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TENGO

Una idea un tanto diferente

El primer recuerdo de Tengo era de cuando tenía un año y medio. Su madre se había quitado la blusa, había desanudado el lazo de la combinación blanca y daba el pecho a un hombre que no era su padre. Un bebé yacía en una cuna; probablemente fuera Tengo. Él se veía a sí mismo en tercera persona. Aunque quizá fuera su hermano gemelo… No, no lo era. Aquél debía de ser el propio Tengo, con un año y medio de edad. Lo sabía por intuición. El bebé estaba dormido, con los ojos cerrados, y podía oírse débilmente cómo respiraba. Para Tengo, aquél era el primer recuerdo de su vida. Aquella escena de apenas diez segundos había quedado grabada con nitidez en las paredes de su mente. No había antes ni después. El recuerdo estaba completamente solo, aislado, como un pináculo en una ciudad anegada por una gran riada, cuya cabeza asoma por encima de la superficie turbia del agua.

Cada vez que se le presentaba la oportunidad, Tengo preguntaba a las personas que lo rodeaban qué edad tenían en el primer recuerdo de sus vidas. La mayoría, cuatro o cinco años. Como muy pronto, tres años. Nadie solía recordar cosas de una edad más temprana. Era como si un niño debiera tener al menos tres años para poder presenciar y comprender, con cierta lógica, las situaciones que ocurrían a su alrededor. En fases previas, todo se reflejaba como un caos incomprensible. El mundo era cenagoso como una papilla diluida, carecía de armazón y resultaba elusivo. Se escapaba por la ventana sin llegar a constituir un recuerdo en el cerebro.

Por supuesto, un lactante de un año y medio de edad no puede juzgar qué significa el hecho de que un hombre que no es su padre chupe los pezones de su madre. Eso es evidente. Por lo tanto, si aquel recuerdo de Tengo fuera verdadero, la escena se le habría quedado grabada en la retina tal y como la vio, sin ser enjuiciada. Igual que una cámara que graba mecánicamente los cuerpos en la cinta de celuloide, amalgamando luz y sombra. Y a medida que la mente se desarrolla van analizándose paulatinamente las imágenes reservadas y fijadas y se les da un sentido. Pero ¿podría haber sucedido aquello en la realidad? ¿Es posible que tal imagen se almacene en el cerebro de un lactante?

¿No sería, acaso, un mero falso recuerdo? Una invención de la memoria: Tengo también había considerado esa posibilidad. Pero había llegado a la conclusión de que lo más seguro es que fuera imposible. Era demasiado vívida y tenía un poder persuasivo demasiado profundo como para ser una invención. La luz, el olor, las palpitaciones allí presentes. El realismo que emanaba era sobrecogedor; no podía ser una falsificación. Además, suponiendo que fuera real, daba sentido a muchas cosas. De manera lógica y emotiva.

A veces aquella imagen nítida aparecía, sin previo aviso, durante unos diez segundos. Ni un presagio, ni una prórroga. Sin llamar a la puerta. Lo visitaba de repente cuando viajaba en el tren, cuando escribía fórmulas matemáticas en el encerado, cuando comía o cuando charlaba con alguien (como, por ejemplo, en ese preciso instante). Avanzaba arrasando todo, como un tsunami silencioso. Cuando se daba cuenta, ya se alzaba ante él y los miembros se le dormían por completo. El tiempo se detenía durante un instante. A su alrededor, el aire se enrarecía y le costaba respirar. La gente y los objetos que lo rodeaban se convertían en cosas ajenas a él. La pared líquida engullía su cuerpo. Aunque sentía que el mundo se iba cerrando y quedando a oscuras, sus sentidos no se desvanecían. Tan sólo se trataba de un cambio de agujas en las vías de su vida. En parte, sus sentidos se volvían más agudos aún. No tenía miedo. Pero no podía abrir los ojos. Tenía los párpados bien cerrados. Los ruidos que lo rodeaban se iban alejando. Y entonces esa imagen familiar se proyectaba varias veces en la pantalla de su mente. Le sudaba todo el cuerpo. Sentía cómo la zona de las axilas de la camisa se humedecía. El cuerpo empezaba a temblarle ligeramente. Sus latidos eran más rápidos y fuertes.

Cuando estaba con alguien, Tengo fingía sentirse mareado. La verdad era que se parecía a un mareo. Pasado cierto tiempo, todo volvía a la normalidad. Sacaba un pañuelo del bolsillo, se lo llevaba a la boca y se quedaba quieto. Levantaba la mano en señal de que no pasaba nada, para que el acompañante no se preocupara. A veces se terminaba en treinta segundos; otras, continuaba durante más de un minuto. Durante ese tiempo, la misma imagen se repetía automáticamente, como en la función de repeat, si lo comparamos con una cinta de vídeo. La madre se desanudaba el lazo de la combinación y el hombre le chupaba los pezones erectos. Ella cerraba los ojos y jadeaba. El nostálgico olor de la leche materna flotaba tenuemente en el ambiente. El olfato es el órgano más desarrollado en un bebé. Puede enseñar muchas cosas. En ciertas ocasiones, puede enseñarlo todo. No se oía ni un solo ruido. El aire se convertía en un líquido espeso. Sólo percibía, por lo bajo, sus propios ruidos cardiacos.

«Míralo», le decían. «Mira sólo eso», le decían. «Estás aquí; no tienes ningún otro sitio adónde ir», le decían. El mensaje se repetía incansablemente.

El «ataque» de esta vez fue largo. Tengo cerró los ojos, se llevó un pañuelo a la boca, como siempre, y lo mordió con fuerza. No sabía durante cuánto tiempo había estado así. Cuando todo terminó, la única forma de saber la duración era por el cansancio corporal. Estaba exhausto. Era la primera vez que se sentía tan fatigado. Pasó algún tiempo hasta que fue capaz de abrir los párpados. Sus sentidos deseaban despertarse cuanto antes, pero el sistema de músculos y vísceras ofrecían resistencia. Como un animal en estado de hibernación que se confunde de estación y se despierta antes de tiempo.

«¡Eh, Tengo!», había estado gritando alguien desde hacía un rato. Aquella voz sonaba vagamente, desde las profundidades de una caverna. Tengo se dio cuenta de que era su nombre. «¿Qué te pasa? ¿Es lo de siempre? ¿Estás bien?», decía la voz. Esta vez lo oyó desde un poco más cerca.

Por fin abrió los ojos, se centró y observó su mano derecha, agarrada al borde de la mesa. Confirmó que el mundo no se había desintegrado, que él seguía estando allí y seguía siendo el mismo. Aún sentía cierto entumecimiento, pero aquélla era su mano derecha, sin duda. También olía a sudor. Era un olor extrañamente salvaje, como el que se percibe delante de la jaula de alguna bestia en los zoológicos. Sin embargo, aquél era el olor que él mismo desprendía, no cabía duda.

Tenía sed. Tengo estiró la mano, alcanzó el vaso de la mesa y bebió la mitad del agua, prestando atención a no derramarla. Una vez que descansó y recobró el aliento, se bebió la otra mitad. Su mente regresó, progresivamente, a su sitio, y sus sentidos volvieron a la normalidad. Depositó el vaso vacío sobre la mesa y se secó los labios con el pañuelo.

—Lo siento. Ya estoy bien —dijo—. Luego comprobó que la persona que se sentaba frente a él era Komatsu. Se habían citado en una cafetería cercana a la estación de Shinjuku. Las voces de las conversaciones a su alrededor comenzaron a sonar como voces normales. La pareja que estaba sentaba a su lado los miraba preguntándose qué habría podido suceder. Una camarera se había acercado con cara de preocupación. Quizá temiera que fuera a vomitar sobre el asiento. Tengo alzó la cara, le sonrió y asintió. Como diciendo: «No pasa nada. No te preocupes».

—¿No es un ataque de algo? —preguntó Komatsu.

—No tiene importancia. Sólo es una especie de mareo. Aunque intenso —contestó Tengo. Aquella voz aún no sonaba como su voz, pero se le acercaba.

—Como te pase cuando estés conduciendo, puede ser grave —dijo Komatsu, mirándolo a los ojos.

—Yo no conduzco.

—Pues mejor. Un conocido mío con alergia al polen de cedro japonés empezó a estornudar cuando iba conduciendo y se empotró contra un poste eléctrico. Sin embargo, lo tuyo es algo más que estornudar. La primera vez me asusté de verdad. A partir de la segunda, ya me he ido acostumbrando.

—Lo siento.

Tengo tomó la taza de café y bebió un trago. No sabía a nada. El líquido templado pasaba por su garganta, sin más.

—¿Quieres más agua? —preguntó Komatsu.

Tengo sacudió la cabeza.

—No. Estoy bien. Ya se me ha pasado.

Komatsu sacó una cajetilla de Marlboro del bolsillo de la chaqueta, se llevó un cigarro a la boca y lo encendió con una cerilla del local. Luego miró de reojo el reloj de pulsera.

—Bueno, ¿de qué estábamos hablando? —preguntó Tengo. Debía volver a la normalidad cuanto antes.

—A ver…, ¿de qué estábamos hablando? —dijo Komatsu, y se paró a pensar un rato mirando al vacío. O quizá fingiera estar pensando. Tengo no podía discernirlo. Los gestos y la manera de hablar de Komatsu tenían al menos una parte de interpretación—. ¡Ah, sí! Hablábamos de la chica, Fukaeri. Y de La crisálida de aire.

Tengo asintió. Fukaeri y La crisálida de aire. Justo cuando Komatsu había empezado a explicárselo, sufrió el «ataque» y la conversación se interrumpió. Tengo sacó del maletín una copia del manuscrito y la depositó sobre la mesa. Luego colocó la mano encima y comprobó una vez más su tacto.

—Ya le había comentado brevemente por teléfono que la mayor virtud de La crisálida de aire es que no imita a nadie. Resulta sorprendente para ser obra de una escritora novel, que no pretenda parecerse a algo —dijo Tengo escogiendo cuidadosamente las palabras—. Es verdad que el estilo aún es tosco y que el vocabulario resulta infantil. En general, empezando por el título, confunde «crisálida» con «capullo». Y si me pongo, podría enumerar unos cuantos defectos más. Pero al menos la historia posee algo que llama la atención. Aunque toda la obra es de corte fantástico, los detalles de las descripciones son extremadamente realistas. Están muy bien equilibrados. No sé si originalidad y necesidad serían las palabras más adecuadas para calificarla. Es cierto que tal vez no esté a la altura, pero cuando acabé de leerla a trompicones, hizo que me quedara en silencio. Podría decirse que tuve una extraña sensación de incomodidad, difícil de explicar.

Komatsu miraba a Tengo a la cara sin decir nada. Estaba buscando algo que añadir. Tengo continuó:

—No me gustaría que eliminaran enseguida la obra del concurso sólo por el hecho de que el estilo sea a veces infantil. He leído montones de obras candidatas durante estos años de trabajo. Bueno, más que leerlas, debería decir que les echo vistazos. Aunque ha habido algunas relativamente buenas, también me he encontrado con cosas que no había por dónde cogerlas, por supuesto, éstas son una mayoría aplastante. Pero de todas las obras que he leído, La crisálida de aire es la primera que me ha hecho sentir algo así. Nunca antes, después de leer una obra, me habían dado ganas de volver a leerla de principio a fin.

—¡Hmm! —dijo Komatsu.

Luego expulsó el humo del cigarro por la boca, como si no le interesara demasiado, y frunció los labios. Pero Tengo no se dejó engañar así como así por aquella expresión, pura fachada, pues su relación con Komatsu no era reciente. A veces su rostro adoptaba expresiones completamente opuestas o sin ninguna relación con lo que, en el fondo, pensaba, así que Tengo esperó con paciencia a que hablara.

—Yo también la he leído —dijo Komatsu al cabo de un rato—. Justo después de recibir tu llamada me puse a leerla. La verdad es que me pareció malísima. Faltan conectores y no se sabe qué quiere decir, qué significado tiene. Uno, antes de ponerse a escribir una novela o algo, debería haber estudiado desde la base cómo escribir.

—Pero, la leyó, ¿no?

Komatsu sonrió. Era una sonrisa como sacada del fondo de un cajón que normalmente no se abre.

—Sí. Exacto. La leí entera. Lo cual me sorprende a mí mismo. En mi vida he leído entera una obra candidata a un premio de jóvenes escritores. Es más, incluso releí ciertas partes, lo cual es más raro que una sizigia. Tengo que reconocerlo.

—Eso significa que tiene algo. ¿Me equivoco?

Komatsu dejó el cigarro en el cenicero y se rascó el lateral de la nariz con el dedo corazón de la mano derecha, pero no respondió a la pregunta de Tengo.

—La chica aún tiene diecisiete años, está en el instituto. No ha podido leer demasiadas novelas, ni practicar la escritura. Pero es lo suficientemente buena como para llegar a la final. Con su ayuda, señor Komatsu, puede conseguirlo. Si la ayuda, estoy seguro de que tendrá éxito.

—¡Hmm! —volvió a gruñir Komatsu, y bostezó con aire de hastío. Luego bebió un trago del vaso de agua—. Escucha, Tengo, pensémoslo bien. ¿Intentar llevar esa cosa tosca hasta la final? Los miembros del jurado van a alucinar. Puede que hasta se enfaden muchísimo. Para empezar ya no la van a leer entera. El jurado está formado por cuatro escritores en activo. Todos tienen múltiples ocupaciones. Hojearán las dos primeras páginas y la rechazarán a la mínima de cambio. Se dirán que no vale más que cualquier redacción de un estudiante de primaria. ¿Crees que alguien me haría caso si les dijera, frotándome las manos, que puliéndola se puede sacar algo brillante de ella? Aunque mi ayuda sea eficaz, prefiero reservarla para algo con mejores expectativas.

—¿Quiere decir que la va a rechazar así como así?

—Yo no he dicho eso —contestó Komatsu, mientras se rascaba la nariz—. Tengo una idea un tanto diferente de la obra.

—¿Una idea un tanto diferente? —dijo Tengo. En aquellas palabras se percibía un tenue eco de mal agüero.

—Tú me dices que espere a la siguiente obra —dijo Komatsu—. Claro que quiero esperar. La mayor felicidad de un editor es dar tiempo a un autor y mimarlo. Descubrir una nueva estrella en el firmamento de una noche despejada antes que nadie resulta emocionante. Para serte franco, no creo que la chica vaya a tener éxito. Llevo veinte años ganándome el pan en este mundillo. Durante este tiempo he visto publicarse y retirarse numerosas obras. Por eso soy capaz de distinguir quién va a prosperar y quién no. Así que, si quieres que te dé mi opinión, esa chica no va a tener éxito. Es una pena, pero no va a tenerlo. Ni ahora ni nunca. Para empezar, su estilo no es algo que se pueda mejorar puliéndolo. Por mucho que espere, no va a dar resultado. Va a ser una espera en vano, porque, de algún modo, ella no tiene la mínima intención de escribir un buen texto o de conseguir un estilo decente. En la escritura, una de dos: o se nace con el don, o bien uno se deja la piel y se esfuerza para hacerse bueno. Y esta niña, Fukaeri, no encaja en ninguno de los dos patrones. Por lo que he podido ver, ni es un genio, ni parece tener intención de esforzarse. No sé por qué, pero nunca le ha interesado la escritura. Es cierto que existe el deseo de contar una historia. Y parece un deseo bastante fuerte. Eso lo tengo que reconocer. Es lo que te atrajo a ti e hizo que yo leyera la obra de cabo a rabo. Dependiendo de cómo se mire, no está nada mal. A pesar de todo, no tiene futuro como novelista. Tiene menos futuro que una cagada de chinche. Tal vez te haya decepcionado, pero si quieres saber realmente lo que pienso, ahí está.

Tengo se puso a pensar en ello. Komatsu no iba desencaminado en su objeción. Ante todo, estaba dotado de una buena intuición como editor.

—Pero no pasa nada por darle una oportunidad, ¿o sí? —insistió Tengo.

—Arrojarla al agua y ver si flota o se hunde. ¿Es eso lo que quieres?

—Sí, simplificando.

—He realizado muchísimos sacrificios en vano hasta el día de hoy. No quiero ver más ahogados.

—Entonces, ¿qué pasa con mi caso?

—Tú, al menos, te esfuerzas —respondió Komatsu midiendo sus palabras—. Por lo que he visto, no haces chapuzas. También sientes un gran respeto por la tarea de escribir. ¿Por qué? Porque te gusta escribir. Eso es algo que valoro. Que a uno le guste escribir es la cualidad más importante para todo aspirante a escritor.

—Pero con eso no basta.

—Por supuesto. Con eso no basta. Tiene que haber «algo especial». Por lo menos tiene que incluir algo que no pueda predecir. Con respecto a las novelas, eso es lo que yo más valoro. Las cosas predecibles no me interesan. Naturalmente. Son demasiado simples.

Tengo permaneció callado durante un instante. Luego habló.

—¿Hay algo que le resulte impredecible en lo que escribió Fukaeri?

—Sí. Hay algo, por supuesto. Esa niña posee algo valioso. No sé qué, pero lo tiene. Estoy seguro de ello. Tú lo sabes y yo también. Cualquiera puede percibirlo claramente, como el humo de una hoguera en una tarde sin viento. Sin embargo, Tengo, esa niña carga con algo que debe de ser demasiado pesado para sus brazos.

—No hay probabilidad de que flote si la arrojamos al agua.

—En efecto —dijo Komatsu.

—Por lo tanto, no va a llevarla hasta la última fase del concurso.

—Así es —respondió Komatsu. Luego torció los labios y juntó las manos sobre la mesa—. Ahí es donde tengo que medir bien mis palabras.

Tengo tomó la taza de café y observó lo que quedaba dentro. Luego devolvió la taza a su sitio. Komatsu seguía sin decir nada. Tengo le habló.

—¿Es ahora cuando va a hablarme de lo que usted llama «una idea un tanto diferente»?

Komatsu entornó los ojos, como un profesor ante un alumno aplicado, y asintió lentamente.

—Eso es.

Había algo insondable en Komatsu. Por la expresión de su cara y su voz no resultaba fácil adivinar qué pensaba, qué sentía. Además, él mismo parecía disfrutar de ello, envolviendo a la otra persona en humo. Era, ciertamente, astuto. El tipo de persona que piensa y decide conforme a su propia lógica, sin dejarse influir por los designios de los demás. Y, aunque no se vanagloriaba más de la cuenta, leía montones de libros y poseía conocimientos específicos en diversas áreas del saber. Además de esos conocimientos, era capaz de intuir a las personas y las obras literarias. Aunque ello tal vez implicara prejuicios, para él los prejuicios eran un elemento importante de la realidad.

Nunca había sido un hombre muy hablador y odiaba dar explicaciones, pero, si era necesario, sabía ofrecer su opinión de manera inteligente y racional. Cuando se lo planteaba, también podía ser mordaz. Apuntaba a las debilidades del otro y, en cuestión de segundos, lo aguijoneaba con palabras concisas. Tenía un gusto muy personal en cuanto a la gente y la literatura, y eran más, sin punto de comparación, las personas y escritos que podía tolerar que los que no. Naturalmente, también eran más aquellos a los que no les caía bien, que a los que sí. Pero él mismo se lo buscaba. Tengo opinaba que Komatsu prefería estar solo y que disfrutaba manteniendo lejos a los demás —o siendo claramente detestado—. El editor creía con firmeza que la agudeza del espíritu nunca nacía de un entorno agradable.

Komatsu tenía cuarenta y cinco años, dieciséis años más que Tengo. Se había dedicado exclusivamente a la edición de revistas literarias y gozaba de cierta fama de lince en aquel mundillo, pero nadie sabía nada de su vida privada, porque, aunque mantenía relaciones de tipo profesional, no hablaba con nadie de su vida. Tengo no sabía ni dónde había nacido, ni dónde se había criado, ni dónde vivía actualmente. Aunque charlaran durante largo rato, esos temas nunca salían a colación. La gente se preguntaba cómo le llegaban manuscritos siendo tan inaccesible, cuando no parecía tener amistades y criticaba el mundo literario; pero él conseguía obras de escritores famosos conforme a sus necesidades, aparentemente sin demasiado esfuerzo. Gracias a él, la revista tenía un aspecto y un formato determinados. Por eso lo respetaban, aunque no les cayera bien.

Corría el rumor de que, cuando Komatsu estaba en la Facultad de Literatura de la Universidad de Tokio, en los años sesenta, y se produjo el conflicto por el Tratado de Cooperación Mutua y Seguridad entre Japón y Estados Unidos, él formaba parte de la clase dirigente del movimiento estudiantil. Se decía que, cuando la estudiante Michiko Kanba participó en las manifestaciones y murió a manos de la policía, él andaba muy cerca e incluso recibió heridas de considerable gravedad. Aunque no se sabía hasta qué punto aquello era verdad. Lo único cierto era que el río sonaba. Komatsu era alto y espigado, tenía la boca demasiado grande y la nariz demasiado pequeña. Sus extremidades eran largas y, en la punta de los dedos, tenía manchas de nicotina. Recordaba a los exrevolucionarios de la intelligentsia que salían en la literatura rusa del siglo XIX. No sonreía demasiado, pero cuando lo hacía todo su rostro se transformaba en una sonrisa. Sin embargo, aun cuando sonreía, no parecía disfrutar realmente. Como un mago avezado riéndose entre dientes mientras prepara un vaticinio fatídico. Era limpio y aseado, pero siempre llevaba ropa parecida, seguramente para demostrar al mundo que la vestimenta no le interesaba ni lo más mínimo. Su uniforme consistía en una chaqueta de tweed, camisa blanca de algodón Oxford o polo gris claro, sin corbata, pantalones grises y zapatos de ante. Uno se imaginaba media docena de chaquetas de tweed con tres botones, de color, tejido y tamaño ligeramente diferentes, bien cepilladas y colgadas en el armario de su casa. Para diferenciarlas, seguro que les asignaría números.

Su cabello, duro como finos alambres, comenzaba a encanecer ligeramente en la zona del flequillo. Lo tenía enredado y le cubría las orejas. Aunque resulte extraño siempre lo llevaba igual de largo, como si hubiera ido a la peluquería una semana antes. Tengo no sabía cómo era posible. A veces, los ojos le centelleaban, como una estrella que titila en el cielo nocturno de invierno. Una vez que se callaba, por cualquier motivo, permanecía callado, como una roca en la cara oculta de la Luna. La expresión de su rostro prácticamente desaparecía, y daba la impresión de que incluso su temperatura corporal se apagaba.

Hacía tan sólo cinco años que Tengo y Komatsu se conocían. Él se había presentado al premio de jóvenes escritores de la revista literaria en la que Komatsu trabajaba como editor y había llegado a la final. Komatsu lo llamó por teléfono y le dijo que quería conocerlo y hablar con él. Quedaron en una cafetería de Shinjuku (la misma en la que ahora se encontraban). Le dijo que con aquella obra era imposible ganar el concurso (y en verdad no lo ganó). Sin embargo, le había gustado la obra personalmente. «No te estoy vendiendo el favor, pero que yo le diga esto a alguien es rarísimo», le dijo (en aquel momento, Tengo no lo sabía, pero era así en realidad). «Por lo tanto, me gustaría leer antes que nadie tu próxima obra, cuando la escribas», le dijo Komatsu. «De acuerdo», respondió Tengo.

Komatsu quería saber acerca de Tengo. Cómo se había criado y a qué se dedicaba en aquel momento. Tengo le contó abiertamente todo lo que pudo. Había nacido y se había criado en la ciudad de Ichikawa, en la prefectura de Chiba. Poco después de dar a luz, su madre enfermó y falleció. Al menos eso era lo que le había dicho su padre. No tenía hermanos. Tras aquello, su padre nunca volvió a casarse y lo crió él solo. Su padre había trabajado como cobrador de las cuotas de recepción para la emisora de televisión NHK, pero ahora padecía alzheimer y estaba internado en un sanatorio en el extremo sur de la península de Boso. Tengo se había licenciado en la Universidad de Tsukuba, en un programa de estudios con el extraño nombre de «Especialidad en matemáticas del Primer Cluster de Ciencias Puras», y, al mismo tiempo que trabajaba como profesor de matemáticas en una academia sita en Yoyogi, que preparaba para el examen de acceso a la universidad, escribía novelas. Cuando se licenció, también tuvo la opción de trabajar como profesor en el instituto prefectural de la zona pero eligió ser profesor de academia, donde había, relativamente, mayor libertad en cuanto al horario. Vivía en un pequeño piso en Kōenji.

Ni él mismo sabía si en realidad deseaba ser escritor profesional. Tampoco sabía si tenía talento para escribir novelas. Lo único que sabía era que necesitaba escribir todos los días. Escribir era para él como respirar. Komatsu escuchaba atentamente a Tengo sin expresar su impresión.

De algún modo, personalmente, a Komatsu parecía caerle bien Tengo. Éste era corpulento (había sido el luchador más importante de su club de judo desde la secundaria hasta la universidad) y tenía la mirada de un campesino madrugador. Llevaba el pelo corto, siempre estaba bronceado, sus orejas eran redondas y arrugadas como coliflores y no tenía aspecto ni de joven con aspiraciones literarias, ni de profesor de matemáticas. Komatsu también debía de encontrar eso de su agrado. Cuando Tengo terminaba una nueva novela, se la llevaba a Komatsu. Éste la leía y le daba su opinión. Luego Tengo la corregía en función de los consejos del editor. Al llevarle el texto corregido, Komatsu volvía a darle alguna indicación. Era como un entrenador que, poco a poco, va subiendo el nivel de la barra. «Puede que en tu caso lleve tiempo», le dijo Komatsu, «pero no hay prisa. Debes asentarte y seguir escribiendo, sin cesar. A ser posible, es mejor que no tires lo que has escrito, porque siempre podría serte útil más adelante». Tengo le respondió que así lo haría.

Komatsu le pasó a Tengo un pequeño trabajo de redacción. Tenía que escribir textos anónimos para una revista femenina que publicaba su editorial. Despachaba todo lo que le encargaban, desde reescribir cartas al editor, hasta redactar breves reseñas de películas o de nuevas publicaciones, pasando incluso por el horóscopo. El horóscopo, que Tengo escribía al tuntún, tenía fama porque acertaba a menudo. Cuando escribió «Tenga cuidado con el terremoto que va a haber por la mañana temprano», efectivamente hubo un gran terremoto a primera hora del día. Ese tipo de trabajo a destajo era de agradecer, porque le proporcionaba unos ingresos adicionales y le servía como práctica de la escritura. Le alegraba que sus textos fueran publicados y expuestos en las librerías, no importaba bajo qué formato.

Al cabo de poco tiempo le concedieron un trabajo de lector de obras candidatas al premio de la revista literaria. Resultaba extraño leer las obras de otros candidatos, cuando él mismo se presentaba al concurso, pero las leía con imparcialidad, sin preocuparse demasiado por la delicada situación en la que se encontraba. Además, a fuerza de leer montones de novelas mal escritas e insufribles, aprendió qué era una novela mal escrita e insufrible. Cada vez leía un centenar de obras y, entre ellas, elegía unas diez que mostraran algo de valor, para llevárselas a Komatsu. A cada obra adjuntaba una nota en la que había escrito sus impresiones. Cinco novelas pasaban a la final y, de entre ellas, los cuatro miembros del jurado tenían que elegir a la ganadora.

Había otras personas, aparte de Tengo, que trabajaban también como lectores, y varios editores más, aparte de Komatsu, que se encargaban de las primeras fases de selección. Se pedía imparcialidad, pero no hacía falta tomarse muchas molestias: aunque las obras fueran numerosas, sólo dos o tres, a lo sumo, tenían algún valor literario y a nadie que las leyera se le pasaría por alto. Las obras de Tengo habían llegado a la final en tres ocasiones. Evidentemente, Tengo no había elegido su propia obra, pero los otros dos lectores y Komatsu, que estaba en la mesa de editores, la pasaron a la final. Nunca ganó el premio, pero Tengo no se sentía decepcionado. En primer lugar, tenía grabadas en la mente las palabras de Komatsu: «Tómate tu tiempo». Además, él mismo no estaba especialmente interesado en hacerse novelista de inmediato.

Si preparaba bien el programa de la asignatura, podía hacer en casa lo que le gustaba cuatro días por semana. Había trabajado de profesor en la misma academia durante siete años, pero tenía bastante buena fama entre el alumnado, porque su forma de enseñar era directa, sin ambages, y podía responder al instante a cualquier pregunta. Estaba dotado con el arte de la oratoria, lo cual le sorprendía a él mismo. Sus explicaciones eran excelentes, tenía una voz penetrante y sabía motivar a la clase con sus bromas. Hasta que empezó a trabajar de profesor, siempre había pensado que era un mal orador. Incluso ahora había momentos en los que, al hablar frente a alguien, se ponía nervioso y no le salían las palabras. Cuando entraba en un grupo reducido de gente, únicamente escuchaba. Pero, subido a la tarima del profesor, frente a un número indeterminado de personas, la cabeza se le despejaba y podía hablar con toda comodidad durante el tiempo que hiciera falta. Tengo pensaba a menudo que no comprendía al ser humano.

Su sueldo no estaba mal. No podía decirse que fuera una gran suma, pero la academia le pagaba un salario que se adecuaba a sus capacidades. Periódicamente, los alumnos realizaban una evaluación de los profesores y, a medida que la valoración subía, la remuneración también era mejor. Se debía a que temían que otras academias captaran a los mejores profesores (en realidad había ocurrido varias veces). En una escuela normal no sucedía así. El sueldo se determinaba por la antigüedad, la directiva controlaba la vida privada del profesorado, y el talento y la fama no servían para nada. Él disfrutaba de su trabajo en la academia. La mayoría de los alumnos asistían al aula con el claro objetivo de prepararse para los exámenes de ingreso en la universidad y atendían a las clases con entusiasmo. Los profesores no tenían que hacer nada más, aparte de impartir clases en el aula. Era algo que Tengo agradecía. No necesitaba preocuparse por problemas engorrosos como faltas de comportamiento o infracciones de las normas escolares por parte de los alumnos. Bastaba con subirse a la tarima y explicar cómo resolver problemas matemáticos. Y el manejo de conceptos puros mediante la herramienta de las matemáticas era, por naturaleza, uno de los puntos fuertes de Tengo.

Cuando estaba en casa, se levantaba temprano y generalmente escribía hasta el anochecer. Una pluma Montblanc, tinta azul y folios para cuatrocientos caracteres. Bastaba eso para que Tengo se sintiera satisfecho. Una vez por semana, su novia, que estaba casada, se acercaba hasta su apartamento y pasaban la tarde juntos. El sexo con aquella mujer casada, diez años mayor que él, era desenfadado, en la medida en que su relación no conducía a ningún sitio, y pleno. Por la tarde daba largos paseos y, al anochecer, leía sólo mientras escuchaba música. No veía la televisión. Cuando venía el cobrador de la NHK, lo echaba amablemente: «Lo siento, pero no tengo televisor». Era verdad que no tenía. «Puede entrar y mirar, si desea». Pero nunca entraban. A los cobradores de la NHK no les estaba permitido entrar en las casas.

—Yo pensaba en algo un poco más grande —dijo Komatsu.

—¿Más grande?

—Sí. No quiero decir que el premio de jóvenes escritores sea pequeño, pero de todas formas apunto a algo más grande.

Tengo se quedó en silencio. Desconocía cuáles eran las intenciones de Komatsu, pero podía percibir algo inquietante.

—El premio Akutagawa —dijo Komatsu tras una pausa.

—El premio Akutagawa —repitió Tengo, como si trazara aquellas palabras en la arena húmeda con un palo, en grandes caracteres.

—El premio Akutagawa. Lo tienes que conocer por muy ignorante que seas. Sale frecuentemente en la prensa y en las noticias de la televisión.

—Oiga, señor Komatsu, creo que no me estoy enterando. ¿Es de Fukaeri de quien estamos hablando ahora usted y yo?

—Sí. Hablamos de Fukaeri y de La crisálida de aire. No hay ningún otro tema que hayamos comentado.

Tengo se mordió el labio e intentó adivinar qué estaba pasando en realidad.

—Pero ¿no me ha dicho hace un momento que era imposible que esa obra ganara el premio de jóvenes escritores? ¿Que tal como está no vale para nada?

—Así es, tal como está no vale para nada. Es un hecho evidente.

Tengo necesitaba tiempo para pensar.

—Entonces, en definitiva, ¿me está hablando de retocar una obra que se ha presentado al concurso?

—No hay otra manera. Ha habido otros casos en los que un editor ofrece sus consejos y hace que se corrija una obra candidata prometedora. No es inusual. Sólo que esta vez no va a ser el propio autor quien la corrija, sino otra persona.

—¿Qué otra persona? —A pesar de preguntarlo, Tengo ya sabía la respuesta de antemano. Sólo preguntaba por si acaso.

—Tú vas a corregirla —dijo Komatsu.

Tengo buscó las palabras adecuadas, pero no las encontró. Soltó un suspiro y habló:

—Pero, señor Komatsu, no va a darnos tiempo de hacer tantas correcciones. Si no se corrige entera, de cabo a rabo, va a faltarle cohesión.

—Por supuesto, vamos a modificarla de cabo a rabo, usando la armazón de la historia tal cual. Se debe preservar el sabor del estilo todo lo posible. Pero el texto lo vamos a modificar casi por completo. Lo que se llama una adaptación. Tú te encargarás de la corrección. Yo produciré todo.

—¿Saldrá todo bien? —dijo Tengo, como si hablara consigo mismo.

—No te preocupes. —Komatsu tomó la cucharilla del café y apuntó con ella a Tengo, como un director de orquesta que dirige a un solista con la batuta—. Esa niña, Fukaeri, tiene algo especial. Uno se da cuenta cuando lee La crisálida de aire. Su capacidad para imaginar no es normal. Pero, desgraciadamente, el texto no vale para nada. Es el colmo de la tosquedad. Por otro lado, tú sabes escribir textos. Tienes aptitudes y buen gusto. A pesar de ser corpulento, tus textos son inteligentes y delicados. También poseen algo así como vigor. En cambio, Fukaeri aún no acaba de ver qué es lo que quiere escribir. Por lo tanto, a veces el hilo de la historia se pierde. Tú debes escribir aquello que se aferra a tu interior. Sabes que está oculto en lo hondo del agujero, pero si no sale al exterior, no hay forma de atraparlo. A eso me refería cuando te dije que era mejor que te tomaras tiempo.

Tengo, sentado en la silla de vinilo, cambió torpemente de postura. No dijo nada.

—El asunto es sencillo —prosiguió Komatsu, meneando a conciencia la cucharilla—. Sólo tenéis que colaborar y crear un nuevo escritor. Dar a las historias sin pulir de Fukaeri tus textos acabados. Es una combinación ideal. Tienes capacidad para hacerlo. Por eso mismo te he apoyado personalmente hasta hoy, ¿no es así? El resto déjamelo a mí. Si aunáis vuestras fuerzas, el premio de jóvenes escritores será pan comido. Incluso podremos aspirar al premio Akutagawa. Yo no he sobrevivido en este mundillo holgazaneando precisamente. Me lo conozco como la palma de la mano.

Tengo se quedó mirando un rato a Komatsu a la cara, con la boca entreabierta. Komatsu devolvió la cuchara al platillo. Hizo un gran ruido poco natural.

—Si ganara el Akutagawa, ¿qué ocurriría a partir de entonces? —preguntó Tengo, recobrando el ánimo.

—Si ganara el Akutagawa, se haría famosa. La mayoría de la gente no sabe cuál es el valor de una novela, pero no quieren quedarse al margen. Por eso, cuando hay un libro que ha ganado un premio y está en boca de todos, lo compran y lo leen. Y si la autora es una alumna de instituto, todavía más. Si el libro se vendiera, daría bastante dinero. Los beneficios los repartiríamos convenientemente entre los tres. De eso ya me encargo yo.

—Ahora mismo el reparto del dinero me trae sin cuidado —replicó Tengo sin ninguna gracia—. Sin embargo, ¿no va todo esto en contra de su código deontológico como editor? Si se descubriera toda la trama, tendría un problema gordo. Supongo que incluso lo echarían de la editorial.

—No va a descubrirse tan fácilmente. Cuando me lo propongo, puedo llevar las cosas con suma discreción. Además, si se descubriera, dejaría la editorial de buena gana. De todas formas, a los jefes no les caigo bien y me han estado tratando con frialdad todo este tiempo. Trabajo, puedo encontrarlo enseguida. Yo no hago esto por dinero. Lo que deseo es burlarme de los círculos literarios. Quiero troncharme de risa de esa banda que no sabe más que reunirse en sótanos lúgubres y farfullar tonterías sobre la misión de la literatura, mientras se hacen la pelota, se lamen las heridas y se hacen la zancadilla los unos a los otros. Voy a burlarme del sistema y ridiculizarlo por completo. ¿No te parece divertido?

A Tengo no le parecía particularmente divertido. Él aún no había visto esos círculos literarios. Y el saber que un hombre competente como Komatsu tenía intención de jugársela por algo tan infantil le dejó sin habla durante un instante.

—Lo que me está contando me suena a una especie de fraude.

—Las colaboraciones no son algo raro —dijo Komatsu, tras fruncir el ceño—. La mitad de los manga que se serializan en revistas son fruto de colaboraciones. El staff saca una idea, crea una historia, la dibuja con trazos simples y, luego, los asistentes completan los detalles y le dan color. Es lo mismo que elaborar despertadores en una fábrica. Hay casos parecidos en el mundo de la novela. Por ejemplo, en las novelas románticas. En muchas de ellas hay un escritor contratado que lo único que tiene que hacer es crear una historia de ese tipo siguiendo los patrones marcados por la línea editorial. En otras palabras, es un sistema de división del trabajo, puesto que, si no se hace así, la producción en masa no funciona. Pero como en el rígido mundo de la literatura pura esos métodos no se usan de forma abierta, vamos a seguir la estrategia práctica de dejar a Fukaeri al frente de todo. Si se descubriera, posiblemente sería un escándalo. Pero no es nada que infrinja la Ley. Estas cosas están a la orden del día. Además, no estamos hablando de Balzac o Murasaki Shikibu. Sólo vamos a corregir una obra llena de carencias, escrita por una estudiante de instituto, para hacer de ella algo decente. ¿Qué problema hay? ¿Qué tiene de malo si, una vez terminada, la obra es de buena calidad y numerosos lectores disfrutan de ella?

Tengo reflexionó sobre lo que Komatsu acababa de decir. Entonces midió sus palabras.

—Hay dos problemas. Seguro que hay muchos más, pero voy a dejarlo en dos. En primer lugar, la autora, es decir, Fukaeri, todavía no ha dado su consentimiento a ninguna corrección a manos de un tercero. Si dijera que no, todo el asunto se quedaría paralizado. En segundo lugar, aunque ella diera su consentimiento, no sé si seré capaz de reescribir bien su historia. El trabajo en grupo es algo sumamente delicado y quizá no salga tan bien como usted piensa.

—Sé que puedes hacerlo —dijo de inmediato Komatsu, como si hubiera previsto esa objeción—. No cabe ninguna duda. La primera vez que leí La crisálida de aire, lo primero que se me pasó por la cabeza fue «esta historia debe reescribirla Tengo». Es más, se trata de la historia apropiada para que tú la corrijas. Está esperando a que la corrijas. ¿No te parece?

Tengo sólo negó con la cabeza. No dijo nada.

—No hay prisa —dijo Komatsu con tono sereno—. Es un tema serio. Piénsatelo con calma dos o tres días. Y haz el favor de volver a leer la obra. Quiero que pienses entonces en mi proyecto. ¡Ah! Y también te voy a dar esto…

Komatsu sacó un sobre marrón del bolsillo de su chaqueta y se lo entregó a Tengo. Dentro del sobre había dos fotografías a color de tamaño regular. Eran fotos de una chica. Una era un retrato desde el pecho hacia arriba, y la otra, una polaroid de cuerpo entero. Parecían haber sido tomadas en el mismo momento. Estaba de pie, delante de unas escaleras. Unas amplias escaleras de piedra. Tenía unas bellas facciones clásicas y el cabello largo y liso. Blusa blanca. Pequeña y delgada. Los labios se esforzaban por sonreír, pero sus ojos se resistían. Tenía una mirada muy seria. Una mirada que ansiaba algo. Tengo estuvo contemplando las dos fotografías alternadamente durante un buen rato. Sin saber por qué, mientras observaba las fotos, se acordó de sí mismo a la edad de la chica. Entonces sintió una ligera punzada en el pecho. Era un tipo de dolor especial que hacía mucho tiempo que no experimentaba. Era como si la figura de la chica hubiera despertado ese dolor.

—Es Fukaeri. Bastante guapa, ¿no? Sencilla y con buen gusto. Tiene diecisiete años. Soberbia. Su nombre real es Eriko Fukada, pero no quiere hacerlo público. Siempre se hace llamar Fukaeri. Me pregunto si no será un problema en caso de que gane el Akutagawa. Los medios de comunicación se le echarán encima, como una bandada de murciélagos al anochecer. El libro va a vender desde el momento mismo de su producción.

Tengo se preguntó, extrañado, de dónde había sacado Komatsu aquellas fotografías. Las obras candidatas no traían ninguna fotografía adjunta. Pero decidió no preguntarle. Tampoco tenía ganas de conocer la respuesta, aunque no tenía ni idea de cuál podía ser.

—Te las puedes quedar. Podrían servirte para algo —dijo Komatsu.

Tengo devolvió las fotos al sobre y lo colocó encima de las copias de La crisálida de aire.

—Señor Komatsu, yo apenas sé nada de este mundillo, pero, si lo pienso guiándome por el sentido común, me parece un proyecto sumamente peligroso. Una vez que se cuenta una mentira a la sociedad, hay que seguir mintiendo para siempre. Hay que conseguir que la historia siga siendo plausible. Eso no debe de ser tarea fácil, ni a nivel psicológico, ni a nivel práctico. Si alguien metiera la pata en cualquier cosa, podría resultar fatal para todos. ¿No cree?

Komatsu sacó otro cigarro y lo encendió.

—Efectivamente. Es una explicación sólida y correcta. Se trata de un proyecto arriesgado, en efecto. En este momento hay demasiadas incertitudes. No podemos prever qué va a ocurrir. Puede que acabemos fracasando y cada uno de nosotros pase un mal rato. Eso ya lo sé. Pero, Tengo, habiendo considerado todo, te comunico que mi intención es proseguir, porque es una oportunidad única. Hasta ahora no la he tenido y en el futuro no creo que vaya a tenerla. Tal vez compararla con un juego no sea lo más apropiado, pero las cartas ya están ligadas. Tenemos un montón de fichas. Se dan las condiciones adecuadas. Si dejamos pasar esta oportunidad, nos arrepentiremos.

Tengo se quedó callado, mirando la sonrisa funesta que afloraba en la cara del editor.

—Y lo más importante es que vamos a hacer de La crisálida de aire una obra excelente. Es una historia que se merece estar mejor escrita. Posee algo muy valioso. Algo que alguien tiene que extraer. Supongo que en el fondo tú también piensas igual. ¿Me equivoco? Vamos a unir nuestras fuerzas con ese objetivo. Vamos a levantar el proyecto y cada uno va a aportar sus habilidades. El motivo es respetable a ojos de cualquiera.

—Pero, señor Komatsu, no importa cómo lo justifique, no importa que aduzca que se trata de una causa justa, pues en el fondo es un fraude en toda regla. Tal vez el motivo sea respetable a ojos de cualquiera, pero es que en realidad nadie lo puede ver. Y es que tenemos que actuar a escondidas. Si la palabra fraude no le parece apropiada, llámele traición. Aunque no infrinja la Ley, supone un problema moral. Porque que un editor cree la obra ganadora de un premio de una revista literaria que pertenece a su propia editorial, ¿acaso no es, en términos financieros, como el tráfico de información privilegiada?

—No se puede comparar la literatura con las finanzas. Son completamente diferentes.

—Por ejemplo, ¿en qué se diferencian?

—Pues, por ejemplo… Estás obviando un factor muy importante —dijo Komatsu. Era la primera vez que veía su boca tan abierta, con tanta alegría—. Quiero decir, estás evitando ese factor a propósito. Me refiero a que tú ya estás decidido a hacerlo. Te sientes predispuesto a reescribir La crisálida de aire. Lo sé. El riesgo y la moral no importan un pimiento. Tengo, estoy seguro de que ahora mismo te mueres de ganas de reescribir La crisálida. Te mueres de ganas de extraer ese algo, en lugar de Fukaeri. Mira, ahí tienes una diferencia entre la literatura y las finanzas. Para bien o para mal, en la literatura no sólo el dinero mueve las cosas. Deberías volver a casa y asegurarte con calma de qué es lo que quieres en el fondo. Ponte delante del espejo y observa bien. Lo llevas escrito en el rostro.

Tengo sintió que el aire que lo envolvía se había enrarecido de repente. Echó un breve vistazo a su alrededor. ¿Otra vez aquella imagen? No, no había ningún indicio. El enrarecimiento del aire procedía de otro dominio distinto. Sacó el pañuelo del bolsillo y se enjugó el sudor de la frente. Komatsu siempre tenía razón. Por algún motivo.