22
TENGO
El tiempo transcurre de manera irregular
Tengo reflexionaba sobre su propio cerebro. En muchas ocasiones había sentido la necesidad de reflexionar sobre ello.
El cerebro humano ha cuadriplicado, aproximadamente, su tamaño en los últimos dos millones y medio de años. En cuanto a su peso, el cerebro representa tan sólo un dos por ciento del peso corporal humano, sin embargo, consume alrededor del cuarenta por ciento de todas las energías del cuerpo (decía un libro que había leído hacía poco tiempo). Gracias a ese desarrollo espectacular del órgano cerebral, el ser humano ha adquirido las nociones de tiempo, espacio y probabilidad.
Las nociones de tiempo, espacio y probabilidad.
Tengo sabía que el tiempo transcurre de manera irregular. En su origen es uniforme, pero, cuando se consume, se transforma en algo irregular. Ciertos periodos de tiempo son terriblemente largos y pesados; otros, breves y ligeros. Y, a veces, el orden de los acontecimientos se altera y, en los momentos críticos, incluso desaparece. También se le añade lo que no debería añadírsele. Al regular el tiempo a su capricho, la gente quizá regule su propia razón de ser. En otras palabras, al realizar esas operaciones, logran conservar a duras penas la cordura. Si tuvieran que aceptar el tiempo vivido de manera uniforme y secuencial, sus mentes no podrían soportarlo. Sus vidas serían igual que una tortura. Así pensaba Tengo.
Gracias al ensanchamiento del cerebro, las personas han adquirido la noción de temporalidad, pero, al mismo tiempo, han aprendido la manera de alterarla y regularla. Las personas consumen tiempo sin cesar y, paralelamente, reproducen el tiempo que su conciencia ha regulado. No es una tarea sencilla. Resulta natural que el cerebro consuma el cuarenta por ciento de la energía total del cuerpo.
«Lo que recuerdo de cuando tenía un año y medio de edad, dos años a lo sumo, ¿lo habré visto realmente?», se preguntaba Tengo a menudo. La escena de su madre, en ropa interior, y un hombre, que no era su padre, chupándole los pezones. Sus brazos rodeaban el cuerpo del hombre. ¿Podía un bebé de uno o dos años de edad reconocer las cosas de forma tan precisa? ¿Era posible recordar esa escena con tanta vivacidad? ¿Acaso no sería un falso recuerdo que Tengo había creado convenientemente, a posteriori, para protegerse?
Quizá fuera posible. En cierto momento, su cerebro había inventado ese recuerdo de un hombre diferente (tal vez su verdadero padre), aprovechando un instante de inconsciencia, para demostrar que no era hijo biológico de aquella persona a quien llamaba padre y para intentar excluir a «la persona a quien llamaba padre» de un íntimo círculo consanguíneo. Al generar en su interior la hipotética existencia de una madre que seguía viva en algún lugar y de un padre verdadero, intentaba abrir una nueva puerta en su limitada y asfixiante vida.
Sin embargo, el recuerdo iba acompañado de una viva sensación de realidad. Tenía, ciertamente, tacto, tenía gravedad, olor y profundidad. Se había adherido con una fuerza desmedida a las paredes de su conciencia, como una ostra pegada a un barco abandonado. Por más que intentara sacarlo o quitarlo lavándolo, era incapaz de despegarlo. A Tengo no le parecía, en absoluto, que aquel recuerdo fuera algo falso que su mente había inventado por necesidad. Era demasiado real y demasiado sólido para tratarse de una fantasía.
Supongamos que es un recuerdo verdadero, genuino.
No cabe duda de que Tengo, que era un bebé, se atemorizó al contemplar aquella escena. Otra persona chupaba los pechos que le pertenecían. Alguien mucho más fuerte que él. Y parecía que, por un instante, su madre se había olvidado de que él existía. Resultaba una situación fundamentalmente amenazante para la débil existencia de Tengo. Ese miedo primordial debió de quedarle grabado con fuerza en el papel fotosensible de su consciencia.
Y el recuerdo de ese temor resurgió de repente, cuando menos se lo esperaba, se transformó en una riada y lo atacó. Un estado similar al pánico invadió a Tengo. Empezó a hablarle y le hizo recordar: «Vayas a donde vayas, hagas lo que hagas, no podrás escapar de la presión de esta agua. Este recuerdo determina tu persona, modela tu vida, te arrastra a cierto lugar específico. Por mucho que luches, no podrás librarte de esta fuerza».
Luego, un pensamiento le vino de repente a la cabeza. Cuando sacó de la lavadora el pijama que Fukaeri se había puesto, se lo llevó a la nariz y lo olió, quizá buscaba en él el olor de su madre. Ésa fue la impresión que tuvo. Sin embargo, ¿por qué motivo tenía que buscar la imagen de su madre fallecida en el olor corporal de una chica de diecisiete años? Debía de haber otros lugares donde buscarla. Por ejemplo, en el cuerpo de su novia mayor que él.
La novia de Tengo era diez años mayor que él y tenía unos pechos grandes y bien moldeados, parecidos a los que recordaba de su madre. La combinación blanca también le sentaba bien. Pero, por alguna razón, no había buscado en ella la imagen de su madre. Su olor corporal no despertaba el interés de Tengo. Ella exprimía el apetito sexual que Tengo acumulaba en su interior durante una semana y él también sabía (casi siempre) cómo satisfacerla sexualmente. Era, por supuesto, todo un logro. No obstante, la relación entre ambos carecía de mayor profundidad.
Ella llevaba las riendas durante la mayor parte del acto sexual. Tengo actuaba conforme a lo que ella le indicaba, prácticamente sin pensar. No era necesario elegir ni decidir. Sólo le pedía dos cosas: que el pene se le endureciera y que no eyaculara antes de tiempo. Si le decía «¡Todavía no! ¡Aguanta un poco!», él aguantaba con todas sus fuerzas. En el preciso momento que le murmuraba al oído «Ahora. Venga, córrete», eyaculaba con toda la intensidad que podía. Entonces, ella lo elogiaba. «¡Tengo, eres maravilloso!», le decía, acariciándole con suavidad la mejilla. La búsqueda de la precisión era un campo que a Tengo siempre se le había dado bien. Ello incluía puntuar correctamente y encontrar la fórmula para la distancia más corta.
Cuando se acostaba con mujeres más jóvenes, no funcionaba así. Siempre era él, de principio a fin, quien tenía que considerar las cosas, realizar distintas elecciones y decidir. Aquello le hacía sentirse incómodo. Eran diversas las responsabilidades que pesaban sobre sus hombros. Se sentía como el capitán de una pequeña embarcación en medio de un mar revuelto. Debía manejar el timón, inspeccionar el estado de las velas y tener en mente la presión atmosférica y la dirección del viento. Tenía que someterse a sí mismo a una disciplina y ganarse la confianza de la tripulación. El mínimo error o cualquier pequeño desacierto podían provocar una debacle. Más que sexo, parecía el cumplimiento de un deber. Consecuentemente, se ponía nervioso, no coordinaba en la eyaculación o no se le ponía dura cuando hacía falta, y eso hacía que se sintiera cada vez más escéptico respecto a sí mismo.
En cambio, con su novia mayor no había lugar para esa clase de errores. Ella tenía en gran estima la potencia sexual de Tengo. Siempre lo elogiaba y lo animaba. Tras la única vez que Tengo había eyaculado demasiado rápido, se cuidó de evitar ponerse la combinación blanca. No sólo la combinación, sino también ropa interior blanca.
Aquel mismo día, ella llevaba un conjunto de lencería negra. Primero le hizo una minuciosa felación. Disfrutaba realmente de la firmeza de su pene y la blandura de sus testículos. Tengo podía ver cómo los pechos de ella, rodeados por un sujetador de encaje negro, se movían de arriba abajo, acompañando los movimientos de la boca. Para evitar eyacular enseguida, cerró los ojos y pensó en los guiliakos.
«Carecen de tribunal y desconocen el significado de la palabra “justicia”. Se puede juzgar cuán difícil les resulta comprendernos a partir del hecho de que siguen sin entender la finalidad de las carreteras. Allí donde existen, siguen viajando a través de la taiga. No es raro verlos en fila india, seguidos de sus familias y sus perros, atravesando una marisma al lado mismo de una carretera».
Se imaginó a los guiliakos, ataviados con sus toscas vestimentas, en fila india, junto a sus perros y sus mujeres, caminando, parcos en palabras, a través de la taiga que corre a lo largo de la carretera. Dentro de sus nociones de tiempo, espacio y probabilidad no existían las carreteras. El caminar en silencio por la taiga en vez de por la carretera, por incómodo que fuera, debía de permitirles comprender claramente su razón de ser.
«¡Pobres guiliacos!», había dicho Fukaeri.
El rostro adormecido de Fukaeri se perfiló en su mente. Dormía vestida con el pijama de Tengo, que le quedaba demasiado grande. Tenía las mangas y el pantalón arremangados. Él lo sacó de la lavadora, se lo llevó a la nariz y lo olió.
«No puedo pensar en eso», se dijo Tengo, al volver de repente en sí. Pero entonces ya era demasiado tarde.
Tengo eyaculó varias veces con fuerza dentro de la boca de su novia. Ella recibió hasta la última gota y luego salió de la cama y se fue al baño. Se oyó cómo abrió el grifo, cómo corrió el agua y se enjuagó la boca. A continuación volvió a la cama como si nada hubiera sucedido.
—Lo siento —se disculpó Tengo.
—No has podido aguantar más, ¿verdad? —dijo su novia. Entonces le acarició la nariz con la punta del dedo—. No pasa nada, hombre ¿Qué? ¿Te ha gustado?
—Mucho —respondió él—. Dentro de un rato creo que podré volver a hacerlo.
—Ya tengo ganas —dijo ella. Entonces pegó la mejilla contra el pecho desnudo de Tengo. Cerró los ojos y permaneció quieta. Tengo sentía en sus pezones la respiración pausada de la nariz de ella.
—¿Sabes en qué pienso siempre cuando veo y toco tu pecho? —le preguntó ella.
—Ni idea.
—En las puertas de los castillos que salen en las películas de Akira Kurosawa.
—Las puertas de los castillos —repitió Tengo, mientras le acariciaba la espalda a ella.
—Por ejemplo, en sus viejas películas en blanco y negro, como Trono de sangre y La fortaleza escondida, aparecen grandes y recias puertas. Esas que están llenas de una especie de tachuelas enormes. Siempre pienso en ellas. Macizas y gruesas.
—Pero mi pecho no tiene tachuelas clavadas —comentó Tengo.
—No me había dado cuenta —dijo ella.
Tras la publicación en un volumen de la obra de Fukaeri, a la segunda semana entró en la lista de best sellers y, a la tercera, saltó al primer puesto. Tengo seguía el proceso de conversión de la novela en un best seller a través de varios periódicos que había en la sala de profesores de la academia. También salió anunciada dos veces en los periódicos. En la publicidad se presentaba una fotografía de la cubierta del libro y una instantánea de Fukaeri en pequeño. Un fino jersey de verano hecho a su medida, que recordaba haber visto, y un bello pecho (seguramente había sido tomada durante la rueda de prensa). El cabello largo y liso, cayéndole sobre los hombros; un par de misteriosos ojos negros que miraban al frente. Aquellos ojos parecían atravesar la lente de la cámara y fijarse sinceramente en algo que se escondía en los corazones de la gente —algo que ellos mismos no eran conscientes de poseer. No era una mirada sentenciosa, sino dulce. La mirada resuelta de aquella chica de diecisiete años desataba un espíritu defensivo en la persona observada y, al mismo tiempo, provocaba cierta sensación de malestar. Era una pequeña fotografía en blanco y negro, pero no debían de ser pocas las personas que sentían ganas de comprar el libro con sólo mirarla.
Unos días después de la salida a la venta del libro, Komatsu le envió por correo dos ejemplares de La crisálida de aire, pero Tengo ni los abrió. Efectivamente, el texto allí impreso lo había escrito él, y era la primera vez que uno de sus textos se convertía en un libro, sin embargo no tenía intención de cogerlo y leerlo. Ni siquiera le apetecía echarle un vistazo. No sentía ninguna alegría al ver el libro. Aunque fuera su texto, la historia pertenecía exclusivamente a Fukaeri. Había nacido de su mente. El humilde papel de Tengo como técnico en la sombra había terminado, y la suerte que a partir de entonces corriera la obra no lo atañía. No debería volver a involucrarse. Metió los dos ejemplares en una bolsa de plástico y los guardó en un lugar de la estantería, fuera de la vista.
Después de aquella noche en que Fukaeri se quedó en su piso, la vida de Tengo fue un remanso de paz durante algún tiempo. Aunque llovía a menudo, a Tengo apenas le preocupaba el tiempo. Era una cuestión relegada a una posición bastante baja en su lista de prioridades. Desde entonces no había vuelto a saber nada de Fukaeri. Que no se hubiera puesto en contacto con él querría decir que no había ningún problema en particular.
Los días se le pasaban redactando su novela y, al mismo tiempo, escribiendo unos cuantos artículos breves que le habían encargado para revistas. Se trataba de trabajo anónimo a destajo que cualquiera podría hacer, pero le servía para cambiar de aires y no estaba mal remunerado, teniendo en cuenta el tiempo que requería. Además, impartía clases de matemáticas tres veces por semana en la academia, como de costumbre. Para olvidar las diversas preocupaciones —sobre todo lo relacionado con La crisálida de aire y Fukaeri—, se sumergió con más asiduidad que antes, y más profundamente, en el mundo de las matemáticas. Cuando entraba en ese mundo, sus circuitos cerebrales se intercambiaban (con un pequeño ruido). Su boca pronunciaba palabras de otra índole, su cuerpo empezaba a utilizar otros músculos. El tono de voz cambiaba, sus facciones mudaban también un poco. A Tengo le agradaba esa impresión de reemplazo. Era la sensación de pasar de una habitación a otra o de cambiarse unos zapatos por otros.
Al entrar en el mundo de las matemáticas podía distenderse unos grados con respecto a cuando estaba en la vida corriente o cuando escribía novelas, y se volvía más elocuente. Pero al mismo tiempo tenía la impresión de convertirse en una persona un tanto oportunista. Era incapaz de juzgar cuál era su verdadero yo. No obstante, podía realizar esa conmutación de forma natural, casi inconscientemente. También se daba cuenta de que, en mayor o menor medida, tenía necesidad de transformarse.
Como profesor de matemáticas, desde la tarima inculcaba a los alumnos con qué avidez las matemáticas buscaban la lógica. En el dominio de las matemáticas lo indemostrable era inútil, y si podía demostrarse, los misterios del mundo cabían en las manos de la gente, como ostras blandas. Sus clases se caracterizaban por un ardor poco habitual, y los alumnos lo escuchaban, involuntariamente, cautivados por su facundia. Al mismo tiempo que les enseñaba métodos prácticos y eficaces para resolver los problemas matemáticos, desvelaba con brillantez la magia que se escondía tras todo aquello. Tengo miraba hacia la clase y sabía que aquellas chicas de diecisiete y dieciocho años lo estaban observando fijamente, con un profundo respeto. Sabía que las estaba seduciendo mediante las matemáticas. Su elocuencia era un tipo de juego preliminar intelectual. Las funciones les acariciaban la espalda; los teoremas exhalaban su cálido aliento en sus orejas. Pero desde que había conocido a Fukaeri, Tengo no había vuelto a sentir ningún interés sexual por esas chicas. No pensaba en oler sus pijamas.
«Fukaeri es un ser único», pensó nuevamente Tengo. «No se puede comparar con las demás chicas. Para mí tiene un significado especial, sin duda. Ella es, cómo podría decirlo, un mensaje global dirigido a mí. Y sin embargo soy incapaz de leerlo».
«Con todo, más me vale dejar de mezclarme con Fukaeri». Ésa fue la lúcida conclusión a la que llegó su raciocinio. Más le valía alejarse todo lo posible de La crisálida de aire, que se apilaba en los escaparates de las librerías; del profesor Ebisuno, de quien no sabía qué pensaba, y de aquella inquietante y misteriosa organización religiosa. Más le valía guardar las distancias con Komatsu, por lo menos durante algún tiempo. Si no, lo arrastrarían hasta un punto cada vez más confuso. Lo arrinconarían en un lugar peligroso y totalmente desprovisto de lógica y acabarían metiéndolo en un atolladero.
Sin embargo, Tengo era consciente de que retirarse de aquel intrincado complot en la fase en la que estaban no sería fácil. Él ya estaba involucrado. No lo habían metido en una conspiración sin él darse cuenta, como los protagonistas de las películas de Hitchcock. Se había metido él a sí mismo, consciente del riesgo que entrañaba. El mecanismo ya estaba en marcha. No podía detener algo que había cogido impulso; y, además, Tengo se había convertido, sin duda, en un engranaje más del mecanismo. Un engranaje fundamental. Podía oír por lo bajo el rumor del mecanismo y sentir en su interior el persistente ímpetu.
Unos días después de que La crisálida de aire ocupara por segunda vez consecutiva el primer puesto en la lista de best sellers literarios, Komatsu lo llamó. El teléfono sonó pasadas las once de la noche. Tengo ya se había puesto el pijama y se había metido en la cama. Había estado tumbado boca abajo leyendo un libro durante un rato, y ya se disponía a apagar la luz de la mesilla de noche y dormir. Por la manera de sonar del teléfono, se imaginó que se trataría de Komatsu. Resulta difícil de explicar, pero cuando Komatsu llamaba, siempre sabía que era él. El teléfono tenía un timbre especial. Sus llamadas sonaban de una manera peculiar, de igual modo que un texto tiene su estilo.
Tengo salió de la cama, se fue a la cocina y alcanzó el aparato. Realmente no quería hacerlo. Deseaba quedarse durmiendo tranquilamente. Quería soñar con un gato de Iriomote, con el canal de Panamá, con la capa de ozono, con Matsuo Bashō o con cualquier cosa que se encontrara bien lejos de allí. Pero si no cogía el teléfono, al cabo de quince o treinta minutos volvería a sonar. Komatsu carecía prácticamente de la noción de tiempo. No tenía ninguna consideración, en absoluto, para con quien llevaba una vida normal y corriente. Dada la situación, era mejor responder.
—¡Eh, Tengo! ¿Estabas durmiendo? —saltó Komatsu en el tono relajado de siempre.
—Empezaba a dormir —contestó Tengo.
—Lo siento —dijo Komatsu, sin parecer sentirlo demasiado—. Sólo era para decirte que las ventas de La crisálida de aire marchan muy bien.
—Mejor.
—Hacen ejemplares como rosquillas y se venden al instante. Como no se da abasto, en el taller de encuadernación trabajan toda la noche. ¿Qué? ¿No te había dicho yo que se iban a vender muchos ejemplares? Normal, tratándose de una novela escrita por una chica guapa de diecisiete años. También está dando que hablar. Tiene todo lo que se necesita para vender.
—Nada que ver con una novela escrita por un profesor de academia treintañero con pinta de oso.
—Eso es. Aunque no se pueda decir que sea una novela demasiado entretenida. No tiene ni escenas de sexo, ni un solo pasaje lacrimógeno. En ese sentido, la verdad es que no me imaginaba que se fuera a vender tanto. —Komatsu hizo una pausa para observar la reacción de Tengo. Como éste no dijo nada, siguió hablando—. Además, no sólo vende muchísimo. Es que las críticas también son espléndidas. No se trata de una obra superficial simplemente polémica que una joven como ella haya escrito en un arrebato. La historia es excelente a todas luces. Aunque, por supuesto, tu firme y estupenda técnica estilística también lo ha hecho posible. La verdad es que es un trabajo perfecto.
Lo ha hecho posible. Tengo se masajeaba suavemente las sienes con las puntas de los dedos, dejando que Komatsu soltara sus elogios. Cuando Komatsu elogiaba sin reservas algo de Tengo, quería decir que a continuación lo esperaba una noticia poco agradable.
—Y entonces, señor Komatsu, ¿cuál es la mala noticia? —dijo Tengo.
—¿Cómo sabes que hay una mala noticia?
—Porque me ha llamado a estas horas. Tiene que haber una mala noticia.
—Es cierto —reconoció Komatsu sorprendido—. Efectivamente. Tienes buena intuición, Tengo.
«No es intuición, sino simple y modesta experiencia», pensó Tengo, pero se quedó callado y esperó a que el otro hablara.
—En efecto. Por desgracia, existe una noticia poco agradable —dijo Komatsu. Luego hizo una pausa significativa. A través del teléfono, uno podía imaginarse sus ojos brillando en medio de la oscuridad, como los de una mangosta.
—Tal vez tenga que ver con la autora de La crisálida de aire —aventuró Tengo.
—Efectivamente. Tiene que ver con Fukaeri. Ha surgido un pequeño problema. La verdad es que desde hace un tiempo no se sabe nada de su paradero.
Tengo siguió masajeándose las sienes con los dedos.
—¿Desde hace un tiempo, cuánto tiempo es?
—Hace tres días, el miércoles por la mañana, salió de su casa en Okutama y se fue a Tokio. El profesor Ebisuno la acompañó hasta la puerta de la casa. No le dijo adónde iba. Lo llamó por teléfono y le dijo que no volvería a casa y que se quedaría en el apartamento de Shinanomachi. Ese día la hija del profesor Ebisuno también se iba a quedar en el piso. Pero Fukaeri nunca regresó. Desde entonces no se tienen noticias de ella.
Tengo repasó en su memoria lo que había sucedido durante esos tres días, pero no recordó nada.
—Se encuentra en paradero desconocido y pensé que quizá se había puesto en contacto contigo.
—No, no lo ha hecho —dijo Tengo. Ya hacía más de cuatro semanas de aquella noche que había pasado en su piso.
Tengo se sintió un poco confuso en cuanto a si debería avisar a Komatsu de que, aquel día, Fukaeri le dijo que creía que era mejor no regresar al apartamento en Shinanomachi. La chica debía de haber tenido un mal presagio en aquel lugar. Sin embargo, al final decidió callárselo. No quería decirle a Komatsu que Fukaeri se había quedado en su casa.
—Es una chica extraña —dijo Tengo—. Se habrá ido ella sola por ahí, a algún sitio, sin llamar.
—No, no puede ser. Aunque no lo parezca, Fukaeri es una chica muy responsable. Siempre deja claro dónde está. Llama siempre por teléfono y avisa de dónde está y adonde va. Eso ha dicho el profesor Ebisuno. Así que no es normal que no haya llamado en tres días. Quizá le ha ocurrido algo grave.
«Algo grave», masculló Tengo.
—El profesor y su hija están muy preocupados —dijo Komatsu.
—En todo caso, si sigue en paradero desconocido, usted se verá en una situación complicada.
—Bueno, si la policía se involucrara, las cosas podrían ponerse muy feas. Después de todo, ha desaparecido la guapa autora de un libro que se abre paso a toda velocidad entre los best sellers. Me imagino a los medios de comunicación alterados. Si eso ocurriera, como editor responsable que soy, me llevarían de un sitio para otro y me pedirían que hiciera declaraciones. Eso no me hace ninguna gracia, porque yo soy amigo de mantenerme en la sombra; no estoy acostumbrado a la luz del sol. Además, quién sabe si no podría descubrirse algún trapo sucio.
—¿Qué dice el profesor Ebisuno?
—Dice que mañana va a denunciar la desaparición a la policía —contestó Komatsu—. Le insistí y logré que esperara unos días, pero no se puede retrasar mucho más.
—Cuando sepan que se ha denunciado la desaparición, los medios de comunicación van a saltar.
—No sé cómo va a proceder la policía, pero Fukaeri es alguien famoso. No se trata de una adolescente que se ha escapado de casa. Será difícil ocultárselo a la sociedad.
«Probablemente era eso mismo lo que el profesor Ebisuno deseaba», pensó Tengo. Utilizar a Fukaeri como cebo y causar un revuelo para dilucidar la relación entre Vanguardia y los padres de ella y encontrar su paradero. Siendo así, el plan del profesor se estaba desarrollando, por ahora, como había previsto. Pero ¿se daba cuenta el profesor del riesgo que entrañaba? Probablemente sí. El profesor Ebisuno no era una persona irreflexiva. Reflexionar siempre había sido su trabajo. Y parecía que aún había unos cuantos datos importantes sobre la situación en torno a Fukaeri de los que Tengo no sabía nada. Podría decirse que era como si Tengo estuviera armando un puzle con las piezas incompletas que le habían dado. Una persona inteligente ya no se metería en tales líos.
—¿Tienes alguna idea de dónde podría estar?
—Ahora mismo, no.
—Ah, bueno —dijo Komatsu. En su voz se percibían signos de fatiga. Komatsu nunca mostraba su vulnerabilidad en público—. Siento haberte despertado a estas horas.
No ocurría muy a menudo que Komatsu se disculpara.
—No importa. La situación lo requería —dijo Tengo.
—Si por mí fuera, me gustaría no tener que involucrarte en todo este jaleo. Tu papel se limitaba a escribir el texto y ya lo has realizado con creces. Pero en este mundo las cosas no siempre marchan como uno quiere. Y como te dije en otra ocasión, navegamos a gran velocidad subidos en el mismo bote.
—Vamos en el mismo barco —añadió Tengo automáticamente.
—Eso es.
—Pero, señor Komatsu, si se diera la noticia de la desaparición de Fukaeri, ¿no se vendería La crisálida de aire aún más?
—Ya se vende lo suficiente —dijo Komatsu con resignación—. No necesitamos más propaganda. Un escándalo no nos traería más que problemas. Antes deberíamos pensar en un sitio tranquilo para aterrizar.
—Un sitio para aterrizar —dijo Tengo.
Komatsu hizo un ruido a través del teléfono, como si tragara algo imaginario. Luego carraspeó por lo bajo.
—Ya hablaremos de eso con calma en otra ocasión, comiendo algo, una vez que se arregle este berenjenal. Buenas noches, Tengo. Que duermas bien.
Inmediatamente después, Komatsu colgó el teléfono, pero Tengo fue incapaz de dormir, como si le hubiera echado una maldición. Aunque tenía sueño, no podía dormir.
«¡Conque “que duermas bien”!», pensó Tengo. Se sentó a la mesa de la cocina y se dispuso a trabajar, pero era incapaz de concentrarse. Sacó una botella de whisky de la alacena, se sirvió un vaso y se lo bebió a pelo, a pequeños sorbos.
Tal vez Fukaeri había cumplido su función de cebo, tal como se había previsto, y Vanguardia la había secuestrado. A Tengo, esa opción no le parecía improbable. Que estuvieran vigilando el apartamento en Shinanomachi y, cuando Fukaeri apareció, la metieran entre varios a la fuerza en un coche y se la llevaran. Rápido y en el momento oportuno, era posible hacerlo. Cuando ella le dijo que era mejor no volver al apartamento de Shinanomachi, probablemente lo sospechaba.
Fukaeri le había dicho a Tengo que la Little People y la crisálida de aire existían realmente. Cuando por descuido dejó morir a la cabra ciega, dentro de la comuna Vanguardia, y la castigaron, conoció a la Little People. Cada noche creaba la crisálida de aire con ellos. A raíz de aquello, le ocurrió algo trascendental. Después dejó por escrito lo que había pasado, en forma de historia, y Tengo le dio forma de novela. En otras palabras, lo transformó en un producto. Y ese producto se elaboraba y se vendía como rosquillas (tomando prestada la expresión de Komatsu). Para Vanguardia, todo aquello debía de suponer una molestia. La historia de la Little People y la crisálida de aire debía de ser un gran secreto que no podía desvelarse al mundo exterior. Por lo tanto, habían secuestrado a Fukaeri y le habían tapado la boca para impedir que el secreto siguiera trascendiendo a la sociedad. Aunque la desaparición de la chica pudiera levantar sospechas lo cual suponía un riesgo considerable, no podían ahorrarse el recurrir a la violencia.
Pero todo eso no eran más que hipótesis de Tengo, por supuesto. No tenía un fundamento en el que basarse y era imposible demostrarlo. Si anunciara a voces que la Little People y la crisálida de aire existían realmente, ¿quién iba a hacerle caso? Para empezar, ni siquiera sabía qué significaba en concreto «existir realmente».
Por otra parte, también era posible que Fukaeri se hubiera hartado, sin más, de todo el jaleo en torno al best seller de La crisálida de aire y se hubiera escondido sola en algún lugar. Tengo también había contemplado esa posibilidad, por supuesto. El comportamiento de ella era prácticamente imprevisible. Pero si ése fuera el caso, habría dejado algún mensaje para que el profesor Ebisuno y su hija, Azami, no se preocuparan, puesto que no había ningún motivo para no haberlo hecho.
Sin embargo, si realmente Fukaeri había sido secuestrada, Tengo se figuraba sin ninguna dificultad que debía de encontrarse en una situación bastante peligrosa. Quizá no volvieran a tener noticias de ella, igual que había ocurrido con sus padres. Aunque se revelara la relación entre Fukaeri y Vanguardia (no pasaría mucho tiempo hasta que se descubriera) y los medios de comunicación armaran un jaleo, si las autoridades policiales declararan que no había pruebas materiales de que hubiera sido secuestrada e hicieran caso omiso, todo acabaría en mucho ruido y pocas nueces. En ese caso tal vez se quede confinada en algún lugar en el interior de la organización religiosa, rodeada de altas tapias. O puede que le pase algo peor. ¿Habría tenido en cuenta el doctor Ebisuno el peor de los casos al diseñar su plan?
Tengo quería llamar por teléfono al profesor Ebisuno y hablar con él de todas esas cosas. Pero ya pasaba de la medianoche. Tendría que esperar hasta el día siguiente.
A la mañana siguiente, Tengo marcó el número que le había dado el profesor Ebisuno y llamó a su casa, pero el teléfono no daba línea. «En este momento, el número que ha marcado no se encuentra operativo. Por favor, llame más tarde». Un mensaje grabado por la compañía telefónica saltaba todo el tiempo. Por muchas veces que lo intentara, el resultado siempre era el mismo. Quizá se le había colapsado el teléfono de llamadas pidiendo información, a raíz del debut de Fukaeri, y había cambiado de número.
Una semana después ocurrió algo extraño. La crisálida de aire seguía vendiéndose bien. Todavía ocupaba el primer puesto en el ranking de best sellers de todo el país. Mientras tanto, nadie se había puesto en contacto con Tengo. Él había llamado varias veces a la empresa de Komatsu, pero siempre se encontraba ausente (lo cual no era raro). Había dejado el recado en el departamento de edición de que quería que Komatsu lo telefoneara, sin embargo, no recibió ninguna llamada (lo cual tampoco era raro). Cada día examinaba sin falta los periódicos, pero no había ninguna noticia sobre que se hubiera denunciado la desaparición de Fukaeri. ¿Podría ser que al final el profesor Ebisuno no lo hubiera denunciado? O tal vez lo había hecho, pero quizá la policía no lo había anunciado públicamente para llevar la investigación en secreto. También podría ser que no se lo hubieran tomado en serio, pensando que se trataba de una adolescente que se había fugado de casa, igual que tantas otras.
Tengo daba sus clases de matemáticas en la academia tres días por semana, como de costumbre; los demás días trabajaba en su novela, frente al escritorio, y los viernes por la tarde temprano tocaba la tórrida sesión de sexo con su novia, que lo visitaba en su piso. No obstante, hiciera lo que hiciera, le costaba concentrarse. Los días transcurrían en medio de un sentimiento de languidez e inquietud, como alguien que, por error, se ha tragado un pedazo de nube espesa. Había perdido paulatinamente el apetito. Se despertaba a altas horas de la noche y luego era incapaz de dormirse. Cuando no estaba dormido, pensaba en Fukaeri. ¿Dónde estaría y qué estaría haciendo? ¿Con quién estaría? ¿Qué le ocurriría? Por su cabeza desfilaban diversas situaciones. Todas ellas mostraban, en mayor o menor medida, tintes trágicos. Y en su imaginación, ella siempre vestía el fino y ceñido jersey de verano que le hacía el pecho bonito. Aquella presencia hacía que le costara respirar y le provocaba una inquietud aún más intensa en su corazón.
Fukaeri se puso en contacto con él un jueves, cuando se cumplía la sexta semana consecutiva de La crisálida de aire en la lista de best sellers.