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TENGO
Quizá sea mejor no desearlo
«¿Dónde estará ella ahora y qué hará? ¿Seguirá siendo devota de la Asociación de los Testigos?
»Ojalá no», pensó Tengo. Desde luego, era libre de creer o no. No era algo en lo que Tengo pudiera inmiscuirse. Sin embargo, por lo que recordaba, de niña ella no parecía disfrutar en absoluto del hecho de ser devota de la Asociación de los Testigos.
En su época de estudiante, Tengo había trabajado a tiempo parcial en el almacén de una licorería. No le pagaban mal, pero era un trabajo duro, en el que tenía que transportar cargas pesadas. Incluso a Tengo, de constitución robusta, le dolían todos los músculos tras una jornada laboral. Casualmente, allí trabajaban dos chicos que habían sido criados para constituir la «segunda generación de la Asociación de los Testigos». Eran unos tipos educados y simpáticos. Tenían la misma edad que Tengo y se tomaban el trabajo en serio. Bregaban sin aflojar el ritmo ni quejarse. Una vez, después del trabajo, los tres fueron a un bar a tomarse unas cañas. Ellos eran amigos de la infancia, pero hacía unos años, por ciertas circunstancias, habían renunciado a su fe. Entonces se fueron juntos de la comunidad y se adentraron en el mundo real. Sin embargo, por lo que Tengo pudo comprobar, parecía que todavía no se habían adaptado al nuevo mundo. Por el hecho de haber sido criados en una comunidad cerrada desde pequeños, les costaba entender y aceptar las normas de un mundo más abierto. Muchas veces carecían de la suficiente confianza en sí mismos para tomar una decisión y se sentían perdidos. Al mismo tiempo que saboreaban la sensación de libertad por haber renunciado a su fe, acarreaban con la duda de si no habrían tomado una decisión errada.
Tengo no podía evitar sentir empatía hacia ellos. Si hubieran abandonado ese mundo siendo aún niños, antes de que sus egos estuvieran claramente formados, habrían tenido la oportunidad de adaptarse a la sociedad; pero al haber dejado pasar esa oportunidad, no les quedaba otro remedio que vivir dentro de la Asociación de Testigos, siguiendo su sistema de valores, o bien esforzarse para cambiar por sí mismos su estilo de vida y su mentalidad a toda costa. Cuando Tengo charlaba con ellos, se acordaba de la niña. «Ojalá no tenga que pasar por lo mismo», pensaba.
Después de que la niña le soltara por fin la mano y saliera corriendo de la clase sin mirar hacia atrás, Tengo se quedó allí plantado durante un rato, sin saber qué hacer. Ella le había sujetado la mano con tanta fuerza que todavía notaba el tacto de sus dedos en la mano izquierda. Esa sensación le duró unos cuantos días. Incluso después de que el tiempo hubiera pasado y la sensación inmediata hubiera disminuido, la impronta que le había dejado en el corazón se mantenía intacta.
Poco tiempo después, tuvo su primera eyaculación. De la punta de su pene erecto manó un poco de líquido. Era algo más viscoso que la orina. Y había sentido una punzada acompañada de un ligero dolor. Tengo aún no sabía que aquello era un presagio de la eyaculación. Como hasta entonces nunca le había pasado, aquello le preocupó. A lo mejor a su cuerpo le pasaba algo extraño. Pero no podía pedirle consejo a su padre ni preguntar a sus compañeros de clase. Cuando de noche soñaba y se despertaba (no recordaba qué clase de sueños era), tenía la ropa interior un poco húmeda. Tengo creía que algo había salido de su interior porque la niña lo había cogido de la mano.
Desde entonces, no volvió a tener ningún contacto con la niña. Aomame seguía sola en medio de la clase, como siempre; no hablaba con nadie y antes de comer siempre rezaba una extraña oración con voz clara. Aunque se cruzara con Tengo en algún sitio, no cambiaba de semblante, como si nada ocurriera. Parecía que le pasaba completamente inadvertido.
Sin embargo, siempre que tenía ocasión, Tengo observaba a Aomame con cautela, a escondidas, para que a su alrededor no se dieran cuenta. Bien vista, era una niña guapa. Al menos tenía unas facciones que resultaban agradables. Era de complexión alta y delgada y siempre vestía ropa descolorida de tallas diferentes. Cuando se ponía el equipo de gimnasia, se veía que aún no se le había desarrollado el pecho. Era inexpresiva, casi no abría la boca y parecía que siempre estaba mirando hacia algún sitio a lo lejos. Sus ojos carecían de vitalidad. A Tengo le resultaba raro, porque aquel día, cuando lo miró directamente a los ojos, su mirada era límpida y rebosaba luz.
Tras haberle cogido la mano, Tengo se dio cuenta de que dentro de aquella niña delgaducha latía una fuerza inquebrantable y fuera de lo común. No se trataba sólo de que tuviera mucha fuerza en las manos. Era como si su espíritu estuviera dotado de un poder aún mayor. Normalmente, ella ocultaba esa energía para que no la vieran los demás alumnos. Durante las clases, cuando el profesor la llamaba, sólo decía lo justo (a veces, incluso en esas ocasiones se quedaba callada), pero sus notas en los exámenes, que se hacían públicas, no eran nada malas. Tengo sospechaba que, si se lo propusiera, podría sacar mejores notas. Pero quizá contestaba a las preguntas sin esforzarse aposta, para no llamar la atención de los demás. Tal vez fuera un recurso al que recurrían los niños en una posición como la suya para sobrevivir y reducir al mínimo las heridas que pudieran infligirles. Encoger el cuerpo todo lo posible. Volverse transparente.
Tengo pensaba en lo estupendo que sería que pudiera ser una niña normal y corriente y hablar sin tapujos. De ese modo, quizá podrían hacerse buenos amigos. Que una chica y un chico de diez años se hagan buenos amigos nunca es fácil. De hecho, probablemente sea una de las tareas más difíciles del mundo. Pero por lo menos podrían encontrar de vez en cuando alguna ocasión para mantener una charla amistosa. Sin embargo, la ocasión nunca llegó. Ella no era una chica en una situación normal, estaba aislada en medio de la clase, nadie le hacía caso y seguía guardando un silencio obstinado. Por otra parte, Tengo, en vez de intentar relacionarse con la Aomame de carne y hueso, eligió relacionarse con ella a hurtadillas, en su imaginación y sus recuerdos.
Tengo, a los diez años, carecía de una imagen concreta relativa al sexo. Su deseo por la niña se limitaba a querer que le agarrara otra vez la mano. Quería quedarse a solas con ella, sin nadie más alrededor, y que le sujetara la mano con fuerza. Y que le contara cualquier cosa sobre ella. Quería que le confesara en voz baja los secretos de cómo era, los secretos de cómo era una niña de diez años. Él intentaría comprenderla. Entonces, seguramente empezaría algo. Tengo aún no tenía ni idea de qué era ese algo.
Al llegar abril, al inicio del quinto curso, Tengo y ella fueron a clases distintas. A veces se cruzaban en los pasillos del colegio o coincidían en la parada del autobús. Pero ella nunca le prestaba atención, como de costumbre. Al menos eso era lo que Tengo creía. Aunque él estuviera a su lado, ella no movía ni una ceja. Ni siquiera apartaba la vista. Su mirada aún no había recuperado la profundidad y el brillo. Tengo se preguntaba qué debió de pasar en el aula aquel día. De vez en cuando tenía la sensación de que aquello había ocurrido en sueños. Que no había sucedido en realidad. Pero, por otro lado, todavía sentía vivamente en sus manos la extraordinaria fuerza de Aomame. Para Tengo el mundo estaba repleto de enigmas.
Y, en el momento menos pensado, aquella niña llamada Aomame desapareció del colegio. Al parecer, se había cambiado de centro, pero desconocía los detalles. Nadie sabía si se debía a que se había mudado. Tengo debió de ser la única persona en el colegio a la que afectó mínimamente la desaparición de Aomame.
Desde entonces, y durante mucho tiempo, Tengo se arrepintió de su comportamiento. Mejor dicho, se arrepintió de su ausencia de comportamiento. En ese momento se le ocurrían unas cuantas palabras que debería haberle dicho cuando estuvo frente a ella. En su interior sentía que quería hablar con ella, que tenía que hablarle. A posteriori, se dio cuenta de que haber hablado con ella en algún momento no habría sido tan difícil. Ojalá hubiera encontrado una buena excusa y hubiera cobrado un poco de ánimo. Pero Tengo era incapaz de hacerlo. Y la oportunidad se había perdido para siempre.
Incluso después de haber terminado la primaria y entrar en un colegio público de secundaria, Tengo siguió pensando en ella a menudo. Empezó a experimentar erecciones con más frecuencia y de vez en cuando se masturbaba pensando en ella. Él siempre utilizaba la mano izquierda, en la cual aún permanecía la sensación que le había dejado al agarrarlo. En su memoria, Aomame era una niña delgaducha todavía sin pecho. Pero al imaginársela vestida con la ropa de gimnasia llegaba a eyacular.
Luego pasó al instituto y empezó a salir con chicas de su edad. Ellas hacían resaltar la forma de sus nuevos pechos bajo la ropa. Al verlas, a Tengo le costaba respirar. Aun así, antes de dormir, Tengo sacudía la mano izquierda entre las sábanas, pensando en el pecho plano de Aomame, sin la sombra siquiera de una futura redondez. Y cada vez que lo hacía, le remordía la conciencia. Tengo creía que estaba haciendo algo incorrecto y retorcido.
Al entrar en la universidad, no obstante, dejó de acordarse de ella con tanta frecuencia. El principal motivo era que salía con chicas de carne y hueso y había empezado a mantener relaciones sexuales de verdad. Físicamente, era un hombre desarrollado y, como era natural, la imagen de una niña de diez años delgaducha, ataviada con ropa de gimnasia, se encontraba a mucha distancia de sus objetos de deseo.
Sin embargo, Tengo no volvió a sentir un estremecimiento tan intenso como el que había experimentado cuando Aomame le cogió de la mano en aquella aula del colegio. Ninguna de las mujeres que lo habían rondado en su época universitaria, o a las que había conocido tras dejar la universidad o en la actualidad había dejado una impronta tan viva en su corazón como la de aquella niña. Tengo tampoco había encontrado en ellas lo que realmente buscaba. Había conocido a mujeres bellas y a mujeres cariñosas. Mujeres que lo habían apreciado. Pero al final, tan pronto venían como se marchaban, igual que aves de colorido y vistoso plumaje que se posan en las ramas y luego se van volando a otra parte. Ellas no habían podido satisfacerlo y Tengo no había podido satisfacerlas a ellas.
A Tengo le sorprendía que incluso ahora, cuando estaba a punto de cumplir los treinta, la imagen de aquella niña de diez años le viniera inconscientemente a la cabeza en momentos de mera abstracción, sin hacer nada. La niña le agarraba de la mano con fuerza en un aula, al terminar las clases, y escudriñaba sus ojos con aquella nítida mirada. O vestía su cuerpo enjuto con la ropa de gimnasia. O caminaba por el centro comercial de Ichikawa detrás de su madre en una mañana de domingo. Tenía los labios sellados y sus ojos no miraban a ninguna parte.
«Parece que mi corazón es incapaz de alejarse de esa niña», pensaba Tengo en tales ocasiones. Entonces se volvía a arrepentir de no haberse dirigido a ella por los pasillos del colegio. «Si la hubiera abordado, mi vida quizás habría sido diferente».
Una vez se acordó de ella mientras compraba edamame en el supermercado. Estaba eligiendo las vainas y se acordó de Aomame de forma espontánea. Y cuando tuvo un puñado de vainas en la mano, sin darse cuenta, se quedó allí paralizado, abstraído, como inmerso en una ensoñación. No sabía durante cuánto tiempo había estado así. «¡Perdone!», una voz de mujer lo devolvió a la realidad. Él era corpulento y se había plantado delante de la sección de edamame.
Tengo salió de su abstracción, se disculpó, metió en la cesta las edamame que había cogido y fue hasta la caja con el resto de los productos. Había comprado gambas, leche, tofu, lechuga y crackers. Se mezcló con las señoras del barrio y esperó su turno para pagar. Era justo la hora punta de la tarde y, además, la persona que atendía la caja era novata y torpe, y se había formado una larga cola, pero a Tengo le daba igual.
Si Aomame hubiera estado en medio de aquella cola, ¿la habría reconocido a primera vista? ¿Qué hubiera ocurrido? Después de todo, hacía veinte años que no se veían. La probabilidad de que se reconocieran el uno al otro era mínima. Y si se cruzaran por la calle y él se preguntara «¿no será ella?», ¿se atrevería a abordarla de inmediato? No confiaba demasiado en ello. Quizá se cohibiría y acabaría yéndose sin hacer nada. Entonces seguramente volvería a arrepentirse: «¿Por qué no le dirigí la palabra?».
Komatsu decía a menudo que lo que a Tengo le faltaba eran ganas y disposición. Seguramente era cierto. Cuando se sentía confuso, pensaba «¡Olvídalo!», y se daba por vencido. Así era su personalidad.
«Pero suponiendo que nos encontráramos en algún lugar y que, por suerte, ambos nos reconociéramos, quizá le confesaría todo con el corazón en la mano». Irían a alguna cafetería cercana (por supuesto, siempre que ella tuviera tiempo y aceptara su invitación) y se sentarían cara a cara, a tomar algo.
Había muchas cosas que le quería contar. «Todavía me acuerdo bien de que me cogiste la mano en un aula del colegio. Después de aquello, quise ser tu amigo. Quería conocerte mejor. Pero fui incapaz. Había varios motivos, pero el principal problema era mi cobardía. Me he arrepentido de ello durante toda mi vida. Aún hoy me arrepiento, y pienso a menudo en ti». Por supuesto, no le contaría que se había masturbado pensando en ella. Eso era algo que pertenecía a una dimensión diferente a la sinceridad.
«Pero quizá sea mejor no desearlo. Quizá sea mejor que no volvamos a vernos. Quizá si nos encontráramos nos llevaríamos un chasco», pensó Tengo. «A lo mejor se ha convertido en una simple oficinista aburrida de rostro cansado. A lo mejor es una madre frustrada que riñe a sus hijos pequeños con voz chillona. A lo mejor es incapaz de encontrar un solo tema interesante del que hablar». Desde luego, existía esa posibilidad. Si así fuera, la cosa más valiosa para Tengo, y que había llevado todo el tiempo en su corazón, se perdería para siempre. Pero Tengo estaba casi convencido de que no iba a ser así. En los ojos decididos y el tenaz perfil del rostro de aquella niña se percibía su resolución a no consentir así como así que el tiempo la cambiara.
Y en cambio, ¿qué había ocurrido con él?
Sólo de pensar en ello, Tengo sintió desazón.
¿No sería más bien Aomame la que se quedaría decepcionada si volvieran a verse? En primaria, Tengo era un niño prodigio de las matemáticas, reconocido por todos, sacaba las mejores notas en casi todas las asignaturas, era corpulento y poseía unas excelentes cualidades deportivas. Los profesores lo estimaban y ponían sus esperanzas en el futuro del chico. Para Aomame, debía de ser una especie de héroe. Sin embargo, ahora era un profesor contratado en una academia, y no se podía decir que fuera un empleo fijo. Como trabajo era fácil y podía vivir sin privaciones, pero estaba bastante lejos de lo que podría considerarse «los pilares de la sociedad». Al mismo tiempo que impartía clases escribía novelas, pero ninguna había llegado a ser publicada. Como trabajo a tiempo parcial, escribía horóscopos al tuntún para una revista femenina. Aunque se habían hecho famosos, aquello no eran más que patrañas, hablando en plata. No tenía ningún amigo digno de mención, ni pareja. El encuentro furtivo una vez a la semana con una mujer casada diez años mayor que él era prácticamente la única relación personal que mantenía. De lo único que podía sentirse orgulloso era que La crisálida de aire, que había reescrito como negro, se había convertido en un best seller, y sin embargo se trataba de algo que no podría mencionar en público ni loco.
Justo cuando sus reflexiones lo habían llevado a ese punto, el cajero tomó su cesta.
Volvió a su piso cargando con la bolsa de papel de la compra. Se puso unos pantalones cortos, sacó una lata de cerveza de la nevera y, mientras se la bebía, puso agua a hervir en una gran olla. Entretanto, peló las vainas de las edamame y las saló por igual encima de una tabla de cortar. Luego las metió en el agua hirviendo.
«¿Por qué no desaparece de mi corazón esa niña delgaducha de diez años?», pensó Tengo. «Vino al acabar las clases y me agarró de la mano. Mientras tanto, no dijo ni una palabra. Simplemente eso». Pero parecía que Aomame se había apoderado de una parte de él. De su corazón o de un pedazo de su cuerpo. Y a modo de compensación, ella le había dejado su corazón o un pedazo de su cuerpo. Ese intercambio tan importante había ocurrido en un breve instante.
Tengo picó abundante jengibre con un cuchillo de cocina. Luego cortó apio y champiñones de forma desigual. También picó cilantro. Peló las gambas y las lavó bajo el grifo. Extendió papel de cocina y las colocó bien ordenadas, como si formara una fila de soldados. Una vez cocidas, echó las edamame en el escurridor y las dejó secar tal cual. Luego puso una sartén grande al fuego, le echó aceite de sésamo blanco y lo extendió por toda la sartén. Salteó a fuego lento el jengibre picado.
«Ojalá pudiera volver a verla ahora mismo», pensó Tengo de nuevo. Aunque él la decepcionara o aunque él mismo se quedara un poco decepcionado, le daba igual. En todo caso, quería verla. Por lo menos quería saber qué vida había llevado desde la última vez que se vieron, qué hacía en la actualidad, qué cosas la hacían feliz y cuáles la entristecían. Porque, por mucho que hubieran cambiado o aunque la posibilidad de emparejarse hubiera desaparecido para siempre, el hecho de que hacía mucho tiempo se hubieran intercambiado algo valioso en un aula de la escuela primaria, después de las clases, era inmutable.
Echó el apio y los champiñones picados en la sartén. Subió el gas al máximo y, mientras sacudía la sartén con suavidad, removía los ingredientes a conciencia con la espátula de bambú. Salpimentó ligeramente las verduras. Cuando éstas empezaron a estar hechas, añadió las gambas que había escurrido. Volvió a salpimentar todo y se sirvió un vaso de sake. Añadió salsa de soja por encima y, para finalizar, espolvoreó con cilantro. Todas esas operaciones las realizó de manera automática. Apenas se había concentrado en lo que estaba haciendo, como si hubiera cambiado el pilotaje del avión a modo automático. Las manos se movían con precisión, pero su cabeza había estado pensando constantemente en Aomame.
Una vez listo el salteado de verduras y gambas, lo pasó de la sartén a un gran plato. Sacó otra cerveza de la nevera, se sentó a la mesa e, inmerso en sus reflexiones, comió el salteado aún humeante.
«Es como si durante estos últimos meses hubiera estado sufriendo un cambio perceptible. Quizá podría decirse que he madurado psicológicamente. Justo antes de cumplir los treinta… ¡Genial!». Tengo sacudió la cabeza, como burlándose de sí mismo, con la cerveza empezada en la mano. ¡Fantástico! A aquel ritmo, ¿cuánto tiempo necesitaría para alcanzar un nivel decente de madurez?
A pesar de todo, aquel cambio físico parecía provocado por influjo de La crisálida de aire. Al reescribir con su propio estilo la historia de Fukaeri, el deseo de transformar sus propias historias en obras literarias se había intensificado. Había surgido algo que podría llamarse entusiasmo. Y ese nuevo entusiasmo parecía incluir el deseo de encontrar a Aomame. Últimamente pensaba a menudo en ella. Cualquier cosa lo retrotraía a aquella tarde, en aquella aula, veinte años atrás. Como quien se para a la orilla del mar y una fuerte resaca lo arrastra.
Al final, Tengo dejó a medias la segunda cerveza y el salteado de verduras y gambas. La cerveza sobrante la tiró por el fregadero y la comida la pasó a un plato pequeño, la envolvió en film transparente y la metió en la nevera.
Tras la cena, se sentó ante su escritorio, encendió el ordenador y abrió el programa para escribir.
Tengo se dio cuenta de que, en realidad, reescribir el pasado no servía de nada, como su novia mayor le había señalado. Tenía razón. Por mucho empeño y dedicación que pusiera al reescribirlo, lo más importante de su situación actual no iba a cambiar. El tiempo posee el poder de ir cancelando absolutamente todas las alteraciones artificiales. Sobre las correcciones añadidas escribe más correcciones y va devolviendo el flujo al punto de partida. Aunque se alteraran numerosos hechos nimios, al final Tengo nunca dejaría de ser Tengo.
Lo que Tengo debía hacer era erguirse en la encrucijada del presente, encontrar honradamente el pasado e ir escribiendo el futuro para así reescribir el pasado. No había otro camino.
Penitencia y arrepentimiento torturan mi corazón pecador. Que las lágrimas que derramo en agradables perfumes para ti se tornen, Oh, fiel Jesús.
Así rezaba la letra del aria de La pasión según San Mateo que Fukaeri había cantado la otra vez. Como a Tengo le había gustado, al día siguiente volvió a escucharla en un disco y leyó la traducción de la letra. Era el aria extraída de «Ungido en Betania», al comienzo de la Pasión. Cuando Jesús visitó la casa del leproso en el pueblo de Betania, una mujer derramó un caro perfume sobre la cabeza del Mesías. Los discípulos que lo rodeaban le reprocharon aquel derroche absurdo. Le dijeron que si lo vendía podría donar el dinero a los pobres. Pero Jesús contuvo a los indignados discípulos diciéndoles: «¡Basta! Esta mujer ha realizado una buena obra. Me ha preparado para mi sepultura».
La mujer lo sabía. Sabía que Jesús había de morir al cabo de poco tiempo. Por eso no pudo evitar derramar por su cuerpo aquel preciado bálsamo, como si lo ungiera con sus propias lágrimas. Jesús también lo sabía. Sabía que pronto debía recorrer el camino de la muerte. Él dijo: «En verdad os digo que en cualquier lugar del mundo donde sea predicado este Evangelio se alabará lo que ella acaba de hacer».
Ellos no pudieron cambiar el futuro, naturalmente.
Tengo volvió a cerrar los ojos, respiró hondo y ordenó las palabras en su mente. Cambió el orden para que la imagen fuera más clara. Precisó el ritmo.
Ondeó silenciosamente los diez dedos en el aire, como Vladimir Horowitz delante de las ochenta y ocho teclas de un piano novísimo. Luego comenzó a teclear con resolución los caracteres del ordenador.
Describió el paisaje de un mundo en cuyo cielo se perfilaban al atardecer, por Oriente, dos lunas. Las gentes que allí vivían. El tiempo que transcurría.
«En verdad os digo que en cualquier lugar del mundo donde sea predicado este Evangelio, se alabará lo que ella acaba de hacer».