9
AOMAME
El precio a pagar por la gracia divina
Cuando Aomame entró, el rapado se giró a sus espaldas y cerró rápidamente la puerta. La habitación estaba a oscuras. Habían corrido las gruesas cortinas de las ventanas y apagado toda luz interior. Un rayo de luz se filtraba tenuemente por un intersticio en las cortinas, y sin embargo lo único que hacía era realzar la oscuridad. Sus ojos tardaron en adaptarse a la oscuridad, como si hubiera entrado en una sala de cine en medio de una proyección o en un planetario. Lo primero que vio fue la pantalla de un reloj electrónico colocado sobre una mesa baja. Las cifras verdes indicaban que eran las siete y veinte de la tarde. Poco después se fijó en que había una cama de gran tamaño arrimada a la pared, al otro lado de la habitación. El reloj estaba junto a la cabecera de la cama. Era una estancia un tanto pequeña comparada con la amplia sala contigua, pero a pesar de todo mucho más espaciosa que una habitación de un hotel normal y corriente.
Encima de la cama había un cuerpo negro, como un montículo. Tardó también un rato en darse cuenta de que aquella silueta amorfa correspondía a un ser humano acostado. En el ínterin el dibujo de la silueta no se descompuso ni un ápice. No se percibía ningún indicio de vida. Tampoco se oía respirar. Lo único que se oía era el tenue ruido del aire acondicionado que salía por la boca de ventilación situada cerca del techo. Pero no estaba muerto. El rapado había procedido bajo la premisa de que aquello era un ser humano con vida.
Se trataba de una persona bastante corpulenta. Probablemente un hombre. Aunque no se veía con claridad, parecía que yacía de cara a ella. Y no estaba metido dentro de la cama. Se había tendido boca abajo por encima de una colcha bien dispuesta. Parecía una bestia de grandes dimensiones curándose de una herida en lo hondo de una caverna, al mismo tiempo que se protegía del desgaste corporal.
—Ya es la hora. —El rapado se dirigió hacia aquella sombra. En su voz se percibió un eco de tensión que no había notado hasta entonces.
No se sabía si el hombre lo había oído. El montículo oscuro sobre la cama permaneció quieto. El rapado se quedó de pie delante de la puerta, a la espera, sin alterar su postura. En la habitación reinaba un silencio tan profundo que incluso se pudo oír con nitidez el ruido que alguien hizo al tragar saliva. A continuación, Aomame se dio cuenta de que había sido ella misma quien había tragado saliva. Con la bolsa de deporte en la mano derecha esperó, igual que el rapado, a que algo sucediera. Las cifras en el reloj electrónico pasaron a 7:21; luego a 7:22 y a 7:23.
Poco después, la silueta sobre la cama se agitó un poco y empezó a dar muestras de actividad. Un ligero estremecimiento dio paso al poco rato a un claro movimiento. Parecía que aquella persona había estado profundamente dormida. O que había estado inmersa en algo semejante a un sueño. Los músculos se desperezaron, la mitad superior del cuerpo se levantó y, un momento después, su mente pareció reconstituirse. La sombra en la cama se había incorporado, estaba sentada con las piernas cruzadas. «Es un hombre, sin lugar a dudas», pensó Aomame.
—Ya es la hora —repitió el rapado.
Se oyó cómo el hombre exhalaba un hondo suspiro. Un suspiro lento y resonante que surgió del fondo de un profundo pozo. Luego se oyó una gran aspiración, impetuosa y amenazadora como un vendaval soplando entre la arboleda de un bosque. Esos dos ruidos de diferente naturaleza se repitieron alternativamente. Entre ellos se intercalaba un largo silencio. Aquellas repeticiones rítmicas, preñadas de significado, intranquilizaron a Aomame. Se sintió como si se hubiera adentrado en un territorio nuevo para ella. Por ejemplo, en el fondo de una profunda fosa oceánica o en la superficie de un asteroide ignoto. Un lugar al que había podido llegar, pero del que le sería imposible regresar.
A sus ojos les costaba adaptarse a la oscuridad. Podía ver hasta cierto punto, pero a partir de ahí su vista no avanzaba. De momento, los ojos de Aomame sólo alcanzaban a distinguir la sombría silueta de aquel hombre. No sabía si su cara la observaba o si miraba algo en concreto. Lo único que sabía era que el hombre era bastante corpulento y que sus hombros parecían ascender y descender de forma pausada, pero con grandes movimientos, al ritmo de su respiración. Esta no era una respiración ordinaria. Se trataba de una forma de respirar con una función y un objetivo especiales para la cual empleaba todo su cuerpo. Le vinieron a la mente unos omóplatos y un diafragma moviéndose ampliamente, expandiéndose y contrayéndose. Una persona normal no podría respirar de manera tan intensa. Era un particular método de respirar que sólo se podía adquirir con un largo y riguroso entrenamiento.
El rapado permanecía de pie al lado de Aomame, manteniendo una postura erguida. Tenía la espalda recta y la barbilla ligeramente hundida. Su forma de respirar, al contrario que la del hombre sobre la cama, era superficial y rápida. Ocultando su presencia, el rapado permanecía a la espera de que aquella serie de fuertes y hondas respiraciones terminara. Debía de ser un acto realizado a diario para poner su cuerpo en orden. Ellos dos no tenían más remedio que aguardar a que finalizase. Quizá se tratara de un proceso necesario para despertarse.
Al cabo de un instante, aquella forma de respirar cesó poco a poco, como cuando una gran máquina deja de funcionar. El intervalo entre respiración y respiración se fue agrandando de forma progresiva, y al final expulsó aire durante un buen rato, como si lo exprimiera. Un profundo silencio se hizo de nuevo en la habitación.
—Ya es la hora —dijo por tercera vez el rapado.
La cabeza del hombre se movió despacio. Parecía que miraba de frente al rapado.
—Puedes irte —dijo. Tenía voz de barítono, clara y resonante. Resuelta y sin ambigüedades. Parecía que el cuerpo ya estaba completamente despierto.
El rapado hizo una ligera reverencia en medio de la oscuridad y salió de la habitación igual que había entrado, sin hacer ningún movimiento en balde. La puerta se cerró y sólo quedaron Aomame y el hombre.
—Siento que tengamos que estar a oscuras —dijo el hombre. Probablemente se dirigía a Aomame.
—No importa —dijo Aomame.
—Es necesario que sea así —comentó en un tono suave—. Pero no te preocupes. No te voy a hacer ningún daño.
Aomame asintió en silencio. Luego recordó que estaban a oscuras y dijo un «Vale». Su voz parecía un tanto más rígida y aguda que de costumbre.
A continuación, el hombre observó a Aomame en la oscuridad durante un rato. Ella sentía cómo estaba siendo observada intensamente. Era una mirada precisa y certera. Más que mirarla, quizá sería más apropiado decir que la «escudriñaba». Parecía que aquel hombre podía obtener una visión general de todo su cuerpo, de arriba abajo. En un instante se había sentido como si la hubiera despojado de todo lo que llevaba puesto y la hubiera dejado completamente desnuda. Su mirada no sólo se había extendido por su piel, sino que también había alcanzado sus músculos, sus vísceras y su útero. «Este hombre puede escudriñar en la oscuridad», pensó ella. «Escudriña más allá de lo que sus ojos ven».
—En la oscuridad las cosas se ven aún mejor —dijo el hombre, como si le leyera el pensamiento a Aomame—. Pero si uno pasa demasiado tiempo a oscuras, se hace difícil regresar al mundo de la luz terrestre. En cierto momento hay que ponerle fin.
Entonces volvió a inspeccionar a Aomame durante otro rato. No se percibía en él ningún indicio de deseo sexual. El hombre simplemente la escudriñaba como a un objeto. Era como si un tripulante de un barco contemplara desde la cubierta la forma de la isla junto a la que está pasando. Pero este tripulante no era uno normal y corriente. Él intentaba adivinarlo todo sobre la isla. La prolongada exposición a aquella cortante y despiadada mirada hizo que Aomame sintiera lo imperfecto e inseguro que era su cuerpo. Normalmente nunca se sentía así. Aparte del tamaño de su pecho, estaba más bien orgullosa de su cuerpo. Lo conservaba muy bien trabajándolo a diario. Tenía unos músculos flexibles y prietos, sin un ápice de grasa. Pero al ser observada por aquel hombre, su cuerpo le parecía un mísero saco de carne envejecida.
El hombre dejó de mirarla fijamente, como si hubiera leído los pensamientos de Aomame. Ella sintió cómo su mirada fue perdiendo fuerza con rapidez. Era como si en el momento de regar con una manguera, alguien hubiera cerrado el grifo del agua.
—Si me haces el favor, ¿serías tan amable de abrir un poco las cortinas? —dijo el hombre con calma—. Supongo que te resultará complicado trabajar a oscuras.
Aomame dejó la bolsa de deporte en el suelo, se acercó a la ventana y, tirando de los cordones, abrió primero las gruesas cortinas y luego las cortinas blancas de encaje que había después. El paisaje nocturno de Tokio derramó su luz en la habitación. La luz característica de la noche metropolitana, compuesta por la Torre de Tokio iluminada, el alumbrado de la autopista, los faros de los vehículos en movimiento, la luz procedente de las ventanas de los rascacielos y los coloridos paneles de neón en las azoteas de los edificios, iluminaba el interior de la habitación del hotel. No era una luz intensa, sino más bien una luz modesta que permitía reconocer a duras penas el mobiliario de la habitación. A Aomame le resultaba una luz nostálgica. Una luz enviada desde el mundo al que ella pertenecía. Aomame volvió a darse cuenta de lo mucho que necesitaba ella aquella luz. Sin embargo, aquella módica cantidad de luz parecía un estímulo demasiado intenso para los ojos del hombre. Todavía sentado sobre la cama con las piernas cruzadas, se cubrió la cara con sus grandes manos para evitar aquella claridad.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Aomame.
—No te preocupes —dijo el hombre.
—Correré un poco más las cortinas.
—Así está bien. Tengo un problema en la retina. Acostumbrarme a la luz me lleva tiempo. Enseguida estaré bien. ¿Te importa esperar ahí sentada?
«Tengo un problema en la retina», repitió mentalmente Aomame. En general, la gente con problemas de retina corre el riesgo de perder la vista. Pero ése era un asunto que a ella no le incumbía. Lo que ella tenía que tratar no era su vista.
Mientras el hombre adaptaba sus ojos a la luz que entraba por la ventana, cubriéndose la cara con las manos, Aomame se sentó en el sofá y observó de frente al hombre. Esta vez le tocaba a ella inspeccionarlo detenidamente.
Era un hombre grande. No estaba gordo. Sólo era grande. También era alto y ancho. Parecía fuerte. Que era un hombre corpulento ya lo había oído previamente de boca de la señora, pero no se había imaginado que sería tan grande. Por supuesto, no había ningún motivo para que el fundador de una comunidad religiosa no pudiera ser corpulento. A Aomame le vinieron a la mente las chicas de diez años que aquel hombre grande había violado e, involuntariamente, torció la cara. Se lo imaginó desnudo, echado encima del cuerpo de una niña pequeña. Ellas ni siquiera podrían ofrecerle resistencia. Puede que incluso a una mujer adulta le resultara difícil.
El hombre vestía una especie de pantalones de chándal finos con elástico en los bajos y una camisa de manga larga. La camisa era lisa, con un ligero lustre, como si fuera de seda. Era de talla grande y el hombre llevaba desabrochados los dos botones superiores. Tanto la camisa como los pantalones parecían blancos o de un color crema muy claro. Aunque no era un pijama, se trataba de ropa holgada, cómoda para andar por casa. Seguramente era la indumentaria ideal para estar bajo la sombra de un árbol en un país del sur. Sus pies desnudos eran manifiestamente grandes. Los hombros, anchos como un muro de piedra, hacían pensar en un curtido luchador de artes marciales.
—Me alegro de que hayas venido —dijo el hombre, esperando a que Aomame terminara de inspeccionarlo.
—Es mi trabajo. Yo voy allí donde me necesitan —dijo Aomame en un tono carente de emoción. Sin embargo, mientras lo decía, se sintió como una puta que había acudido allí porque la habían llamado. Quizá se debiera a que, hacía un momento, la había desnudado en la oscuridad con aquella aguda mirada.
—¿Hasta qué punto me conoces? —le preguntó el hombre, todavía cubriéndose la cara con las manos.
—¿Quiere decir cuánto sé de usted?
—Eso es.
—Apenas sé algo —contestó Aomame, midiendo sus palabras—. Ni siquiera sé cómo se llama. Sólo que dirige una comunidad religiosa en Nagano o Yamanashi… Me han dicho que padece usted algún problema físico y que quizás yo podría ayudarlo.
El hombre sacudió brevemente la cabeza varias veces y apartó las manos de su cara. Entonces miró hacia Aomame.
El hombre tenía el pelo largo. El cabello, liso y abundante, le colgaba casi hasta los hombros. En medio se mezclaban bastantes canas. Tendría probablemente entre cuarenta y cinco y cincuenta y cinco años. La nariz, grande, ocupaba una gran parte de su rostro. Era una nariz perfilada y magníficamente recta. Le recordó las montañas de los Alpes que aparecen en las fotografías de los calendarios, de pie amplio y cargadas de dignidad. Cuando se le miraba a la cara, lo primero en lo que se fijaba uno era en la nariz. En cambio, tenía los ojos hundidos. Resultaba difícil comprobar qué demonios miraban aquellas pupilas desde aquel fondo. Todo su rostro era ancho y grueso, en conjunto con el resto de su fisonomía. Iba bien afeitado y no se le veía ninguna cicatriz o lunar. Tenía unas facciones armoniosas. Además destilaba un aire de tranquilidad e inteligencia. Pero también había algo peculiar, algo inusitado, algo en lo que costaba confiar. Era un tipo de rostro que haría echarse atrás a cualquiera que lo viera por primera vez. Tal vez tuviera la nariz demasiado grande. Como consecuencia, todo su rostro perdía el equilibrio razonable, y quizás eso provocaba inseguridad a quien lo miraba. O a lo mejor era por culpa de ese par de ojos que aguardaban con calma en aquel lugar profundo y emitían una luz semejante a un glaciar de antaño. O quizá fueran sus finos labios los que le daban un aspecto inhumano, como si en cualquier momento fuera a vomitar palabras impredecibles.
—¿Algo más? —preguntó el hombre.
—No sé nada más. Simplemente me dijeron que me preparara para hacer estiramientos musculares y que viniera aquí. Mi especialidad son los músculos y las articulaciones. No necesito saber gran cosa sobre el estatus o la personalidad del cliente.
«Igual que una puta», pensó Aomame.
—Entiendo a qué se refiere —dijo el hombre con voz resonante—, pero para mi caso necesitará algunas explicaciones.
—Le escucho.
—La gente me llama líder, pero apenas me muestro delante de otros. Incluso dentro de la comunidad, viviendo dentro del mismo espacio, la mayoría de los adeptos no sabe cómo es mi cara.
Aomame asintió con la cabeza.
—Sin embargo, a ti te la estoy mostrando, porque sería imposible que me trataras a oscuras o con los ojos vendados, ¿no? También es una cuestión de modales.
—Esto no es un tratamiento —indicó Aomame con sangre fría—. Son simples estiramientos musculares. No estoy autorizada para realizar cuidados médicos. Lo que yo hago es estirar a la fuerza músculos que apenas se utilizan a diario o que a la mayoría de la gente les resulta arduo utilizar, y prevenir así una disminución de las funciones corporales.
El hombre pareció esbozar una ligera sonrisa. Pero quizá sólo fuera una ilusión óptica, o puede que hubiera hecho temblar levemente sus músculos faciales.
—Lo sé perfectamente. Sólo he utilizado la palabra «tratar» por conveniencia. No te preocupes. A lo que me refería es a que ahora estás viendo algo que la mayoría de la gente nunca ve. Quería que fueras consciente.
—Ya me han avisado ellos de que no hable con nadie de esto —dijo Aomame señalando la puerta que daba a la habitación contigua—. Pero no tiene por qué preocuparse. Nada de lo que vea o escuche trascenderá al exterior. Por mi trabajo, estoy habituada a tocar el cuerpo de mucha gente. Aunque su situación sea excepcional, para mí sólo será uno más entre tantos otros clientes con problemas musculares. A mí sólo me preocupan los músculos.
—He oído que durante tu infancia fuiste devota de la Asociación de los Testigos.
—No me hice devota por voluntad propia. Simplemente me criaron así. Hay una diferencia considerable.
—Es cierto que no es lo mismo —dijo el hombre—. Pero las personas somos incapaces de distanciarnos de las imágenes que nos han inculcado durante la infancia.
—Para bien o para mal —añadió Aomame.
—La doctrina de la Asociación de los Testigos no tiene nada que ver con la de la comunidad a la que yo pertenezco. A mi parecer, las religiones que giran en torno a la escatología son todas un timo, en mayor o menor grado. Yo creo que al final es, en cualquier caso, algo que depende de cada individuo. Así y todo, la Asociación de los Testigos es una comunidad religiosa asombrosamente fuerte. A pesar de no tener una historia demasiado larga, ha soportado numerosas pruebas. Y el número de devotos no ha dejado de crecer de forma constante. Hay mucho que aprender de ello.
—Recuerdo que era bastante estrecha de miras. Siendo una comunidad pequeña y cerrada, se vuelve más sólida contra el influjo exterior.
—Posiblemente tengas razón —dijo el hombre. Luego hizo una breve pausa—. Pero bueno, no estamos aquí para charlar sobre religión.
Aomame no dijo nada.
—Quiero que sepas que mi cuerpo tiene diversas particularidades —comentó el hombre. Sentada en la silla, Aomame aguardó en silencio a que prosiguiera—. Como te he dicho hace un momento, mis ojos no toleran la luz fuerte. Esta afección surgió hace unos años. Hasta entonces, nunca había tenido ningún problema, pero a partir de cierto momento comencé a padecerla. Es la razón principal por la que dejé de presentarme delante de la gente. Me paso prácticamente todo el día en una habitación a oscuras.
—La vista es un campo que está fuera de mi alcance —dijo Aomame—. Como le he dicho hace un rato, mi especialidad son los músculos.
—Lo sé. Por supuesto, consulté a especialistas. Acudí a varios oftalmólogos de renombre. Me hicieron diversos exámenes, pero parece que por ahora no hay ningún remedio. Mis retinas han sufrido algún daño. Desconozco la causa. El deterioro avanza despacio. Si sigo así, quizá pierda la vista en poco tiempo. En efecto, tienes razón: esto no tiene nada que ver con los músculos. Pero de todas formas empezaré enumerando todos mis problemas físicos de arriba abajo. Después ya pensaremos qué es lo que puedes o no puedes hacer.
Aomame asintió.
—Luego, los músculos se me agarrotan a menudo —dijo el hombre—. No me puedo mover. Me vuelvo literalmente de piedra y puedo estar así durante horas. Cuando se me pasa, no me queda más remedio que tumbarme. No siento dolor. Simplemente, todos los músculos del cuerpo se paralizan. No soy capaz de mover ni un dedo. Lo único que puedo mover a voluntad es, a lo sumo, los globos oculares. Me ocurre una o dos veces al mes.
—¿Hay algún indicio previo que le anuncie que va a suceder?
—Primero sufro calambres. Los músculos empiezan a sufrir convulsiones en varias partes del cuerpo. Así durante diez o veinte minutos. Luego los músculos se mueren por completo, como si alguien apagara un interruptor en algún sitio. Por eso, durante los diez o veinte minutos de aviso, siempre me tumbo en alguna parte. Me escondo y espero a que la parálisis pase, igual que un barco resguardándose de una tempestad en una ensenada. A pesar de la parálisis, tengo los sentidos despiertos. Bueno, más despiertos que de costumbre.
—¿No padece dolores musculares?
—Pierdo toda sensibilidad. Si me pincharan con una aguja, no sentiría nada.
—¿Lo ha consultado con algún médico?
—He recorrido hospitales de prestigio. Me han examinado diversos médicos. Pero al final de lo único que me he enterado es de que padezco una enfermedad singular sin precedentes, que la medicina actual no puede curar. He probado todo lo habido y por haber: medicina china, osteópatas, quiroprácticos, acupuntura y moxibustión, masajes, curas termales…, pero no ha surtido ningún efecto relevante.
Aomame frunció ligeramente el ceño.
—Lo que yo hago es activar las funciones corporales que pertenecen al ámbito de lo cotidiano. Creo que un problema tan grave como ése se halla fuera de mis capacidades.
—Lo sé perfectamente. Sólo estoy probando todas las posibilidades. Que tu método no cause ningún efecto no es responsabilidad tuya. Basta con que me hagas lo que haces por norma general. Quiero ver cómo responde mi cuerpo.
Aomame se imaginó el enorme cuerpo de aquel hombre tumbado en un lugar oscuro, sin moverse, como un animal en plena hibernación.
—¿Cuándo fue la última vez que sufrió los síntomas de parálisis?
—Hace unos diez días —respondió el hombre—. Por otro lado, aunque no sé cómo decírtelo, hay algo de lo que creo que debería informarte.
—No tenga ningún reparo.
—Mientras permanezco en ese estado de aparente muerte muscular, tengo una erección continua.
Aomame frunció aún más el ceño.
—En definitiva, ¿me quiere decir que su sexo permanece erecto durante horas?
—Eso mismo.
—Pero no siente nada.
—No —dijo el hombre—. Ni deseo sexual. Simplemente me empalmo. Me pongo yerto como una piedra. Igual que el resto de los músculos.
Aomame sacudió ligeramente la cabeza e intentó devolverle a su cara la expresión que solía tener.
—Respecto a eso, tampoco creo que pueda hacer nada. Se trata de algo bastante alejado de mi área de especialidad.
—Aunque es algo de lo que me cuesta hablar y que quizá no quieras oír, ¿puedo seguir contándote un poco más?
—Claro, adelante. Guardaré el secreto.
—En esos instantes me uno a mujeres.
—¿Mujeres?
—A mi alrededor hay algunas mujeres. Cuando entro en ese estado de parálisis, ellas se montan sobre mí, una tras otra, y copulan conmigo. Yo no siento nada. Ni siquiera placer sexual. Y sin embargo eyaculo. Llego a eyacular varias veces.
Aomame guardó silencio.
—Son tres mujeres en total. Todas adolescentes. Seguramente te preguntarás por qué hay chicas tan jóvenes a mi alrededor y por qué tienen que copular conmigo…
—¿No formará… parte de algún acto religioso?
El hombre respiró hondo una vez, todavía sentado sobre la cama con las piernas cruzadas.
—Se considera que ese estado de parálisis es una gracia venida del Cielo, una especie de situación sagrada. Por eso, cuando ocurre, ellas vienen y se unen a mí. E intentan concebir un hijo. Mi sucesor.
Aomame se quedó mirando al hombre a la cara sin decir nada. Él también se calló.
—Es decir, ¿que el objetivo de ellas es quedarse embarazadas? Concebir a su hijo aprovechando esa circunstancia —dijo Aomame.
—Efectivamente.
Sería imposible que Aomame no se hubiera percatado de que se encontraba en una situación terriblemente complicada. Dentro de poco iba a liquidar a aquel hombre. Enviarlo al otro barrio. Y sin embargo él le estaba confesando el extraño secreto que entrañaba su cuerpo.
—No sé qué decirle, pero ¿cuál es el problema en particular? Una o dos veces al mes sus músculos se paralizan. Entonces sus tres jóvenes novias acuden y copulan con usted. No se trata de nada fuera de lo normal, atendiendo al sentido común, pero…
—No son mis novias. —El hombre la interrumpió—. Ellas están a mi alrededor y desempeñan la función de sacerdotisas. Uno de sus deberes es unirse a mí.
—¿Deberes?
—Es una misión establecida. Tratar de concebir al sucesor.
—¿Quién lo ha establecido? —preguntó Aomame.
—Es una historia muy larga —dijo el hombre—. El problema es que, a raíz de ello, mi cuerpo avanza de forma irremediable hacia su destrucción.
—¿Y ellas han logrado quedarse encinta?
—No, ninguna se ha quedado encinta. Tal vez sea imposible, ya que no tienen la regla. Con todo, ellas buscan el milagro mediante la gracia divina.
—Ninguna se ha quedado embarazada todavía. No tienen la regla —dijo Aomame—. Y su cuerpo avanza hacia su destrucción.
—La duración de la parálisis se alarga poco a poco. También aumenta la frecuencia. La parálisis empezó hace unos siete años, pero al principio sólo ocurría una vez cada dos o tres meses. Ahora me pasa una o dos veces por mes. Cuando la parálisis se termina, un dolor intenso atormenta mi cuerpo y me siento exhausto. Tengo que soportarlo durante aproximadamente una semana. Son unos dolores como si me clavaran gruesas agujas por todo el cuerpo, padezco fuertes jaquecas, y me embarga un sentimiento de lasitud. Me cuesta dormir. Ningún medicamento logra aliviar esos dolores. —El hombre soltó un suspiro y prosiguió—. A la segunda semana me encuentro mucho mejor en comparación con la primera, pero así y todo el dolor no desaparece. Durante el día me azotan unos fuertes dolores, como si fueran olas. Me cuesta respirar. Los órganos internos no funcionan correctamente. Todas las articulaciones chirrían, como una máquina que ha perdido lubrificante. Me devoran la carne y me chupan la sangre. Lo siento vivamente. Pero lo que me devora no es un cáncer ni un parásito. He pasado por toda clase de análisis minuciosos y no me han encontrado ningún problema. Me han dicho que mi cuerpo está sano. Lo que me atormenta de este modo es algo que la medicina no puede explicar. Es el precio a pagar por la gracia divina.
«En efecto, este hombre parece estar derrumbándose», pensó Aomame. No se detectaba en él ni un ápice de demacración. Parecía que había fortalecido todo su cuerpo y que lo había ejercitado para soportar dolores intensos. Sin embargo, Aomame sentía que aquel cuerpo caminaba hacia su destrucción. «Este hombre está enfermo. No sé de qué enfermedad se puede tratar, pero aunque yo no lo liquidara ahora mismo, su cuerpo se destruiría lentamente, entre intensos dolores lacerantes, para poco después encontrar una muerte segura».
—No puedo detener su avance —dijo el hombre, como si le leyera el pensamiento—. Me devorarán entero, ahuecarán mi cuerpo y sufriré una muerte dolorosa. Ellos abandonan el vehículo sin más cuando éste se ha vuelto inservible.
—¿Ellos? —dijo Aomame—. ¿A quiénes se refiere?
—A los que devoran mi cuerpo de este modo —respondió el hombre—. Pero da igual; ahora mismo lo que quiero es que me ayuden a mitigar en lo posible el dolor real que siento. Lo necesito, aunque no se trate de una solución drástica. Este dolor es insoportable. A veces… En ciertas circunstancias el dolor se intensifica de una manera espantosa. Como si estuviera directamente unido al centro de la Tierra. Es una clase de dolor que sólo yo conozco. Me ha arrebatado muchas cosas, pero al mismo tiempo me ha proporcionado otras muchas a cambio. Lo que ese dolor profundo y singular me proporciona es una gracia profunda y singular. Pero eso no mitiga el dolor, por supuesto. Ni evita la destrucción.
A continuación se hizo un profundo silencio durante un buen rato.
Aomame se dirigió al hombre:
—Le repito que no creo que pueda hacer nada, técnicamente hablando, respecto a su problema. Sobre todo tratándose del precio que tiene usted que pagar por una gracia divina.
El líder corrigió su postura y miró a Aomame con aquellos ojillos semejantes a glaciares situados en el fondo de las cuencas. Luego abrió sus largos y finos labios.
—Sí, hay algo que puedes hacer. Algo que nadie más que tú puede hacer.
—Me alegro de que así sea, pero…
—Lo sé —dijo el hombre—. Yo sé muchas cosas. Si te parece bien, empecemos. Tú haz lo que siempre haces.
—De acuerdo —dijo Aomame. Su voz sonó tensa y hueca. «Lo que siempre hago», pensó.