24
TENGO

Mientras quede calor

Por la mañana, Tengo cogió el expreso que partía de la estación de Tokio y se dirigió a Tateyama. Allí se subió a un tren ómnibus hasta llegar a Chikura. Era una bonita y despejada mañana. No hacía viento y en el mar apenas se veían olas. El verano ya se había quedado atrás, y la chaqueta fina de algodón y la camisa de manga corta que llevaba debajo eran las apropiadas para aquella época del año. El pueblo costero, cuyos bañistas habían desaparecido, estaba más tranquilo de lo que cabría esperar, sin un alma. «Parece que se ha convertido de verdad en el pueblo de los gatos», pensó Tengo.

Comió algo sencillo delante de la estación y luego cogió un taxi. Pasada la una llegó a la clínica. Lo recibió la misma enfermera de mediana edad de la otra vez. Era la mujer que lo había llamado la noche anterior. La enfermera Tamura. Ella se acordaba de la cara de Tengo y se mostró más afable que la primera vez. Incluso sonreía un poco. Tal vez el hecho de que Tengo se hubiera presentado pulcramente vestido ejerciera cierto efecto.

La mujer lo condujo primero hasta el comedor y le ofreció un café.

—Espere aquí un momento, que el doctor viene enseguida —le dijo.

Unos diez minutos después, el médico encargado apareció secándose las manos con una toalla. Tenía el cabello duro y canoso y rondaría los cincuenta. No vestía bata blanca, como si hubiera estado realizando alguna faena fuera de allí. Tal y como iba vestido, con una sudadera gris, unos pantalones a juego y unas zapatillas de deporte gastadas para correr, y con la complexión fuerte que tenía, más que un médico de una clínica parecía el entrenador de un club deportivo universitario que, por más que lo intentaba, era incapaz de pasar de segunda división.

El médico le habló, más o menos, de lo mismo que le había contado la noche anterior por teléfono.

—Desgraciadamente, ahora mismo ya apenas hay recursos médicos de los que nos podamos valer —le dijo el médico con pena. Por el semblante y la manera de hablar, parecía que sus sentimientos eran sinceros—: Lo único que se puede hacer es que su hijo le hable, lo anime y le infunda ganas de vivir.

—¿Puede oír mi padre lo que se le dice? —preguntó Tengo.

El médico, que bebía té japonés tibio, puso cara seria.

—Sinceramente, no lo sé. Su padre se encuentra en estado de coma. Si se le habla, no se obtiene ninguna reacción física. Pero hay casos de personas que, estando en coma profundo, oyen las voces de la gente a su alrededor y comprenden en cierta medida lo que se les dice.

—Pero a simple vista no se sabe si oye, ¿no?

—No.

—Me quedaré hasta las seis y media —anunció Tengo—. Entretanto estaré a su lado e intentaré hablarle todo lo posible.

—Avíseme si hay algún tipo de reacción —dijo el médico—. Yo andaré por aquí.

Una joven enfermera condujo a Tengo hasta la habitación en la que dormía el padre. Llevaba una placa identificativa con el apellido «Adachi». Su padre había sido transferido a un cuarto individual en una nueva ala de la clínica. Se trataba de un ala para pacientes en estado crítico. El engranaje había avanzado un paso. Después de aquella ala, ya no había ningún sitio adonde ir. En aquella reducida habitación, alargada e insulsa, la cama ocupaba casi la mitad de la superficie. Al otro lado de la ventana se extendía el pinar que cumplía la función de protección contra el viento. El frondoso pinar parecía un enorme tabique que separaba la clínica del animado mundo real. Cuando la enfermera se marchó, Tengo se quedó a solas con su padre, que dormía de cara al techo. Se sentó en el taburete que habían dejado al lado de la cama y miró a su padre a la cara.

En la cabecera de la cama había un soporte para la bolsa de infusión, y el líquido contenido era suministrado a los vasos sanguíneos a través de tubos. Había un tubo conectado a la uretra para evacuar, pero la cantidad de orina evacuada era sorprendentemente escasa. Su padre parecía haberse encogido con respecto al mes anterior. En sus mejillas y su mentón descarnados crecía una barba blanca de un par de días. Siempre había tenido los ojos hundidos, pero ahora esa tendencia se acusaba aún más. Tanto que hacía pensar si no sería necesaria alguna herramienta especializada para sacarle los globos oculares de dentro de aquellos dos agujeros. Ambos párpados se cerraban con fuerza sobre los profundos huecos, como si fueran persianas, y tenía la boca ligeramente entreabierta. Aunque no se le oía respirar, al acercar el oído se percibía un tenue susurro de aire. El nivel mínimo de energía vital estaba funcionando subrepticiamente.

La expresión que el médico había utilizado por teléfono la noche anterior, «Igual que un tren cuando va reduciendo velocidad progresivamente hasta detenerse», le pareció a Tengo sumamente realista. Su padre era un tren que reducía poco a poco la velocidad y esperaba a que la inercia se agotara para detenerse de forma silenciosa en medio de una llanura desierta. Su único consuelo era que en los vagones no quedaba ningún pasajero. Nadie iba a quejarse por que el tren se detuviera.

«Debo hablarle de algo», pensó Tengo. Sin embargo, no sabía en qué tono dirigirse a él. Aunque quería hablarle, ninguna palabra relevante acudía a su mente.

—Padre —empezó diciendo con un pequeño murmullo. Pero no le salieron más palabras.

Se levantó del taburete, se acercó a la ventana y contempló el jardín de césped bien cuidado y el ancho cielo sobre el pinar. Un cuervo se había posado sobre una gran antena y, pensativo, escrutaba altivamente lo que lo rodeaba en cuanto recibía los rayos del sol. En la cabecera de la cama había una radio despertador, pero su padre no necesitaba ninguna de las dos cosas.

—Soy Tengo. Acabo de llegar de Tokio. ¿Me oye? —dijo desde la ventana, mirando a su padre allí abajo. No hubo respuesta. Después de haber hecho vibrar de una forma fugaz el aire, un vacío firmemente asentado en la habitación se tragó su voz sin dejar rastro.

«Este hombre se está muriendo», pensó Tengo. Lo sabía con sólo ver sus ojos hundidos. Había tomado la determinación de dejar de vivir. Había cerrado los ojos y se había dormido profundamente. Por mucho que le hablara, por mucho que lo animara, anular aquella decisión sería imposible. Desde un punto de vista médico, todavía estaba vivo, pero para aquel hombre la vida se había terminado. Ya no quedaba en él ningún motivo o voluntad para seguir esforzándose y prolongarla. Lo único que Tengo podía hacer era respetar el deseo de su padre y dejarlo morir en paz. Tenía el rostro muy sereno. Parecía que de momento no sentía ningún dolor. Como le había dicho el médico por teléfono, ése era su único consuelo.

Con todo, Tengo debía hablarle a su padre de algo. En primer lugar, porque se lo había prometido al médico. Después de todo, había cuidado con solicitud de su padre. Y en segundo lugar —no se le ocurría una expresión más adecuada—, por una cuestión de cortesía. Durante mucho tiempo, Tengo no había tenido una conversación seria con su padre. Prácticamente no habían mantenido conversaciones cotidianas. La última vez que había hablado con él de verdad probablemente fue cuando estaba en secundaria. Después, Tengo apenas se pasaba por casa y, aunque volviera por algún asunto, hacía todo lo posible por evitar cruzarse con su padre.

Pero ahora aquel hombre estaba muriéndose en silencio delante de él, en un estado de coma profundo. Al confesarle que no era su verdadero padre, por fin había conseguido librarse de una carga, e incluso parecía aliviado. «Ambos nos quitamos un peso de encima. En el último momento».

Pese a que seguramente no existía ningún lazo de sangre entre ellos, aquel hombre lo había reconocido como hijo legítimo y se había encargado de él hasta que Tengo se había podido independizar. Tenía que estarle agradecido por ello. Tenía el deber de informarle sobre cómo había vivido hasta entonces y cómo se había sentido todo ese tiempo. Eso creía Tengo. «No. No es un deber. Es una simple cuestión de cortesía. No importa si lo que digo llega a sus oídos o si sirve de algo».

Tengo volvió a sentarse en el taburete al lado de la cama y comenzó a contarle la vida que había llevado hasta entonces. Empezó por el momento en que entró en el instituto, se fue de casa y comenzó a vivir en la residencia del club de judo. A partir de entonces, su vida y la vida de su padre habían perdido prácticamente todo punto de conexión y cada uno dejó de estar al tanto de lo que el otro hacía. Era mejor llenar ese enorme vacío todo lo que pudiera.

De la vida de Tengo en su época del instituto, sin embargo, no había nada digno de contar. Había entrado en un instituto privado de la prefectura de Chiba cuyo club de judo gozaba de gran prestigio. Podría haber ido fácilmente a un centro de mayor calidad, pero las condiciones que le dispensaba aquel instituto eran las mejores. Estaba exento de los gastos escolares y encima disponía de residencia con pensión completa. Tengo era la estrella del club de judo, estudiaba entre los entrenamientos (aunque no se aplicaba demasiado en los estudios, en aquel centro podía conseguir sin demasiado esfuerzo ser uno de los mejores de la clase) y en su tiempo libre se ganaba algún dinero para sus gastos personales realizando a tiempo parcial trabajos que requerían gran esfuerzo físico con algunos colegas del equipo de judo. Tenía muchas cosas que hacer y los días transcurrían contrarreloj. No había mucho más que contar de aquellos tres años de vida en el instituto, aparte de que había estado ocupado. No fue una época especialmente divertida, ni había hecho ningún amigo íntimo. En el instituto había demasiadas normas, y no le gustaba. Aunque se llevaba bastante bien con sus compañeros del club de judo, sus intereses eran diferentes. A decir verdad, Tengo nunca se había entregado de lleno a la competición del judo. Simplemente se esforzaba en los entrenamientos para no defraudar las expectativas generadas a su alrededor y porque necesitaba obtener buenos resultados para poder llevar una vida independiente. Para él, más que un deporte era un medio práctico para ir sobreviviendo. Incluso podría llamársele trabajo. Había vivido esos tres años deseando terminar cuanto antes y llevar una vida un poco más decente.

Pero al ingresar en la universidad siguió practicando judo. Básicamente llevó la misma vida que en su época del instituto, puesto que al formar parte del club de judo había podido entrar en una residencia y no tenía que preocuparse por tener un lugar donde dormir y comer (aunque fueran de calidad ínfima). Recibía una beca, pero la beca sola no le permitía vivir. Por eso necesitaba seguir con el judo. Eligió, naturalmente, la rama de las matemáticas. Estudiando a su manera consiguió buenas notas, y su tutor le recomendó hacer el posgrado. Sin embargo, mientras cursaba tercero y cuarto, Tengo fue perdiendo rápidamente esa pasión que sentía por las matemáticas como ciencia. Las matemáticas en sí nunca dejaron de gustarle, pero no le apetecía dedicarse profesionalmente a la investigación. Lo mismo le pasaba con el judo. Como amateur no estaba mal, pero no tenía las cualidades y tampoco le apetecía consagrar su vida a ello. Él era perfectamente consciente.

Al disminuir su interés por las matemáticas, y habiendo desaparecido el motivo para seguir practicando judo, Tengo no sabía qué hacer, qué camino tomar tras graduarse en la universidad, cosa que iba a ocurrir de forma inminente. Su vida parecía haber perdido el rumbo. Aunque nunca se había fijado realmente un objetivo, hasta entonces la gente había creado ciertas expectativas a su alrededor. Respondiendo a esas expectativas, su vida había transcurrido con bastante ajetreo. Una vez se habían terminado las exigencias y expectativas, no le quedaba nada más que contar. No tenía ningún objetivo en la vida. Ningún amigo íntimo. Abandonado en medio de un sosiego similar a una bonanza, era incapaz de concentrarse en nada.

En la universidad había tenido varias novias con las que había mantenido relaciones sexuales. En el sentido general de la palabra, Tengo no era guapo, ni sociable, ni buen hablador. Siempre pasaba aprietos económicos y no se preocupaba por su manera de vestir. Sin embargo, podía atraer a cierto tipo de mujer, del mismo modo que el olor de cierto tipo de plantas atrae a las polillas. Además, con bastante fuerza.

Lo había descubierto al cumplir los veinte años (en la misma época en que había empezado a perder el entusiasmo por las matemáticas como disciplina científica). Aunque él no hiciera nada, las mujeres se le acercaban con interés. Ellas querían ser abrazadas por sus fuertes brazos. O al menos no se negaban a que lo hiciera. Al principio, Tengo no entendía cómo funcionaba aquella especie de mecanismo y se sentía bastante confuso, pero pronto comprendió el truco y consiguió dominar esa habilidad suya. Desde entonces casi nunca le habían faltado mujeres. Sin embargo, él no sentía ningún impulso amoroso hacia esas mujeres. Sólo salía con ellas y mantenía relaciones carnales. Simplemente se llenaban uno al otro sus respectivos vacíos. Aunque parezca extraño, nunca había sentido una fuerte atracción por las mujeres que se sentían atraídas por él.

Tengo le contó esas circunstancias a su padre inconsciente. Al principio lo hacía despacio, eligiendo las palabras, luego de manera más fluida y, al final, con cierto entusiasmo. Le habló sin tapujos del tema sexual. Pensaba que a esas alturas no había nada de qué avergonzarse. El padre seguía profundamente dormido boca arriba, sin alterar su postura. Su respiración tampoco había cambiado.

Antes de las tres vino una enfermera, cambió la bolsa de plástico que contenía la infusión intravenosa, sustituyó el colector de orina y le tomó la temperatura. Era una enfermera de complexión robusta de unos treinta y cinco años. Tenía el pecho grande. Su placa identificativa decía «Ōmura». Llevaba el pelo recogido, con un bolígrafo metido en medio.

—¿Algún cambio? —le preguntó a Tengo mientras anotaba cifras en un portafolios.

—Nada. Ha estado dormido todo el tiempo —dijo Tengo.

—Si hubiera cualquier cosa, pulse este botón. —La enfermera señaló un interruptor, situado debajo de la cabecera, para llamar al personal. Luego volvió a meterse el bolígrafo entre el pelo.

—De acuerdo.

Poco después de que aquella enfermera se hubiera marchado, llamaron a la puerta y la enfermera Tamura, con las gafas puestas, asomó la cabeza.

—¿Le apetece comer? Si quiere puede tomar algo en el comedor.

—Gracias, pero aún no tengo hambre —dijo Tengo.

—¿Cómo se encuentra su padre?

Tengo se encogió de hombros.

—He estado hablándole todo el rato, pero no sé si puede oírme.

—Está bien que le hable —dijo ella, y sonrió para animarlo—. Tranquilo, seguro que su padre puede oírlo.

La enfermera cerró suavemente la puerta. Él se volvió a quedar a solas con su padre en aquella pequeña habitación.

Tengo siguió hablándole.

Al licenciarse, trabajó enseñando matemáticas en Tokio en una academia preparatoria para los exámenes de ingreso en la universidad. Ya no era el niño prodigio de las matemáticas con un excelente futuro por delante, ni el prometedor judoka. Era un simple profesor de academia. No obstante, se sentía feliz. Por fin podía respirar. Era la primera vez que podía vivir a su voluntad, sin tener que cumplir con nadie.

Al poco tiempo empezó a escribir novelas. Escribió varias obras y las presentó al premio de escritores noveles de una editorial. Por aquel entonces conoció a un editor sui generis llamado Komatsu y le encargaron la corrección de La crisálida de aire, escrita por una chica de diecisiete años llamada Fukaeri (Eriko Fukada). Fukaeri había creado una historia, pero como no tenía talento para escribir, Tengo había asumido esa tarea. Él bordó el trabajo, la obra ganó el premio de la revista, lo publicaron y se convirtió en un gran best seller. Dio tanto que hablar que los miembros del jurado del premio Akutagawa lo acogieron fríamente y no pudo ganar, pero, utilizando la franca expresión de Komatsu, se había vendido tanto que «¿para qué narices nos hace falta?».

Tengo no creía que lo que le estaba contando llegara a oídos de su padre. Aunque así fuera, no sabía si lo entendía o no. No había reacción ni respuesta. Y aunque lo entendiera, no sabía si a su padre le interesaba siquiera lo que le estaba contando. A lo mejor quería que se callara. Tal vez pensase: «¡Me da igual la vida de los demás! ¡Déjame dormir en paz!». Sin embargo, no podía evitar seguir contándole lo que le pasaba por la cabeza. No se le ocurría nada más que hacer en aquella habitación angosta que no fuera conversar con él.

Su padre seguía sin hacer el más mínimo movimiento. Sus ojos estaban cerrados con fuerza en lo hondo de aquellos oscuros y profundos agujeros. Parecía estar esperando quieto a que la nieve cayera y cubriera de blanco esos agujeros.

—De momento todavía no puedo decir que la cosa vaya muy bien, pero a ser posible me gustaría vivir de la escritura. Escribir lo que me apetezca y como me apetezca, y no reescribir obras de otros. Es bueno tener algo que deseas hacer. Por fin siento algo así en mi interior. Aún no se ha publicado nada con mi nombre, pero quizás ocurra algún día, dentro de poco. No está bien que yo lo diga, pero creo que estoy bastante capacitado como escritor. También hay algún editor que me ha mostrado aprecio. En ese sentido, no estoy muy preocupado.

Quizá debería haber añadido que además parecía estar dotado con el don de receiver, de tal modo que había sido arrastrado al mundo de ficción que él mismo había escrito. Pero no iba a contarle aquel asunto tan complicado. Ésa era una cuestión aparte. Decidió cambiar de tema.

—El asunto más preocupante para mí es que nunca he amado de verdad a nadie. En toda mi vida nadie me ha gustado de forma incondicional. Nunca he sentido que podría entregar mi vida por alguien. Ni una sola vez.

Mientras decía eso, Tengo se preguntó si aquel desastrado anciano que tenía ante sí había amado a alguien alguna vez en el transcurso de su vida. Quizás hubiera amado de corazón a la madre de Tengo y por eso lo había criado, pese a saber que no existía ningún lazo de sangre entre ellos. En ese caso, él habría llevado una vida espiritualmente mucho más plena que Tengo.

—La única excepción es una niña de la que me acuerdo perfectamente, íbamos a la misma clase en la escuela primaria de Ichikawa, durante tercero y cuarto. Sí, de eso hace veinte años. Me sentía profundamente atraído por aquella niña. He pensado en ella todo este tiempo y todavía hoy lo hago a menudo. Pero en realidad apenas hablé con ella. Se cambió de colegio en pleno curso y no volví a verla. Sin embargo, hace poco pasó algo y sentí que quería buscarla. Al final me he dado cuenta de que la necesito. Quiero verla y hablar con ella. Pero no la he localizado. Quizá debería haber empezado a buscarla mucho antes. A lo mejor todo habría sido más fácil.

Tengo se quedó callado durante un rato y esperó a que lo que había contado se asentara en la mente de su padre. O más bien, esperó a que se asentara en su propia mente. Luego prosiguió:

—Sí. En este aspecto he sido muy cobarde. Es el mismo motivo, por ejemplo, por el que no investigué el registro civil. Si hubiera querido, podría haber averiguado sin dificultad si mamá falleció realmente. Yendo al ayuntamiento y consultando el registro, me enteraría enseguida. La verdad es que he pensado varias veces en hacerlo. Incluso he ido hasta el ayuntamiento. Pero he sido incapaz de solicitar los documentos. Tenía miedo de que la verdad se me presentara delante. Por eso he estado esperando a que un buen día, por alguna circunstancia, se me revele de manera natural.

Tengo soltó un suspiro.

—En definitiva, debería haber buscado a esa niña mucho antes. He dado un enorme rodeo y al final he sido incapaz de actuar. La verdad es que en lo relativo al corazón, soy un gallina. Lo mío es grave.

Tengo se levantó del taburete, fue hasta la ventana y contempló el pinar. El viento había amainado. Tampoco se oía el fragor del mar. Una gata grande caminaba por el jardín. A juzgar por la manera de arrastrar la barriga, debía de estar preñada. La gata se acostó al pie de un árbol, estiró las patas y empezó a lamerse la barriga.

Apoyado contra la ventana, Tengo volvió a dirigirse al padre:

—Dejando ese tema aparte, últimamente parece que en mi vida por fin se están produciendo algunos cambios. Me da esa sensación. Si le soy sincero, durante mucho tiempo lo he odiado, padre. Desde pequeño pensaba que mi sitio no estaba en un lugar tan miserable y estrecho. Creía que me merecía un entorno mejor. El trato que recibía me parecía demasiado injusto. Todos mis compañeros del colegio parecían llevar vidas plenas y felices. Tenían menos talento y cualidades que yo, pero llevaban vidas más alegres, sin punto de comparación con la mía. En esa época deseaba que usted no fuera mi padre. Siempre me figuraba que se había producido alguna equivocación y que usted no era mi padre. Que no existía ningún vínculo sanguíneo entre nosotros.

Tengo volvió a mirar por la ventana y vio a la gata. Distraída, seguía lamiéndose la barriga hinchada, sin ser consciente de que la observaban. Tengo siguió hablando sin dejar de mirar a la gata:

—Ahora no lo veo de ese modo. No pienso de la misma manera. Creo que estaba en el entorno que me correspondía y que tenía el padre que me correspondía. No miento. La verdad es que era un ser insignificante. Una persona sin valor. En cierto sentido, yo mismo me he echado a perder. Ahora me doy cuenta. De pequeño era un genio de las matemáticas, es cierto. Yo mismo creo que tenía un gran talento. Todos se fijaban en mí y me mimaban. Pero al fin y al cabo era un talento sin ninguna perspectiva de desarrollarse y llegar a un punto relevante. Simplemente estaba ahí. Desde pequeño he sido corpulento y se me daba bien el judo. Siempre obtenía buenas clasificaciones en los campeonatos de la prefectura. Pero a nivel superior había unos cuantos judokas más fuertes que yo. En la universidad no me eligieron como representante para participar en los campeonatos nacionales. Para mí eso supuso una conmoción y durante un tiempo no supe quién era. Pero es natural, porque en realidad no soy nadie.

Tengo abrió la botella de agua mineral que llevaba consigo y bebió un trago. Luego volvió a sentarse en el taburete.

—Como le dije antes, le estoy agradecido. Creo que no soy su verdadero hijo. Estoy prácticamente convencido. Y le agradezco haberme criado a pesar de no tener ningún vínculo sanguíneo conmigo. Criar solo a un niño pequeño no debe de haber sido fácil. Hoy, al recordar cuando me llevaba a cobrar la cuota de la NHK, me pongo enfermo y me siento dolido. Pero me imagino que a usted no se le ocurría otra manera de comunicarse conmigo. Al fin y al cabo, aquello era lo que usted mejor sabía hacer. Como el único punto de contacto entre usted y la sociedad. Supongo que quería mostrármelo. Ahora me doy cuenta. Obviamente, usted también era consciente de que ir acompañado de un niño facilitaba el cobro. Pero seguro que no se trataba sólo de eso.

Tengo volvió a hacer una pequeña pausa para dejar que sus palabras calaran en la cabeza del padre. Entretanto, ordenó sus ideas.

—Sin embargo, cuando era niño no me daba cuenta. Sólo me avergonzaba y sufría por tener que hacer el recorrido del cobro todos los domingos, mientras mis compañeros jugaban y se divertían. No podía evitar odiar los domingos. Ahora, en cierto modo, lo comprendo. No quiero decir que fuera correcto lo que usted hacía. A mí me dolía en el corazón. Es duro para un niño. Pero ya forma parte del pasado. No se preocupe. Siento que, gracias a ello, me he curtido bastante. Vivir en este mundo no es sencillo. La experiencia me lo ha enseñado.

Tengo abrió las manos y observó durante un rato sus palmas.

—De ahora en adelante seguiré viviendo. Me pregunto si podré hacerlo mejor que hasta el día de hoy, sin dar rodeos absurdos. No sé qué es lo que quiere hacer usted. Tal vez desee seguir durmiendo tranquilamente para siempre, como ahora. No volver a despertarse. Si ése es el caso, me parece bien. Si es lo que desea, yo no puedo impedirlo. No me queda más remedio que dejarlo sumido en su profundo sueño. En todo caso, sólo quería decirle lo que le acabo de contar. Lo que he hecho hasta el día de hoy. Lo que he pensado. Quizá no quería oír hablar de ello. Si así fuera, le pido disculpas. De todas formas, ya he terminado. Ya le he dicho todo lo que le tenía que decir. No lo molesto más. Puede seguir durmiendo a gusto.

Pasadas las cinco, la enfermera Ōmura se presentó con el bolígrafo metido en el pelo y examinó la cantidad de infusión. Esta vez no le tomó la temperatura.

—¿Ha habido algún cambio?

—Ninguno en particular. Sigue durmiendo —informó Tengo.

La enfermera asintió con la cabeza.

—Enseguida viene el médico. Señor Kawana, ¿hasta qué hora se va a quedar hoy?

Tengo miró el reloj de pulsera.

—Voy a coger el tren de antes de las siete, así que estaré hasta las seis y media.

Cuando la enfermera terminó de hacer anotaciones en una tabla, volvió a meter el bolígrafo entre su cabello.

—Le he estado hablando casi desde el mediodía, pero no parece que haya oído nada —dijo Tengo.

—Cuando me preparaba para ser enfermera, aprendí una cosa: las palabras alegres provocan que los tímpanos de la gente se estremezcan con alegría. En las palabras alegres hay vibraciones alegres. Independientemente de que comprendan o no lo que se les está diciendo, los tímpanos vibran con alegría. Por eso a las enfermeras nos enseñan que tenemos que decir cosas alegres en un tono alegre. Sea cual sea la lógica que lo explica, le aseguro que funciona. Se lo digo por experiencia.

Tengo reflexionó un rato sobre eso.

—Gracias —le dijo. La enfermera Ōmura asintió y se marchó a paso ligero.

A continuación, Tengo y el padre permanecieron en silencio durante bastante tiempo. Tengo ya no tenía nada más que contarle. Sin embargo, aquel silencio no resultaba nada incómodo. La luz de la tarde fue debilitándose de forma progresiva, y alrededor empezó a sentirse la proximidad del crepúsculo. Los últimos rayos de sol se desplazaban sigilosamente dentro de la habitación.

A Tengo se le ocurrió de pronto contarle al padre que había dos lunas. Le daba la impresión de que todavía no se lo había dicho. Tengo vivía ahora en un mundo en cuyo cielo pendían dos lunas. «Por más que lo miro, me resulta un espectáculo extraño», quería decirle. Pero le pareció que sacar aquel tema no serviría de nada. A su padre le importaba un pepino cuántas lunas había en el cielo. Ese era un problema al que Tengo debía hacer frente solo.

Además, hubiera en este mundo (o ese mundo) una, dos o tres lunas, Tengo no había más que uno. ¿Qué cambiaba eso? Estuviera donde estuviese, Tengo era Tengo. Nada más que la misma persona, con sus problemas y sus cualidades particulares. Sí, el quid del asunto no residía en las lunas, sino en sí mismo.

Una media hora después regresó la enfermera Ōmura. Por alguna razón, ya no llevaba el bolígrafo metido en el pelo. ¿Adónde habría ido a parar el bolígrafo? Sin saber por qué, ese detalle le preocupó. Dos empleados habían venido con ella empujando una camilla. Ambos eran fornidos y de tez morena, y no dijeron ni una palabra. Parecían extranjeros.

—Señor Kawana, tenemos que llevar a su padre a la sala de análisis. Entretanto, ¿podría esperar aquí? —dijo la enfermera.

Tengo miró el reloj.

—¿Algo va mal?

La enfermera sacudió la cabeza.

—No, no es eso. Como en esta habitación no tenemos las máquinas necesarias para hacer los análisis, simplemente nos lo llevamos para allá. No pasa nada. Más tarde, el médico hablará con usted.

—Vale. Espero aquí.

—Si va al comedor puede tomar un té caliente. Le vendría bien descansar un poco.

—Gracias —dijo Tengo.

Con cuidado, los dos hombres pasaron el escuálido cuerpo del padre a la camilla, sin quitarle los tubos de la infusión intravenosa. Sacaron al pasillo la cama y el soporte de la infusión. Eran muy hábiles. Y permanecieron callados en todo momento.

—No vamos a tardar mucho —dijo la enfermera.

No obstante, pasó un buen rato y el padre seguía sin volver. La claridad que entraba por la ventana se debilitó rápidamente, pero Tengo no encendió la luz de la habitación. Tenía la impresión de que, si la encendía, algo importante allí presente se echaría a perder.

La forma del padre permanecía hundida en la cama. Aunque no debía de pesar demasiado, el padre había dejado su forma nítidamente marcada. En cuanto contemplaba el hueco, Tengo se sentía como si hubiera sido abandonado en aquel mundo. Tuvo la impresión de que, una vez puesto el sol, nunca volvería a amanecer.

Tengo se sentó en el taburete y, teñido por el color que anunciaba el crepúsculo, se sumió durante un buen rato en sus pensamientos sin cambiar de postura. Luego, de pronto se dio cuenta de que no había estado pensando en nada. Simplemente había recalado en un vacío sin sentido. Se levantó despacio del taburete, fue al baño e hizo sus necesidades. Se lavó la cara con agua fría. Se la secó con un pañuelo y se miró al espejo. Después, recordando lo que le había dicho la enfermera, bajó al comedor y se tomó un té caliente.

Cuando regresó a la habitación, después de haber matado el tiempo durante unos veinte minutos, su padre todavía no había vuelto. En lugar de eso, sobre el hueco que su padre había dejado en la cama había un objeto blanco que no le resultaba familiar.

Medía un metro y cuarenta o cincuenta centímetros de largo y tenía unas bellas y lisas curvas. A primera vista, su forma era semejante a la cáscara de un cacahuete, y por encima estaba cubierto por una especie de plumaje corto y blando. El plumaje despedía un brillo tenue, pero suave y uniforme. Dentro de la habitación, que se había ido oscureciendo poco a poco, una luz de tonos azul claro envolvía ligeramente aquel cuerpo. Estaba tendido en silencio sobre la cama, como para llenar el fugaz espacio que su padre había dejado. Tengo se detuvo en la puerta y observó aquel objeto extraño sin soltar el pomo. Parecía que sus labios se movían, pero no pronunciaron ninguna palabra.

«¿Qué demonios es eso?», se preguntó Tengo a sí mismo allí parado, con los ojos entornados. ¿Por qué han puesto esa cosa en el sitio de mi padre? Supo de inmediato que ni el médico ni las enfermeras habían dejado allí aquella cosa. A su alrededor se respiraba un ambiente especial, alejado del plano de la realidad.

De pronto, Tengo se dio cuenta. «Es la crisálida de aire».

Era la primera vez que veía una. Aunque la había descrito detalladamente en el libro, nunca había visto una con sus propios ojos, ni se la había imaginado como algo real. Sin embargo, aquélla era una crisálida de aire tal y como la había concebido en su mente y como la había descrito. Tuvo una intensa sensación de déjà vu, como si un herraje le ciñera el estómago. Tengo entró en la habitación y cerró la puerta. Era mejor que nadie lo viese. Luego tragó la saliva que se le había acumulado dentro de la boca. Desde el fondo de su garganta salió un ruido poco natural.

Lentamente se aproximó a la cama y, dejando un metro de distancia, observó con atención la crisálida de aire. Entonces se fijó en que tenía la misma forma que la crisálida de aire que había dibujado cuando estaba escribiendo la novela. Antes de describir su aspecto en el texto, había hecho un bosquejo a lápiz. Visualizaba la imagen que él tenía en su interior. Luego fue transformándola en texto. Durante la corrección de la obra, ese dibujo había estado clavado con una chincheta en la pared, delante del escritorio. Por su forma, se parecía más a un capullo que a una crisálida, pero para Fukaeri (y también para Tengo) aquello era algo que sólo podía llamarse «crisálida de aire».

En aquel entonces, Tengo había ideado y añadido bastantes de las características que conformaban el aspecto exterior de la crisálida de aire. Por ejemplo, el elegante estrechamiento de la parte central y las redondas protuberancias ornamentales que tenía en cada extremo. Todo eso había salido de su mente. En el «relato» original de Fukaeri no se mencionaban. Para Fukaeri la crisálida de aire sólo era la crisálida de aire; por así decirlo, algo entre lo concreto y el concepto, y no parecía sentir la necesidad de describirla con palabras. Por ese motivo, Tengo tuvo que idear por sí mismo la forma concreta de la crisálida. Y la crisálida de aire que estaba viendo ante sí tenía un estrechamiento en la parte central y bellas protuberancias en los extremos.

«Es la crisálida de aire tal y como la dibujé en el bosquejo y como la describí después», pensó Tengo. Igual que en el caso de las dos lunas. De algún modo, la forma que había descrito se había vuelto realidad hasta en el último detalle. Causa y efecto se enmarañaban.

Se le había puesto la carne de gallina y tenía una sensación rara en las extremidades, como si le estuvieran retorciendo los nervios. Era incapaz de discernir hasta qué punto era real aquel mundo y hasta qué punto era ficticio. Hasta qué punto era de Fukaeri y hasta qué punto, de Tengo. «Y hasta qué punto es de “nosotros”».

Una raja vertical recorría de arriba abajo la crisálida. Estaba partiéndose por la mitad. A raíz de ello, se había abierto unos dos centímetros. Inclinándose, Tengo podría ver qué había dentro, pero no se atrevió. Se sentó en el taburete, junto a la cama, tomó aliento subiendo y bajando levemente los hombros y veló la crisálida de aire. Estaba allí quieta, emitiendo una tenue luz. Esperaba en silencio a que Tengo se le acercara, como una proposición matemática dada.

¿Qué rayos habría dentro de la crisálida?

¿Estaría intentando mostrarle algo?

En La crisálida de aire, la niña protagonista encontraba a su otro yo, la daughter. La niña abandonaba a la daughter y huía sola de la comunidad. Pero ¿qué habría dentro de la crisálida de aire de Tengo (él había determinado de manera intuitiva que aquélla era su propia crisálida de aire)? ¿Sería algo bueno o algo malo? ¿Lo guiaría hasta algún lugar o le pondría trabas? ¿Y quién había enviado hasta allí aquella crisálida de aire?

Tengo sabía perfectamente que debía actuar, pero se sentía incapaz de reunir el coraje suficiente para levantarse y escudriñar dentro de la crisálida. Tenía miedo. Lo que había dentro de la crisálida podría herirlo. Podría cambiar radicalmente su vida. Al pensar en ello, sentado en el pequeño taburete, Tengo se puso rígido, como alguien que ha perdido cualquier escapatoria. Sentía el mismo miedo por el cual no había investigado en el registro la identidad de su madre o no había buscado a Aomame. No quería saber qué había dentro de la crisálida de aire que habían dispuesto para él. Si pudiera abstenerse de saber, lo preferiría. A ser posible, le gustaría marcharse de inmediato de aquella habitación, coger el tren y regresar a Tokio. Cerraría los ojos, se taparía los oídos y huiría a su humilde mundo interior.

Pero Tengo era consciente de que no podía. Si se marchaba sin ver lo que había en el interior, se arrepentiría sin duda durante toda su vida. Si apartaba la vista de ese algo, quizá nunca se perdonaría a sí mismo.

Sin saber qué hacer, Tengo permaneció sentado en el taburete durante largo rato. No podía avanzar ni volverse atrás. Con las manos juntas sobre el regazo, observaba la crisálida de aire en la cama y, de vez en cuando, como para huir, echaba un vistazo por la ventana. El sol ya se había puesto y la tenue oscuridad del crepúsculo envolvía poco a poco el pinar. Seguía sin hacer viento. Tampoco se oía el ruido de las olas. Reinaba un misterioso silencio. A medida que aumentaba la oscuridad en la habitación, la luz que desprendía aquel objeto blanco se hacía más intensa y más viva. A Tengo le dio la impresión de que aquello estaba vivo. Se percibía el fulgor sereno de la vida. Tenía un calor particular, un eco furtivo.

Tengo se decidió por fin: se levantó del taburete y se inclinó sobre la cama. No podía escapar de allí sin más. No podía seguir viviendo con los ojos cerrados a lo que tenía delante, como un niño medroso. Sólo el hecho de querer conocer la verdad proporcionaba al ser humano la fuerza que necesitaba. Independientemente de qué clase de verdad fuera.

La hendidura en la crisálida permanecía inalterada. La abertura no era ni más grande ni más pequeña que antes. Echó un vistazo por el intersticio con los ojos entornados, pero era incapaz de vislumbrar qué había dentro. El interior estaba oscuro y parecía cubierto por una fina membrana. Tengo tomó aliento y comprobó que los dedos no le temblaban. A continuación los introdujo por aquella abertura de unos dos centímetros e hizo fuerza hacia los lados, despacio, como si abriera una puerta de doble batiente. Cedió fácilmente, sin ofrecer resistencia, sin hacer ruido. Como si hubiera estado esperando a que sus manos la abrieran.

En ese instante, la luz que emitía la crisálida de aire iluminó suavemente sus entrañas, como un reflejo de la nieve. Aunque no podía decirse que fuera una cantidad de luz suficiente, le permitió reconocer lo que había dentro.

Tengo descubrió una bella niña de diez años.

Estaba profundamente dormida. Llevaba un sencillo vestido blanco sin adornos, que parecía un camisón, y tenía las manitas colocadas una encima de la otra sobre su pecho plano. Supo quién era a simple vista. Tenía la cara delgada y los labios dibujaban una línea recta, como si los hubieran trazado con regla. El flequillo, que llevaba cortado recto, cubría su tersa y bonita frente. La pequeña nariz apuntaba sigilosamente al aire, como buscando algo. Los pómulos, a ambos lados de la nariz, tiraban un tanto hacia los laterales. Tenía los párpados cerrados, pero él sabía cómo eran los ojos que surgirían cuando los abriera. ¡Cómo no lo iba a saber! Había vivido los últimos veinte años con la imagen de aquella niña en su corazón.

«Aomame», dijo Tengo.

Estaba profundamente dormida. Parecía un sueño muy profundo y natural. Su respirar era casi imperceptible. El corazón de la niña latía tan bajo que apenas se oía. No tenía energía suficiente para levantar los párpados. La hora aún no había llegado. Su mente no estaba allí; estaba en un lugar lejano. A pesar de ello, la palabra que Tengo había pronunciado había hecho vibrar levemente sus tímpanos. Aquél era el nombre de la niña.

Desde aquel lugar lejano, Aomame oyó la llamada. «Tengo», pensó. Lo pronunció con claridad, pero las palabras no movieron los labios de la niña en el interior de la crisálida de aire. Tampoco alcanzaron los oídos de Tengo.

Tengo, que respiraba entrecortadamente, no se cansaba de contemplar su rostro, igual que alguien a quien hubieran arrebatado el alma. El semblante de la niña parecía muy sosegado. No se percibía sombra alguna de tristeza, sufrimiento o intranquilidad. Sus labios, finos y pequeños, empezaron a moverse con suavidad, como si quisieran pronunciar alguna palabra relevante. Parecía que iba a abrir los ojos en cualquier momento. Tengo rezó con todo su corazón para que así ocurriera. Aunque no llegó a pronunciar exactamente un rezo, su corazón tejía una oración informe en el aire. Pero no había indicios de que la niña fuera a despertarse de su sueño.

«Aomame», volvió a llamarla Tengo.

Había unas cuantas cosas que le tenía que decir. Algunos sentimientos que quería transmitirle. Había convivido durante años con ellos. Sin embargo, en ese instante lo único que podía hacer era decir su nombre.

«Aomame», la llamó.

A continuación estiró el brazo con decisión y tocó las manos de la niña, que estaba acostada en el interior de la crisálida de aire. Colocó suavemente su manaza de adulto sobre la de ella. Una vez, aquella pequeña mano había agarrado con fuerza la mano de Tengo, cuando éste tenía diez años. Aquella mano lo había buscado y le había dado coraje. La mano de la niña que dormía dentro de aquella luz tenue poseía el calor inconfundible de la vida. «Aomame ha venido para transmitirme ese calor», pensó Tengo. Ese era el sentido del paquete que le había entregado en aquella aula hacía veinte años. Por fin había abierto el envoltorio y había podido ver su interior.

«Aomame», dijo Tengo. «Te voy a encontrar como sea».

Incluso después de que la crisálida de aire hubiera perdido paulatinamente su resplandor hasta disiparse, como tragada por la oscuridad, y de que la Aomame niña también se hubiera desvanecido; incluso después de ver que era incapaz de juzgar si aquello había ocurrido realmente, en los dedos de Tengo todavía permanecía el tacto y el íntimo calor de aquella pequeña mano.

En el tren de regreso a Tokio, Tengo pensó que esa sensación seguramente nunca desaparecería. Durante aquellos veinte años había vivido con el recuerdo de la sensación que la mano de aquella niña le había dejado. A partir de entonces podría seguir viviendo con ese nuevo calor.

Cuando el tren dibujó una gran curva a lo largo de la costa bordeada por las montañas, las dos lunas aparecieron en el cielo. Pendían sobre el mar sereno. Una gran luna amarilla y una pequeña luna verde. Aunque tenían un contorno muy nítido, era difícil calcular a qué distancia se encontraban. El escarceo en la superficie del mar reflejaba misteriosamente su luz, como añicos de cristal roto esparcidos. A continuación, las dos lunas se desplazaron despacio al otro lado de la ventanilla trazando la misma curva que el tren, dejaron tras de sí un pequeño fragmento como un silencioso recuerdo y, al cabo de un rato, desaparecieron de su vista.

Cuando dejaron de verse las lunas, el calor volvió a su pecho. Era un calor firme que, aunque vago, transmitía una promesa, como una pequeña luz en el camino del viajero.

«A partir de ahora viviré en este mundo», pensó Tengo con los ojos cerrados. Todavía desconocía cómo se había originado aquel mundo y bajo qué principios funcionaba. No tenía ni idea de qué iba a ocurrir a partir de entonces. Pero no importaba. No había que tener miedo. Independientemente de lo que lo aguardase, sobreviviría en aquel mundo de dos lunas y encontraría su camino. Siempre y cuando no olvidara aquel calor, no perdiera el ánimo.

Permaneció un buen rato con los ojos cerrados. Poco después los abrió y contempló por la ventanilla la oscuridad de la noche de principios de otoño. Ya no se veía el mar.

«Voy a encontrar a Aomame», se dijo Tengo con absoluta determinación. «Pase lo que pase, sea como sea este mundo, sea quien sea ella».