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TENGO

Si es lo que deseas

El timbre del teléfono despertó a Tengo. Las agujas luminosas del reloj marcaban un poco más de la una. Huelga decir que todo estaba oscuro a su alrededor. Sabía desde el principio que era Komatsu quien lo llamaba. Aparte de él, ningún otro conocido lo llamaría pasada la una de la madrugada. Y no había nadie más, aparte de él, que dejara sonar el teléfono incansablemente, con tal insistencia, hasta que la otra persona cogía el auricular. La noción de tiempo no existía para Komatsu. Cuando se le ocurría algo, llamaba al instante, sin tener en cuenta la hora. Fuera en plena noche o temprano por la mañana, durante la luna de miel o en el lecho de muerte; la idea prosaica de que a la otra persona podría molestarle que la llamaran por teléfono no parecía pasar por aquella cabeza ovalada.

Pero la realidad es que no, aquello no se lo hacía a cualquiera. Al fin y al cabo, Komatsu cobraba por trabajar dentro del sistema. No podía ir por ahí comportándose de manera insensata con cualquiera. Como se trataba de Tengo, sí que podía. Para Komatsu, Tengo era más o menos una prolongación de sí mismo. Igual que una extremidad. No había distinción entre el uno y el otro. Por lo tanto creía que cuando él estaba despierto, el otro también debería estarlo. Cuando no había ningún asunto pendiente, Tengo se acostaba a las diez de la noche y se levantaba a las seis de la mañana. Por lo general, llevaba una vida ordenada. Era de buen dormir, pero cuando algo lo despertaba, se desvelaba. Formaba parte de su temperamento nervioso. Se lo había dicho cientos de veces a Komatsu. Le había pedido claramente que dejara de llamarlo por teléfono en plena noche. Como un campesino que le implora a Dios que no envíe una plaga de langostas a sus tierras antes de la cosecha. «Entendido. Ya no voy a llamarte más de noche», le decía Komatsu. Pero como aquellas promesas no arraigaban lo suficiente en su consciencia, bastaba con que cayera un solo chaparrón para que el agua se las llevara consigo como si nada.

Tengo se levantó de la cama y, después de chocar contra algo, consiguió llegar hasta el teléfono de la cocina. Entre tanto, el teléfono no cesaba de sonar.

—He hablado con Fukaeri —dijo Komatsu. Como de costumbre, no hubo saludos. Ni un preámbulo. Ni un «¿Estabas durmiendo?», ni un «Siento llamarte tan tarde». Era increíble. Siempre lo sorprendía.

Tengo se quedó en silencio, frunciendo el ceño en medio de la oscuridad. Cuando se despertaba de golpe en medio de la noche, le costaba reaccionar durante un buen rato.

—¡Eh! ¿Me oyes?

—Sí.

—De momento sólo hemos hablado por teléfono. Bueno, fui yo básicamente el que habló y ella sólo escuchaba, así que, en general, difícilmente podría llamársele una conversación. El caso es que es una chica de pocas palabras. Y tiene una extraña manera de hablar. Si la oyeras, te darías cuenta. En cualquier caso, le expliqué sin preámbulos de qué trata, más o menos, mi proyecto. Algo así como que qué le parecería que una tercera persona interviniera y corrigiera La crisálida de aire, y que esa versión más pulida aspirara al premio. Como era por teléfono, se lo conté por encima. Le pregunté si estaba interesada en quedar y hablar de los detalles. Lo hice dando rodeos. Si hubiera sido demasiado franco, podría haberme metido en un aprieto, dada la naturaleza del tema del que hablamos.

—¿Y qué pasó?

—No me contestó.

—¿No le contestó?

En ese momento, Komatsu hizo una pausa eficaz. Se llevó un cigarro a la boca y lo encendió con una cerilla. Por el ruido que se oía a través del teléfono, Tengo se hizo una idea clara. No utilizaba mechero.

—Fukaeri me dijo que antes querría conocerte —contestó Komatsu expulsando el humo—. No me dijo si estaba interesada o no. Ni si lo quiere hacer o no. De todos modos, parece que lo más importante es conocerte y hablar contigo cara a cara. Me imagino que después me dará una respuesta. ¿Te parece mucha responsabilidad?

—¿Y entonces?

—¿Estás libre mañana por la tarde?

Las clases en la academia empezaban temprano y acababan a las cuatro de la tarde. Por suerte o por desgracia, no tenía ningún plan para después.

—Sí, estoy libre —dijo Tengo.

—Vete a Nakamura-ya, en Shinjuku, a las seis. He reservado una mesa tranquila a mi nombre, hacia el fondo del local. La editorial paga la cuenta, así que comed y bebed lo que os apetezca. Y hablad los dos con calma.

—¿Eso quiere decir que usted no vendrá?

—La condición de Fukaeri era hablar contigo a solas. Por ahora, parece que no le hace falta reunirse conmigo.

Tengo se quedó callado.

—Eso es todo —concluyó Komatsu con voz jovial—. Hazlo bien, Tengo. Eres corpulento, pero gustas a la gente. Además, eres profesor de una academia preparatoria, así que estarás acostumbrado a hablar con precoces alumnas de instituto. Estás más capacitado que yo. Sólo tienes que sonreír, persuadirla y mostrarle que puede confiar en ti. Espero buenas noticias.

—Aguarde un segundo. ¿Acaso no es ése el asunto del que me habló en un principio? Todavía no le he respondido. Como le dije la otra vez, es un plan sumamente peligroso y sospecho que no todo va a salir tan bien. Podría convertirse en un problema a nivel social. Es imposible que convenza a una chica que no conozco, cuando ni yo mismo he tomado una decisión en cuanto a aceptar o no.

Komatsu se quedó un rato callado al teléfono. Luego habló.

—Oye, Tengo, el asunto ya está en marcha. Es tarde para detener el tren y apearse. Yo estoy completamente decidido. Y tú debes de estar medio decidido. Por así decirlo, corremos la misma suerte.

Tengo movió la cabeza hacia ambos lados. ¿Correr la misma suerte? ¡Vaya! ¿Desde cuándo se había puesto la cosa tan dramática?

—Pero, señor Komatsu, ¿no le dije el otro día que necesitaba tiempo para pensármelo con calma?

—De eso ya han pasado cinco días. Te lo has pensado con calma, ¿y qué?

Tengo no sabía qué decir.

—Aún no he tomado una decisión —se sinceró.

—Pues, entonces, ¿por qué no ves a Fukaeri y hablas con ella? Puedes decidirte después.

Tengo se masajeó fuertemente las sienes con los dedos. La cabeza todavía no le funcionaba al cien por cien.

—De acuerdo. Iré a conocer a Fukaeri. Mañana a las seis en el Nakamura-ya de Shinjuku. Le explicaré el asunto por encima. Pero no puedo prometerle nada más, porque se lo puedo explicar, pero lo de convencerla es imposible.

—Está bien, vale.

—¿Y qué sabe ella de mí?

—Le conté lo básico. Que tienes veintinueve o treinta años, estás soltero y trabajas como profesor de matemáticas en una academia en Yoyogi. Que eres corpulento, pero no eres mal tipo. Que no vas por ahí comiéndote a las chicas jovencitas. Llevas una vida humilde y tienes una mirada afable. Y que me encantan las obras que escribes. Eso fue, más o menos, lo que le conté.

Tengo lanzó un suspiro. En cuanto intentaba pensar en algo, la realidad se le acercaba y se alejaba de nuevo.

—Oiga, señor Komatsu, ¿puedo volver ya a la cama? Pronto va a ser la una y me gustaría dormir al menos un poco antes de que se haga de día. Mañana por la mañana doy tres clases.

—Claro. Buenas noches —dijo Komatsu—. Que duermas bien. —Y colgó el teléfono, sin más.

Tengo se quedó contemplando durante un rato el auricular que tenía en la mano y luego lo devolvió a su sitio. A ser posible, quería dormirse cuanto antes. A ser posible, quería dormir bien. Pero sabía que, después de que lo hubieran despertado a esas horas y de que lo hubieran metido en aquel follón, no le resultaría tan fácil conciliar el sueño. Existía, por otra parte, la opción de echar un trago y dormir, pero no tenía ganas de beber. Al final bebió un vaso de agua, se metió en la cama, encendió la luz y se puso a leer un libro. Su intención era leer hasta quedarse dormido, pero concilió el sueño antes del amanecer.

Una vez que terminaron las tres clases en la academia, fue a Shinjuku en tren. Compró varios libros en la librería Kinokuniya y se dirigió a Nakamura-ya. En la entrada, dio el nombre de Komatsu y lo condujeron hasta una tranquila mesa apartada. Fukaeri aún no había llegado. Tengo dijo al camarero que esperaría hasta que llegara su acompañante. Cuando el camarero le preguntó si deseaba beber algo mientras esperaba, Tengo le dijo que no quería nada. El camarero le dejó agua y el menú, y se fue. Tengo abrió uno de los libros que acababa de comprar y se puso a leer. Era un libro sobre brujería. Trataba de la función de las maldiciones en la sociedad japonesa. La maldición había desempeñado un papel fundamental en las comunidades de antaño. El cometido de la maldición era subsanar y complementar los defectos e incoherencias del sistema social. Parecían épocas bastante divertidas.

Dieron las seis y cuarto y Fukaeri aún no había aparecido. Tengo seguía leyendo, sin preocuparse demasiado. No le sorprendía que se retrasara. Aquel asunto, en sí mismo, era absurdo. Nadie podía quejarse porque evolucionara de forma absurda. No sería extraño que la chica hubiera cambiado de parecer y no se presentara. La verdad es que el hecho de que no apareciera era de agradecer. Así todo resultaría más fácil. Bastaría con comunicarle a Komatsu que había estado esperando durante una hora, pero que Fukaeri no se había presentado. Tengo no sabía qué haría después. Podría comer solo y volver a casa. De ese modo habría cumplido su obligación para con Komatsu.

Fukaeri apareció a las seis y veintidós. Llegó acompañada del camarero y se sentó en el asiento de enfrente. Posó sus pequeñas manos sobre la mesa, sin quitarse el abrigo, y miró a Tengo fijamente a la cara. Ni dijo «Siento haber llegado tarde», ni «Siento haberte hecho esperar». Ni siquiera «Encantada» u «Hola». Sólo miró a Tengo a la cara con los labios sellados. Como si contemplara desde lejos un paisaje nunca visto. «¡Increíble!», pensó Tengo.

Fukaeri era de complexión pequeña y tenía unas facciones todavía más bellas que en las fotografías. A Tengo, la parte de la cara que más le llamó la atención fueron sus ojos. Unos ojos impresionantes y profundos. Al contemplar aquel par de graciosas pupilas de color azabache, Tengo se sintió perturbado. Ella apenas parpadeaba. Parecía que ni siquiera respiraba. Tenía el cabello liso como si alguien se lo hubiera trazado, pelo por pelo, con una regla, y la forma de sus cejas combinaba muy bien con su peinado. Como suele ocurrirles a muchas bellas adolescentes, su expresión carecía del poso de la experiencia. Además, también podía percibirse cierta desarmonía. Tal vez porque había alguna diferencia entre la profundidad de su ojo izquierdo y la del derecho, lo cual hacía que uno se sintiera incómodo al mirarla. Saber en qué pensaba era un misterio insondable. En ese sentido, no se ajustaba al tipo de chica guapa que se hace modelo de revista o cantante famosa. Pero, en cambio, tenía algo que provocaba y atraía a la gente.

Tengo cerró el libro, lo dejó a un lado de la mesa, enderezó la espalda, cambió de postura y bebió agua. Era tal y como Komatsu le había dicho. Si ganara el premio, los medios de comunicación no la dejarían en paz. Estaba claro que armaría cierto revuelo. ¿Pero se detendría todo ahí?

El camarero vino y dejó un vaso de agua y el menú delante de ella. No obstante, Fukaeri permanecía quieta. Sólo miraba a Tengo, ni siquiera tocó el menú. A Tengo no le quedó más remedio que decirle hola. Delante de ella, se sentía aún más corpulento.

Fukaeri se quedó mirándolo a la cara, sin devolverle el saludo.

—Te conozco —dijo poco después en voz baja.

—¿Que me conoces? —preguntó Tengo.

—Enseñas matemáticas.

Tengo asintió.

—En efecto.

—Te he escuchado un par de veces.

—¿Mis clases?

—Sí.

Su manera de hablar tenía ciertas peculiaridades. Oraciones desprovistas de cualquier ornamento, carencia absoluta de acento, vocabulario limitado (por lo menos daba la sensación de ser limitado). Ciertamente, era un poco extraña, como Komatsu le había dicho.

—Es decir, que eres una estudiante de la academia, ¿no? —preguntó Tengo.

Fukaeri negó con la cabeza.

—Sólo fui de oyente.

—Pero sin carnet de estudiante no puedes entrar en el aula.

Fukaeri se limitó a encoger ligeramente los hombros. Como diciendo: «Para ser un adulto, dices bastantes tonterías».

—¿Qué te parecieron las clases? —preguntó Tengo. De nuevo una pregunta absurda.

Fukaeri bebió un trago de agua sin apartar la vista. No le contestó. Tengo supuso que como había ido un par de veces, la primera impresión no habría sido tan mala. Si no le hubiera interesado, sólo habría ido una vez.

—¿Estás en tercero, en el instituto? —le preguntó Tengo.

—Más o menos.

—¿Te preparas para los exámenes de ingreso en la universidad?

Ella sacudió la cabeza.

Tengo fue incapaz de juzgar si eso quería decir «no quiero hablar de los exámenes» o «no voy a hacer los exámenes». Se acordó de que Komatsu le había dicho por teléfono que era una chica sumamente callada.

El camarero vino y tomó nota. Fukaeri aún llevaba el abrigo. Ella pidió una ensalada y pan. «Eso es todo», le dijo, y devolvió el menú al camarero. Luego, de repente, añadió «y vino blanco».

El joven camarero pareció a punto de decir algo sobre su edad, pero, como Fukaeri lo miraba fijamente, se puso colorado y se tragó las palabras. «Increíble», pensó Tengo otra vez. Él pidió linguini con marisco y, para acompañar a Fukaeri, una copa de vino blanco.

—Eres profesor y novelista —dijo Fukaeri. Aquello parecía una pregunta. Hacer preguntas sin entonación interrogativa debía de ser una de las características de su forma de hablar.

—En este momento, sí —respondió Tengo.

—No aparentas ninguna de las dos cosas.

—Puede ser —dijo Tengo. Pensaba sonreír, pero no fue capaz—. Tengo madera de profesor y enseño en la academia, pero no se puede decir que sea profesor formalmente; y escribo novelas, pero como no se han publicado, todavía no soy escritor.

—No eres nada.

Tengo asintió.

—Exacto. Ahora mismo no soy nada.

—Te gustan las matemáticas.

Tengo volvió a responderle, tras añadir los signos de interrogación a lo que ella acababa de decir.

—Sí. Siempre me han gustado.

—¿Qué te gusta?

—¿Que qué me gusta de las matemáticas? —Tengo completó sus palabras—. Pues, que, frente a los números, me siento muy relajado. Es como si las cosas volvieran a su cauce.

—La explicación sobre las integrales era interesante.

—¿Hablas de una de mis clases?

Fukaeri asintió.

—¿A ti te gustan las matemáticas?

Fukaeri hizo un breve movimiento con la cabeza hacia los lados. No le gustaban.

—Pero la explicación sobre las integrales te pareció interesante, ¿no? —preguntó Tengo.

Fukaeri encogió ligeramente los hombros.

—Hablabas de las integrales como si fueran algo importante.

—¿Ah, sí? —dijo Tengo. Era la primera vez que alguien le decía tal cosa.

—Como si hablaras de alguien importante —dijo la chica.

—Cuando explico las progresiones, debo de hacerlo todavía con más entusiasmo —dijo Tengo—. Del plan de estudios de matemáticas en el instituto, las progresiones son mi parte preferida.

—Te gustan las progresiones —preguntó Fukaeri, otra vez sin entonar.

—Para mí son como El clave bien temperado de Bach. Nunca me canso de ellas. Siempre hay algo nuevo que descubrir.

—Conozco El clave bien temperado.

—¿Te gusta Bach?

Fukaeri asintió.

—El profesor siempre lo escucha.

—¿El profesor? —dijo Tengo—. ¿Un profesor del instituto?

Fukaeri no contestó. Se quedó mirando a Tengo con expresión de que era demasiado pronto para hablar de aquello.

A continuación se quitó el abrigo, de improviso. Se retorció y se desembarazó de él, como cuando un insecto muda de piel, para luego colocarlo, sin doblar, sobre la silla contigua. Debajo del abrigo vestía un fino jersey verde claro de cuello redondo y unos vaqueros blancos. No llevaba complementos, ni maquillaje. Sin embargo, llamaba la atención. Era esbelta, pero, en cuanto a sus proporciones, el tamaño de sus pechos atraía irremediablemente las miradas. También tenían una forma muy bella. Tengo tuvo que esforzarse para no mirárselos; pero, de forma inadvertida, ya se le habían desviado los ojos. Era como si mirara, sin poder evitarlo, el centro de un gran vórtice.

Les sirvieron las copas de vino blanco. Fukaeri bebió un trago. Luego, tras contemplar la copa, ensimismada, la posó sobre la mesa. Tengo sólo lo cató. A continuación, tenían un asunto importante del que hablar.

Fukaeri se llevó las manos al pelo, liso y moreno, y se lo atusó durante un rato sujetándolo entre los dedos. Era un gesto espléndido. Tenía unos dedos estupendos. Cada uno de aquellos finos dedos parecía dueño de su propia voluntad y principios. Incluso podía sentirse en ellos cierto hechizo.

—¿Que qué me gusta de las matemáticas? —se interrogó Tengo a sí mismo otra vez, para desviar la atención de los dedos y el pecho de la chica—. Las matemáticas son como una corriente de agua. Existen diversas teorías complicadas, es cierto, pero la lógica básica es muy sencilla. De igual modo que el agua fluye desde un lugar elevado hacia otro más bajo tomando la distancia más corta, sólo hay una corriente matemática. Al observar con atención, el curso se hace visible por sí solo. Basta con que mires fijamente. No tienes que hacer nada más. Si te concentras y aguzas la vista, todo se aclara. En este mundo no hay nada, salvo las matemáticas, que me trate con tanta amabilidad.

Fukaeri se puso a pensar durante un rato sobre lo que acababa de escuchar.

—Por qué escribes novelas —preguntó con una voz carente de entonación.

Tengo transformó la pregunta de Fukaeri en oraciones más largas.

—O sea, que si me gustan tanto las matemáticas, no tengo ninguna necesidad de esforzarme por escribir novelas; que podría dedicarme exclusivamente a las matemáticas. ¿Es eso lo que quieres decir?

Fukaeri asintió.

—Vamos a ver. La vida real es diferente a las matemáticas. En ella, las cosas no siempre toman el camino más corto. Las matemáticas son para mí…, cómo podría decirlo…, demasiado naturales. Son como un bello paisaje. Están ahí sin más. No es necesario sustituirlas por nada. Por eso cuando estoy inmerso en las matemáticas, tengo la sensación de que me estoy volviendo rápidamente transparente. A veces me da miedo.

Fukaeri miraba a Tengo fijamente a los ojos, sin apartar la vista ni un segundo. Como si pegara la cara al cristal de una ventana y espiara el interior de una casa deshabitada.

—Cuando escribo sustituyo mediante las palabras la realidad que me rodea por algo que encuentro más natural. Es decir, reconstruyo. De ese modo confirmo que existo, sin duda, en este mundo. Se trata de una operación completamente diferente a cuando estoy en el mundo de las matemáticas.

—Confirmas que existes —dijo Fukaeri.

—Aunque no quiere decir que ya lo haya logrado —admitió Tengo.

Fukaeri no parecía convencida de la explicación de Tengo, pero no dijo nada más. Sólo se llevó la copa a los labios. Entonces, como si sorbiera por una pajita, bebió del vino sin hacer ruido.

—Si me permites que te dé mi opinión, creo que, al fin y al cabo, tú haces lo mismo. Conviertes lo que has visto en palabras y lo reconstruyes. De esa forma confirmas tu sitio en el mundo como ser humano —dijo Tengo.

Fukaeri dejó quieta la mano con la que agarraba la copa y reflexionó un poco. Sin embargo, como era de esperar, no expresó su opinión.

—Y ese proceso permanece bajo la forma de una obra —dijo Tengo—. Si esa obra despertara la simpatía y la aprobación de mucha gente, se convertiría en una obra literaria con valor objetivo.

Fukaeri negó categóricamente con la cabeza.

—No me interesa la forma.

—No te interesa la forma —repitió Tengo.

—La forma no tiene ningún sentido.

—Entonces, ¿por qué has escrito esa historia y te has presentado al concurso?

Fukaeri dejó la copa de vino en la mesa.

—No he sido yo.

Tengo bebió un trago de agua para tranquilizarse.

—¿Quieres decir que no has sido tú quien se ha presentado al concurso?

Fukaeri asintió.

—Yo no la envié.

—Entonces, ¿quién demonios envió lo que escribiste a la editorial como obra candidata?

Fukaeri encogió ligeramente los hombros. Luego se quedó callada durante unos quince segundos.

—Nadie.

—Nadie —repitió Tengo, y de su boca fruncida escapó un lento suspiro. ¡Vaya! Las cosas no avanzaban con tanta facilidad. Tal y como había pensado.

Tengo había salido varias veces con estudiantes de la academia preparatoria. Es decir, una vez que habían dejado la academia y habían entrado en la universidad. Habían sido ellas las que se habían puesto en contacto con él y le habían dicho que les gustaría quedar; habían quedado, charlado e ido juntos a algún sitio. Tengo no tenía ni idea de qué les atraía de él. Pero, de todas formas, estaba soltero y ellas ya no eran alumnas suyas. No había ningún motivo para rechazar aquellas citas.

Sólo en dos ocasiones las citas se habían prolongado y habían derivado en relaciones carnales. Pero las relaciones con ellas se habían terminado de pronto, de forma natural, al cabo de poco tiempo. A Tengo le intranquilizaba estar con chicas dinámicas que acababan de entrar en la universidad. No se sentía cómodo con ellas. Al principio resultaba nuevo e interesante, como quien sale con una gatita en edad de jugar, pero al cabo de poco tiempo se cansaba. Y las chicas también descubrían que el carácter del profesor de matemáticas no era el mismo que cuando salía a la tarima y les hablaba apasionadamente sobre las matemáticas. En cierto sentido, era como si se llevaran un chasco. Tengo las comprendía.

A él le tranquilizaba salir con mujeres mayores que él. Pensar que, hiciera lo que hiciese, no tenía que llevar la iniciativa le quitaba un peso de encima. Además, muchas mujeres mayores sentían simpatía por él. Por eso, desde que había empezado una relación con una mujer casada diez años mayor que él, hacía un año, había dejado por completo de salir con chicas jóvenes. Quedando una vez por semana en su piso con su novia mayor, saciaba la mayor parte de esa especie de deseo (o necesidad) de una mujer de carne y hueso. Luego escribía, leía o escuchaba música solo, recogido en su habitación, o a veces iba a nadar a la piscina del barrio. Aparte de las escasas conversaciones con sus compañeros de la academia preparatoria, apenas hablaba con nadie. Y no es que esa vida le produjera insatisfacción. No, al contrario; se acercaba a su modelo ideal de vida.

Sin embargo, cuando Fukaeri, aquella chica de diecisiete años, apareció delante de él, Tengo sintió una especie de estremecimiento, bastante intenso, en el corazón. Era lo mismo que sintió cuando vio sus fotografías por primera vez; pero delante de ella, en persona, el estremecimiento era más fuerte. No se trataba de amor, ni de deseo sexual. Seguramente, algo había entrado a través de un pequeño resquicio en su interior e intentaba llenar un vacío. Tenía esa sensación. El vacío no lo había creado Fukaeri. Ya hacía tiempo que estaba en Tengo. Ella le aplicó una luz especial y volvió a iluminarlo.

—No te interesa escribir, ni has presentado tu obra al concurso —dijo Tengo, para confirmarlo.

Fukaeri asintió sin apartar la mirada de la cara de Tengo. Luego encogió un poco los hombros, como cuando uno protege su cuerpo de un frío viento invernal.

—No tienes intención de ser novelista. —A Tengo le sorprendió que, sin darse cuenta, él mismo había formulado una pregunta sin entonarla. Aquella manera de hablar debía de ser contagiosa.

—No —respondió Fukaeri.

En ese instante, les trajeron la comida. Un gran bol de ensalada y un bollo de pan para Fukaeri. Para Tengo, linguini con marisco. Fukaeri volteó varias veces las hojas de lechuga con el tenedor, mirándolas como cuando uno examina los titulares de un periódico.

—Pero de todos modos alguien envió La crisálida de aire, que tú escribiste, a la editorial como obra candidata al premio. Entonces yo leí las obras y me fijé en la tuya.

La-crisálida-de-aire —dijo Fukaeri. Y entornó los ojos.

La crisálida de aire es el título de la novela que has escrito —recordó Tengo.

Fukaeri se quedó con los ojos entrecerrados, sin decir nada.

—¿No es el título que tú le has puesto? —preguntó Tengo, inquieto.

Fukaeri negó con un pequeño movimiento de cabeza.

Tengo volvió a sentirse confuso, pero decidió no preguntarle nada más sobre el título. Aquello tenía que avanzar, sin más dilación.

—No importa. De todos modos, no es un mal título. Tiene gancho y resulta llamativo. Hace que te preguntes «¿Qué puede ser eso?». Quienquiera que se lo haya puesto, no hay ninguna queja con respecto al título. No sé exactamente cuál es la diferencia entre una «crisálida» y un «capullo», pero no tiene importancia. Lo que quería decirte es que, cuando la leí, la obra me cautivó. Entonces se la llevé al señor Komatsu. A él también le ha gustado. Sin embargo, él cree que para poder aspirar en serio a ganar el premio, el texto tiene que ser corregido, porque, en comparación con la fuerza de la historia, resulta un tanto flojo. Y él quiere que sea yo, y no tú, quien lo corrija. Yo todavía no he tomado ninguna decisión. No le he contestado si lo voy a hacer o no, porque ni siquiera sé si es correcto.

Tengo dejó de hablar en este punto y observó la reacción de Fukaeri. No hubo reacción.

—Lo que quiero saber es qué te parece que yo corrija La crisálida de aire en tu lugar, ya que, por muy decidido que estuviera, nunca lo haría sin tu consentimiento y tu colaboración.

Fukaeri pellizcó un tomate cherry con los dedos y se lo comió. Tengo pinchó un mejillón con el tenedor y se lo comió.

—Puedes hacerlo —dijo Fukaeri, concisa. Luego cogió otro tomate—. Corrígela como te parezca.

—¿No sería mejor que te tomaras tu tiempo y lo pensaras con calma? Es un asunto importante —dijo Tengo.

Fukaeri sacudió la cabeza. No era necesario.

—Suponiendo que yo reescribiera tu obra —le explicó Tengo—, tendría cuidado de no alterar la historia y afianzaría el texto. Seguro que habrá grandes modificaciones. Pero la autora eres tú y nadie más que tú. Se trata de una novela escrita exclusivamente por una chica de diecisiete años que se llama Fukaeri. Eso es inamovible. Si la obra gana el premio, lo recibirás tú. Tú sola. Si se publica el libro, tú serás la única autora. Nosotros formamos parte del equipo. Tú, yo y el señor Komatsu, que es el editor. Pero en la portada sólo va a aparecer tu nombre. Los otros dos nos quedaremos al fondo, callados. Como de tramoyistas. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Fukaeri se llevó apio a la boca con el tenedor. Asintió brevemente. «Sí».

—La historia de La crisálida de aire te pertenece única y exclusivamente a ti. Es algo que ha salido de ti. Nunca la haré mía. Yo sólo te voy a ayudar desde un punto de vista técnico. Y tú tendrás que guardar en secreto el hecho de que voy a echarte una mano. Es decir, vamos a contarle una mentira al mundo, en complot. Guardar ese secreto durante mucho tiempo no va a ser fácil, en absoluto.

—Si tú lo dices…

Tengo apartó las conchas de los mejillones a un lado del plato y, una vez que comenzó a servirse los linguini, cambió de opinión y se detuvo. Fukaeri pinchó un trozo de pepino y lo mordisqueó cuidadosamente, como si degustara algo nunca visto.

—Ya te lo he preguntado antes, pero ¿seguro que no te parece mal que reescriba tu historia? —dijo Tengo con el tenedor en la mano.

—Haz lo que quieras —respondió Fukaeri tras comerse el pepino.

—¿No te importa cómo voy a reescribirla?

—No.

—¿Por qué? No me conoces de nada…

Fukaeri encogió un poco los hombros y se quedó en silencio.

Luego, comieron sin hablar. Fukaeri estaba centrada en su ensalada. De vez en cuando untaba el pan con mantequilla y se lo comía o alcanzaba la copa de vino. Tengo se llevaba los linguini a la boca mecánicamente mientras le daba vueltas en su cabeza a distintas posibilidades.

Entonces posó el tenedor y le habló a Fukaeri.

—La primera vez que Komatsu me vino con este asunto pensé que debía de tratarse de una broma, que aquello era absurdo. No podía ser. Mi intención era negarme a hacerlo. Pero volví a casa y, después de reflexionar sobre el plan, el deseo de intentarlo creció en mi interior. Con independencia de que fuera moralmente aceptable o no, sentí ganas de darle mi propio formato a la historia que tú habías creado. No sé cómo explicarlo… Es como un deseo muy natural y espontáneo.

«No. Tal vez se parezca más a la codicia que al deseo», añadió Tengo para sí. Era como Komatsu había predicho. Reprimir esa ansia se había vuelto cada vez más difícil.

Fukaeri se quedó callada, contemplando a Tengo con una bella y benévola mirada, desde el fondo de su ser. Parecía que se esforzaba por comprender las palabras que salían de la boca de Tengo.

—Tú quieres reescribirla —preguntó Fukaeri.

Tengo la miró a los ojos.

—Creo que sí.

Algo resplandeció en las pupilas azabache de Fukaeri, como si se hubiera proyectado en ellas. Al menos, eso fue lo que le pareció a él.

Tengo colocó las manos como si sostuviera una caja imaginaria en el aire. Era un gesto carente de significado, pero necesitaba valerse de ese objeto imaginario para transmitir sus sentimientos.

—No sé cómo explicártelo, pero, mientras releía varias veces La crisálida de aire, me dio la impresión de ver lo que tú ves. Sobre todo en la parte en la que aparece la Little People. Tienes una imaginación única. Podría decirse que es original y contagiosa.

Fukaeri dejó la cuchara en el plato sin hacer ruido y se limpió la boca con la servilleta.

—La lítel pípol existe de verdad —dijo en un tono sereno.

—¿Existe de verdad?

Fukaeri se quedó callada durante un instante y luego habló.

—Igual que tú y yo.

—Igual que tú y yo —repitió Tengo.

—Si lo intentas, tú también podrás verla.

La sencilla forma de hablar de Fukaeri poseía un extraño poder persuasivo. En cada palabra que salía de su boca se sentía una invasión precisa, como una cuña del tamaño exacto. Pero Tengo aún no había determinado si podía confiar en Fukaeri. Había algo en ella que no encajaba, que no era normal. Quizá fuera una cualidad innata. Tal vez estaba siendo testigo de un talento puro y genuino. O quizá no fuera más que mera apariencia. A veces, las adolescentes listas representaban un papel de forma instintiva. Se hacían las excéntricas. Confundían a los demás con palabras sugestivas. Él mismo, había observado ese comportamiento en varias ocasiones.

A veces resultaba difícil distinguir entre lo que era auténtico y lo que era interpretación. Tengo decidió trasladar el asunto a la realidad. O a algo más parecido a la realidad.

—Si a ti te parece bien, a partir de mañana mismo me pondré a reescribir La crisálida de aire.

—Si es lo que deseas…

—Sí —respondió, conciso, Tengo.

—Hay alguien a quien quiero que conozcas —dijo Fukaeri.

—Voy a conocer a esa persona —confirmó Tengo.

Fukaeri asintió.

—¿Quién es? —preguntó Tengo.

Ella ignoró la pregunta.

—Es para hablar con esa persona —informó ella.

—Si es necesario, por mí no hay ningún problema —dijo Tengo.

—Estás libre el domingo por la mañana —preguntó Fukaeri, sin entonar.

—Sí —respondió Tengo. Le pareció que aquello era como hablar mediante señales de banderas.

Al terminar de comer, Tengo y Fukaeri se despidieron. Tengo metió varias monedas de diez yenes en el teléfono rosa del restaurante[2] y llamó a la editorial de Komatsu. Komatsu todavía estaba en la empresa, pero tardó en ponerse al aparato. Tengo esperó, con el auricular en la oreja.

—¿Qué tal? ¿Ha salido todo bien? —preguntó Komatsu en un tono desagradable.

—Básicamente, Fukaeri ha dado su consentimiento para que yo reescriba la historia. O eso creo.

—¡Estupendo! —dijo Komatsu. Se puso de buen humor—. Maravilloso. La verdad es que andaba un poco preocupado. Pensaba que igual no estabas demasiado preparado para ese tipo de negociaciones.

—No hubo ninguna negociación —dijo Tengo—. Ni siquiera hizo falta persuadirla. Le expliqué más o menos el asunto y luego ella tomó la decisión por sí sola.

—No importa. Si dio su fruto, no tengo nada más que decir. Entonces, el plan puede tirar para adelante.

—Pero antes tengo que conocer a alguien.

—¿A alguien?

—No sé quién es. En fin, quiere que conozca a esa persona y que hable con ella.

Komatsu se quedó en silencio durante unos segundos.

—¿Y cuándo la vas a conocer?

—El domingo que viene. Fukaeri me va a llevar junto a esa persona.

—Hay una regla importante con respecto a los secretos —dijo Komatsu con voz seria—: cuanta menos gente conozca el secreto, mejor. Por ahora, sólo tres personas conocen el plan. Tú, yo y Fukaeri. A ser posible, me gustaría que el número no aumentara. ¿Entendido?

—Me parece lógico —dijo Tengo.

A continuación, la voz de Komatsu volvió a suavizarse.

—De todos modos, Fukaeri ha dado permiso para que corrijas su obra. Eso es lo más importante. El resto da igual.

Tengo se pasó el auricular a la mano izquierda y se masajeó lentamente las sienes con el índice de la mano derecha.

—Oiga, señor Komatsu, yo estoy intranquilo. Aunque no existe ningún fundamento para ello, no puedo evitar la sensación de estar metiéndome en algo fuera de lo normal. Cuando estaba frente a Fukaeri, no lo sentía; sin embargo, en cuanto me despedí de ella, esa sensación fue creciendo paulatinamente. Llámele presentimiento o corazonada, pero hay algo extraño. Algo fuera de lo normal. Lo siento con todo el cuerpo, no sólo con la cabeza.

—¿Te sentiste así por haber quedado con Fukaeri?

—Eso me parece. Creo que Fukaeri es auténtica. Aunque, por supuesto, no deja de ser una impresión mía.

—¿Quieres decir que sus dotes son auténticas?

—No sé nada de sus dotes. Acabo de conocerla —respondió Tengo—. Lo que quiero decir es que creo que ella puede ver lo que nosotros no vemos. Es probable que tenga algo especial. Eso es lo que me preocupa.

—¿Insinúas que está loca?

—Es excéntrica, pero no creo que esté loca, en absoluto. De momento, se ha mostrado razonable —dijo Tengo. Luego hizo una breve pausa—. Simplemente hay algo que me inquieta.

—Con todo, ella se ha interesado por ti —dijo Komatsu.

Tengo buscó las palabras adecuadas, pero no las encontró en ninguna parte.

—No sabría decirlo —contestó él.

—Te ha conocido y, al menos, está dispuesta a que reescribas La crisálida de aire. O sea, que le has gustado. Formidable, Tengo. No sé qué va a pasar a partir de ahora. Es cierto que implica un riesgo. Pero el riesgo es la sal de la vida. Hazme el favor de ponerte a corregir la obra cuanto antes. No disponemos de mucho tiempo. Hay que corregirla rápido y devolverla a la pila de obras candidatas. Daremos el cambiazo por el original. ¿Serás capaz de escribirla en diez días?

Tengo suspiró.

—Es muy justo.

—No tiene por qué ser una versión definitiva. Podemos darle otro repaso en fases posteriores. Basta con que hagas una versión provisional.

Tengo calculó mentalmente, grosso modo, el trabajo que le daría.

—Entonces, creo que en diez días puedo hacer algo decente. Aunque usted tampoco se espere ninguna maravilla.

—Hazlo —dijo Komatsu en tono alegre—. Vamos a contemplar el mundo a través de sus ojos. Mediante tu intervención, vamos a unir el mundo de Fukaeri con el mundo real. Puedes hacerlo, Tengo. Lo…

Las monedas de diez yenes se agotaron en ese instante.