11
AOMAME
El equilibrio en sí mismo es el bien
Sobre la alfombra que cubría el suelo del dormitorio, Aomame extendió la alfombrilla de esponja azul para yoga que se había traído. Luego le dijo al hombre que se desvistiera de cintura para arriba. Él se levantó de la cama y se quitó la camisa. Sin ella, parecía de constitución más robusta que cuando la llevaba puesta. Tenía el pecho grueso, pero no le colgaba nada de grasa y era musculoso. A primera vista parecía un cuerpo sano.
Tal y como Aomame le ordenó, se acostó boca abajo sobre la alfombrilla. Entonces, Aomame colocó los dedos sobre su muñeca y le tomó el pulso. Sus latidos eran profundos y resonantes.
—¿Practica usted algún tipo de actividad física a diario? —preguntó Aomame.
—Ninguna. Sólo respiro.
—¿Sólo respira?
—Un tipo de respiración un poco diferente a la normal —dijo el hombre.
—Como la que realizaba hace un momento a oscuras, ¿no? Una respiración honda reiterada, valiéndose de todos los músculos del cuerpo.
El hombre, tumbado boca abajo, asintió con un pequeño movimiento de cabeza.
A Aomame no le convenció. Era cierto que se trataba de una respiración intensa que requería bastante fuerza física. Pero, con todo, era imposible mantener un cuerpo tan musculoso y vigoroso con sólo respirar.
—Lo que le voy a hacer ahora le va a doler bastante —dijo Aomame con una voz monótona—. Porque si no le doliera, sería ineficaz. De todas formas, puedo controlar la cantidad de dolor, así que cuando le duela no se reprima y dígalo.
El hombre hizo una breve pausa y luego habló.
—Si existe un dolor que aún no haya sentido, quiero saber cómo es. —Había cierta ironía en sus palabras.
—A nadie le gusta el dolor.
—Pero su método es más eficaz si va acompañado de dolor, ¿no es así? Tratándose de un dolor con sentido, puedo soportarlo.
Aomame puso cara de estar más o menos de acuerdo, en medio de la penumbra.
—Entendido. Por ahora, vamos a probar.
Aomame empezó por los estiramientos de omóplatos, como siempre. Lo primero en lo que reparó al tocar su cuerpo fue la flexibilidad de sus músculos. Músculos sanos, de calidad. Muy diferentes a los músculos cansados y agarrotados de los clientes con los que solía trabajar en el gimnasio. Pero al mismo tiempo sintió intensamente que había algo que obstaculizaba un flujo natural que debería estar allí presente. Como si el curso de un río se hubiera atorado durante un tiempo por culpa de troncos flotantes y basura acumulados.
Aomame le estrujó los hombros apoyándose sobre los codos. Al principio despacio, y luego con fuerza. Sabía que al hombre le estaba doliendo. Y bastante. Cualquier otra persona se habría quejado. Pero él no dijo ni una sola palabra. Su respiración no se alteró. Ni siquiera frunció el ceño. «Es sufrido», pensó Aomame. Decidió probar hasta dónde podía aguantar. Al hacer más fuerza, sin vacilar, las articulaciones de los omóplatos empezaron a crujir con un ruido sordo. Sonaba como un cambio de agujas de las vías del tren. El hombre aguantó la respiración durante un instante, pero enseguida volvió a respirar tranquilamente.
—Sus omóplatos tenían un agarrotamiento espantoso —le explicó Aomame—. Pero ya se ha deshecho. El flujo se ha restablecido.
Introdujo un dedo hasta la segunda articulación en el reverso de los omóplatos. Era un músculo flexible por naturaleza y, una vez eliminado el agarrotamiento, enseguida volvía a adquirir un estado saludable.
—Me siento aliviado —dijo el hombre en voz baja.
—Supongo que le habrá dolido bastante…
—Nada que no haya podido aguantar.
—La verdad es que yo también soy bastante sufrida, pero si me hicieran lo mismo seguro que gemiría.
—En muchos casos, el dolor se puede mitigar y suprimir mediante otro dolor diferente. La sensibilidad es algo completamente relativo.
Aomame agarró el omóplato izquierdo, palpó el músculo con la yema de los dedos y se dio cuenta de que se encontraba en el mismo estado que el omóplato derecho. «Veamos hasta qué punto es relativo».
—Ahora voy a trabajar el izquierdo. Quizá sienta el mismo dolor que con el derecho.
—Lo dejo en tus manos. Por mí no te preocupes.
—Quiere decir que no tengo por qué andarme con miramientos, ¿no?
—Sí, no hace falta.
Aomame reajustó los músculos y las articulaciones en torno al omóplato izquierdo siguiendo los mismos procedimientos. Tal y como le había dicho, no se anduvo con contemplaciones. Cuando Aomame decidía no ser considerada, tomaba la vía más corta sin vacilar. Pero el hombre reaccionó todavía con mayor frialdad que con el omóplato derecho. Sólo dejó escapar un ruido sordo desde el fondo de su garganta y recibió el dolor con toda naturalidad. «Bien, veamos cuánto puede aguantar», pensó Aomame.
Siguiendo el mismo orden a la hora de proceder, distendió todos los músculos del hombre. Llevaba todos los puntos anotados en una lista en su mente. Bastó con seguir por orden el programa de manera automática. Como un vigilante de seguridad competente y sin miedo patrullando un edificio de noche con una linterna en la mano.
Todos los músculos estaban agarrotados, en mayor o menor grado. Igual que un paisaje sacudido por una catástrofe natural. Muchos canales de agua se habían estancado y los diques se habían derrumbado. Si a una persona normal y corriente le hubieran hecho lo mismo, seguramente no habría podido tenerse en pie. Quizá ni habría sido capaz de respirar. Un físico recio y una gran fuerza de voluntad sostenían a aquel hombre. Con independencia de los actos mezquinos que aquel hombre hubiera realizado, Aomame no pudo dejar de sentir respeto profesional frente a la capacidad de soportar en silencio un dolor tan intenso.
Uno por uno, estrujó aquellos músculos, los movió a la fuerza, los torció y estiró hasta el límite. Cada vez, las articulaciones producían un ruido sordo. Era consciente de que aquella tarea se parecía a la tortura. En el pasado se había encargado de realizar estiramientos musculares a muchos atletas. Eran gente fuerte acostumbrada a vivir con el dolor físico. Pero por muy resistentes que fueran aquellos hombres, en manos de Aomame todos acababan chillando en un momento u otro. O por lo menos no podían evitar soltar algo parecido a un chillido. Incluso había alguno que se meaba. Sin embargo, a aquel hombre no se le escapaba ni un solo gemido. ¡Era impresionante! A pesar de ello, podía medirse el dolor que sentía a través del sudor que rezumaba de su nuca. Ella misma empezaba a sudar ligeramente.
Distender los músculos del dorso del cuerpo le llevó una media hora. Al terminar, Aomame suspiró y se enjugó con una toalla el sudor de la frente.
«¡Qué raro!», pensó Aomame. «He venido para cargarme a este hombre. En la bolsa llevo un picahielos extrafino de fabricación casera. Atinando con la punta de la aguja en cierto lugar de su nuca y punzándolo con un golpe, todo se terminará. Él perderá la vida de inmediato, sin saber qué ha ocurrido, y se irá al otro mundo. Y como resultado, su cuerpo quedará liberado de todo dolor. Sin embargo, me estoy empleando a fondo para mitigar al menos un poco el dolor que siente en el mundo real.
»Quizá sea porque es el trabajo que me han encomendado», pensó. «Cuando tengo trabajo por hacer, no puedo evitar emplearme a fondo hasta completarlo. Yo soy así. Si me encargan devolver a su estado normal unos músculos con problemas, me esfuerzo y lo hago. Si tengo que asesinar a una persona, y si hay un buen motivo para ello, me esfuerzo y lo hago.
»Pero, por supuesto, no puedo hacer las dos cosas al mismo tiempo. Los objetivos de ambos trabajos son incompatibles y ambos requieren métodos inconciliables. Por lo tanto, sólo puedo hacer uno de ellos a un tiempo. Ahora trato de devolver sus músculos a un estado más decente. Me concentro en la tarea y para ello movilizo mis fuerzas. Lo otro lo dejaré para cuando termine con esto».
Al mismo tiempo, Aomame no podía reprimir su curiosidad. El insólito achaque que aquel hombre padecía; los músculos sanos, de calidad superior, violentamente inhibidos como consecuencia de la enfermedad; su cuerpo robusto, de voluntad férrea, que podía soportar el tremendo dolor al que llamaba «gracia»… Todas esas cosas habían despertado su curiosidad. Quería ver con sus propios ojos qué podía hacer por aquel hombre y cómo reaccionaría su cuerpo. Se trataba de curiosidad profesional y, al mismo tiempo, curiosidad personal. «Además, si lo asesino ahora mismo, tendré que retirarme enseguida. Un trabajo terminado demasiado pronto podría levantar sospechas entre esos dos que están en la sala contigua. Antes los avisé de que tardaría una hora como mínimo en acabar».
—He terminado la mitad. Ahora voy a trabajar el resto. ¿Podría colocarse boca arriba? —dijo Aomame.
El hombre se dio la vuelta lentamente, como un enorme animal acuático varado en la costa.
—El dolor se está mitigando de verdad —dijo el hombre tras soltar un hondo suspiro—. Hasta ahora, ningún otro tratamiento había surtido efecto.
—Sus músculos están dañados —dijo Aomame—. Desconozco el motivo, pero se trata de un daño bastante grave. Intento devolver las partes dañadas a algo que se parezca lo máximo posible a su estado original. No es fácil y duele. Pero por lo menos algo se puede conseguir. Tiene unos músculos excelentes y usted soporta bien el dolor. Aun así, esto no es más que un tratamiento sintomático. No va a solucionar nada de raíz. Mientras no se identifique la causa, seguirá pasándole lo mismo.
—Lo sé. No va a resolver nada. Va a seguir pasando lo mismo y cada vez la situación irá empeorando. Pero aunque sea un tratamiento sintomático temporal, es de agradecer que alivie un poco el dolor. No te puedes imaginar cuánto lo agradezco. Hasta pensé en utilizar morfina. Pero, a ser posible, prefiero no tomar medicamentos. Su ingesta destruye facultades mentales a largo plazo.
—Voy a continuar —dijo Aomame—. ¿No le importa que siga haciéndolo sin miramientos?
—No hace falta ni que me lo preguntes —contestó el hombre.
Aomame vació su mente y se concentró en cuerpo y alma en los músculos del hombre. En su memoria profesional tenía grabada la estructura de todos los músculos del cuerpo humano. Las funciones que desempeñaba cada músculo y a qué huesos estaban unidos. Qué cualidades poseían y de qué sensibilidad estaban dotados. Aomame examinó por orden los músculos y articulaciones, los agitó y los estrujó de manera eficaz. Como un diligente inquisidor poniendo a prueba todos los focos de dolor en un cuerpo humano.
Media hora después, ambos sudaban y jadeaban. Como dos amantes tras llevar a cabo un acto sexual de una intensidad portentosa. El hombre permaneció callado durante un buen rato y Aomame tampoco tenía nada que decir.
—No quiero exagerar —dijo por fin el hombre—, pero me siento como si me hubieran cambiado todas las piezas del cuerpo.
—Puede que esta noche tenga una especie de réplica de los dolores. A lo mejor, de noche, los músculos se le crispan violentamente y grita. Pero no se preocupe. Mañana por la mañana volverá a la normalidad.
«Si es que hay mañana por la mañana…», pensó Aomame.
El hombre se sentó con las piernas cruzadas sobre la alfombrilla y respiró hondo varias veces para probar el estado de su cuerpo.
—Parece que tienes un talento especial —dijo.
Aomame le respondió, secándose el sudor de la cara con la toalla:
—Lo que hago sólo son cosas prácticas. En la universidad aprendí la constitución de los músculos y sus funciones y, con la práctica, he alimentado esos conocimientos. He depurado mi técnica y he conseguido crear mi propio sistema. Simplemente hago cosas lógicas y visibles. La verdad es, por lo general, algo visible, algo demostrable. Aunque, desde luego, conlleva bastante dolor.
El hombre abrió los ojos y la miró interesado.
—Eso es lo que tú piensas.
—¿El qué? —dijo Aomame.
—Que la verdad es algo visible y demostrable.
Aomame frunció levemente los labios.
—No estoy diciendo que toda verdad sea así. Me refiero a que en el ámbito al que yo me dedico profesionalmente es así. Claro que si en todos los ámbitos fuese igual, las cosas serían mucho más sencillas…
—No es así —dijo el hombre.
—¿Por qué?
—La mayoría de la gente no busca una verdad demostrable. Como bien dices, la verdad, en la mayor parte de los casos, conlleva un fuerte dolor. Y la mayoría de los seres humanos no desea una verdad dolorosa. Lo que la gente necesita es una historia hermosa y amena que les haga sentir que su existencia es, al menos, un poco relevante. Precisamente por eso existe la religión. —El hombre siguió hablando, mientras giraba el cuello una y otra vez—. Si una teoría A les muestra que su existencia tiene un significado, para ellos va a ser verdadera; si la teoría B les muestra que su existencia es débil e insignificante, será falsa. Está muy claro. En caso de que alguien opinara que la teoría B es la verdadera, la gente detestaría a esa persona, no le haría caso e incluso podrían llegar a agredirla. Para ellos, que sea lógica y demostrable no significa nada. La mayoría de la gente logra conservar la cordura gracias a que niega y rechaza la idea de una existencia débil y raquítica.
—Sin embargo, los cuerpos humanos, todos los cuerpos, son, con pequeñas diferencias, débiles e insignificantes. ¿Acaso no es evidente? —dijo Aomame.
—Efectivamente —dijo el hombre—. Todos los cuerpos son en mayor o menor medida débiles e insignificantes y, tarde o temprano, se desintegran y desaparecen. Ésa es una verdad inconfundible. Pero ¿y qué ocurre con el alma?
—Procuro pensar lo menos posible en el alma.
—¿Por qué?
—Porque no tengo ninguna necesidad de hacerlo.
—¿Por qué no necesitas pensar en ella? Dejando de lado la cuestión de si tiene alguna eficacia o no, ¿acaso pensar en tu propia alma no es una tarea indispensable en la vida diaria?
—Yo amo —afirmó Aomame categóricamente.
«¡Vaya! ¿Pero qué narices estoy haciendo?», pensó Aomame. «¡Estoy hablándole de amor al hombre que voy a asesinar en unos instantes!».
Una especie de sonrisa se expandió en el rostro del hombre, como el viento dibujando ondas concéntricas en la calma superficie del agua. Mostraba un sentimiento natural semejante a la simpatía.
—¿Quieres decir que basta con amar? —preguntó el hombre.
—Eso es.
—Ese amor del que hablas ¿va dirigido a alguien, un individuo en particular?
—Sí —contestó Aomame—. Va dirigido a un hombre determinado.
—Un cuerpo débil e insignificante y un amor incondicional e inmaculado… —dijo él con voz serena. Entonces hizo una breve pausa—. Parece que no necesitas religión.
—Quizá no.
—Pues eso se debe a que esa forma tuya de ser es, como si dijéramos, tu religión.
—Hace un rato usted me ha dicho que la religión es algo que nos ofrece una hipótesis más hermosa que la realidad. ¿Qué pasa con la comunidad religiosa que usted lidera?
—A decir verdad, lo que yo hago no lo considero un acto religioso —dijo el hombre—. Lo que yo hago consiste simplemente en escuchar unas voces y transmitírselas a la gente. Sólo yo puedo oírlas. Que las puedo oír es una verdad indiscutible. Pero no puedo probar que el mensaje sea verdadero. Lo único que puedo hacer es demostrar que poseo algunas gracias divinas.
Aomame se mordió ligeramente el labio y retiró la toalla. Quería preguntarle qué clase de gracias divinas eran ésas, pero abandonó la idea. Sería una historia muy larga. Le quedaba pendiente un trabajo fundamental.
—¿Podría ponerse otra vez boca abajo? Para terminar voy a distender los músculos del cuello —dijo Aomame.
El hombre estiró de nuevo su enorme cuerpo sobre la alfombrilla de yoga. Su gruesa nuca miraba hacia Aomame.
—En cualquier caso, tienes un toque mágico —dijo él.
—¿Un toque mágico?
—Unos dedos que emanan una energía fuera de lo común. Una gran sensibilidad que te permite encontrar los puntos especiales del cuerpo humano. Eso sólo se le concede a un número muy limitado de personas, con cualidades especiales. No se trata de algo que se adquiera mediante aprendizaje y entrenamiento. Yo también poseo algo, de una clase diferente, pero cuyo origen es el mismo. Sin embargo, como con todas las gracias divinas, para que así sea la persona tiene que pagar en algún momento el precio del don que ha recibido.
—Nunca lo había visto de ese modo —dijo Aomame—. Yo sólo he estudiado, me he formado a mí misma y he adquirido la técnica. No es algo que haya recibido de nadie.
—No voy a entrar en discusiones, pero deberías recordar esto: Dios otorga y Dios despoja. Aunque desconozcas lo que se te ha otorgado, Dios se acuerda perfectamente de lo que ha concedido. Ellos no olvidan nada. Hay que utilizar el talento otorgado de la mejor manera posible.
Aomame contempló los diez dedos de sus manos. A continuación los colocó sobre la nuca del hombre. Se concentró en las yemas. Dios otorga y Dios despoja.
—Ya falta poco. Éste es el último toque de hoy —comunicó con voz seca hacia la espalda del hombre.
Le dio la impresión de que a lo lejos se había oído un trueno. Alzó la cabeza y miró por la ventana. No vio nada. El cielo estaba despejado. Pero al poco rato volvió a oír el mismo ruido. Que resonó dentro de la habitación silenciosa.
—Pronto va a empezar a llover —anunció el hombre con voz desapasionada.
Aomame colocó las manos sobre la gruesa nuca del hombre y buscó el punto especial. Requería una capacidad de concentración particular. Cerró los ojos, contuvo el aliento y prestó atención al flujo sanguíneo allí presente. Sus yemas intentaban captar información detallada a través de los datos transmitidos sobre la elasticidad y la temperatura de la piel. Sólo había un punto, y muy pequeño. A algunas personas resultaba fácil encontrárselo y a otras difícil. Este último era el caso evidente de aquel hombre a quien llamaban líder. Por poner un ejemplo, aquella operación era como buscar a tientas una moneda en una habitación a oscuras sin hacer ruido. Con todo, Aomame encontró el punto al cabo de poco tiempo. Colocó la yema del dedo sobre él y grabó en su mente el tacto que tenía y su posición exacta. Como si marcase un mapa. Estaba dotada de esa habilidad excepcional.
—Por favor, quédese así, sin moverse. —Aomame se dirigió al hombre boca abajo. Luego alcanzó la bolsa de deporte que tenía al lado y sacó el estuche rígido que contenía el pequeño picahielos—. Sólo queda una zona en la nuca donde el flujo está obstruido —dijo Aomame con voz serena—. Es un punto que no puedo recomponer sólo con la fuerza de los dedos. Si consigo eliminar el agarrotamiento en esa zona, aliviaré considerablemente el dolor. Quiero aplicarle una simple aguja de acupuntura. Es una zona delicada, pero lo he hecho muchas veces y todo saldrá bien. ¿Me permite?
El hombre exhaló un hondo suspiro.
—Lo dejo completamente en tus manos. Si va a eliminar los dolores que siento, puedo aguantar lo que haga falta.
Aomame sacó el picahielos del estuche y quitó el pequeño corcho clavado en el extremo. Como de costumbre, la punta estaba mortalmente afilada. Lo agarró con la mano izquierda y con el índice de la mano derecha buscó el punto que había encontrado hacía un rato. «No cabe duda. Es este punto». Dirigió el extremo de la aguja hacia el punto y aspiró una bocanada de aire. «Sólo tengo que bajar la mano derecha, asiendo la empuñadura, como si fuera un martillo, y hacer que la punta extremadamente fina penetre en ese punto. Entonces todo habrá terminado».
Sin embargo, algo la detuvo. Por alguna extraña razón, Aomame era incapaz de bajar el puño derecho, que mantenía suspendido en el aire. «Entonces todo habrá terminado», pensó. «De un golpe enviaré a este hombre al otro barrio. Luego saldré de la habitación tan fresca, me cambiaré de nombre y de rostro y obtendré una identidad diferente. Puedo conseguirlo. No tengo miedo y no me remuerde la conciencia. Este hombre ha cometido actos espantosos reiteradamente y merece morir, sin lugar a dudas». Pero por algún motivo era incapaz de llevar a cabo su cometido. Lo que hacía vacilar su mano derecha era un inconexo pero al mismo tiempo persistente sentimiento de duda.
«Las cosas están saliendo bien con demasiada facilidad», le comunicó su instinto.
Era absurdo. Eso era lo único que sabía. Había algo extraño, algo anormal. Aomame sentía dentro de sí varias fuerzas distintas que entrechocaban y se enfrentaban. El rostro se le deformaba violentamente en medio de la oscuridad.
—¿Qué pasa? —inquirió el hombre—. Estoy esperando ese último toque.
Al escuchar aquello, Aomame por fin se dio de cuenta del motivo por el que dudaba. «Este hombre lo sabe; sabe lo que estoy a punto de hacerle».
—No tienes por qué dudar —dijo el hombre con voz serena—. Está bien. Lo que deseas es justo lo que yo deseo.
Seguía tronando, pero no se veían relámpagos. Tan sólo se oía un lejano estruendo similar a un cañonazo. El frente todavía se encontraba lejos. El hombre prosiguió:
—Ése es, precisamente, el tratamiento perfecto. Me has estirado los músculos con mucho esmero. Siento un profundo respeto por tus manos. Pero, como tú misma has dicho, no es más que un tratamiento sintomático. El dolor que siento ya se ha convertido en algo que sólo se puede eliminar cortando mi vida de raíz. No queda otro remedio que bajar al sótano y apagar el interruptor general. Tú lo vas a hacer por mí.
Aomame agarró la aguja con la mano izquierda, dirigió el extremo hacia el punto especial en la nuca y mantuvo la posición de la mano derecha suspendida en el aire. No podía avanzar ni retroceder.
—Si quisiera detenerte, me resultaría fácil hacerlo. Es sencillo —dijo el hombre—. Prueba a bajar la mano derecha.
Aomame hizo tal y como le había dicho e intentó bajar la mano derecha, pero ésta no se movió ni un ápice. Se había congelado en el aire, como la mano de una estatua de piedra.
—No es algo que yo deseara, pero estoy dotado de ese poder. ¡Ah!, ya puedes mover la mano. Vuelves a tener mi vida a tu merced.
Aomame se dio cuenta de que la mano derecha podía moverse libremente otra vez. Cerró la mano y volvió a abrirla. «No siento ningún malestar. Será una especie de hipnotismo, pero muy potente».
—Se me ha concedido ese poder único, pero a cambio ellos me exigen diversas cosas. Sus caprichos se han convertido, en otras palabras, en mis caprichos. Caprichos extremadamente severos a los que no puedo oponerme.
—Ellos —dijo Aomame—. ¿Se refiere a la Little People?
—Así que lo sabes. Bien. Así ganaremos tiempo.
—Sólo sé cómo se llaman. No sé qué es la Little People.
—Probablemente no haya nadie que sepa a ciencia cierta qué es la Little People —dijo el hombre—. Lo único que podemos saber es que existen. ¿Has leído La rama dorada de Frazer?
—No.
—Es un libro muy interesante que nos enseña unas cuantas verdades. En cierto periodo histórico de la Antigüedad, en varios territorios del mundo se había establecido que, cuando un monarca terminaba su mandato, debía ser asesinado. Los mandatos duraban entre diez y doce años. Finalizado el mandato, la gente iba y le infligía una muerte cruel. Era necesario para la comunidad, y el monarca lo aceptaba de buen grado. La manera de matarlo tenía que ser despiadada y sangrienta. Además, ser asesinado de tal modo era un gran honor sólo digno de un rey. ¿Por qué se debía asesinar al monarca? Pues porque, por aquel entonces, el monarca era «el que escuchaba la voz» en nombre del pueblo. Por propia voluntad se convertía en el circuito que los unía a ellos con nosotros. Y pasado un periodo de tiempo determinado, el acto de matar de manera violenta a «el que escucha la voz» se revelaba como algo indispensable para la comunidad. Era necesario para preservar el equilibrio entre la conciencia de la gente que vivía en el mundo y el poder ejercido por la Little People. En la Antigüedad, gobernar era sinónimo de escuchar la voz de Dios. Pero, claro, poco después ese sistema fue abolido, se dejó de asesinar al monarca y el trono se convirtió en algo mundano y hereditario. Así fue como las personas dejaron de escuchar la voz.
Aomame prestaba atención a las palabras del hombre, mientras abría y cerraba de forma inconsciente la mano derecha, que tenía alzada en el aire. El hombre prosiguió.
—A ellos se les ha llamado por diversos nombres y, en la mayoría de los casos, no se les ha llamado nada. Ellos simplemente están ahí. La denominación Litte People sólo se les ha puesto por conveniencia. Cuando todavía era pequeña, mi hija les llamaba «la gente pequeñita». Fue ella quien los trajo. Yo les cambié ese nombre por el de «Little People», porque resulta más fácil de decir.
—Y se convirtió en el monarca.
El hombre aspiró fuerte por la nariz y contuvo el aire en los pulmones durante un rato. Luego lo expulsó lentamente.
—El monarca, no. Me convertí en «el que escucha la voz».
—Y ahora desea que le asesinen de forma cruel.
—No, no hace falta una muerte cruel. Estamos en 1984, en plena metrópolis. No tiene por qué ser sangrienta. Basta con que se me arrebate la vida.
Aomame sacudió el cuello y relajó los músculos. El extremo de la aguja todavía apuntaba hacia el cuello, pero carecía de la voluntad de matar a aquel hombre.
—Ha violado a muchas niñas pequeñas. Niñas de tan sólo diez años… —dijo Aomame.
—En efecto —reconoció el hombre—. En sentido lato, es comprensible que lo veas de ese modo. Visto a través de la óptica de la Ley terrenal, soy un criminal. Me he unido carnalmente a mujeres todavía no maduras. Aunque eso no quiere decir que yo lo haya deseado…
Aomame se limitaba a respirar con fuerza. No sabía cómo contener el intenso caos emocional que la embargaba. Su rostro se retorció, y ambas manos parecían pedirle cosas diferentes.
—Quiero que me arrebates la vida —afirmó el hombre—. Es mejor que no siga existiendo en este mundo, en todos los sentidos. Soy una persona que debe ser liquidada para que el equilibrio del mundo se mantenga.
—Si le mato, ¿qué ocurrirá luego?
—La Little People perderá a quien escucha la voz. Todavía no tengo sucesor.
—¿Por qué debería creérmelo? —le espetó Aomame—. Podría ser un simple pervertido sexual que legitima sus actos obscenos mediante una lógica completamente oportunista. A lo mejor, la Little People nunca ha existido, así como no existen la voz de Dios ni la gracia divina. Quizás usted sólo sea un vil embaucador que, como otros tantos en este mundo, se hace llamar profeta y religioso.
—Hay un reloj de mesa —dijo el hombre sin levantar la cara—. Está sobre la cómoda a tu derecha.
Aomame miró a la derecha. Allí había una cómoda de líneas curvas que le llegaba por la cintura y, encima, un reloj de mesa hecho de mármol. A simple vista parecía pesado.
—Míralo. No apartes la vista de él.
Aomame giró la cabeza y lo observó atentamente, tal y como le había ordenado. Bajo sus dedos sintió tensarse los músculos del hombre, duros como una roca. Encerraban una energía de una intensidad increíble. Y como respondiendo a esa energía, el reloj de mesa empezó a separarse de la superficie de la cómoda y levitó en el aire. Se elevó unos cinco centímetros y, temblando levemente como si titubeara, fijó su posición en el aire y flotó durante diez segundos. Luego los músculos perdieron esa energía y el reloj cayó sobre la cómoda con un ruido sordo. Como si de pronto hubiera recordado que en la Tierra había gravedad.
El hombre exhaló un largo y hondo suspiro de cansancio.
—Para algo tan nimio se necesita una gran cantidad de energía —dijo después de expulsar todo el aire del cuerpo—. Tanta que puede acortar la vida. Pero supongo que al menos habrás comprendido que no soy un vil embaucador…
Aomame no contestó. El hombre recobraba su vigor físico respirando intensamente. El reloj de mesa seguía marcando la hora en silencio sobre la cómoda, como si no hubiera pasado nada. Tan sólo estaba un poco torcido. Aomame se quedó mirándolo mientras el segundero daba una vuelta completa.
—Tiene usted un don especial —reconoció Aomame con voz seca.
—Lo acabas de comprobar.
—En Los hermanos Karamázov sale una historia sobre Cristo y el Diablo —dijo Aomame—. Estando Jesús en un páramo, realizando duras prácticas ascéticas, el Diablo le pidió que obrara un milagro. «Convierte estas piedras en pan», le dijo. Pero Cristo hizo caso omiso, porque el milagro era una tentación del Diablo.
—La conozco. Yo también he leído Los hermanos Karamázov. Desde luego, tienes razón. Este tipo de ostentosos alardes no solucionan nada. Pero necesitaba convencerte y no dispongo de tiempo, así que me he visto obligado a mostrártelo.
Aomame permaneció callada.
—En este mundo no existe ni la bondad absoluta ni la maldad absoluta —dijo el hombre—. El bien y el mal no son algo estático e inamovible, sino algo que siempre está cambiando de lugar y situación. La bondad puede convertirse al instante en maldad y viceversa. Lo mismo ocurre en el mundo que Dostoievski describe en Los hermanos Karamázov. Lo importante es preservar el equilibrio entre ese bien y ese mal en constante movimiento. Inclinándose demasiado por uno de los dos, resulta difícil mantener la moral de la vida real. Sí, el equilibrio en sí mismo es el bien. Es en ese sentido cuando digo que debo morir para mantener el equilibrio.
—Ahora mismo no siento la necesidad de matarlo —afirmó Aomame—. Como posiblemente ya debe saber, había venido para matarlo. No puedo permitir que alguien como usted exista. Tenía intención de eliminarlo por todos los medios de este mundo. Sin embargo, ahora mismo esa voluntad ya no existe. Usted sufre muchísimo y yo soy consciente de ese sufrimiento. Debería morir lacerado y destrozado por esos dolores. No tengo ninguna gana de concederle una muerte serena.
Boca abajo, el hombre asintió brevemente.
—Si me matas, mi gente te perseguirá allí adonde vayas. Son unos fanáticos, fuertes y tenaces. Si yo desaparezco, la comunidad irá perdiendo su poder unificador. Pero una vez constituido el sistema, éste empieza a adquirir vida propia.
Aomame escuchaba lo que el hombre, tendido boca abajo, le contaba.
—Siento lo de tu amiga —dijo el hombre.
—¿Mi amiga?
—La que tenía unas esposas. ¿Cómo se llamaba…?
De golpe, la calma se restableció dentro de Aomame. Ya no había conflicto. Tan sólo la cubría un silencio plomizo.
—Ayumi Nakano —dijo Aomame.
—Ha sido una desgracia.
—¿Fue usted quien hizo eso? —preguntó Aomame en un tono frío—. ¿Fue usted quien mató a Ayumi?
—No, no. Yo no la maté.
—Pero sabía, de algún modo, que alguien iba a asesinarla.
—El investigador lo averiguó —dijo el hombre—. No sé quién lo hizo. Lo único que sé es que tu amiga, la agente de policía, fue estrangulada en un hotel.
La mano derecha de Aomame volvió a cerrarse con fuerza.
—Pero usted ha dicho: «Siento lo de tu amiga».
—Me refería a que no pude impedirlo. Aunque la mataron a ella, siempre se ataca en primer lugar el punto débil del objetivo. Igual que cuando los lobos eligen al carnero más débil del rebaño y se lo llevan.
—En otras palabras, ¿quiere decir que Ayumi era mi punto débil?
El hombre no contestó. Aomame cerró los ojos.
—Pero ¿por qué tuvieron que asesinarla a ella? Era una buena chica. No había hecho ningún daño a nadie. ¿Por qué? ¿Porque estoy implicada en este asunto? Si es eso, ¿no habría bastado con eliminarme a mí sola?
—Ellos no pueden eliminarte.
—¿Por qué? —preguntó Aomame—. ¿Por qué no pueden eliminarme?
—Porque te has convertido en un ser especial.
—Un ser especial —dijo Aomame—. ¿Especial en qué sentido?
—Eso lo descubrirás dentro de poco.
—¿Dentro de poco?
—Cuando llegue la hora.
Aomame volvió a torcer el gesto.
—No entiendo nada de lo que me dice.
—Lo entenderás.
Aomame sacudió la cabeza.
—En cualquier caso, ahora mismo a mí no pueden atacarme, así que se dirigirán a los puntos débiles que hay a mi alrededor. Como advertencia. Para que no le arrebate la vida.
El hombre se quedó callado. Era un silencio afirmativo.
—Es espantoso —dijo Aomame, y agitó la cabeza—. A pesar del asesinato de esa chica, la realidad no ha cambiado nada…
—No, ellos no son asesinos. No aniquilan a alguien con sus propias manos. Lo que mató a tu amiga fue probablemente algo que ella misma albergaba en su interior. Tarde o temprano la tragedia iba a tener lugar. Su vida entrañaba peligro. Ellos sólo dieron el empujón para alterar la configuración del temporizador.
«¿La configuración del temporizador?».
—Ayumi no era un horno eléctrico. Era una persona de carne y hueso. Entrañaría peligro, pero para mí era una amiga inestimable. Vosotros me la habéis arrebatado como si nada. De manera absurda y despiadada.
—La rabia que sientes es razonable —dijo el hombre—. Puedes dirigirla contra mí.
Aomame sacudió de nuevo la cabeza.
—Quitarle la vida no me devolvería a Ayumi.
—Pero te permitirá devolverle el golpe a la Little People. Vengarte, como si dijéramos. Ellos todavía no desean tu muerte. Si yo muero ahora, se creará un vacío. Un vacío temporal, al menos mientras no surja un heredero, claro. Para ellos va a ser un palo. Al mismo tiempo, a ti te resultará beneficioso.
—Alguien dijo una vez que no hay nada más costoso y estéril que la venganza.
—Winston Churchill. Pero, si mal no recuerdo, profirió esa frase para justificar el déficit presupuestario del Imperio Británico. No tiene ninguna implicación moral.
—Me importa una mierda la moral. En vez de rematarle, voy a dejar que su cuerpo sea devorado por esa cosa absurda hasta que se muera retorciéndose de dolor. No tengo ningún motivo para apiadarme de usted. No es culpa mía si el mundo pierde sus principios morales y se hace añicos…
El hombre volvió a respirar hondo.
—Ya veo. Entiendo lo que dices. Hagamos, pues, lo siguiente. Es una especie de trato: si me quitas la vida ahora mismo, a cambio yo haré que Tengo Kawana se salve. Todavía poseo el poder para hacerlo.
—Tengo —dijo Aomame. Su cuerpo flaqueó—. También sabe eso.
—Yo lo sé todo de ti. Te lo dije, ¿no? Bueno, prácticamente todo.
—Pero es imposible que haya podido captar tanto, porque el nombre de Tengo nunca ha salido de mis adentros.
—Aomame —dijo el hombre, y soltó un suspiro fugaz—. En este mundo no existe nada que no salga de los adentros de uno. Y actualmente, por casualidad debería decir, Tengo Kawana se ha convertido en alguien no poco relevante para nosotros.
Aomame se había quedado sin habla.
—Pero la verdad es que no se trata de una simple casualidad. Vuestros destinos no se han cruzado aquí por el mero devenir de las cosas. Os habéis adentrado en este mundo porque necesariamente tenía que ser así. Y ya que habéis entrado, se os han asignado vuestros respectivos papeles, os guste o no.
—¿Nos hemos adentrado en este mundo?
—Sí, en el año de 1Q84.
—¿1Q84? —repitió Aomame. Su semblante se deformó todavía más. «¿No es ésta la palabra que yo he creado?».
—Efectivamente. Es la palabra que tú has creado —dijo el hombre leyendo sus pensamientos—. Sólo la estoy tomando prestada.
«1Q84». La palabra tomó forma en la boca de Aomame.
—En este mundo no existe nada que no salga de los adentros de uno —repitió el líder con voz serena.