11
AOMAME

El cuerpo es el templo del ser humano

Personas que dominen la técnica de patear testículos, como Aomame, seguro que se pueden contar con los dedos de una mano. Cada día estudiaba diferentes modelos de patadas, y no faltaba el entrenamiento práctico. Lo más importante al dar una patada en los testículos es eliminar todo sentimiento de duda. Hay que atacar de súbito la parte más frágil del oponente, despiadadamente y con ferocidad. Como cuando Hitler, haciendo caso omiso de la declaración de neutralidad de Holanda y Bélgica e invadiendo estos países, desveló los puntos débiles de la Línea Maginot y no le resultó difícil conseguir que Francia capitulara. No se puede vacilar. Un titubeo momentáneo puede resultar fatal.

De manera general podríamos decir que, excepto ése, apenas hay métodos para que una mujer venza a un hombre de mayor estatura y con más fuerza en un combate de uno contra uno. Aomame estaba plenamente convencida. Esa porción de cuerpo es el punto más débil que posee —o que lleva colgando— ese ser vivo llamado hombre. Y en la mayoría de los casos no estaba protegida de manera eficaz. Sería una pena desaprovechar tal ventaja.

Era obvio que Aomame, siendo mujer, no podía entender qué tipo de dolor, en concreto, era el que se sentía cuando a uno le pateaban los testículos a conciencia. Ni siquiera podía suponerlo. Pero que debía de ser un dolor considerable se lo imaginaba, más o menos, por la reacción y el semblante de aquellos a los que había dado patadas. Por mucha fuerza que tuvieran los hombres, por muy tipos duros que fueran, parecían incapaces de soportar aquel dolor. Como si fuera acompañado de una gran pérdida de amor propio.

—Es un dolor como si el mundo fuera a acabarse de un momento a otro. No se puede comparar con nada más. Es diferente de un simple dolor —le dijo cierto hombre tras reflexionar, al pedirle Aomame una explicación. Ella le dio vueltas a aquel símil durante un buen rato. ¿El fin del mundo?

—Entonces, en otras palabras, ¿que el mundo se vaya a acabar de un momento a otro es como si te dieran una buena patada en los testículos? —preguntó Aomame.

—Como no he vivido el fin del mundo, no puedo afirmarlo, pero tal vez sea así —dijo el hombre, y clavó una mirada vaga en el aire—. No se siente más que una profunda impotencia. Es oscuro y angustioso y no hay salvación.

Después de aquello, Aomame vio por casualidad, en una emisión nocturna de la televisión, la película La hora final. Era un filme estadounidense realizado en la segunda mitad de los años sesenta. Estallaba una guerra total entre Estados Unidos y la Unión Soviética, numerosos misiles nucleares volaban con pomposidad entre los continentes, como un banco de peces voladores, el planeta era asolado con decepcionante facilidad y la humanidad se extinguía en casi todas las partes del mundo. Sin embargo, debido a la dirección del viento, las letales cenizas radiactivas todavía no habían alcanzado Australia, en el hemisferio sur, aunque era cuestión de tiempo. La aniquilación del ser humano no se podía evitar por ningún medio. En aquellas tierras, los supervivientes esperaban irremediablemente el final que había de llegar. Cada uno vivía los últimos días a su manera. Ese era el argumento. Se trataba de una película oscura, sin salvación (no obstante, mientras veía la película, Aomame volvió a confirmar que, en el fondo, todos esperamos la llegada del fin del mundo).

De cualquier modo, mientras veía la película a solas, a medianoche, Aomame conjeturó que «en efecto, al recibir una buena patada en los testículos se debe de sentir lo mismo», lo cual, a su manera, la convenció.

Después de salir de la Facultad de Ciencias del Deporte, Aomame trabajó durante apenas cuatro años en una empresa que fabricaba bebidas para deportistas y alimentos saludables, y formó parte del club de sóftbol femenino de la empresa como jugadora principal (además de lanzadora as, cuarta bateadora)[8]. El equipo fue ascendiendo y entró varias veces en el campeonato nacional Best Eight. Pero al mes siguiente de morirse Tamaki Ōtsuka, Aomame solicitó el cese y puso punto final a su carrera como deportista de sóftbol, ya que a partir de entonces nunca más volvió a sentir ganas de jugar. Estaba decidida a cambiar completamente de vida. Entonces, por mediación de un compañero mayor que ella de su época universitaria, consiguió un empleo como instructora en un club de deportes en Hiroo.

En el club se encargaba, principalmente, de las clases de tonificación muscular y artes marciales. Era un conocido club de categoría, con cuotas de entrada y de socio caras, en el que había muchos miembros famosos. Aomame impartía varios cursos de defensa personal para mujeres. Ése era el campo que mejor se le daba. Fabricó un muñeco de lona con forma de hombre corpulento y le cosió un guante negro de trabajo en la entrepierna a modo de testículos, y hacía que las socias practicaran pateándolo a conciencia. Para darle realismo, había rellenado el guante con dos pelotas de squash. Lo golpeaban rápidamente, sin compasión, una y otra vez. Para muchas de las mujeres ésa era la parte del entrenamiento más divertida, y mejoraban la técnica a ojos vistas, pero también había quien fruncía el ceño ante aquella escena (la mayoría eran hombres, por supuesto). «¿No te estarás pasando un poquito?», se quejaban sus superiores en el club. Como resultado, el director la llamó y le indicó que se abstuviera de patear testículos.

—Pero sin patear testículos es prácticamente imposible que las mujeres se defiendan del ataque de un hombre —insistió Aomame frente al director del club—. Por lo general los hombres son más grandes y más fuertes. Un ataque ágil en los testículos es la única arma que tiene una mujer para ganar. Ya lo decía Mao Zedong. Hay que buscar el punto débil del contrincante, tomar la delantera y derrotarlo concentrándose en ese punto. Es la única posibilidad que tiene una guerrilla para ganar a unas tropas regulares.

—Como sabrás, éste es uno de los clubes de deporte más prestigiosos de la ciudad —argumentó el director con cara de perplejidad—. Muchos de los miembros son gente famosa. Tenemos que guardar el decoro en todos los aspectos. La imagen es importante. Sea cual sea la lógica, que un grupo de jovencitas dé patadas a la entrepierna de un muñeco soltando gritos extraños es una falta de decoro. Ha habido gente que deseaba entrar en el club y, al asistir a las jornadas de puertas abiertas y ver por casualidad tus clases, ha abandonado la idea. Mao Zedong y Gengis Kan pueden decir misa, pero esta situación está provocando desazón, irritación y malestar en muchos hombres.

A Aomame no le remordía ni un pelo la conciencia que a los miembros masculinos les produjera desazón, irritación y malestar. ¿Acaso no resultaba insignificante ese malestar, comparado con el dolor provocado por una violación? Pero no podía contravenir la orden de sus superiores. La clase de defensa personal impartida por Aomame tuvo que bajar de forma considerable el nivel de agresividad. Además se le prohibió que utilizara el muñeco. Debido a ello, el contenido de los ejercicios se ablandó y se convirtió en algo puramente formal. A Aomame, por supuesto, no le hacía gracia, y hubo voces de insatisfacción por parte de las mujeres, pero como empleada que era, no había nada que ella pudiera hacer.

Aomame opinaba que, en caso de que un hombre las abordara por la fuerza, si no podían patearle con eficacia los testículos, no había prácticamente nada más que pudieran hacer. La técnica avanzada de darle la vuelta al brazo del contrincante y retorcérselo en la espalda, en un combate real, no decidía nada. La realidad no es como en las películas. Si fuera posible, lo mejor sería no hacer nada y simplemente huir corriendo.

En cualquier caso, conocía unas diez técnicas para atacar testículos. Incluso las había practicado con compañeros suyos equipados con un aparato protector. «Su patada en los huevos duele bastante, aunque utilice aparato protector. Permítame que me vaya, por favor», gritaban ellos. En caso necesario, no dudaría ni un instante en llevar a la práctica esa técnica que había depurado. «Si algún incauto me atacara, le enseñaría vivamente cómo es el fin del mundo», había resuelto. «Les haría mirar de frente el advenimiento del Reino de los Cielos. Los enviaría derechos al hemisferio sur, con los canguros y los walabíes, y los empolvaría de ceniza radiactiva».

Mientras reflexionaba sobre el advenimiento del Reino de los Cielos, Aomame se bebía a pequeños tragos un Tom Collins en la barra de un bar. Fingía esperar a alguien y a veces miraba el reloj de pulsera, pero en realidad no iba a venir nadie. Ella sólo buscaba al hombre apropiado entre los clientes que allí se encontraban. El reloj marcaba las ocho y media. Aomame vestía una blusa azul claro debajo de una chaqueta de color pardo de Calvin Klein y una minifalda azul marino. Aquel día tampoco llevaba consigo el picahielos especial. Descansaba en paz dentro de un cajón del ropero, envuelto en una toalla.

Aquel bar estaba en Roppongi y era conocido como un bar para singles. Era famoso porque muchos hombres solteros iban en busca de mujeres solteras —y viceversa. También había numerosos extranjeros. Lo habían decorado por dentro a imagen de las cantinas que Hemingway frecuentaba en las Bahamas. Un pez espada decoraba la pared y una red para pescar colgaba del techo. Además había unas cuantas fotografías de recuerdo de gente que había pescado peces enormes. También un retrato de Hemingway. Un jovial Papá Hemingway. La gente que acudía a aquel bar no parecía ser consciente de que ese escritor se había suicidado con un rifle de caza, atormentado por la adicción al alcohol en sus últimos años de vida.

Aquella noche varios hombres intentaron ligar con Aomame, pero a Aomame no le gustó ninguno. Un par de estudiantes con pinta de juerguistas también la llamaron, pero le dio pereza y ni siquiera respondió. Rechazó adusta a un oficinista de mirada torva de unos treinta y pocos años diciéndole: «Es que estoy esperando a alguien». Por lo general, los hombres jóvenes no le gustaban. Eran altivos y con demasiada confianza en sí mismos, aunque no tenían temas de conversación y resultaban aburridos. Además, en la cama eran desaforados y no sabían disfrutar realmente del sexo. Prefería a los hombres de mediana edad, una pizca gastados y, a ser posible, con el pelo un poco ralo. Ésos no resultaban soeces y eran limpios. Además tenían que tener la cabeza de una forma bonita. Pero ese tipo de hombre no resultaba fácil de encontrar. Por eso requería cierto espacio de transacción.

Aomame soltó un sordo suspiro mientras miraba a su alrededor dentro del local. ¿Por qué no encontraba en este mundo al «hombre adecuado»? Pensó en Sean Connery. Sólo con imaginarse la forma de su cabeza, ya sentía un dolor sordo en lo más profundo de su cuerpo. «Si Sean Connery apareciera de improviso por aquí, lo haría mío a toda costa. Sin embargo, ni que decir tiene que Sean Connery no se va a asomar por un bar de singles de estilo bahameño en Roppongi».

En una televisión de gran tamaño instalada en la pared del local se emitían imágenes de Queen. A Aomame no le gustaba demasiado la música de Queen. Por eso procuraba no dirigir la vista hacia allí. También se esforzaba en no escuchar la música que salía de los altavoces. Cuando por fin se terminó Queen, le tocó el turno a unas imágenes de Abba. «¡Vaya!», pensó Aomame. Tenía la impresión de que iba a ser una mala noche.

Aomame conoció a la anciana de la Villa de los Sauces en el club de deportes en el que estaba empleada. La señora había participado en las clases de defensa personal que ella impartía. Las clases radicales centradas en el ataque al muñeco que habían durado tan poco. Era menuda y la más anciana de toda la clase, pero se movía con agilidad y daba unas patadas secas. Aomame pensaba que, a la hora de la verdad, aquella mujer seguramente podría patearle los testículos a cualquier hombre sin titubear. Sin hablar más de la cuenta y sin rodeos. Era algo de la señora que a Aomame le agradaba.

—Cuando se llega a mi edad, ya no hace mucha falta defenderse —le dijo a Aomame al acabar unas clases, y esbozó una elegante sonrisa.

—No es una cuestión de edad —respondió Aomame, resuelta—. Se trata de una manera de vivir. Estar siempre en disposición de protegerse es importante. Una no puede resignarse a ser atacada. La debilidad crónica corroe a las personas.

La anciana miró a Aomame a los ojos durante un buen rato sin decir nada. Lo que dijo Aomame o tal vez el tono de su voz parecía haberle causado una fuerte impresión. A continuación asintió con calma.

—Lo que dices es correcto. Tienes razón. Tu forma de pensar es muy sólida.

Varios días después, Aomame recibió un sobre. Fue en la recepción del club donde se lo entregaron. Dentro había una carta breve, escrita bellamente a mano, con el nombre de la anciana y su número de teléfono. Le decía que lo más probable es que estuviera ocupada, pero que si tenía un momento libre, le agradecería que se pusiera en contacto con ella.

Un hombre que parecía el secretario se puso al teléfono. Cuando Aomame le comunicó su nombre, él cortó la extensión sin decir nada. La anciana se puso al teléfono y le agradeció que la hubiera llamado. «Si no le supone ninguna molestia, estaba pensando si podríamos ir a comer a algún sitio las dos juntas. Me gustaría que habláramos con calma, a solas», le dijo. «Con mucho gusto», respondió Aomame. «Entonces, ¿qué le parece mañana por la noche?», preguntó la anciana. Aomame no tenía ningún inconveniente. Tan sólo se preguntó extrañada de qué querría hablarle a ella.

Las dos cenaron juntas en un restaurante francés situado en una zona tranquila de Azabu. La señora debía de ser una vieja clienta del local. Las hicieron pasar a una mesa excelente en el fondo y un camarero entrado en años, que debía de ser conocido de ella, les sirvió con esmero. La señora llevaba un bonito vestido liso de color verde claro de corte y confección (parecía un Givenchy de los sesenta), con un collar de jade. A media cena, el gerente se acercó y la saludó respetuosamente. En la carta había numerosos platos de verduras de gusto sencillo y delicado. La sopa especial del día era, casualmente, una sopa de guisantes. La anciana se bebió una sola copa de Chablis, y Aomame la acompañó. Era un vino de un sabor tan suave y delicado como el de la comida. Aomame pidió de primero un pescado blanco a la brasa. La señora, un plato sólo de verduras. La manera que tenía de comer verduras era bella, como una obra de arte. «Cuando se tiene mi edad, con comer un poquito ya es suficiente para vivir», le dijo. A continuación, añadió medio en broma: «Si es posible, sólo productos de primera calidad».

La anciana quería que Aomame la entrenara personalmente. Le preguntó si podría enseñarle artes marciales en su casa dos o tres días por semana. Si era posible, también deseaba hacer estiramiento de músculos.

—Claro que es posible —respondió Aomame—. Aunque para entrenamientos personales a domicilio, tiene que pasar por la recepción del gimnasio.

—Perfecto —dijo la señora—. Pero acordemos el horario directamente entre las dos. Prefiero evitar que alguien se interponga y las cosas se compliquen. ¿Le importa?

—No.

—Entonces empezaremos a partir de la semana que viene —dijo la señora.

Los negocios se terminaron ahí.

—El otro día hubo algo que usted dijo en el gimnasio que me admiró. Habló sobre la debilidad. Que la debilidad daña a la gente o algo así. ¿Se acuerda?

Aomame asintió.

—Sí que me acuerdo.

—¿Le importa que le haga una pregunta? —dijo la señora—. Será una pregunta directa, para ahorrar tiempo.

—Pregúnteme lo que desee —dijo Aomame.

—¿Es usted feminista o lesbiana?

Aomame se puso un poco colorada y a continuación negó con la cabeza.

—No. Tengo una forma de pensar muy particular. No soy ni feminista ni lesbiana.

—Está bien —dijo la anciana. Luego, como aliviada, se llevó brócoli a la boca con suma elegancia, lo masticó con suma elegancia y bebió un trago de vino. A continuación, volvió a hablar—. A mí no me importaría ni lo más mínimo que usted fuera feminista o lesbiana. Eso no repercutiría en nada. Pero me atrevo a decir que el hecho de que no lo sea aclara las cosas. ¿Entiende lo que le quiero decir?

—Creo que sí —contestó Aomame.

Dos veces por semana, Aomame visitaba la mansión de la anciana y la instruía en artes marciales. Tenía una amplia sala de entrenamiento llena de espejos que había construido para las lecciones de ballet de su hija, cuando era pequeña. Allí era donde las dos movían el cuerpo, minuciosa y metódicamente. Para la edad que tenía, la señora era muy flexible y hacía progresos rápido. Era menuda, pero tenía un cuerpo que había mantenido y cuidado con esmero a lo largo de los años. Además, Aomame le enseñó lo básico de los estiramientos y le dio un masaje para desentumecer los músculos.

Aomame era muy buena dando masajes. En la universidad sacaba las mejores notas en ese campo. Tenía grabados en la cabeza los nombres de todos los huesos y todos los músculos del cuerpo humano. Había aprendido cómo fortalecer y mantener la función y la calidad de cada músculo. Aomame tenía la firme convicción de que el cuerpo era el templo del ser humano, con independencia de a qué se consagrara, y que al menos debía mantenerse en forma; bello y limpio.

No contenta con la medicina deportiva en general, había aprendido también técnicas de acupuntura por interés personal. Estudió seriamente durante unos años con un profesor chino. El profesor estaba sorprendido por la rapidez con la que progresaba. Le dijo que había aprendido lo suficiente como para profesionalizarse. Aomame tenía buena memoria y no se cansaba de investigar los pormenores de las funciones corporales. Además, ante todo, las yemas de sus dedos estaban dotadas de una intuición fascinante. Igual que ciertas personas poseían un oído absoluto o la capacidad de encontrar venas de agua bajo tierra, las yemas de los dedos de Aomame podían discernir al instante los sutiles puntos que controlan todas las funciones corporales. No se trataba de algo que alguien le hubiera enseñado. Lo sabía simplemente de forma innata.

Al terminar el entrenamiento y el masaje, Aomame y la señora se tomaban un té mientras dejaban pasar el tiempo y charlaban de diferentes cosas. Tamaru siempre les traía la bandeja de plata con el juego de utensilios para el té. Como durante el primer mes, Tamaru nunca abrió la boca delante de Aomame, ella le preguntó a la señora si era sordomudo.

En cierta ocasión, la señora le preguntó a Aomame si alguna vez había puesto en práctica la técnica de la patada en los testículos para protegerse a sí misma.

—Sólo una vez —respondió Aomame.

—¿Funcionó? —preguntó la señora.

—Fue eficaz —le contestó Aomame cautelosamente, con pocas palabras.

—¿Cree que la patada en los testículos funcionaría con Tamaru?

Aomame negó con la cabeza.

—Probablemente no. Tamaru ya la conoce. Si alguien con conocimientos le lee a uno los movimientos que va a realizar, no hay recurso que valga. La patada en los testículos sólo funciona frente a aficionados no acostumbrados al combate real.

—¿Quiere decir que sabe que Tamaru no es un «aficionado»?

Aomame midió sus palabras.

—Así es. Tiene un aire diferente al de la gente normal.

La señora le echó nata al té negro y lo removió despacio con la cucharilla.

—En aquella ocasión, su contrincante era un aficionado, ¿verdad? ¿Era un hombre grande?

Aomame asintió, pero no dijo nada. El hombre era de complexión robusta y también parecía fuerte. Sin embargo, había bajado la guardia, con soberbia, porque ella era mujer. Hasta entonces, nunca una mujer le había pateado los testículos, ni se le había pasado por la cabeza que pudiera ocurrirle.

—¿Lo hirió? —preguntó la señora.

—No, no lo herí. Sólo sintió un dolor agudo durante un buen rato.

La anciana se quedó callada durante un instante. Luego le hizo una pregunta.

—¿Ha atacado a algún hombre alguna vez? Me refiero a infligirle una herida a propósito, no a provocarle dolor, simplemente.

—Sí —respondió Aomame. Contar mentiras no era su especialidad.

—¿Me puede contar cómo fue?

Aomame negó con un pequeño movimiento de cabeza.

—Lo siento mucho, pero me cuesta hablar de ello.

—Está bien. Es normal que le cueste hablar de ello. No hace falta que me lo cuente si no quiere —dijo la señora.

Las dos bebían té en silencio, mientras pensaban cada una en cosas diferentes. Poco después la señora habló.

—Pero si alguna vez sintiera que no le importa hablar de ello, ¿me contaría lo que ocurrió?

—Tal vez algún día pueda contárselo. O quizá nunca pueda. Para serle sincera, ni yo misma lo sé.

La anciana miró a Aomame a la cara durante un rato. Luego le aclaró:

—No se lo preguntaba por morbosidad.

Aomame se quedó callada.

—Me da la impresión de que usted vive guardando algo en su interior. Algo sumamente pesado. Lo he sentido desde que la conocí. Tiene una mirada fuerte y resuelta. En realidad, a mí me pasa lo mismo. Cargo con algo muy pesado. Por eso lo sé. No hay prisa, pero algún día debería sacarlo de su interior. Yo soy como una tumba y además dispongo de unas cuantas medidas realistas. Si todo va bien, igual podría serle de ayuda.

Cuando el tiempo transcurrió y Aomame le confió, sin reparos, aquella historia a la señora, se abrió otra puerta en su vida.

—Oye, ¿qué estás bebiendo? —le preguntó alguien al oído a Aomame. Era una voz femenina.

Aomame volvió en sí, irguió la cabeza y miró a quien le había hablado. Una chica joven con el pelo recogido en una cola de caballo al estilo de los años cincuenta estaba sentada de espaldas en el taburete contiguo. Llevaba un vestido de florecillas y un pequeño bolso bandolera de Gucci colgado del hombro. Tenía las uñas bonitas, pintadas con esmalte de color rosa claro. No estaba gorda, pero tenía la cara redonda y era más bien rellenita. Su cara era realmente afable. Y el pecho grande.

Aomame se sentía un poco confusa, porque no se esperaba que una voz femenina le hablara. Aquél era un lugar al que los hombres acudían a ligar con mujeres.

—Un Tom Collins —dijo Aomame.

—¿Está bueno?

—Más o menos, pero no es muy fuerte y se puede beber a sorbos.

—¿Por qué lo llamarán Tom Collins?

—Pues no sé, ni idea —dijo Aomame—. Será el nombre del que lo hizo por primera vez. Aunque no me parece un descubrimiento asombroso.

La chica llamó al barman agitando la mano.

—Otro Tom Collins para mí —le dijo. Poco después, se lo trajeron—. ¿Te importa que me siente a tu lado? —le preguntó.

—No. Está libre. —«Ya hace rato que estás sentada», pensó Aomame, pero no llegó a decírselo.

—¿No tendrás una cita aquí con alguien? —le preguntó la chica.

Aomame inspeccionó su cara en silencio, sin responderle. Tal vez fuera tres o cuatro años más joven que ella.

—Mira, a mí no me interesan las de esta acera, así que no te preocupes —le confesó en voz baja—. Lo digo por si acaso… Yo también prefiero a los hombres. Como tú.

—¿Como yo?

—Es que si has venido aquí sola, será para buscar a algún hombre que esté bien, ¿no?

—¿Eso te parece?

La chica entrecerró levemente los ojos.

—Hasta ahí llego. Este lugar es para eso. Además, no pareces una del gremio.

—Por supuesto que no —dijo Aomame.

—Oye, si quieres, ¿por qué no formamos un equipo las dos? A los hombres debe de resultarles más fácil abordar a dos mujeres juntas que a una sola. Y nosotras nos lo pasaremos mejor si somos dos en vez de una sola, aparte de que así estaremos más tranquilas. Yo tengo un aspecto más bien femenino y tú tienes claramente un aire de chico, así que creo que, si nos uniéramos, no nos iría mal.

«Un aire de chico», pensó Aomame. Era la primera vez que alguien le decía una cosa así.

—Pero si formamos un equipo, cada una tendrá sus preferencias en cuanto a hombres. ¿Saldrá bien?

La chica torció un poco los labios.

—Ahora que lo dices, es verdad. Preferencias… A ver, ¿a ti qué clase de hombre te gusta?

—Si puede ser, maduros —dijo Aomame—. Los jóvenes no me gustan. Prefiero que estén un poco calvos.

—¡Mmm! —dijo la chica, sorprendida—. Así que maduros, ¿eh? Yo prefiero un chico joven y vigoroso; los hombres maduros no me interesan demasiado, pero si a ti te parece bien, podemos juntarnos y probar un poco. Pase lo que pase, es una experiencia más. ¿Seguro que te valen los maduros? Porque yo, en resumidas cuentas, estoy hablando de sexo.

—Depende de la persona —aclaró Aomame.

—Claro —dijo la chica, y entrecerró los ojos como si verificara alguna teoría—. Obviamente no se puede generalizar en cuanto a sexo, pero ¿cómo son, metiéndolos a todos en el mismo saco?

—No están mal. Varias veces es imposible, pero aguantan mucho. No tienen prisas. Si marcha bien, hacen que te corras unas cuantas veces.

La chica pensó un poco en ello.

—Pues ahora que lo dices, me pica la curiosidad. Podría probar una vez.

—Como quieras —dijo Aomame.

—Eh, ¿has probado el sexo a cuatro alguna vez? Lo de cambiar de pareja a la mitad.

—No.

—Yo tampoco. ¿Te apetece?

—Quizá —dijo Aomame—. De acuerdo, no me importa formar un equipo contigo, pero ya que vamos a actuar juntas, aunque sea temporalmente, me gustaría saber algo más de ti. Si no, podría ser que más adelante no nos entendiéramos bien.

—Está bien. Me parece correcto. ¿Y qué te gustaría saber de mí, Por ejemplo?

—Pues, por ejemplo… ¿A qué te dedicas?

La chica bebió un trago de Tom Collins y dejó el vaso sobre el posavasos. Luego se limpió con una servilleta de papel, dándose golpecitos en la boca. Examinó el color del carmín que quedó en la servilleta.

—Esto está bastante bueno —dijo—. Lleva ginebra de base, ¿verdad?

—Ginebra, zumo de limón y soda.

—La verdad es que no es un gran descubrimiento, pero no está mal de sabor.

—Me alegro de que te guste.

—Esto…, ¿que a qué me dedico? Es un asunto un poco complicado. A decir verdad, no creo que vayas a creerme.

—Entonces te cuento lo mío —dijo Aomame—. Yo soy instructora en un club de deporte. Principalmente de artes marciales. También de estiramiento muscular.

—Artes marciales —dijo la chica con admiración—. ¿Estilo Bruce Lee?

Estilo, sí.

—¿Eres buena?

—Aceptable.

La chica sonrió alegremente y levantó el vaso para brindar.

—Pues, a la hora de la verdad, podríamos ser una pareja invencible, porque aquí donde me ves, hace mucho tiempo que practico aikido. La verdad es que soy policía.

—Policía —repitió Aomame. Se quedó con la boca entreabierta y no dijo nada más.

—Trabajo en la Jefatura Superior de la Policía Metropolitana. ¿No me pega? —preguntó la chica.

—Claro que no —contestó Aomame.

—Pues es verdad. En serio. Me llamo Ayumi.

—Yo, Aomame.

—Aomame. ¿Es tu nombre verdadero?

Aomame asintió seria.

—Con policía, ¿te refieres a que vistes uniforme, tienes pistola, vas en coche patrulla, patrullas las calles y esas cosas?

—Yo me hice policía para llevar a cabo todas esas cosas, sin embargo, no me las dejan hacer —dijo Ayumi, y mordisqueó uno de los crujientes pretzels salados que les habían servido en un bol—. Ahora mismo, mi trabajo principal consiste en llevar un uniforme cómico, montar en un coche patrulla diminuto y ocuparme de las multas y cosas por el estilo. Por supuesto, no me permiten llevar pistola, porque para dirigirse a un ciudadano normal que ha aparcado el Toyota Corolla delante de una boca de incendios, no hacen falta disparos intimidatorios. Nadie tiene en cuenta que saqué muy buenas notas en tiro. Sólo por ser mujer me hacen dar vueltas, día sí y día también, escribiendo horas y números de matrícula en el asfalto con una tiza colocada en el extremo de un palo.

—¿Como pistola, se utiliza una Beretta semiautomática?

—Sí, ahora todos la llevan. Para mí, la Beretta es demasiado pesada. Totalmente cargada, debe de pesar casi un kilo.

—Pesa ochocientos gramos —dijo Aomame.

Ayumi miró a Aomame igual que el dueño de una casa de empeños al evaluar un reloj de pulsera.

—Eh, Aomame, ¿cómo estás tan enterada?

—Me interesan todas las armas de fuego desde hace mucho tiempo —respondió Aomame—. Aunque en realidad nunca he disparado una, claro.

—¡Ah! —exclamó Ayumi convencida—. A mí, la verdad es que me gusta disparar. Aunque la Beretta pesa bastante, como no tiene tanto retroceso como las viejas pistolas, entrenando, hasta una mujer de pequeña estatura puede manejarla sin problema. Pero los capullos de arriba no piensan así. Se creen que una mujer no puede manejar una pistola. Porque los altos mandos de la policía son todos unos fascistas machistas. Yo tenía muy buenas notas utilizando la porra. La mayoría de los hombres no me ganaba. Sin embargo, no lo valoran nada. Lo único que me dicen son guarradas. Que si agarro la porra con maestría, que si necesito practicar no me corte y los avise… Lo que es la mentalidad de esos tipos lleva siglo y medio de retraso.

Ayumi sacó unos Virginia Slim de la bandolera, se llevó hábilmente uno a la boca y lo encendió con un pequeño mechero metálico. Luego expulsó despacio el humo hacia el techo.

—¿Por qué querías ser policía en un principio? —preguntó Aomame.

—Al principio, no tenía ninguna intención de hacerme policía. Pero no quería tener un trabajo de oficina normal y corriente. Sin embargo, tampoco poseía ninguna habilidad concreta, así que las especialidades profesionales que podía elegir eran limitadas. Por eso, en cuarto año de carrera realicé el examen de admisión para la Jefatura Superior. Además, entre mis familiares hay muchos policías, no sé por qué. La verdad es que mi padre y mi hermano mayor también son agentes. Y uno de mis tíos también. Como el mundo de la policía es, básicamente, muy cerrado, al tener allegados policías gocé de preferencia en la admisión.

—Una familia de policías.

—Así es. Pero hasta que entré, nunca había pensado realmente que en la policía hubiera tanta discriminación entre mujeres y hombres. Una agente en el mundo de la policía es como decir una ciudadana de segunda categoría. Nos ocupamos de las infracciones de tráfico, nos sentamos delante de un escritorio y gestionamos documentos, vamos por las escuelas primarias dando clases de seguridad vial a los niños, cacheamos a mujeres que presuntamente han cometido un delito… Sólo ese tipo de trabajo aburridísimo. Mientras que a hombres con unas capacidades claramente inferiores a las mías los mandan siempre a lugares interesantes. De cara a la galería, los jefes hablan sin tapujos de la igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres, pero en realidad no es tan fácil. Me ha hecho perder el entusiasmo por trabajar. ¿Lo entiendes?

Aomame se mostró de acuerdo.

—Me pone de mala leche, en serio.

—¿No tienes novio?

Ayumi frunció el ceño y clavó la vista un rato en el fino cigarro que tenía entre los dedos.

—Cuando una chica se hace policía, conseguir novio resulta dificilísimo. Como el horario es irregular, no coincide con el de un trabajador normal y, además, aunque al principio todo vaya bien, en cuanto se enteran de que soy agente de policía, la mayoría de los hombres se echa atrás. Igual que cangrejos huyendo a la orilla del mar. ¿No te parece terrible?

Aomame asintió con la cabeza.

—Por eso, la única vía que me queda es enamorarme de alguien del trabajo, pero no hay ningún hombre brillante ni serio. Sólo son una panda de inútiles que no hacen más que contar chistes verdes. Una de dos: o son cabezas huecas de nacimiento o sólo piensan en ascender. Ésos son los que velan por la seguridad de la sociedad. No le veo mucho porvenir a Japón.

—Pero si eres muy mona y pareces tener éxito con los hombres… —dijo Aomame.

—Bueno…, no es que no tenga éxito. Siempre que no descubra a qué me dedico. Por eso he decidido que en lugares como éstos voy a estar empleada en una agencia de seguros.

—¿Vienes a menudo por aquí?

—A menudo, no; a veces —contestó Ayumi. Tras pensárselo un poco, se sinceró—. De vez en cuando me apetece algo de sexo. Dicho sin rodeos, necesito un hombre. Mira, es algo periódico. Cuando me ocurre, me pongo toda elegante, con una ropa interior preciosa, y vengo aquí. Busco a la pareja adecuada y me paso la noche follando. Eso me calma el ansia durante un tiempo. Tengo un apetito sexual saludable; no se trata de ninfomanía, adicción al sexo, ni nada parecido, así que no me viene mal liberarme de vez en cuando. Pero no me quedo enganchada. Al día siguiente, ya vuelvo a salir a la calle a ocuparme de las infracciones de aparcamiento. ¿Y tú?

Aomame alcanzó la copa de Tom Collins y bebió silenciosamente a sorbos.

—Pues, más o menos igual que tú.

—¿Tienes novio?

—He decidido no tenerlo, porque no dan más que problemas.

—Determinados hombres dan problemas.

—¿A que sí?

—Pero a veces me entran unas ganas irreprimibles de follar —dijo Ayumi.

—Prefiero decir que «me entran ganas de liberarme».

—¿Y «me entran ganas de pasar una noche plena»?

—Esa tampoco está mal.

—En fin, un rollo de una noche, sin compromiso.

Aomame asintió.

Ayumi reflexionaba sobre aquello con la mejilla apoyada en la mano.

—Creo que tenemos muchos puntos en común.

—Seguramente —reconoció Aomame. «Sin embargo, ella es policía y yo mato a personas. Estamos en lados distintos de la Ley. Es una diferencia enorme».

—Te propongo una cosa —dijo Ayumi—. Las dos trabajamos para la misma agencia de seguros no vida. El nombre de la empresa es secreto. Tú eres la veterana y yo una principiante. Como hoy en el trabajo ha pasado algo un poco desagradable, nos hemos venido a tomar una copa y a distraernos. Y tenemos bastantes ganas de fiesta. ¿Qué te parece ese rol?

—Bien, pero apenas sé nada de seguros no vida.

—Déjalo en mis manos. La labia es mi punto fuerte.

—De acuerdo —dijo Aomame.

—Por cierto, en la mesa que tenemos detrás hay un par de hombres tirando a maduros y ya hace un rato que nos miran con lujuria —dijo Ayumi—. Date la vuelta como si nada y observa.

Tal y como le dijo, Aomame se dio la vuelta con toda naturalidad. Dos hombres maduros se sentaban dos mesas más allá de la suya. Vestían traje y corbata, con aspecto de ser oficinistas tomándose un respiro. Llevaban los trajes impolutos y no tenían mal gusto para las corbatas. Al menos, no daban impresión de desaseados. Uno de ellos tendría cuarenta y muchos, y el otro, cuarenta y pocos años. El mayor era delgado y carilargo, con el nacimiento del pelo bien entrado en la frente. El más joven tenía pinta de haber pertenecido al club de rugby en su época universitaria, pero últimamente había empezado a echar carnes por falta de ejercicio. Todavía tenía cara de muchacho y la zona del mentón comenzaba a engrosársele. Los dos charlaban amigablemente mientras bebían whisky rebajado con agua, pero no cabía duda de que, indirectamente, sus miradas rebuscaban en el local.

Ayumi analizó a aquella pareja.

—En apariencia, no parecen demasiado habituados a este lugar. Se han venido de juerga, pero no han conseguido ligar con ninguna chica. Además es posible que estén casados. Tienen pinta de que les remuerde la conciencia.

A Aomame le admiró el ojo clínico de su compañera. Seguramente había captado todo aquello sin que ella se hubiera dado cuenta, mientras charlaban. Quizá le venía de familia.

—Aomame, a ti te gusta el del pelo ralo, ¿verdad? Porque así me cojo yo al macizo. ¿Te importa?

Aomame se volvió una vez más. La cabeza del hombre de pelo ralo no estaba nada mal. Aunque se encontrara a años luz de Sean Connery, podía dársele el aprobado. Aquella noche le habían hecho oír música de Queen y Abba sin interrupción. No podía ser demasiado exigente.

—De acuerdo. Pero ¿cómo demonios vas a conseguir que se nos acerquen?

—No podemos quedarnos tan anchas esperando hasta el amanecer. Vamos a presentarnos nosotras. Risueñas, amistosas y activas —propuso Ayumi.

—¿De veras?

—¡Claro! Yo voy y les hablo un poco, así que déjamelo a mí. Tú quédate aquí esperando —dijo Ayumi. Se bebió un buen trago de Tom Collins y se frotó las palmas de las manos. Luego se colgó el bolso bandolera del hombro con ímpetu y esbozó una sonrisa encantadora.

—¡Hala! ¡Hora de técnica con porra!