15
AOMAME
Por fin ha comenzado la hora de los fantasmas
Aomame sacó una manta del armario y cubrió el enorme cuerpo del hombre. Luego volvió a colocar los dedos sobre su cuello y comprobó que los latidos de la arteria habían cesado por completo. Aquella persona a quien llamaban «líder» ya estaba en el otro mundo. No sabía qué clase de mundo era, pero ciertamente no 1Q84. Y en este mundo él se había convertido en lo que se llama un «muerto». Con un fugaz estremecimiento corporal semejante a un escalofrío, el hombre había franqueado la frontera que separa la vida de la muerte. No se había derramado ni una sola gota de sangre. Ya estaba liberado de todo dolor, muerto silenciosamente boca arriba sobre la alfombrilla azul. El trabajo había sido rápido y preciso, como siempre.
Aomame clavó el corcho en el extremo de la aguja y la guardó en el estuche, que a su vez metió en la bolsa de deporte. Sacó la Heckler & Koch del neceser y se la metió en la cintura de los pantalones del chándal. Le había quitado el seguro y llevaba una bala en la recámara. El tacto de aquel sólido objeto metálico en la zona de la columna vertebral la alivió. Fue hasta la ventana, cerró la gruesa cortina y la habitación volvió a quedarse a oscuras.
A continuación, recogió la bolsa de deporte y se dirigió hacia la puerta. Agarrando el picaporte se volvió hacia atrás y miró de nuevo la figura del hombre enorme, tendido boca abajo en la oscuridad. Tan sólo parecía profundamente dormido. Como la primera vez que lo había visto. Aomame era la única persona en el mundo que sabía que había fallecido. Bueno, probablemente la Little People también lo sabía. Por eso había dejado de tronar: sabían que era inútil seguir advirtiéndola. Su apoderado ya había fenecido.
Aomame abrió la puerta y, mirando hacia los lados, se adentró en la sala iluminada. Cerró la puerta suavemente para no hacer ruido. El rapado estaba sentado en un sofá, bebiendo café. Sobre la mesa había una gran bandeja con una cafetera y sándwiches que debían de haber pedido al servicio de habitaciones. De los sándwiches sólo quedaba la mitad. A un lado había dos tazas de café sin usar. El de la coleta estaba sentado en una silla de estilo rococó junto a la puerta en la misma posición erguida de antes. Parecía que habían permanecido mucho tiempo callados y en la misma postura. En la habitación se respiraba ese ambiente contenido.
Cuando Aomame entró en la sala, el rapado dejó la taza de café que tenía en la mano sobre el platillo y se levantó pausadamente.
—He terminado —dijo Aomame—. Ahora está dormido. Me ha llevado bastante tiempo. La carga que tenía en los músculos era enorme. Déjenlo dormir.
—Está dormido.
—Como un tronco —dijo Aomame.
El rapado miró a Aomame a la cara. La observó minuciosamente. A continuación, bajó la vista despacio hasta la punta de los pies, para comprobar que no había ningún cambio, y luego volvió a alzarla y la miró a la cara.
—¿Es normal?
—Hay mucha gente que se queda profundamente dormida después de que les liberen del intenso estrés acumulado en los músculos. No se trata de nada especial.
El rapado caminó hasta la puerta que separaba aquella sala de estar del dormitorio, giró el picaporte sin hacer ruido, abrió un poco la puerta y escudriñó dentro. Aomame se llevó la mano a la cintura del pantalón para sacar de inmediato la pistola si algo ocurriera. Tras observar la situación durante unos diez segundos, el hombre echó la cara hacia atrás y cerró la puerta.
—¿Cuánto tiempo estará dormido? —le preguntó a Aomame—. No podemos dejarlo indefinidamente durmiendo así sobre el suelo…
—Debería despertarse dentro de un par de horas. Si es posible, déjenlo en la misma posición hasta entonces.
El rapado miró el reloj de pulsera y comprobó la hora. Luego asintió brevemente.
—De acuerdo. Lo dejaremos así un rato —dijo el rapado—. ¿Desea utilizar la ducha?
—No, no hace falta. Pero permítanme que me cambie otra vez.
—Claro. Puede utilizar el tocador.
Aomame habría querido largarse de aquella habitación ipso facto, sin cambiarse de ropa siquiera, pero era mejor no levantar sospechas. Cuando llegó, se había cambiado la ropa. Era necesario que se cambiara igualmente antes de marcharse. Fue al cuarto de baño y se desvistió. Se quitó la ropa interior sudada y, tras secarse el sudor con una toalla, se puso prendas limpias. Luego se puso los pantalones de algodón y la blusa blanca que había traído al principio. La pistola la había introducido debajo del cinturón de los pantalones, para que no se viera desde fuera. Movió el cuerpo en diferentes sentidos y comprobó que esos movimientos no parecían poco naturales. Se lavó la cara con jabón y se cepilló el pelo. Más tarde torció el gesto a conciencia en diferentes ángulos delante del gran espejo del lavabo, para distender los músculos rígidos por el nerviosismo. Después de un rato haciendo eso, devolvió la expresión de siempre a su rostro. Cuando fruncía el ceño durante bastante tiempo, luego tardaba un poco en acordarse de cómo era su cara habitualmente. Sin embargo, tras varios intentos, consiguió asentarla. Aomame miró al espejo y examinó con calma su rostro. «Ningún problema», pensó. «Es la misma cara de siempre. Incluso puedo sonreír. Las manos no me tiemblan, tengo la mirada firme. Soy la impasible Aomame de siempre».
Sin embargo, hacía un momento, cuando había salido del dormitorio, el rapado la había estado mirando fijamente a la cara. Quizás había advertido los restos de lágrimas. Había estado llorando mucho durante un largo rato, así que alguna huella debía de haber quedado. Pensar en eso la intranquilizó. «¿Por qué habría de llorar mientras le hacía los estiramientos musculares?», se preguntaría extrañado el rapado. «¿No habrá ocurrido algo raro?», sospecharía. Entonces abriría la puerta del dormitorio, volvería a observar el aspecto del líder y descubriría que su corazón se había parado…
Aomame se llevó las manos a la zona de la cintura que quedaba en la espalda y confirmó que allí estaba la culata de la pistola. «Tienes que tranquilizarte», pensó. «No tengas miedo. El miedo va a aflorar en la cara y te va a delatar».
Mentalizándose para la peor de las situaciones, Aomame levantó la bolsa del gimnasio con la mano izquierda y salió con cautela del cuarto de baño. Colocó la mano derecha de tal forma que pudiera alcanzar enseguida la pistola. Sin embargo, todo seguía igual en la habitación. El rapado estaba de brazos cruzados en medio de la sala, meditando sobre algo con los ojos entornados. El de la coleta, sentado todavía en la silla de la entrada, observaba con calma la sala. Sus ojos daban la impresión de serenidad, como los del encargado de la ametralladora en un bombardero. Estaba acostumbrado a estar solo y a mirar continuamente hacia el cielo azul. Y sus ojos se habían teñido del color del cielo.
—Supongo que estará cansada —dijo el rapado—. ¿Le apetece un café? También hay sándwiches.
—Gracias, pero estoy bien. Después de terminar el trabajo, nunca tengo hambre. Al cabo de una hora se me va abriendo el apetito poco a poco.
El rapado asintió. Luego se sacó un abultado sobre del bolsillo interior de la americana y, tras comprobar su peso en la mano, se lo entregó a Aomame.
—Contiene un poco más de la cantidad acordada. Como le dije antes, le pido encarecidamente que mantenga todo esto en secreto.
—¿Significa que están comprando mi silencio? —dijo Aomame bromeando.
—Significa que le estamos pidiendo algo más, aparte de su trabajo —replicó el hombre, sin sonreír siquiera.
—Iba a guardar el secreto, independientemente del dinero. Forma parte de mi trabajo. Nunca he revelado información privada fuera del trabajo —dijo Aomame. Luego guardó el sobre en la bolsa de deporte—. ¿Necesitan un recibo?
El rapado sacudió la cabeza.
—No. Esto queda entre nosotros. No es necesario que lo declare como ingresos.
Aomame asintió en silencio.
—Debió de requerirle mucha fuerza —comentó el rapado, sondeándola.
—Más que de costumbre —dijo ella.
—Es que no es una persona normal y corriente.
—Eso parece.
—Es alguien irreemplazable —dijo él—. Además ha soportado esos fuertes dolores durante mucho tiempo. Por así decirlo, ha asumido todo nuestro dolor y sufrimiento. Esperamos que al menos haya podido aliviar un poco ese dolor.
—Como desconozco cuál es el causante principal, no puedo afirmar nada con seguridad —dijo Aomame midiendo sus palabras—. Creo que un poco sí que lo he aliviado.
El rapado asintió.
—Me da la impresión de que usted también está bastante agotada.
—Puede ser —dijo ella.
En cuanto Aomame y el rapado hablaban, el de la coleta observaba la sala en silencio desde la silla al lado de la puerta. Su cara permanecía inmóvil; sólo sus ojos se movían. Su semblante no mostraba ningún cambio. No se sabía si la conversación entre los otros dos llegaba a sus oídos. Era solitario, taciturno y sumamente precavido. Buscaba la pequeña sombra de un caza enemigo entre las nubes. Al principio eran tan diminutos como un grano de mostaza.
Después de vacilar un instante, Aomame le hizo una pregunta al rapado:
—Quizá me meta en donde no me llaman, pero ¿beber café y comer sándwiches de jamón no infringe los preceptos de la organización?
El rapado se dio la vuelta y miró la bandeja con la cafetera y los sándwiches sobre la mesa. Algo parecido a una sonrisa afloró a sus labios.
—Los preceptos de nuestra organización no son tan estrictos. El alcohol y el tabaco sí que están prohibidos. También existen ciertas restricciones en el terreno sexual. Pero en lo que respecta a la comida tenemos relativa libertad. Normalmente sólo comemos cosas frugales, pero no existe nada en particular que nos prohíba tomar café o sándwiches de jamón. —Aomame sólo asintió, sin manifestar su opinión—. Somos una gran congregación, de modo que necesitamos cierta disciplina, evidentemente. Sin embargo, una excesiva exposición a formas rígidas podría desviar la atención del objetivo esencial. Los preceptos y doctrinas se adoptan exclusivamente por conveniencia. Lo importante no es el marco, sino el contenido.
—Y el líder es quien ofrece el contenido, ¿no?
—Sí. Él puede escuchar la voz que nuestros oídos no alcanzan a oír. Es alguien especial. —El rapado volvió a mirar a Aomame a la cara—. ¡Gracias por su trabajo! Parece que acaba de escampar.
—¡Vaya tormenta! —exclamó Aomame.
—Y que lo diga —dijo el rapado. Sin embargo, parecía que la lluvia y la tormenta no le interesaban demasiado.
Aomame se despidió inclinando ligeramente la cabeza hacia delante, recogió la bolsa y se encaminó hacia la entrada.
—Espere un minuto. —El rapado la detuvo a sus espaldas. Tenía una voz penetrante.
Aomame se paró en medio de la habitación y se dio la vuelta. Su corazón latía con un ruido seco y estridente. Su mano derecha se colocó de forma natural en la cintura.
—La alfombrilla —dijo aquel hombre joven—. Se olvida la alfombrilla. Está extendida en el suelo del dormitorio.
Aomame sonrió.
—Ahora está profundamente dormido sobre ella y no vamos a apartarlo para cogerla. Si les parece bien, quédense con ella. No es un objeto de valor y está bastante usada. Si no la necesitan, desháganse de ella.
El rapado meditó un instante pero enseguida asintió.
—Muchas gracias por haber venido —dijo.
Cuando Aomame se acercó a la salida, el de la coleta se levantó de la silla y le abrió la puerta. Luego hizo una pequeña inclinación de cabeza. «Al final no ha dicho ni una palabra», pensó Aomame. Ella le devolvió la reverencia y se dispuso a escabullirse.
Pero en ese preciso instante la idea de que podría suceder algo violento le atravesó la piel como una intensa corriente eléctrica. El de la coleta había extendido la mano rápidamente y le agarraba el brazo derecho. Debía de haber sido un movimiento veloz y preciso. Como cuando se quiere atrapar una mosca en el aire. Aomame se imaginó ese instante con tanta viveza, que se le quedaron tiesos todos los músculos del cuerpo. Se le puso la carne de gallina y su corazón se saltó un latido. La respiración se le atragantó y un bicho de hielo recorrió su espalda. Sus sentidos se vieron expuestos a una intensa luz candente. «Con este tipo agarrándome el brazo derecho no puedo alcanzar la pistola. Si algo ocurre, estoy perdida. Él percibe que he hecho algo. Intuitivamente es consciente de que dentro de la habitación ha pasado algo. No sabe qué, pero algo terrible e inconveniente. Su instinto le comunica: “Tienes que detener a esta mujer”. Le ordena que me derribe al suelo, que me aplaste con fuerza y que, de momento, me disloque el hombro. Pero no es más que intuición. No tiene pruebas fehacientes. Si fuera una simple equivocación, se vería en una situación muy comprometida». Titubeó muchísimo y al final desistió. «El que toma decisiones y da instrucciones es exclusivamente el rapado; él no está capacitado». Controló a la desesperada el impulso de la mano derecha y aflojó los hombros. Aomame pudo intuir con claridad la serie de fases por la que pasó la mente del hombre de la coleta durante uno o dos segundos.
Aomame salió al pasillo cubierto por una alfombra. Sin volverse hacia atrás, caminó con calma por el pasillo hacia el ascensor. Parecía que el de la coleta había asomado la cabeza por la puerta y estaba siguiendo sus movimientos con la mirada. Aomame sentía en su espalda aquella mirada afilada como una cuchilla. Sentía una comezón terrible en todos los músculos, pero no se dio la vuelta. No podía volverse. Al doblar la esquina del pasillo, la energía que la oprimía por fin se desvaneció. Sin embargo, aún no estaba tranquila. No sabía qué iba a suceder a continuación. Pulsó el botón para llamar el ascensor y, mientras llegaba (tardó casi una eternidad), se llevó la mano a la espalda y agarró la culata de la pistola. Para sacarla en cualquier momento en caso de que el de la coleta hubiera cambiado de parecer y siguiera sus pasos. Antes de que aquellas robustas manos la atraparan, tendría que pegarle un tiro sin vacilar. O pegarse un tiro a sí misma sin vacilar. Aomame no decidió por cuál de las dos opciones decantarse. Probablemente no lo haría hasta el último momento.
Pero nadie la seguía. Los pasillos del hotel permanecían muertos, en silencio. El ascensor se abrió con un ruido metálico y Aomame se metió en él. Pulsó el botón para bajar al hall y esperó a que la puerta se cerrara. Mordiéndose el labio inferior, miraba fijamente la indicación del número de los pisos. Salió del ascensor, atravesó el amplio hall y se subió en uno de los taxis que esperaban a los clientes a la salida. Aunque había escampado del todo, el coche goteaba por todas partes, como si hubiera pasado por debajo del agua. «A la salida oeste de la estación de Shinjuku», le dijo Aomame al conductor. Cuando el taxi arrancó y se alejó del hotel, ella expulsó todo el aire que había acumulado en su cuerpo. Luego cerró los ojos y vació su mente. No quería pensar en nada durante un rato.
Sintió una fuerte náusea. Sintió que algo en el estómago le subía hasta la garganta. Pero se las arregló para enviarlo de nuevo al fondo. Pulsó el botón para entreabrir la ventanilla y se llenó los pulmones del aire húmedo nocturno. Se apoyó contra el asiento y respiró hondo varias veces. Notaba en la boca un olor funesto. Olía como si algo en su cuerpo hubiera comenzado a pudrirse.
De repente se acordó de algo, rebuscó en el bolsillo de los pantalones y encontró dos chicles. Con manos ligeramente temblorosas les quitó el envoltorio, se los metió en la boca y los mascó despacio. Hierbabuena. Un sabor nostálgico. De algún modo apaciguó sus nervios.
Mientras movía las mandíbulas, aquel desagradable olor en su boca fue disminuyendo poco a poco. «No es que algo se esté pudriendo dentro de mí. Se trata simplemente del miedo, que me altera.
»De todas formas, todo ha terminado», pensó Aomame. «No hará falta que vuelva a matar a nadie. Además, yo he hecho lo correcto», se decía a sí misma. «Era necesario asesinar a ese hombre. Sólo recibió su merecido. Y, aunque fuera una coincidencia, él mismo ansiaba que lo mataran. Yo le he dado una muerte apacible, tal y como él deseaba. No he cometido ningún error. Sólo he infringido la Ley».
Pero por más que intentara convencerse a sí misma, en el fondo era incapaz de aceptarlo. «Hace tan sólo un momento he asesinado con estas manos a una persona que no era normal y corriente». Todavía recordaba con claridad la sensación de la aguja puntiaguda penetrando la nuca del hombre sin hacer ruido. No había sido normal y corriente. Eso había perturbado de forma considerable a Aomame. Extendió la palma de las manos y las contempló. Algo había cambiado. Eran totalmente distintas a antes. Pero no podía discernir qué era lo que había cambiado ni de qué manera.
De creer a aquel hombre, ella había asesinado a un profeta. Alguien que custodiaba la voz de Dios. Pero el dueño de esa voz no era Dios. Era probablemente la Little People. El profeta es al mismo tiempo el rey, y el rey está predestinado a ser asesinado. Es decir, ella era la asesina que le había expedido su destino. Y al eliminar de modo violento a aquel ser, rey y profeta, había mantenido el equilibrio entre el bien y el mal en el mundo. Como consecuencia, ella debía morir. Pero antes había hecho un trato: matando a aquel hombre y renunciando a su propia vida, Tengo se salvaría. Ese era el trato. De creer a aquel hombre.
Sin embargo, no era que no creyese nada de lo que él le había dicho. Él no era un fanático, y quien va a morir no miente. Pero, sobre todo, sus palabras habían sido convincentes. Tenía un poder de convicción igual de pesado que una enorme ancla. Todos los barcos tienen un ancla de peso proporcional a su tamaño. Por muy deplorables que hubieran sido sus actos, aquel hombre era una persona que hacía pensar en un gran barco. Aomame no podía dejar de reconocerlo.
Extrajo la Heckler & Koch del cinturón para que el conductor no la viera, le puso el seguro y la guardó en el neceser. Su cuerpo se desembarazó de aquel sólido y fatal lastre de quinientos gramos.
—¡Vaya truenos han caído hace un rato! Además ha llovido una barbaridad, ¿verdad? —dijo el conductor.
—¿Truenos? —preguntó Aomame. Le parecía que había ocurrido hacía un siglo, a pesar de que sólo había pasado hacía media hora. Ahora que lo decía, era cierto que había estado tronando—. Sí, es verdad. ¡Menuda tormenta!
—Y eso que en el parte meteorológico no dijeron nada… Dijeron que iba a hacer buen tiempo todo el día.
Aomame le daba vueltas a la cabeza. Tenía que decir algo. Pero las palabras no le venían a la mente. Era como si tuviera la cabeza muy torpe.
—Es que los del tiempo nunca aciertan —dijo ella.
El conductor la miró de reojo por el retrovisor. Su manera de hablar debía de haber sido poco natural.
—Parece ser que el agua en la carretera se ha desbordado, se ha colado en la estación de metro de Akasaka-mitsuke y las vías se han inundado. Todo porque ha llovido a cántaros en un área muy pequeña. En las líneas Ginza y Marunouchi se ha interrumpido la circulación de forma temporal. Lo han dicho hace un momento en las noticias de la radio.
«Han parado el metro a causa de las lluvias torrenciales. ¿Tendrá algún tipo de repercusión en lo que haga? Tengo que pensar rápido. Voy a ir hasta la estación de Shinjuku y sacar la bolsa de viaje y el bolso bandolera de la consigna automática. Luego llamaré a Tamaru por teléfono y recibiré sus instrucciones. Si no puedo utilizar la línea Marunouchi en Shinjuku, el asunto se va a complicar un poco. Sólo dispongo de dos horas para huir lejos. Pasadas esas dos horas, les va a extrañar que el líder no se haya despertado, seguramente irán a la habitación contigua para ver cómo está y descubrirán que ha dejado de respirar. Entonces empezarán a moverse de inmediato».
—¿Todavía no está operativa la línea Marunouchi? —preguntó Aomame al conductor.
—Pues la verdad es que no lo sé. ¿Pongo las noticias de la radio?
—Sí, por favor.
Según el líder, la Little People había provocado la tronada y el aguacero. La lluvia se había concentrado en la pequeña área en torno a Akasaka y, a raíz de ello, el servicio de metro había sido interrumpido. Aomame sacudió la cabeza. Debía de haber algún objetivo de por medio. Las cosas no estaban saliendo tal y como las había planeado.
El conductor sintonizó la NHK en la radio. Emitían un programa de música dedicado a canciones folk de cantantes japoneses que habían estado de moda en la segunda mitad de los años sesenta. Aomame las había escuchado en la radio cuando era pequeña y se acordaba vagamente de ellas, pero no le traían ningún recuerdo grato. Más bien le provocaron un malestar en el pecho. Aquellas canciones le hacían recordar la clase de cosas que no le apetecía recordar. Tuvo paciencia y escuchó el programa durante un buen rato, pero por más que esperaba no emitían ninguna noticia sobre el estado de la circulación del metro.
—Perdone, ¿podría apagar la radio? —dijo Aomame—. He decidido ir a Shinjuku de todos modos y ver cómo está la situación.
El conductor la apagó.
—La estación de Shinjuku seguro que está a rebosar —dijo él.
Tal y como le había dicho el conductor, en la estación de Shinjuku no cabía un alma. Como habían interrumpido la línea Marunouchi, que conectaba con los trenes de cercanías en Shinjuku, se había armado un caos por la afluencia de gente, que iba de un lado para otro. Aunque ya pasaba de la hora punta para regresar a casa, era complicado abrirse paso entre la muchedumbre.
Aomame por fin alcanzó la consigna y recuperó el bolso bandolera y la bolsa de viaje de cuero artificial negro. En la bolsa estaba el efectivo que había sacado de la caja fuerte de alquiler. Sacó algunos objetos de la bolsa de deporte y los repartió entre el bolso bandolera y la bolsa de viaje: el sobre con el dinero que había recibido del rapado, el neceser de plástico con la pistola, el estuche rígido que contenía el picahielos. La bolsa de deporte Nike, que ya no le hacía falta, la metió en la consigna de al lado; introdujo una moneda de cien yenes y cerró con llave. No tenía intención de recuperarla. No contenía nada que permitiera identificarla.
Dio vueltas a la estación con el bolso bandolera colgado del hombro en busca de una cabina telefónica. Todas estaban ocupadas. Como el metro estaba inoperante, la gente que quería llamar a casa para decir que iba a llegar tarde esperaba ordenadamente formando una larga cola. Aomame torció el gesto un poco. Parecía que la Little People no iba a permitirle escaparse así por las buenas. Como había dicho el líder, ellos no podían hacerle nada directamente, pero podían entorpecer sus movimientos desde la retaguardia con otro tipo de recursos.
Aomame desistió de esperar su turno para llamar por teléfono, salió de la estación, caminó un poco, entró en una cafetería que había llamado su atención y pidió un café con hielo. El teléfono rosa del local también estaba ocupado, pero no había nadie haciendo cola. Esperó a que una mujer de mediana edad acabara una conversación interminable. La mujer miraba de reojo, incómoda, a Aomame, pero sólo colgó después de unos cinco minutos.
Aomame introdujo en el teléfono toda la calderilla que llevaba encima y marcó el número que había memorizado. Sonaron tres tonos y luego una voz inorgánica grabada le comunicó que «Ahora mismo no estoy disponible. Por favor, deje un mensaje después de oír la señal».
Oyó la señal y habló al auricular:
—Oye, Tamaru, si estás ahí haz el favor de contestar.
Descolgaron el aparato.
—Estoy aquí —contestó Tamaru.
—Menos mal —dijo Aomame.
A diferencia de otras veces, en la voz de Tamaru se percibía un eco acuciante.
—¿Estás bien? —preguntó.
—De momento, sí.
—¿Ha salido bien el trabajo?
—Está profundamente dormido. Tan dormido que nunca volverá a despertarse.
—Ya veo —dijo Tamaru. Su voz traslucía una sensación de alivio. Algo raro en Tamaru, que nunca manifestaba sus sentimientos—. Se lo voy a decir. Seguro que la tranquilizará.
—Aunque no ha sido sencillo.
—Lo sé. Pero el trabajo está finalizado.
—Sí, en cierta medida —dijo ella—. ¿Es seguro hablar por teléfono?
—Estoy utilizando una línea especial. No te preocupes.
—He sacado el equipaje de la consigna de Shinjuku. ¿Y ahora?
—¿Tienes tiempo?
—Una hora y media —dijo Aomame. Le explicó brevemente la situación. Pasada hora y media, los dos guardaespaldas inspeccionarían la habitación contigua y descubrirían que el líder no respiraba.
—Con hora y media es suficiente —dijo Tamaru.
—Cuando lo descubran quizás avisen de inmediato a la policía.
—No estoy tan seguro, porque ayer hubo una investigación policial en la sede de la organización. En lo que a toma de declaraciones se refiere, de momento aún no ha sido una investigación a fondo, pero ahora que el fundador ha sido asesinado podría armarse un buen jaleo.
—O sea, ¿que quizá se encarguen ellos mismos en vez de denunciarlo?
—No tendrían ningún escrúpulo en hacerlo. Cuando leamos los periódicos de mañana, sabremos qué ha pasado: si han denunciado la muerte del fundador a la policía o no. A mí no me gusta hacer apuestas, pero si tuviera que jugármela, me la jugaría a que no van a denunciarlo.
—Quizá crean que ha sido una muerte natural.
—A simple vista, no se puede juzgar. Mientras no le hagan una autopsia legal completa, no sabrán si ha sido muerte natural o un asesinato. Pero de todos modos primero van a querer interrogarte, porque has sido la última persona que lo ha visto con vida. Y naturalmente, una vez que sepan que has abandonado tu vivienda y que te estás escondiendo, llegarán a la conclusión de que no ha sido una muerte natural.
—Entonces empezarán a seguirme el rastro. Por todos los medios.
—De eso no cabe duda —dijo Tamaru.
—¿Podréis hacerme desaparecer por completo?
—Tenemos un plan. Un plan minucioso. Si actúas con cautela y paciencia conforme al plan, nadie te va a encontrar. Lo peor es tener miedo.
—Hago todo lo posible —dijo Aomame.
—Sigue haciendo todo lo posible. Has actuado rápido y tienes el tiempo de tu lado. Eres una persona cautelosa y paciente. Basta con que hagas lo de siempre.
—Ha habido lluvias torrenciales en la zona de Akasaka y se ha interrumpido el servicio de metro.
—Lo sé —dijo Tamaru—. Pero no te preocupes. No está previsto que utilices el metro. Ahora mismo vas a tomar un taxi y vas a venir a la casa de acogida en el centro de la ciudad.
—¿En el centro de la ciudad? ¿No me habías dicho que me fuera lejos?
—Por supuesto, vas a irte lejos. —Tamaru intentó convencerla pausadamente—. Pero antes necesitas ciertos preparativos. Tienes que cambiarte de nombre y de rostro. Además, éste ha sido un trabajo duro. Seguro que estás con los nervios a flor de piel. Actuar deprisa y corriendo en estos casos no da buen resultado. Vas a esconderte durante un tiempo en la casa de acogida. Tranquila; nosotros vamos a apoyarte.
—¿Dónde está?
—En Kōenji —dijo Tamaru.
«Kōenji», pensó Aomame. Entonces se dio un golpecito en los incisivos con la punta de las uñas. Kōenji era territorio desconocido para ella.
Tamaru le dio la dirección y el nombre del edificio. Como de costumbre, Aomame grabó todo en su cabeza, sin tomar nota.
—En la entrada sur de Kōenji. Cerca de la circunvalación número siete. El número del apartamento es el trescientos tres. El cierre automático de la entrada se abre pulsando el dos mil ochocientos treinta y uno.
Tamaru hizo una pausa. Aomame repitió mentalmente los números 303 y 2831.
—La llave está pegada con cinta adhesiva al felpudo de la entrada por la parte de abajo. En la habitación tienes todo lo necesario para vivir allí de forma temporal, sin necesidad de salir al exterior. Seré yo quien me ponga en contacto contigo. Dejaré sonar tres veces, colgaré y luego volveré a llamar después de veinte segundos. Tú, a ser posible, intenta no llamarme.
—Entendido —dijo Aomame.
—¿Eran duros de pelar los tipos esos? —preguntó Tamaru.
—Los dos que llevaba consigo parecían competentes. También estaban un poco tensos. Pero no eran profesionales. No estaban a tu altura.
—No hay muchos que estén a mi altura.
—Si los hubiera, podría ser un problema.
—Tal vez —dijo Tamaru.
Aomame tomó el equipaje y se dirigió a la parada de taxis en el recinto de la estación. Allí también se había formado una larga cola. Parecía que la circulación del metro todavía no se había restablecido. En cualquier caso, no le quedó más remedio que hacer cola y esperar pacientemente su turno. No tenía muchas más opciones.
Mientras esperaba entre numerosas personas con cara de cabreo, que de forma habitual utilizaban el metro para desplazarse del trabajo a casa y viceversa, Aomame repetía mentalmente la dirección y el nombre de la casa de acogida, el número del apartamento, el código para anular el cierre automático y el número de teléfono de Tamaru. Igual que un asceta sentado sobre una roca en la cima de una montaña recitando importantes mantras. Aomame siempre había confiado en su memoria. Podía memorizar esa información sin ningún esfuerzo. Pero además, en ese momento, aquellas cifras eran su salvavidas. Si se olvidara o se equivocara en una sola, sobrevivir se complicaría. Tenía que grabarlas en lo más profundo de su cabeza.
Cuando por fin consiguió subirse a un taxi, había pasado una hora, más o menos, desde que se había marchado de la habitación en la que yacía el cadáver del líder. Le había llevado casi el doble del tiempo que había previsto en llegar a aquel punto. La Little People seguramente había ganado tiempo. Habían provocado lluvias torrenciales en Akasaka, habían conseguido congestionar la estación de Shinjuku, ya que el metro se había detenido y la gente no podía regresar a casa; habían hecho que hubiera pocos taxis disponibles y habían entorpecido las acciones de Aomame. A raíz de todo ello, se estaba poniendo nerviosísima poco a poco. Estaba perdiendo la sangre fría. Pero tal vez fuera una mera coincidencia. Sólo una casualidad. «Quizá sólo temo la sombra de una Little People que en realidad no existe».
Tras comunicarle el lugar de destino al conductor, Aomame se hundió en el asiento y cerró los ojos. En ese momento los dos hombres de traje oscuro estarían comprobando la hora en sus relojes de pulsera mientras esperaban a que el fundador se despertase. Aomame se los imaginó. El rapado reflexionaba sobre diferentes cosas mientras bebía café. Reflexionar era su función. Pensar y tomar decisiones. «La siesta del líder está siendo demasiado silenciosa», sospecharía tal vez. «El líder siempre duerme como un tronco, sin hacer ruido. Ni ronca ni respira fuerte. Sin embargo, siempre se nota su presencia. La chica ha dicho que dormiría profundamente durante dos horas. Que teníamos que dejarlo en paz durante ese tiempo para que sus músculos se recuperasen. De momento sólo ha pasado una hora». Pero algo lo inquietaba. Quizá fuera mejor comprobar cómo estaba. No sabía qué hacer.
Pero el peligroso de verdad era el de la coleta. Aomame todavía recordaba vivamente la violencia que el de la coleta había manifestado de forma fugaz cuando ella salía de la habitación. Era un hombre taciturno pero con una fina intuición. Quizá también fuera bueno en artes marciales. Parecía más competente de lo que se había imaginado. Con sus conocimientos de artes marciales, Aomame no tendría nada que hacer. Quizá ni le daría tiempo de mover la mano para coger la pistola. Pero afortunadamente no era profesional. Antes de pasar de la intuición a la acción, había usado el raciocinio. Estaba acostumbrado a recibir órdenes de alguien. No como Tamaru. Si hubiera sido Tamaru, primero la habría detenido e inmovilizado y después habría reflexionado. Primero actuaba. Confiaba en su intuición y dejaba las consideraciones lógicas para más tarde. Él sabía que con un instante de duda todo es demasiado tarde.
Al acordarse de lo ocurrido, sus axilas transpiraron ligeramente. Sacudió la cabeza en silencio. «He tenido suerte. Por lo menos me he salvado de que me capturaran al instante. A partir de ahora deberé andarme con mucho cuidado. Tamaru tiene razón. Lo más importante es actuar con cautela y paciencia. El peligro puede surgir en un instante de descuido».
El conductor del taxi era un hombre de mediana edad que hablaba de manera muy educada. Cogió un mapa, detuvo el coche y el taxímetro, averiguó amablemente el número del edificio y lo encontró. Aomame le dio las gracias y se apeó del taxi. Era un elegante edificio nuevo de seis plantas. Estaba en el centro de una zona residencial. En la entrada no había nadie. Aomame presionó el 2831 para anular el cierre, abrió la puerta automática de la entrada y subió hasta el tercer piso en un ascensor limpio, pero angosto. Cuando el ascensor llegó arriba, primero comprobó la situación de las escaleras de emergencia. Luego quitó del felpudo la llave sujeta con cinta adhesiva, la utilizó y entró en el piso. Al abrir la puerta del recibidor, se accionó un dispositivo que iluminaba automáticamente la entrada. El piso olía a nuevo. El mobiliario y los aparatos eléctricos también parecían sin estrenar; nada indicaba que hubieran sido utilizados. Seguro que acababan de sacarlos de las cajas y les habían quitado el precinto de plástico. Esos muebles y aparatos parecían haber sido comprados en conjunto por un diseñador para arreglar un piso piloto. Tenían un diseño simple, eran funcionales y no olían a vida.
A la izquierda de la entrada vio una salita comedor. Había un pasillo, un aseo y un cuarto de baño con bañera y dos habitaciones al fondo. En uno de los dormitorios habían dispuesto una cama de 1,50 X 2 metros. La cama estaba hecha. Las persianas de las ventanas, cerradas. Al abrir la ventana que daba a la calle, se oyó el ruido del tráfico en la circunvalación número siete, como el fragor lejano del mar. Al cerrarla apenas se oía nada. En la salita había un pequeño balcón desde el cual se dominaba el parque que se interponía entre el edificio y la calle. Había un columpio, un tobogán, un cajón de arena y unos aseos públicos. Una alta farola de mercurio iluminaba todo alrededor de manera casi artificial. Un enorme olmo de agua desplegaba sus ramas. El piso estaba en la tercera planta, pero como en el vecindario no había edificios altos, no tenía que preocuparse por que alguien la observara.
Aomame se acordó del piso que acababa de abandonar en Jiyūgaoka. Era un edificio viejo, no demasiado limpio, en el que de vez en cuando aparecían cucarachas, y de paredes finas. Aunque no tenía excesivo apego por aquella vivienda, en ese momento la echó de menos. Al estar en aquel piso nuevo e impoluto le daba la sensación de que se había convertido en una persona anónima a la que habían arrebatado los recuerdos y la personalidad.
Dentro de la nevera, cuatro Heineken en lata se estaban enfriando en el estante de la puerta. Aomame abrió una y le dio un sorbo. Encendió el televisor de veintiuna pulgadas, se sentó frente a él y vio las noticias. Informaban sobre la tronada y las lluvias torrenciales. La noticia principal era la inundación de la estación Akasaka-mitsuke y la interrupción de las líneas Marunouchi y Ginza. El agua desbordada había corrido por las escaleras de la estación como una cascada. Los empleados de la estación, vestidos con impermeables, habían apilado sacos de arena en la entrada, pero ya era demasiado tarde. El servicio de metro seguía suspendido y todavía no estaba previsto restituirlo. Blandiendo un micrófono, el reportero de la televisión preguntaba su opinión a la gente que se había quedado sin medio para volver a casa. «En el parte meteorológico de la mañana dijeron que hoy iba a hacer un tiempo espléndido todo el día», se quejó una persona.
Vio las noticias hasta el final, pero, como cabía esperar, no emitieron ninguna noticia sobre el fallecimiento del líder de Vanguardia. Aquellos dos debían de estar esperando en la sala contigua a que transcurrieran las dos horas. Después se enterarían de la realidad. Aomame sacó el neceser de la bolsa de viaje, cogió la Heckler & Koch y la puso sobre la mesa del comedor. Una semiautomática de fabricación alemana sobre una nueva mesa de comedor resultaba terriblemente tosca y taciturna. Y negra como el carbón. Con todo, daba a la habitación despersonalizada un toque de intensidad. «Paisaje con pistola automática», susurró Aomame. Parecía el título de un cuadro. A partir de entonces tendría que llevarla siempre consigo. Tendría que estar preparada para hacerse con ella de inmediato en cualquier momento. Para disparar a otro o para dispararse a sí misma.
Dentro de la enorme nevera había alimentos como para atrincherarse allí durante un mes si hiciera falta. Verduras, fruta y unos cuantos platos precocinados para consumir al instante. En el congelador había diversos tipos de carne, pescado y pan. Incluso había helado. En las alacenas, había colocados diversos productos ya preparados, latas de conserva y condimentos. También arroz y fideos. Había agua mineral en abundancia, así como dos botellas de vino tinto y dos de blanco. No sabía quién lo había dispuesto todo, pero lo había hecho con esmero. No se le ocurría nada que pudiera faltar.
Como tenía algo de hambre, sacó el camembert, lo cortó y se lo comió con un cracker. Tras haberse comido medio queso, lavó un apio bien lavado y lo mordisqueó entero con mayonesa.
Luego abrió uno por uno los cajones de la cómoda que había en su dormitorio. El superior contenía un pijama y un albornoz fino. Eran artículos sin estrenar, que venían en bolsas de plástico. Estaban muy bien dispuestos. En el siguiente había tres juegos de camisetas y calcetines, medias y ropa interior de repuesto. Todas eran simples y blancas, a juego con el diseño de los muebles, y todas venían en bolsas de plástico. Debían de ser iguales que las que se les proporcionaba a las mujeres de la casa de acogida. Aunque estaban hechas de buen material, tenían cierto aspecto de «productos de suministro». En el aseo había champú, acondicionador, crema hidratante y colonia. Lo habían equipado con todo lo que necesitaba. Como normalmente Aomame apenas se maquillaba, los productos que necesitaba eran muy limitados. Había, además, un cepillo de dientes, un cepillo interdental y un tubo de pasta dentífrica. También habían preparado de forma meticulosa un cepillo para el pelo, bastoncillos, una cuchilla de afeitar, unas pequeñas tijeras y artículos de higiene femenina. Las existencias de papel higiénico y pañuelos de papel también eran suficientes. Habían doblado toallas de baño y toallas para la cara y las habían apilado en un armario. Todo había sido dispuesto con sumo cuidado.
Abrió el armario ropero. A lo mejor se encontraba con vestidos y zapatos de su talla bien ordenados. Si fueran de Armani y Ferragamo, podría darse con un canto en los dientes. Pero, contra todo pronóstico, el armario estaba vacío. No habían llegado a tanto. Eran conscientes de hasta qué punto eran meticulosos y a partir de qué punto se excedían. Igual que la biblioteca de Jay Gatsby: disponía de libros reales, pero las páginas no llegaban a estar cortadas. Además, mientras permaneciera allí, no tendría necesidad de ropa para salir a la calle. Ellos no le habían preparado cosas que no iba a necesitar. Sin embargo, sí que habían dispuesto un montón de perchas.
Aomame sacó la ropa que había traído de la bolsa de viaje y, tras comprobar, prenda por prenda, que no estaba arrugada, la colgó en las perchas. Sabía que no hacerlo y dejar la ropa metida en la bolsa sería más conveniente si tuviera que huir a toda prisa, pero no había nada que odiara más en este mundo que ponerse ropa toda arrugada.
«Nunca seré una delincuente fría y profesional», pensó Aomame. «¡Joder! ¡Mira que preocuparme por si la ropa se arruga en este preciso momento!». Entonces se acordó de una conversación que había mantenido con Ayumi:
—Escondo el parné entre el somier y el colchón, y, cuando la cosa se pone fea, cojo todo y huyo por la ventana.
—Sí; eso, eso —dijo Ayumi, y chascó los dedos—. Como en La huida. La peli de Steve McQueen. Un fajo de billetes y una escopeta. Me gusta.
«No es una vida tan divertida», dijo Aomame a la pared.
Después Aomame fue al cuarto de baño, se desnudó y se dio una ducha. El agua caliente arrastró el desagradable sudor que quedaba en su cuerpo. Salió del cuarto de baño, se sentó frente a la mesa de la cocina y, mientras se secaba el pelo húmedo con una toalla, volvió a tomar un trago de la cerveza que había dejado.
«Hoy las cosas se han sucedido como cabía esperar», pensó Aomame. «Clac. El engranaje se ha movido hacia delante. Una vez que avanza hacia delante, nunca vuelve atrás. Ésa es una regla mundial».
Aomame cogió la pistola, la puso del revés y se metió el cañón en la boca, mirando hacia arriba. En el extremo de los dientes sintió su tacto metálico, muy duro y frío. Olía ligeramente a grasa. «Podría volarme los sesos. Levantar el percutor y apretar el gatillo. Todo se terminaría para siempre. No haría falta pensar en nada. No haría falta huir».
Aomame no tenía ningún miedo de morir. «Yo muero y Tengo sobrevive. Él va a vivir en este mundo de dos lunas, en el año de 1Q84.
Pero en él yo no estoy incluida. No podré verlo en este mundo. Nunca podré verlo por muchos mundos que se superpongan. Al menos eso es lo que dijo el líder».
Aomame observó lentamente todo el piso. «Es como un piso piloto», pensó. «Está limpio, da sensación de uniformidad y dispone de todo lo que necesito. Pero sólo es un piso de cartón piedra, frío e impersonal. Morirme aquí no sería una muerte demasiado agradable. Pero aunque lo cambiara por un escenario que me agradase, en este mundo no existen las muertes agradables. Además, al fin y al cabo, el mundo en que vivo se parece a un enorme piso piloto. Entro, tomo asiento, bebo té, contemplo el paisaje por la ventana y, llegado el momento, doy las gracias y me voy. Todos los muebles no son más que objetos falsos dispuestos para la ocasión. Tal vez incluso la Luna que se ve por la ventana también sea de cartón piedra.
»Pero yo amo a Tengo», pensó Aomame. Lo pronunció en voz baja. «Yo amo a Tengo. Eso no es una burda comedia. 1Q84 es un mundo real en el que, si te cortas, sangras. El dolor es dolor de verdad, el miedo es miedo de verdad. La Luna suspendida del cielo no es de papel maché. Es una Luna real. Un par de lunas reales. Y en este mundo voy a morirme voluntariamente por Tengo. Nadie podría decir que eso sea falso».
Aomame miró el reloj circular colgado de la pared. Un diseño simple de la marca Braun. Hacía juego con la Heckler & Koch. Aparte de aquel reloj, no había nada más colgado de la pared. Las manecillas marcaban las diez. Era hora de que los dos hombres descubrieran el cadáver del líder.
En un dormitorio de una elegante suite del Hotel Okura, un hombre había dejado de respirar. Un hombre corpulento, que no era normal y corriente. Había pasado al otro mundo. Ya no podría regresar a este mundo por medio de nadie ni de nada.
Por fin ha comenzado la hora de los fantasmas.