16
TENGO

Igual que un barco fantasma

«Cuando llegue el nuevo día, ¿qué mundo será éste?».

—Eso nadie lo sabe —dijo Fukaeri.

Pero en el mundo en que Tengo se despertó no parecía haber ningún cambio con respecto al mundo en que se había quedado dormido la noche anterior. El reloj de la cabecera marcaba las seis y pico. Fuera, ya era de día. El aire era claro y por los intersticios de las cortinas entraba la luz como una cuña. Parecía que el verano se acercaba a su fin. El canto de los pájaros sonaba vivo y penetrante. El fuerte temporal del día anterior parecía una ilusión. O algo que había ocurrido en un lugar ignoto en un pasado distante.

Al despertarse, lo primero que se le pasó a Tengo por la cabeza fue si Fukaeri no habría desaparecido durante la noche. Pero seguía a su lado profundamente dormida, como una pequeña criatura en plena hibernación. Su rostro cuando dormía era hermoso; el delicado cabello negro cubría sus blancas mejillas trazando complejos patrones. Las orejas no se le veían, ocultas bajo el cabello. Se oía tenuemente cómo respiraba. Tengo se quedó un rato observando el techo de la habitación y escuchando ese respirar, semejante a un pequeño fuelle.

Recordaba con claridad la sensación que había tenido la noche anterior al eyacular. Sólo de pensar que había expulsado semen dentro de la chica se sentía desconcertado. Además había sido mucho semen. Ahora, por la mañana, al igual que el temporal, parecía que no había ocurrido en realidad. Como una experiencia vivida en un sueño. Durante la adolescencia, había experimentado varias poluciones nocturnas. Tenía un sueño de contenido sexual realista, dentro del sueño eyaculaba y se despertaba. Lo ocurrido había sido un sueño, pero el esperma era real. La sensación se parecía mucho.

Sin embargo, aquello no había sido una polución nocturna. Había eyaculado sin duda dentro de Fukaeri. Ella se había introducido el pene de Tengo y había exprimido de manera eficaz su esperma. El sólo se había sometido. En ese momento, su cuerpo estaba completamente entumecido; no era capaz de mover ni un dedo. Además, Tengo creía haber eyaculado en el aula de la escuela. De todas formas, Fukaeri le había dicho que no tenía la regla, así que no había posibilidad de que se quedara embarazada. Le costaba creer que tal cosa pudiera haber sucedido. Pero había ocurrido de verdad. Algo real en un mundo real. Tal vez.

Tengo se levantó de la cama, se cambió de ropa, fue a la cocina, puso agua a hervir y preparó café. Mientras lo preparaba, intentó poner su mente en orden. Como si colocara las cosas de un cajón del escritorio. Pero no las colocó correctamente. Sólo cambió algunas de posición. En el lugar de la goma de borrar puso los clips, en el lugar de los clips colocó el sacapuntas y en el lugar del sacapuntas metió la goma de borrar. El desorden sólo pasó de una forma a otra diferente.

Tras beberse el café recién hecho, fue al baño y, escuchando un programa de música barroca en la radio FM, se afeitó la barba. Sonaba una partita para diversos instrumentos compuesta por Telemann. Era el mismo proceder de siempre: preparaba café en la cocina, se lo bebía y se afeitaba mientras escuchaba el programa «Barroco para ti» en la radio. Lo único que cambiaba cada día eran las obras musicales. El otro día había sido música para teclado de Rameau.

El comentarista estaba hablando:

«En la primera mitad del siglo XVIII Telemann había adquirido gran prestigio como compositor en diferentes zonas de Europa, pero en el siglo XIX sus obras se ganaron el desprecio de la gente debido a una excesiva productividad. Sin embargo, no era culpa de Telemann. El gran cambio de intenciones a la hora de componer que había acompañado la transformación de la estructura de la sociedad europea provocó esa inversión de la apreciación».

«¿Es éste un mundo nuevo?», pensó Tengo.

Volvió a mirar lo que lo rodeaba. Como cabía esperar, no descubrió ningún cambio. Todavía no se veía a nadie que lo despreciara. En cualquier caso, necesitaba afeitarse. Hubiera cambiado el mundo o no, nadie lo iba a afeitar por él. No le quedaba más remedio que afeitarse con sus propias manos.

Una vez afeitado, hizo tostadas, que se comió con mantequilla, y se tomó otro café. Fue al dormitorio a ver qué hacía Fukaeri, pero parecía profundamente dormida y no se movía ni un ápice. Desde hacía un rato no cambiaba de posición. El cabello trazaba el mismo dibujo sobre sus mejillas. Respiraba con el mismo sosiego de antes.

De momento no tenía ningún plan. No tenía clases en la academia. Nadie lo iba a visitar, ni él había pensado ir a visitar a nadie. Era libre para hacer lo que le viniera en gana durante todo el día. Tengo se sentó frente a la mesa de la cocina y siguió escribiendo su novela. Con una pluma iba llenando los folios de caracteres. Se concentró de inmediato en la tarea, como de costumbre. El canal de sus sentidos cambió y todo lo demás desapareció de vista.

Fukaeri se despertó antes de las nueve. Se quitó el pijama y se puso una camiseta de Tengo. Era la camiseta de la gira japonesa de Jeff Beck que había llevado cuando Tengo había ido a visitar a su padre a Chikura. Los pezones se le marcaban con nitidez. A Tengo le evocó forzosamente la sensación que había tenido la noche anterior al eyacular. Igual que cuando una fecha evoca un acontecimiento histórico.

En la radio sonaba una pieza para órgano de Marcel Dupré. Tengo dejó de escribir y le preparó el desayuno. Fukaeri bebió un Earl Grey y comió tostadas con mermelada de fresa. Untaba las tostadas con mermelada con sumo cuidado y tomándose su tiempo, como Rembrandt cuando pintaba los pliegues de la ropa.

—¿Cuántos ejemplares se han vendido de tu libro? —preguntó Tengo.

—De La crisálida de aire —preguntó a su vez Fukaeri.

—Sí.

—No lo sé —dijo Fukaeri. Entonces frunció ligeramente el ceño—— Muchísimos.

«Para ella, el número no es un factor importante», pensó Tengo. La expresión «muchísimos» le recordó tréboles brotando hasta los confines de un enorme campo. Los tréboles indicaban el concepto de «mucho» y nadie podía contarlos.

—Mucha gente está leyendo La crisálida de aire —comentó Tengo.

Sin decir nada, Fukaeri inspeccionaba cómo había untado la mermelada.

—Tengo que ver al señor Komatsu en cuanto pueda —dijo Tengo mirando a la cara a Fukaeri, que estaba al otro lado de la mesa. Su rostro no mostraba ninguna expresión, como siempre—. Supongo que tú también has visto al señor Komatsu, ¿no?

—Cuando fue lo de la rueda-de-prensa.

—¿Hablasteis?

Fukaeri hizo un breve movimiento negativo con la cabeza. Quería decir que apenas habían hablado.

Pudo imaginarse vivamente la situación. Komatsu le habría contado a la misma portentosa velocidad de siempre lo que pensaba —o lo que no pensaba— y ella habría permanecido callada todo el tiempo. Ni siquiera habría escuchado sus palabras. A Komatsu tampoco le habría importado. Si alguien le pidiera que diese un ejemplo concreto de «combinación de personas sin ninguna probabilidad de compatibilizar», podría mencionar a Fukaeri y Komatsu.

—Hace mucho tiempo que no veo al señor Komatsu, y él tampoco se ha puesto en contacto conmigo. Debe de andar bastante ocupado. Como La crisálida de aire se ha convertido en un best seller, se habrá metido en un jaleo. Pero ya va siendo hora de que nos veamos y hablemos seriamente sobre distintos asuntos. Ahora que tú estás aquí sería una buena ocasión. ¿Por qué no quedamos todos?

—Los tres.

—Sí. Eso agilizaría todo el asunto.

Fukaeri reflexionó un instante. Quizás estuviera imaginándose algo. Luego respondió:

—Está bien. Si es posible…

«Si es posible…», repitió Tengo para sí. Sonaba como un vaticinio.

—¿Crees que a lo mejor no es posible? —preguntó tímidamente Tengo.

Fukaeri no contestó.

—Si es posible, quedaremos con él. No debería haber ningún problema.

—Quedar para qué.

—¿Quedar para qué? —repitió Tengo—. Primero para devolverle el dinero. Ha transferido dinero a mi cuenta bancaria como remuneración por la corrección de La crisálida de aire. Pero yo no pienso aceptarlo. No me arrepiento de haber reescrito el libro. Es un trabajo que me ha motivado y me ha guiado por el buen rumbo. No está bien que yo lo diga, pero creo que ha sido un buen trabajo. Y la verdad es que ha tenido buena acogida y se está vendiendo. No creo que me haya equivocado aceptando el trabajo. Aunque tampoco pensaba que el asunto fuera a tomar tales proporciones. Obviamente, fui yo el que acepté y, por lo tanto, debo asumir la responsabilidad. Pero ahora mismo no tengo intención de aceptar esa paga.

Fukaeri hizo ademán de encoger ligeramente los hombros.

—Tienes razón —admitió Tengo—. Quedar con él quizá no cambie nada, pero quiero dejar clara mi posición.

—A quién.

—Principalmente a mí mismo —dijo bajando un poco la voz.

Fukaeri cogió la tapa del tarro de la mermelada y lo observó como si fuera algo extraño.

—Pero quizá ya sea demasiado tarde —añadió Tengo.

Fukaeri no dijo nada al respecto.

Cuando, pasada la una, llamó por teléfono a la empresa de Komatsu (por la mañana Komatsu nunca estaba en el trabajo), la mujer que se puso al aparato le dijo que Komatsu llevaba varios días sin pasarse por allí, pero no tenía más información. O aunque la tuviera no parecía dispuesta a dársela. A petición de Tengo, le pasó con otro editor que conocía. Tengo había escrito una especie de breve columna usando un pseudónimo para la revista mensual que aquel hombre editaba. Era un editor dos o tres años mayor que él, habían ido a la misma universidad y le guardaba simpatía a Tengo.

—Komatsu ya lleva una semana sin venir al trabajo —dijo el editor—. Al tercer día llamó para decirnos que no se encontraba bien y que iba a tomarse unas vacaciones durante un tiempo. Desde entonces no ha vuelto al trabajo. El equipo del departamento de edición está que se tira de los pelos. El señor Komatsu era el editor encargado de La crisálida de aire y se había encargado él solo de todo lo relativo al libro. Aunque era el responsable de la revista desatendió sus funciones y se centró en el libro, sin dejar que nadie se inmiscuyera. Por eso, ahora que no está, los demás tienen las manos atadas. Pero, bueno, si él se encuentra indispuesto, no hay nada que podamos hacer…

—¿Qué le pasa?

—No lo sé. Sólo me dijo que se encontraba mal. Dijo eso y colgó. Desde entonces no ha vuelto a llamar. Quería preguntarle una cosa, pero cuando lo llamo a casa no coge el teléfono. Tiene el contestador activado. No sé qué hacer.

—¿No tiene familia?

—Vive solo. Tenía mujer e hijo, pero ya hace mucho tiempo que se divorció. Como él nunca cuenta nada, desconozco los detalles, pero ése es el rumor que corre.

—De todas formas es raro que falte una semana y que no llame ni una sola vez.

—Bueno, pero ya sabes que él no es alguien que aplique el sentido común.

Tengo reflexionó sobre ello con el auricular en la mano. Luego habló:

—Es cierto que es una persona imprevisible. No acepta las convenciones sociales y es un tanto egoísta. Pero, que yo sepa, no es una persona irresponsable en lo relativo al trabajo. Aunque se encuentre mal, no es normal que deje el trabajo a medias y no se ponga en contacto ni una sola vez con la empresa justo cuando La crisálida de aire se está vendiendo tan bien. Por muy mal que se encuentre, él no es así.

—Tienes razón —admitió el editor—. Quizá sea mejor que me acerque a su casa y compruebe cómo está. En cuanto a lo de la desaparición de Fukaeri, se ha armado un berenjenal con Vanguardia y aún no se conoce el paradero de la chica. Incluso se cree que ha podido pasarle algo. Me pregunto si el señor Komatsu no estará fingiendo encontrarse enfermo para ausentarse y refugiar a Fukaeri en alguna parte.

Tengo se quedó callado. No podía decirle que Fukaeri estaba en persona delante de él, limpiándose los oídos con un bastoncillo.

—Dejando ese tema aparte, hay algo en cuanto al libro que me escama. Me parece perfecto que se venda, pero no me convence. Y no soy el único: dentro de la empresa muchos tienen la misma impresión… Por cierto, Tengo, ¿había algo de lo que querías hablar con el señor Komatsu?

—No, nada en particular. Como hacía tiempo que no hablaba con él, sólo quería saber cómo estaba.

—Él también ha estado muy ocupado últimamente. Quizás anduviera estresado por eso. En cualquier caso, La crisálida de aire es el primer best seller de nuestra editorial. Estoy deseando que llegue la paga extraordinaria de este año. ¿Tú ya has leído el libro?

—Claro, lo leí cuando era una de las obras candidatas al premio.

—Es cierto. Tú hojeabas los originales.

—Es una novela interesante y bien escrita.

—Sí. Es cierto que la historia es buena. Merece la pena leerla.

Tengo percibió un eco fatídico en su manera de hablar.

—Pero ¿hay algo que te preocupe?

—Se trata de intuición de editor. Está muy bien escrita, eso es cierto; pero quizás un poco demasiado bien escrita. Para tratarse de una chica principiante de diecisiete años, claro. Y la autora es una menor en paradero desconocido. Tampoco me es posible ponerme en contacto con el editor. Además, el libro va viento en popa a toda vela por el canal de los best sellers, igual que un antiguo barco fantasma sin tripulación a bordo. —Tengo emitió un sonido opaco. El editor prosiguió—: Es inquietante, misterioso y el asunto marcha demasiado bien. Esto que quede entre nosotros, pero en la empresa se comenta si no habrá tocado la obra el señor Komatsu. Sé que supera los límites de lo razonable. Me parece imposible, pero si fuera así, tendríamos una bomba de relojería en las manos.

—O puede que simplemente tengamos suerte y todo salga bien.

—Aun así, la suerte no nos va a acompañar para siempre —dijo el editor.

Tengo le dio las gracias y colgó el teléfono.

Tras dejar el auricular en su sitio, Tengo se dirigió a Fukaeri:

—Hace una semana que el señor Komatsu falta al trabajo. Ni siquiera llama.

Fukaeri no dijo nada.

—Parece que están desapareciendo algunas personas a mi alrededor —dijo Tengo.

Como cabía esperar, Fukaeri se quedó callada.

De pronto, Tengo se acordó de que la epidermis humana pierde cuarenta millones de células cada día. «Se pierden, se desprenden y se desvanecen en el aire convertidas en un polvillo invisible. Puede que nosotros seamos algo así como las células epidérmicas del mundo. En ese caso, no sería raro que un buen día alguien desapareciera de repente».

—Quizá yo sea el siguiente.

Fukaeri sacudió decidida la cabeza.

—Tú no te perderás.

—¿Por qué no?

—Porque te has purificado.

Tengo meditó unos segundos al respecto, pero no llegó a ninguna conclusión. Desde el principio sabía que por mucho que pensara no le valdría de nada. Sin embargo, no podía evitar hacer el esfuerzo de pensar.

—En todo caso, ahora mismo no vamos a poder quedar con el señor Komatsu —dijo Tengo—. Ni voy a poder devolverle el dinero.

—El dinero no es el problema —dijo Fukaeri.

—Entonces, ¿cuál demonios es el problema? —preguntó Tengo.

Naturalmente, no obtuvo respuesta.

Tal y como había determinado la noche anterior, Tengo decidió ir en busca de Aomame. Dedicándose a ello un día entero, algo conseguiría. Pero cuando se puso a ello, resultó no ser tan sencillo como había previsto. Dejó a Fukaeri en el piso (tras haberle repetido «no abras la puerta aunque llamen») y fue a la central de la compañía telefónica. Allí tenían todas las guías telefónicas de Japón y era posible consultarlas. Tras hacerse con todas las guías de los veintitrés barrios especiales de Tokio, buscó el apellido de Aomame. Aunque no fuera ella, quizás habría algún familiar viviendo en alguna parte. Podría preguntarle por ella.

Pero en ninguna de las guías encontró a alguien con ese apellido. Tengo amplió la búsqueda a todo Tokio. Aun así, no encontró a nadie. Luego extendió el área de búsqueda a toda la región de Kantō. Las prefecturas de Chiba, Kanagawa, Saitama… Consumió energía y tiempo. Al estar fijándose en la letra pequeña de la guía, acabaron doliéndole los ojos.

Pensó en las siguientes posibilidades:

1) Vivía en las afueras de Utashinai, en la isla de Hokkaido.

2) Se había casado y se había cambiado el apellido por «Itō».

3) Su nombre no aparecía en la guía telefónica para proteger su intimidad.

4) Había fallecido en primavera hacía dos años por una gripe maligna.

Debía de haber unas cuantas posibilidades más a la hora de buscarla, aparte de ésas. Contando sólo con las guías telefónicas era imposible localizarla. No iba a investigar todas las guías japonesas. A lo mejor llegaba a Hokkaido al mes siguiente. Tenía que encontrar otro método.

Tengo compró una tarjeta telefónica, entró en una de las cabinas de la compañía y llamó a la escuela primaria de Ichikawa adonde habían ido juntos. Diciendo que quería ponerse en contacto con ella para algo de una asociación de antiguos alumnos, le averiguaron la dirección que había registrada de Aomame. La amable y ociosa secretaria utilizó el registro de alumnos graduados. En quinto curso, Aomame se cambió de colegio, así que no se había graduado allí; por consiguiente, su nombre no aparecía en el registro y desconocían su dirección actual. «Pero podría averiguar su nueva dirección en aquella época. ¿Le interesa?».

«Sí», dijo Tengo.

Anotó la dirección y el número de teléfono. Estaba en el barrio de Adachi, en Tokio, y allí vivía el señor Takashi Tasaki. Al parecer, por aquel entonces, ella se había marchado de casa de sus padres. Seguro que había sucedido algo. Aun creyendo que no serviría de nada, Tengo probó a marcar el número. Tal y como se había imaginado, aquel teléfono no estaba operativo. Y es que habían pasado veinte años. Llamó al servicio de información telefónica y dio la dirección y el nombre del Takashi Tasaki, pero le dijeron que no había ningún número registrado con ese nombre.

A continuación, Tengo intentó averiguar el número de la sede de la Asociación de los Testigos. Sin embargo, por mucho que indagó, los datos de la asociación no estaban publicados en el listín telefónico. No venían ni por Asociación de los Testigos, ni por Antes del diluvio, ni ningún nombre parecido. Tampoco encontró nada en el apartado «comunidades religiosas» de la guía telefónica de profesiones. Tras buscar desesperado durante un buen rato, llegó a la conclusión de que quizá no querían que nadie contactara con ellos.

Bien pensado, resultaba extraño. Ellos acudían a la gente cuando les daba la gana. Ya estuvieras preparando un suflé, estuvieras soldando, lavándote el pelo, amaestrando un ratón o pensando en las funciones de segundo grado, a ellos les daba igual; tocaban al timbre o llamaban a la puerta y, con cara risueña, te decían: «¿Por qué no leemos juntos la Biblia?». Ellos podían visitarte tranquilamente, pero tú (mientras no quisieras hacerte devoto) no podías acudir a ellos cuando querías. Ni siquiera podías hacerles una sencilla pregunta. Aquello era el colmo del incordio.

No obstante, aun averiguando su número y poniéndose en contacto con ellos, visto lo reservados que eran, dudaba mucho que fueran a ser tan amables de proporcionarle información sobre una devota en particular. Desde su punto de vista, seguro que tendrían algún motivo para mantenerse a la defensiva. La mayoría de la gente los odiaba y no los soportaba por su doctrina radical y excéntrica, y por la obstinación de su fe. También habían causado algunos problemas sociales y, como consecuencia, casi habían sido perseguidos. Proteger a su comunidad de ese mundo externo inhóspito probablemente se había convertido en uno de sus hábitos.

En todo caso, el camino de la búsqueda de Aomame se bloqueaba en aquel punto. Así de pronto, a Tengo no se le ocurría ninguna otra manera de averiguar su paradero. Aomame era un apellido bastante singular. Una vez oído, no se olvidaba. Pero al seguir los pasos de alguien con ese apellido, uno topaba, en menos de lo que canta un gallo, con un sólido muro.

Quizá fuera más sencillo preguntarle directamente a un devoto de la Asociación de los Testigos. Preguntando en la sede seguro que sospecharían y no le darían información, pero tenía la sensación de que si le preguntaba en persona a un devoto, éste le ayudaría. Sin embargo, Tengo no conocía a ningún fiel de la Asociación de los Testigos. Y, bien pensado, en los últimos diez años no había recibido la visita de ninguno de ellos. ¿Por qué no venían cuando uno quería y sí lo hacían cuando uno no quería que viniesen?

Otra opción era publicar un anuncio por palabras en el periódico. Un texto como «Aomame, ponte en contacto conmigo de inmediato. Kawana» sería ridículo. Además, aun suponiendo que lo viera, Tengo no creía que Aomame fuera a tomarse la molestia de llamar. Sólo conseguiría alarmarla. Kawana tampoco era un apellido demasiado frecuente, pero Tengo no creía que Aomame se acordara de él todavía. «Kawana…, ¿quién será?», se preguntaría, y no llamaría. Además, ¿qué clase de gente lee los anuncios por palabras de los periódicos?

Otro recurso era solicitar una investigación a una gran agencia de detectives privados. Ellos estarían acostumbrados a buscar a gente. Para ello, disponen de diversos medios y conexiones. Con los pocos indicios que tenía, quizá podrían encontrarla enseguida. A lo mejor no le pedían demasiado dinero a cambio. «Pero quizá sea mejor dejarlo como último recurso», pensó Tengo. «Primero intentaré encontrarla por mis propios medios. Creo que será mejor si me devano los sesos un poco más para ver qué puedo hacer».

Cuando volvió a casa, ya había empezado a oscurecer y Fukaeri estaba sentada en el suelo escuchando un disco a solas. Era un viejo disco de jazz que había dejado su novia. Las fundas de los discos de Duke Ellington, Benny Goodman y Billie Holiday estaban esparcidas por el suelo de la habitación. En ese momento, el tocadiscos reproducía Chantez-les Bas, cantada por Louis Armstrong. Era una canción impresionante. Al escucharla, Tengo se acordó de su novia. Entre polvo y polvo, ambos escuchaban aquel disco a menudo. En la parte final de aquella canción, el trombón de Trummy Young se encendía y se olvidaba de terminar el solo como habían acordado para interpretar un último chorus de ocho compases más. «¡Fíjate en esta parte!», le había explicado ella. Ir a la habitación contigua a darle la vuelta al LP cuando se terminaba una cara le correspondía a Tengo, naturalmente. Se acordó de aquello con añoranza. Por supuesto, no pensaba que la relación fuera a durar para siempre, pero tampoco se imaginaba que iba a terminar de manera tan brusca.

Al ver a Fukaeri escuchando atentamente el disco que Kyōko Yasuda había dejado, tuvo una sensación extraña. La chica estaba toda concentrada, con el ceño fruncido, y parecía que intentaba captar algo más allá de aquella música de tiempos pasados o que aguzaba la vista para descubrir alguna sombra en aquel eco.

—¿Te gusta este disco?

—Lo he escuchado varias veces —dijo Fukaeri—. No te importa.

—Claro que no. Pero ¿no te has aburrido sola?

Fukaeri sacudió ligeramente la cabeza.

—He estado pensando.

Tengo quería preguntarle por lo que había ocurrido entre los dos la noche anterior, en medio de aquel temporal. «¿Por qué hiciste eso?». Él no creía que Fukaeri sintiera ninguna atracción por él, de modo que debía de haber sido un acto sin ninguna relación con el deseo sexual. En tal caso, ¿qué demonios significaba?

Sin embargo, no creía que fuera a darle una respuesta aceptable si se lo preguntase cara a cara. Además, no le apetecía sacar ese tema al comienzo de aquella apacible y tranquila noche de septiembre. Aquel acto se había producido de manera subrepticia a una hora sombría en un lugar sombrío, cercados por fuertes truenos. Mencionado durante el día quizá perdería matices.

—¿No tienes la regla? —le preguntó Tengo desde otro ángulo. Empezaría por algo que pudiese responder con un sí o un no.

—No —contestó lacónica Fukaeri.

—¿No la has tenido nunca?

—Ni una sola vez.

—No pretendo meterme en donde no me llaman, pero no me parece normal que con diecisiete años nunca hayas tenido la regla.

Fukaeri encogió ligeramente los hombros.

—¿Lo has consultado con algún médico?

Fukaeri sacudió la cabeza.

—Consultarlo no serviría de nada.

—¿Por qué no?

Fukaeri no contestó. Ni siquiera parecía haber oído la pregunta. Tal vez tuviera una válvula especial en los oídos que captaba la pertinencia o impertinencia de una pregunta y se abría o cerraba conforme a sus necesidades, igual que las branquias de un hombre pez.

—¿Tiene algo que ver la Little People? —preguntó Tengo.

Como cabía esperar, no obtuvo respuesta.

Tengo exhaló un suspiro. No se le ocurrían más preguntas que le permitieran acercarse a la explicación de lo ocurrido la noche anterior. El estrecho e incierto camino se cortaba en aquel punto para convertirse en un denso bosque. Tengo pisó firme, miró a su alrededor y hacia el cielo. Ese era el problema de hablar con Fukaeri: todos los caminos se interrumpían en alguna parte. Si hubiera sido un guiliako, habría seguido avanzando pese a no haber camino. Pero a Tengo le resultaba imposible.

—Estoy buscando a una persona. —Tengo abordó de golpe el tema—. Una mujer.

Mencionándole aquello a Fukaeri no conseguiría nada; lo sabía perfectamente. Pero quería contárselo a alguien. No importaba a quién; necesitaba contar a viva voz que había estado pensando en Aomame. Tenía la impresión de que si no lo hacía, Aomame se volvería a alejar un poco de él.

—Hace veinte años que no la veo. La última vez que nos vimos yo tenía diez años. Ella también, íbamos a la misma clase en la escuela. He intentado encontrada por distintos medios, pero no soy capaz de seguir su pista.

El disco se terminó. Fukaeri sacó el LP del tocadiscos y, entornando los ojos, olió varias veces el vinilo. Luego lo guardó en la cubierta de papel, con cuidado de no dejar huellas en el disco, y a su vez metió la cubierta en la funda. Suavemente, con mimo, como si llevara un gatito dormido a su lecho.

—Quieres verla —preguntó sin entonación interrogativa Fukaeri.

—Para mí ella significa mucho.

—Has estado buscándola durante los últimos veinte años —inquirió Fukaeri.

—No, no ha sido así —dijo Tengo. Mientras buscaba las palabras adecuadas para continuar, enlazó los dedos de ambas manos sobre la mesa—. La verdad es que he empezado a buscarla hoy mismo.

Fukaeri puso cara de no entender nada.

—Hoy —dijo ella.

—¿Que por qué no me he puesto a buscar a alguien tan importante para mí hasta el día de hoy? —dijo Tengo por Fukaeri—. Buena pregunta…

Fukaeri se quedó callada, mirándolo a la cara.

Tengo estuvo poniendo sus pensamientos más o menos en orden y luego habló:

—Quizás he dado un gran rodeo. Esa chica llamada Aomame, ¿cómo podría decirlo…?, ha estado en el centro de mis pensamientos durante mucho tiempo. Ha sido como un valioso pisapapeles en mi vida. Con todo, llevaba tanto tiempo en mi interior que era como si no percibiera su significado.

Fukaeri se quedó contemplando fijamente su cara. Por su semblante no se sabía si comprendía o no algo de lo que él le estaba diciendo. Pero daba igual. En parte, Tengo se dirigía a sí mismo.

—Pero al final me he dado cuenta. Ella no es un concepto, no es una imagen, no es una metáfora. Es un ser real con un cuerpo cálido y un espíritu activo. Y ese calor, esa actividad son algo que no puedo perder. He tardado veinte años en comprender algo tan obvio. Siempre me ha costado pensar las cosas, pero esto ha sido el colmo. Quizás ya sea demasiado tarde, pero en cualquier caso quiero buscarla. Aun suponiendo que sea tarde.

Arrodillada en el suelo, Fukaeri se irguió. La camiseta de la gira de Jeff Beck resaltaba la forma de sus pezones.

—Aomame —dijo Fukaeri.

—Sí. Se escribe con los ideogramas de «verde» y «legumbre». Un apellido peculiar.

—Quieres verla —preguntó Fukaeri sin entonación interrogativa.

—Claro que sí —contestó él.

Fukaeri estuvo pensando durante un rato en algo, mientras se mordía el labio inferior. Luego alzó la cabeza y afirmó circunspecta:

—Puede que esa persona se encuentre muy cerca de aquí.