representarían para una investigación arqueológica, pero ahí terminó todo.

—Ah, entonces se le pueden contar a usted muchas más cosas. Ya sabe que los nuevos continentes no los descubrimos nosotros directamente. Cinco años atrás, un grupo de seres que no eran «gurrows» llegaron a la Agrupación de Bahía del Este en un aparato que volaba… fundado en unos principios científicos concretos (según descubrimos más tarde) apoyados principalmente en el empuje vertical del aire. Hablaban un lenguaje claramente inteligente y se daban a sí mismos el nombre de eekahs. Los gurrows de la Agrupación de Bahía del Este aprendieron su idioma —muy sencillo, pero lleno de sonidos imposibles de pronunciar— y yo poseo una gramática del mismo, si le interesa.

Raph rehusó con el ademán El archivero continuó:

—Los gurrows de la agrupación, ayudados por los de la Montaña del Hierro —que, como sabe, se especializan en cosas de acero— construyeron reproducciones de la máquina voladora. Hubo un vuelo sobre el océano… y debo decir que hay varias docenas de volúmenes que hablan de ello, de la máquina voladora y de una ciencia llamada aerodinámica…, nuevas geografías y hasta un nuevo sistema filosófico fundado en la pluralidad de inteligencias. Todos salidos de las agrupaciones de Bahía del Este y de la Montaña del Hierro. Un trabajo notable para haber sido realizado en cinco años nada más, y todo disponible aquí.

—Pero los eekahs… ¿están todavía en la Agrupaciones de Bahía del Este?

—Humm-mm-mm. Estoy seguro. Se negaron a regresar a sus propios continentes. Se dan el nombre de «refugiados políticos».

—¿Politi… qué?

—Así se expresan ellos —contestó el archivero—, y esa es la única traducción que tenemos.

—Bueno, bueno, y ¿por qué refugiados políticos? ¿Por qué no refugiados geológicos, o refugiados eróticos? Yo creo que una traducción debería tener sentido.

El archivero se encogió de hombros:

—Le remito a usted a los libros. Ellos sostienen que no son delincuentes. Yo sólo sé lo que le estoy diciendo.

—Bueno, entonces ¿qué figura tienen? ¿Posee algún retrato?

—En la biblioteca.

—¿Leyó mis Principios de arqueología?

—Les eché un vistazo.

—¿Recuerda los dibujos del Primate Primitivo?

—Me temo que no.

—Entonces, oiga, vayamos a la biblioteca, de todos modos.

—Pues, claro —refunfuñó el archivero, poniéndose en pie.

El gobernador de la Agrupación Gurrow de Río Rojo ostentaba un cargo que en lo fundamental no difería en nada del de celador del Museo, o del de archivero, o de cualquiera de los otros empleos voluntarios. Esperar una diferencia sería imaginarse una sociedad en la que la aptitud rectora escasea.

En realidad, todos los empleos de una Agrupación Gurrow —en la que la palabra empleo designa un trabajo regular cuyos frutos afectan a otras personas aparte del propio trabajador— se dividen en dos clases: una, empleos voluntarios, y otra, empleos involuntarios, o comunitarios. Los de la primera clase son todos iguales. Si a un gurrow le gusta abrir zanjas útiles, hay que respetar su inclinación y honrar su trabajo. Si nadie hace por impulso propio ese trabajo, y se considera que conviene hacerlo, entonces dicha tarea se convierte en un empleo comunitario, y se realiza por turno o por sorteo, según convenga… esto puede resultar molesto, pero es inevitable.

De ahí que el gobernador viviese en una casa no más espaciosa ni lujosa que las demás, no presidiera nunca ninguna mesa, ni tuviera otro título particular que el nombre de su empleo, y que no fuera envidiado, ni odiado, ni adorado.

Le gustaba ordenar el comercio intergrupal, supervisar las finanzas comunes y juzgar los infrecuentes desacuerdos que se producían. Por supuesto, no recibía víveres suplementarios ni privilegios energéticos por desempeñar la tarea que le gustaba.

Por lo tanto, no fue para pedir permiso, sino para ordenar debidamente sus cuentas por lo que Raph se detuvo a visitar al gobernador. El día de cierre no había terminado aún. El gobernador estaba pacíficamente sentado en el sillón que ocupaba después de comer, con el cigarro en los labios y el libro que reservaba para esta ocasión en las manos. Aunque seis hijos y una esposa tuvieran algo de intemporal, hasta ellos ofrecían una especie de aire de sobremesa.

Al entrar, Raph fue objeto de un saludo múltiple, que le hizo llevarse las manos a los oídos, pues si los gobernadorcitos (único título aplicable, digo como autor) tenían algún empleo era el de hacer ruido. Ciertamente, era lo que más les gustaba, y ciertamente también, otros cosechaban la mayoría de los frutos de tal afición, pues los oídos de los propios vocingleros parecían a prueba de estruendos.

El gobernador les impuso silencio.

Raph aceptó un cigarro.

—Tengo intención de dejar la Agrupación por una temporada, Lahr —dijo—. Mi trabajo lo requiere.

—No nos alegrará que se marche, Raph. Confío que no sea para mucho tiempo.

—Espero que no. ¿Qué tenemos en Unidades Comunes?

—Oh, muchísimas cosas para lo que usted se propone, estoy seguro. ¿Adonde piensa irse?

—A la Agrupación de Bahía del Este.

El gobernador movió la cabeza y soltó un pensativo anillo de humo.

—Desgraciadamente, nuestros libros registran un superávit en favor de Bahía del Este (puede comprobarlo, si lo desea), pero las Unidades Comunes de Intercambio se harán cargo del transporte y los gastos necesarios.

—Bien, estupendo. Pero, dígame, ¿qué puesto me corresponde en la nómina de la comunidad?

—Humm-mm-mm, tendré que procurarme las listas. Perdóneme un momento.

Se alejó paseando su pesada humanidad por la habitación y salió al pasillo. Raph hizo una pausa para darle un golpecito al menor de los hijos, que se le echaba encima, gruñendo con fingida ferocidad y luciendo unos dientes deslumbrantes…, negro fardo de piel espesa, con el largo hocico infantil que todavía no se había ensanchado, ni había perdido la forma de sus antepasados animales de medio millón de años de antigüedad.

El gobernador regresó con un grueso volumen y unas grandes lentes. Abrió el libro cuidadosamente, pasó las páginas hasta que encontró el punto apetecido y deslizó un dedo meticuloso por las columnas, en sentido descendente.

—Queda sólo la cuestión del suministro de agua, Raph —dijo—. Tiene que formar parte de la cuadrilla de conservación esta semana próxima. No queda ningún otro servicio durante dos meses al menos.

—Estaré de regreso antes. ¿No hay ninguna posibilidad de que alguien me sustituya en la conservación del agua?

—Humm-mm-mm, alguien encontraré. En todo caso, siempre puedo enviar a mi hijo mayor. Va llegando a la edad de trabajar y debe probarlo todo. A lo mejor le gusta trabajar en la presa.

—¿Sí? Entonces, si le gusta, dígamelo. Puede sustituirme regularmente.

El gobernador sonrió dulcemente.

—No se haga ilusiones, Raph. Si se le ocurre la manera de conseguir que dormir nos beneficie a todos, seguro que lo tomará como ocupación fija. Y, a propósito, ¿por qué se va usted a la Agrupación de Bahía del Este, si no le importa comentarlo?

—Quizá se ría, pero he descubierto que existen unos seres llamados eekahs.

—¿Eekahs? Sí, ya sé —el gobernador señaló con el dedo—. ¡Criaturas de ultramar! ¿No?

—¡Cierto! Pero ahí no acaba todo. Vengo de la biblioteca. He visto reproducciones tridimensionales, Lahr, y son Primates Primitivos, o casi. Son primates, primates inteligentes. Tienen ojos pequeños, nariz chata y mandíbulas completamente distintas… pero son, al menos, primos segundos nuestros. Tengo que verlos, Lahr.

El gobernador alzó los hombros. Aquello no le despertaba el menor interés.

—¿Por qué? Se lo pregunto por pura ignorancia, Raph. ¿Importa mucho que usted los vea?

—¿Si importa? —evidentemente, la pregunta había asombrado a Raph—. ¿No sabe qué ha ocurrido estos últimos años? ¿No ha leído mi libro de arqueología?

—No —dijo el gobernador resueltamente—. No lo leería ni para ahorrarme un turno en la recogida de basuras.

—Lo cual demuestra, probablemente, que usted sirve más para la recogida de basuras que para la arqueología. Pero no importa. Hace cerca de diez años que lucho en solitario en favor de mi teoría de que el Primate Primitivo era una criatura inteligente, con una civilización bien desarrollada. No tengo de mi parte sino la necesidad lógica, que es lo último que la mayoría de arqueólogos aceptarán jamás. Ellos quieren algo tangible. Exigen los restos de una agrupación, artefactos, estructuras, libros… y otras cosas. Y todo lo que yo puedo ofrecerles es un esqueleto con una gran capacidad craneana. Salvo las estrellas, Lahr, ¿qué esperan que sobreviva en diez millones de años? El metal muere. El papel muere. La película muere.

»Sólo perdura la piedra, Lahr. Y los huesos petrificados. Un cráneo con el hueco para un cerebro. Y algunos utensilios, viejos cuchillos afilados, muelas de pedernal.

—Bien —respondió Lahr—, ahí tiene sus artefactos.

—A eso lo llaman eolitos, piedras erosionadas. Y no lo aceptarán. Los muy idiotas las llaman piedras naturales, que presentan esa forma por causas puramente físicas —sonrió con ferocidad científica—. Pero si los eekahs son primates inteligentes, yo Habré demostrado mi teoría.

Raph había viajado otras veces, aunque jamás hacia el este, y la degradación de la agricultura que observaba por el camino le impresionó. En los primeros tiempos de la historia, las Agrupaciones de Gurrows no se habían especializado en absoluto. Cada una se bastaba por sí misma, y el comercio era un gesto amistoso antes que una cuestión de necesidad.

Lo mismo sucedía todavía en muchas agrupaciones. La suya propia, la del Río Rojo, era quizá típica. Unos ochocientos kilómetros tierra adentro, enclavada en un fértil terreno de cultivo, la agricultura continuaba siendo su eje central. El río proporcionaba algo de pesca, y existía una industria láctea bien desarrollada. En realidad, era la exportación de víveres la fuente de la saludable situación de las reservas de Unidades Comunes.

Sin embargo, a medida que se internaban hacia el este, las agrupaciones que encontraba concedían cada vez menos atención al suelo, poco profundo, y mucha más a los humeantes edificios fabriles.

En la Agrupación de Bahía del Este, Raph encontró un centro comercial cuya prosperidad dependía principalmente de los barcos. Era una agrupación más populosa de lo normal, más aglomerada; en ocasiones las casas distaban incluso menos de cien metros una de otra.

Raph sintió un desazonado hormigueo ante la idea de vivir tan apretujado con otros. Los muelles eran peor todavía, con multitud de gurrows dedicados a los numerosos empleos comunitarios de carga y descarga.

El gobernador de esta agrupación era un joven nuevo en su cargo, dominado por el placer que le producía el ejercerlo y emocionado por el gozo de dar la bienvenida a un forastero distinguido.

Raph fue obsequiado con una comida excelente, amenizada con un largo discurso sobre la derivación exacta de cada uno de los platos. Para sus oídos provincianos, ternera de la Agrupación de la Pradera, patatas de la Agrupación de las Tierras del Nordeste, café de la Agrupación del Istmo, vino de la Agrupación del Pacífico y fruta de la Agrupación de los Lagos Centrales eran denominaciones raras, maravillosas.

Saboreando los cigarros —de la Agrupación de Isla del Sur—, abordó el tema de los eekahs. El gobernador de Bahía del Este se mostró solemne y un poco inquieto.

—El hombre a quien necesita ver es Lernin. Le alegrará mucho ayudarle a usted cuanto pueda. ¿Dice usted que sabe algo de los eekahs?

—Digo que me gustaría saber algo. Se parecen a una especie animal extinguida con la que estoy muy familiarizado.

—Ah, comprendo, entonces ese es el campo que le interesa.

—Quizá pudiera contarme algunos detalles de su llegada, gobernador —sugirió muy cortésmente Raph.

—Entonces yo no era gobernador, amigo mío, y por consiguiente no poseo información de primera mano, pero los registros son claros. Ese grupo de eekahs que llegaron con su máquina voladora… ¿Ha oído hablar de esos ingenios aeronáuticos?

—Sí, sí.

—Sí. Bueno… al parecer eran fugitivos.

—Eso me han dicho. Sin embargo, ellos sostienen que no son criminales. ¿No es así?

—Sí. Muy raro, ¿verdad? Confiesan que les condenaron (lo reconocieron después de un largo y hábil interrogatorio, en cuanto hubimos aprendido su idioma), pero niegan que fuesen malhechores. Al parecer, estuvieron en desacuerdo con su gobernador sobre principios de política.

Raph movió la cabeza con aire de persona enterada:

—Ah, y se negaron a acatar la decisión comunitaria. ¿No es verdad?

—Más desorientador todavía. Insisten en que la decisión no había sido comunitaria. Afirman que la administración había dictado la política por su propio antojo.

—¿Y no la sustituyeron?

—Al parecer, a los que creen que habría que sustituirla los acusan de criminales… como les ocurrió a ellos.

Hubo una franca pausa de incredulidad. Luego Raph preguntó:

—¿Le parece verosímil la versión?

—No, me atengo simplemente a sus palabras. Por supuesto, el idioma eekah es toda una barrera. Algunos sonidos nos resultan imposibles de pronunciar; las palabras tienen significados distintos según el lugar que ocupan en la frase y según pequeñas diferencias de inflexión. Y sucede a menudo que las palabras eekahs, aun en las mejores traducciones, son un perfecto rompecabezas.

—Debieron quedar sorprendidos al encontrar gurrows aquí —indicó Raph—, si ellos pertenecen a un género diferente.

—¡Sorprendidos! —el gobernador bajó la voz—. ¡Le diré si quedaron sorprendidos! Oiga, esta noticia, por razones obvias, no se hizo pública; por consiguiente, espero que usted recordará que es confidencial. Los tales eekahs mataron a cinco gurrows antes de que pudiéramos desarmarlos. Poseían un instrumento que expulsaba pedazos metálicos a grandes velocidades gracias a una reacción química controlada. Ahora nosotros los hemos copiado. Naturalmente, dadas las circunstancias, no los calificamos de criminales, porque es razonable suponer que no sabían que fuésemos seres inteligentes —sonrió apesadumbrado—. Al parecer somos similares, en figura, a unos animales de su mundo. O al menos así lo dicen.

Pero Raph se había galvanizado por un entusiasmo repentino:

—¡Estrellas del cielo! Dijeron eso, ¿no es verdad? ¿No entraron en detalles? ¿Qué clase de animales?

Había cogido al gobernador por sorpresa.

—Pues, no lo sé. Dicen nombres en su lenguaje. Nos llamaban «osos» gigantes.

—Gigantes, ¿qué?

—Osos. No tengo la menor idea de qué son, excepto que, presumiblemente, se parecen a nosotros. No conozco animales similares en América.

—Osos, osos. —Raph balbuceaba la palabra—. Eso es interesante. Más que interesante. Es estupendo. ¿No sabe, gobernador, que entre nosotros se discute mucho acerca de los antepasados de los gurrows? Unos animales vivientes emparentados con el gurrow sapiens tendrían una enorme importancia —Raph se frotaba las manazas de placer.

El gobernador estaba contento de la sensación que había causado.

—Y lo más asombroso del caso es que se designan a sí mismos por dos nombres —añadió.

—¿Dos nombres?

—Sí. Nadie conoce la distinción todavía, por mucho que los eekahs nos lo expliquen, salvo que uno es un nombre más general y el otro más específico. La base de la diferencia escapa a nuestra comprensión.

—Comprendo. ¿Qué es «eekah»?

—Es… es el específico. El general es… —el gobernador tropezaba ligeramente con las sílabas difíciles— chimpancé. Eso, así es. Hay un grupo que se llaman eekahs y otros grupos que se dan otros nombres. Pero todos ellos se denominan chim… eso que dije antes.

El gobernador hurgaba en su mente en busca de otros datos curiosos de los muy variados que conocía; pero Raph le interrumpió:

—¿Puedo ver a Lernin mañana?

—Por supuesto.

—Entonces, lo veré. Gracias por su amabilidad, gobernador.

Lernin era un individuo ligero, que probablemente no pesaba más de ciento diez kilos. Además, tenía un andar levemente defectuoso, padecía cierta cojera. Pero ninguno de ambos hechos impresionó demasiado a Raph, en cuanto se pusieron a conversar, .porque Lernin era un pensador capaz de imponer su vigor a otros.

La primera mitad de la conversación se caracterizó por la vehemencia de Raph y las respuestas y comentarios, luminosos y brillantes como rayos, de Lernin. Pero después se produjo una repentina traslación del centro de gravedad, y fue Lernin el interrogador.

—Usted me perdonará, docto amigo —decía Lernin con una rigidez característica, pero a la que sabía dar un tono muy amistoso—, si su problema me parece poco importante. No —levantó una mano de largos dedos—, no según el poco complicado interloquio de los tiempos, sino simplemente poco importante para mí, porque fijo mi interés en otras cuestiones, aunque también poco importante para la agrupación, para todas las agrupaciones, para todo gurrow individual desde uno a otro extremo del mundo.

He ahí una idea trastornadora. Por un momento, Raph se sintió ofendido; ofendido en lo más profundo de su sentido de individualidad. Y se le notó en el semblante. Lernin se apresuró a añadir:

—Mis palabras acaso suenen descorteses, groseras, poco civilizadas. Pero debo explicarme. Debo hacerlo, porque usted es primordialmente un científico social y lo comprenderá… acaso mejor que nosotros mismos.

—Es el objetivo de mi vida —replicó Raph, enojado— y me importa muchísimo No puedo conceder la preferencia a los de otros.

—Lo que estoy diciendo debería ser el objetivo de la vida de todos… aunque sólo sea porque puede convertirse en el medio de salvar las vidas de todos nosotros.

Raph empezaba a sospechar toda suerte de posibilidades, desde una forma rara de bromear hasta el desequilibrio mental que sobreviene, a veces, con la edad. Sin embargo, Lernin no era viejo.

Lernin dijo con un fervor impresionante:

—Los eekahs del Otro Mundo son un peligro para nosotros, porque no son amigos nuestros.

Raph replicó muy naturalmente:

—¿Cómo lo sabe?

—Amigo mío, nadie ha vivido en más estrecho contacto que yo con estos eekahs que han llegado aquí, y considero que son gente con un contenido emocional extraño al nuestro. He recogido hechos raros que nos es difícil interpretar, pero que, en todo caso, apuntan hacia distintas direcciones.

»Le enumeraré unos cuantos: Los eekahs de grupos organizados se matan periódicamente unos a otros por motivos oscuros. A los eekahs les resulta imposible vivir de modo distinto al de las hormigas (es decir, en enormes y apretujadas colectividades) y no obstante también les resulta difícil tolerar la presencia de los demás. O, para emplear la terminología de los científicos sociales, son gregarios sin ser sociales, del mismo modo que los gurrows son sociales sin ser gregarios.

Han elaborado códigos de conducta, que, según nos dicen, enseñan a sus pequeños, pero que en la práctica general desobedecen todos, por razones que nosotros no entendemos. Etc., etc., etc.

—Yo soy arqueólogo —dijo, inflexible, Raph—. Esos eekahs sólo me interesan en el aspecto biológico. Si puedo averiguar la curvatura de su fémur, me importa muy poco la curva de sus procesos intelectuales. Si puedo seguir la forma del cráneo, me tiene sin cuidado que la forma de su ética nos parezca misteriosa.

—¿No cree que sus demencias puedan afectarnos a nosotros, aquí?

—Estamos distanciados de ellos, por ambos océanos, casi diez mil kilómetros, o más —contestó Raph—. Tenemos nuestro mundo, y ellos tienen el suyo. No hay relación entre nosotros.

—No hay relación —musitó Lernin—. Otros han dicho lo mismo. Sin embargo, los eekahs han llegado aquí, y pueden venir otros detrás. Nos dicen que el Otro Mundo está bajo el dominio de unos pocos, los cuales se ven dominados a su vez por un raro afán de seguridad que confunden con una palabra eekah llamada «poder», la cual parece significar el predominio de la voluntad de uno sobre la suma de voluntades de la comunidad. ¿Qué pasará si ese «poder» se extiende hasta nosotros?

Raph puso su mente a la tarea. El problema era ridículo, completamente ridículo. Parecía imposible imaginarse aquellos extraños conceptos.

Lernin decía:

—Esos eekahs explican que mucho tiempo atrás su mundo y el nuestro estaban muy juntos. Dicen que en su mundo hay una hipótesis científica bien conocida sobre una traslación continental. Esto quizá le interese a usted, porque de otro modo le resultaría difícil reconciliar la existencia de fósiles de Primates Primitivos estrechamente emparentados con eekahs vivientes a diez mil kilómetros de distancia.

Las nieblas se despejaron del cerebro del arqueólogo mientras levantaba la vista con vivo interés, no trastornado por demencias.

—Ah, debería haberme dicho eso antes.

—Lo digo ahora como un ejemplo de lo que puede lograr si se une a nosotros y nos ayuda. Hay otra cosa. Esos eekahs son científicos físicos, como nosotros, pero con una diferencia impuesta por su propia pauta cultural. Como viven en enjambres, piensan en enjambre y su ciencia es fruto de una sociedad hormiguero. Individualmente, son lentos y nada imaginativos; colectivamente, cada uno suministra una migajita distinta de la que aporta su vecino; de modo que levantan una gran estructura con una rapidez asombrosa. Aquí, en cambio, un individuo es muchísimo más inteligente, pero trabaja solo. Usted, por ejemplo, no sabe nada de química, imagino.

—Unas cuantas cosas fundamentales, pero nada más —admitió Raph—. Eso lo dejo para el químico.

—Sí, naturalmente. Yo sí soy químico. No obstante, esos eekahs, aunque inferiores a mí mentalmente, y sin ser químicos en su propio mundo, saben más química que yo. Por ejemplo, ¿sabía usted que existen elementos que se desintegran espontáneamente?

—Imposible —estalló Raph—. Los elementos son eternos, inalterables…

Lernin se puso a reír.

—Así se lo enseñaron a usted. Así me lo enseñaron a mí. Así lo enseñé yo a otros. Sin embargo, los eekahs tienen razón, porque lo he comprobado, y tienen razón en todos los detalles. El uranio da origen a una radiación espontánea. Habrá oído hablar del uranio, por supuesto… Más aún, he descubierto radiaciones de energía aparte de las producidas por el uranio, que deben de tener su origen en vestigios desconocidos por nosotros, pero que los eekahs conocen. Y estos elementos que faltan encajan bien en las llamadas tablas periódicas que algunos químicos han tratado de introducir en la ciencia. Aunque hago mal utilizando ahora la palabra «introducir».

—Bueno —dijo Raph—, ¿por qué me cuenta eso? ¿Me ayudará también a resolver mi problema?

—Acaso encuentre —respondió irónicamente Lernin— un soborno regio. Vea usted, la producción de energía del uranio es constante, por completo. Ningún cambio del medio externo puede afectarla, y como consecuencia de la pérdida de energía, el uranio se convierte poco a poco en plomo, a un ritmo absolutamente constante. Ya en estos momentos un grupo de científicos nuestros utiliza este fenómeno como base de un método para determinar la edad de la Tierra. Vea usted, siendo así, para determinar la edad de un estrato de roca no se necesita más que descubrir un sector de dicha roca que contenga vestigios de uranio (que es un elemento muy extendido) y determinar la cantidad de plomo (y aquí puedo añadir que el plomo procedente del uranio difiere del plomo ordinario y se caracteriza fácilmente) y entonces es muy sencillo determinar el período de tiempo que aquel estrato lleva en estado sólido. Por supuesto, si se encuentra un fósil en dicho estrato, será de la misma época. ¿Me explico?

—¡Estrellas del cielo! —Raph se puso en pie, temblando—. ¿No me engaña? ¿Es verdaderamente posible hacer eso?

—Es posible. Hasta es fácil. Le diré que nuestra gran defensa, incluso en estas avanzadas fechas, consiste en que colaboremos para la ciencia. Ahora formamos una sociedad, amigo mío, de muchas, muchísimas agrupaciones, y queremos que usted se nos una. Si lo hace, será muy sencillo extender nuestro plan de investigación de edad a las regiones que indique; regiones ricas en fósiles. ¿Qué dice a ello?

—Les ayudaré.

Es dudoso que las agrupaciones gurrows hubiesen sido nunca testigos de una empresa comunitaria de la amplitud de la presente. La Agrupación de Bahía del Este, como hemos advertido antes, era un centro de embarque, y, en verdad, un buque transatlántico no quedaba fuera de las posibilidades de una agrupación que comerciaba con todas las latitudes de ambas costas de las Américas. Lo inusitado era la amplitud de la cooperación de gurrows de muchas agrupaciones, gurrows de muy distintas inclinaciones.

No es que todos fueran felices.

Raph, por ejemplo, en la mañana concreta que nos ocupa, a seis meses de la fecha de su llegada a Bahía del Este, andaba buscando ansiosamente a Lernin.

Este, por su parte, no buscaba otra cosa que una mayor rapidez.

Se encontraron en los muelles; y Lernin, mordiendo la punta de un cigarro puro y caminando hacia un sector donde estaba permitido fumar, dijo:

—Usted, amigo mío, parece preocupado. ¿No será, en verdad, por los progresos de nuestro buque oceánico?

—Estoy preocupado —contestó gravemente Raph— por los informes que he recibido de la expedición que investiga la edad de las rocas.

—¡Ah…! ¿Y eso le pone triste?

—¡Triste! —estalló Raph—. ¿Los ha visto?

—He recibido una copia. Y hasta he leído algunos trozos. Pero dispongo de poco tiempo, y la mayor parte me lo salté. ¿Quiere hacer el favor de ilustrarme?

—Desde luego. Durante los tres últimos meses, se han investigado tres de las regiones que indiqué como ricas en fósiles. La primera se encontraba en el sector de la propia Agrupación de Bahía del Este. Otra, en el de la Agrupación de Bahía del Pacífico, y la tercera en la de los Lagos Centrales. Pedí con toda intención que estas fuesen las primeras porque son los sectores más ricos y porque están muy distantes unos de otro. ¿Sabe, por ejemplo, la edad que, según me dicen, tienen las rocas que pisamos en estos momentos?

—Creo que dos mil millones de años es la fecha más antigua que he visto.

—Sí, esa es la cifra para las rocas más para las capas ígneas profundas de basalto. En cambio, las capas superiores, los estratos sedimentarios recientes, que contienen docenas de fósiles del Primate Primitivo, ¿qué antigüedad cree que les atribuyen a estas? ¡¡Quinientos billones de años!! ¿Cómo es posible? ¿Lo entiende?

—¿Billones? —Lernin miró de soslayo hacia el techo—. Es raro.

—Añadiré algo más. La Agrupación de la Costa del Pacífico tiene cien billones de años de antigüedad (según me dicen) y la de los Lagos Centrales, casi ochenta billones.

—¿Y las otras mediciones? —inquirió Lernin—. ¿Las que no afectaban a esos estratos de usted?

—He ahí lo más peculiar de todo. La mayoría de investigaciones que se realizaron fueron llevadas a cabo en estratos no particularmente fosilíferos. Se guiaban por sus propios criterios de elección, fundados en razonamientos geológicos (y lograron resultados consistentes), y hallaron de un millón a dos mil millones de años, dependiendo de la profundidad y de la historia geológica particular de la región puesta a prueba. Sólo mis sectores dan estos resultados fantásticos, imposibles.

—Pero ¿qué dicen de todo esto los geólogos? —preguntó Lernin—. ¿No puede haber algún error?

—Indudablemente. Pero han realizado cincuenta mediciones bien hechas, razonables. Han probado el método por sí mismos, y están contentos. Hay tres anomalías, no cabe duda, pero las contemplan con ojo ecuánime como originadas por factores desconocidos. Yo no lo veo de este modo. En estas tres mediciones está el secreto —Raph se interrumpió, embravecido—. ¿Hasta qué punto está usted seguro de que la radiactividad sea una constante absoluta?

—¿Seguro? ¿Se puede estar alguna vez seguro de algo? Nada de lo que sabemos hasta la fecha afecta al caso, y tal es igualmente el testimonio concreto de nuestros eekahs. Además, amigo mío, si quiere usted insinuar que la radiactividad fue más intensa en el pasado que en el presente, ¿por qué sólo sería así en las regiones ricas en fósiles que usted señaló? ¿Por qué no en todas partes?

—Efectivamente, ¿por qué no? He ahí otro aspecto de un problema que cobra importancia día tras día. Medítelo. Tenemos regiones que manifiestan una radiactividad pretérita anormal, y regiones con una riqueza en fósiles anormal. ¿Por qué han de coincidir esas zonas, Lernin?

—Surge una respuesta insoslayable, por sí misma, amigo mío. Si su Primate Primitivo existía en una época en que ciertas regiones poseían una radiactividad elevada, ciertos individuos penetraron en ella y murieron. Las radiaciones radiactivas son terriblemente mortíferas, por supuesto. Radiactividad y fósiles, ahí lo tiene usted.

—¿Y por qué no otras criaturas? —interrogó Raph—. Sólo se hallan en exceso Primates Primitivos, y eran seres inteligentes. No se dejarían coger en la trampa de una radiación peligrosa.

—Quizá no fueran inteligentes. Al fin y al cabo, su inteligencia no es más que una teoría sentada por usted, y no un hecho demostrado.

—Ciertamente; pero, en todo caso, poseían una inteligencia superior a sus contemporáneos; animales de cerebro pequeño.

—Quizá ni eso. Usted lo presenta todo muy novelesco.

—Es posible —Raph hablaba en un susurro—. Creó que puedo conjurar visiones de una gran civilización de hace un millón de años… o más antigua aún. Una gran potencia; una gran inteligencia… que se ha desvanecido por completo, salvo por los leves susurros de unos huesos petrificados que conservan la enorme cavidad ocupada en otro tiempo por el cerebro, y una mano huesuda, con cinco dedos, curvada en leves signos de habilidad manipuladora… con un pulgar oponible. Debieron ser inteligentes.

—Entonces, ¿qué los mató? —objetó Lernin, encogiéndose de hombros—. Varios millones de especies han sobrevivido.

Raph levantó la vista, algo colérico.

—No puedo acompañar a su grupo, Lernin, bajo la etiqueta de voluntario. Ir al Otro Mundo podría ser útil, es cierto, si pudiese dedicarme a mis propios estudios. Si he de dedicarme a lo que usted quiera, para mí sólo puede ser un trabajo comunitario. No puedo poner mi alma en él.

Pero la mandíbula de Lernin tenía un gesto enérgico.

—Tal solución no sería equitativa. Somos muchos, amigo mío, los que en este caso sacrificamos nuestras propias inclinaciones. Si todos pusiéramos en primer lugar nuestras preferencias y cada uno investigara el Otro Mundo según sus apetencias particulares solamente, no realizaríamos el gran objetivo que nos guía. No podemos prescindir ni de uno solo de nuestros hombres. Hemos de trabajar todos como si nuestras vidas dependieran de la solución de este problema de los eekahs, porque, créame, sí dependen.

Las mandíbulas de Raph se torcieron en un gesto de disgusto.

—Por parte de ustedes, hay cierta aprensión hacia esas criaturillas débiles, estúpidas. Por mi parte, existe un problema concreto que tiene un tremendo atractivo para mí. Y entre ambas cosas no veo ninguna relación posible, en absoluto.

—Tampoco yo. Pero escúcheme un momento. Un grupito de hombres nuestros, de los de mayor confianza, regresaron la semana pasada de una visita al Otro Mundo. No era, como lo será la nuestra, una visita oficial No establecieron ningún contacto. Fue una franca maniobra de espionaje, de la que le doy cuenta ahora Y le pido reserva sobre este particular.

—Naturalmente.

—Nuestros hombres se procuraron hojas eekah de acontecimientos.

—¿Decía usted…?

—Es un nombre creado para designar aquellas cosas. En varios centros de población eekah salen diariamente hojas impresas con los acontecimientos y sucesos del día, además de eso que llaman creaciones literarias.

La noticia despertó inmediatamente el interés de Raph.

—Se me antoja una idea excelente.

—Sí, en esencia lo es. No obstante, parece que los eekahs sólo encuentran interesantes los sucesos antisociales. Sin embargo, dejémoslo así. Lo que quiero decirle es que la existencia de las Américas es sobradamente conocida por allá, en la actualidad; y que todo el mundo habla de ellas como de un «país nuevo lleno de oportunidades». Las diversas agrupaciones independientes de eekahs lo miran con un deseo generalizado. Eekahs hay muchos; están abarrotados; tienen una economía irracional. Necesitan tierras nuevas, y esto es lo que son las nuestras para ellos: tierras nuevas y deshabitadas.

—Deshabitadas, no —señaló mansamente Raph.

—Para ellos, sí —insistió Lernin con voz de trueno—. He ahí el gran peligro. Para ellos, las tierras donde viven gurrows están deshabitadas, y se disponen a ocuparlas, tanto más cuanto que sus diversos grupos han luchado con frecuencia entre sí para quitarse las tierras unos a otros.

Raph encogió los hombros.

—Aun así, son…

—Sí. Son débiles y tontos. Ya lo dijo antes, y es cierto. Pero sólo individualmente. Saben unirse para un objetivo. No cabe duda, vuelven a separarse cuando han conseguido su propósito; pero, momentáneamente, se unen y se vuelven fuertes, cosa que quizá nosotros no sepamos hacer… y usted mismo sirve de ejemplo. Además, poseen armas de guerra perfeccionadas en el ardor de los combates. Sus máquinas voladoras, por ejemplo, son unas armas de guerra formidables.

—Pero si las hemos copiado…

—¿En gran cantidad? También hemos copiado sus explosivos químicos, pero sólo en el laboratorio, y sus tubos disparadores y sus vehículos acorazados, aunque sólo en talleres experimentales. Y todavía hay más… una cosa que han inventado en estos últimos cinco años, pues nuestros propios eekahs no saben nada de ella.

—¿Y qué es?

—No lo sabemos. Sus hojas de acontecimientos hablan de ella (los nombres que le dan no significan nada para nosotros), pero el contexto deja entender que es algo terrorífico; hasta se lo parece a los mismos eekahs, siempre tan sedientos de matanzas. Parece que no existen pruebas de que la hayan usado todavía, ni de que todos los grupos de eekahs la posean… pero la utilizan como la amenaza suprema. Acaso lo vea usted todo más claro cuando le presentemos todas las pruebas, una vez emprendido el viaje.

—Pero ¿qué es? Usted lo menciona como si se tratara de aparecidos.

—Pues mire, ellos también hablan de esa cosa como de un espectro. Pero ¿qué podría ser un espectro para, un eekah? He ahí la parte más horripilante de la cuestión. Hasta el momento sólo sabemos que implica el bombardeo de un elemento al que llaman plutonio (del cual no sabemos nada, como tampoco lo saben nuestros propios eekahs) con unos objetos llamados neutrones, que nuestros eekahs dicen que son partículas subatómicas, sin carga eléctrica, lo cual nos parece completamente risible.

—¿Y eso es todo?

—Todo. ¿Quiere abstenerse de emitir juicio hasta que le hayamos enseñado las hojas?

Raph movió la cabeza asintiendo, aunque con renuencia.

—Muy bien.

Los pesados pensamientos de Raph giraban dentro de las ranuras que se habían abierto con el tiempo, mientras permanecía allí solo.

Eekahs y Primates Primitivos. Unas criaturas vivientes de costumbres estrambóticas, y unas criaturas muertas que debieron aspirar a escalar altas cumbres. Un presente sórdido de explosivos y bombardeos neutrónicos, junto con un pasado glorioso, misterioso…

¡Sin conexión! ¡Sin conexión!

Asimov: Cuentos Completos
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