3
AOMAME
Algunos hechos que han cambiado
Aomame descendió por las angostas escaleras de emergencia, con tan sólo medias en los pies. El viento soplaba a través de las escaleras desnudas. Llevaba una minifalda ceñida, pero, a pesar de ello, a veces un viento fuerte soplaba desde abajo y la hinchaba como la vela de un velero; entonces el cuerpo se le elevaba y se tornaba inestable. Aferrándose con las manos desnudas a una tubería, a guisa de pasamanos, bajaba de espaldas, peldaño a peldaño. En ocasiones se quedaba de pie, apartaba el flequillo que le cubría la cara y recolocaba el bolso bandolera.
Bajo sus ojos se extendía la Ruta nacional 246. La envolvía el ruido de motores, cláxones, estridencias de alarmas antirrobo de coches, viejas canciones militares emitidas por los furgones propagandísticos de los grupos de extrema derecha, el sonido de una almádena quebrando cemento en alguna parte y todos los ruidos de la ciudad. El barullo, que afluía trescientos sesenta grados a su alrededor, arriba y abajo, procedente de todas las direcciones, se subía en el viento y danzaba. Al oírlo (no tenía ganas de oírlo pero tampoco podía taparse los oídos), se fue sintiendo mal paulatinamente, como si se mareara en un barco.
Después de haber descendido un poco, se encontró una pasarela que volvía al centro de la autopista metropolitana. A partir de entonces fue descendiendo todo recto.
Un pequeño edificio de apartamentos de cinco plantas separaba la carretera de las desnudas escaleras de emergencia. Era un edificio de ladrillo marrón, bastante nuevo. Había balcones que miraban hacia donde se encontraba Aomame, pero todas las ventanas estaban completamente cerradas, con las cortinas echadas o las persianas bajadas. ¿A qué clase de arquitecto podría habérsele ocurrido poner balcones justo enfrente de la autopista metropolitana? Seguro que allí nadie colgaba las sábanas a secar ni nadie se asomaba con un gin-tonic a contemplar los atascos al atardecer. Sin embargo, en algunos balcones parecían haber puesto adrede tendederos de nailon. En uno, incluso habían colocado una silla de jardín y macetas con caucheras. Las plantas estaban descuidadas y descoloridas. Las hojas se veían marchitas y se estaban secando. Aomame no podía dejar de sentir compasión por aquellas caucheras. Si volviera a nacer, no le gustaría convertirse en una de ellas.
En las escaleras de emergencia se habían formado algunas telas de araña, como si habitualmente apenas las utilizaran. Una diminuta araña negra estaba allí agarrada, esperando paciente a que alguna presa pequeña se le acercara. Sin embargo, para la araña no existía la noción de paciencia. Como araña, no poseía ninguna otra habilidad especial más que extender telas, y no tenía ninguna otra opción de vida que no fuera quedarse allí quieta. Detenerse en un lugar, esperar a una presa, consumir su vida, morirse y desecarse. Todo se había predeterminado genéticamente. No había cabida para la indecisión, la desesperación o el arrepentimiento. Tampoco para la duda metafísica o el conflicto moral. Tal vez.
«Pero no es mi caso. Yo tengo que actuar de acuerdo con mi objetivo y, por eso mismo, estropeo las medias bajando sola por unas ridículas escaleras de emergencia de la Ruta 3 de la autopista metropolitana, en las putas inmediaciones de Sangenjaya. Limpiando míseras telas de araña y observando las caucheras sucias de un estúpido balcón.
»Me muevo, luego existo».
Mientras bajaba por las escaleras, Aomame se puso a pensar en lo de Tamaki Ōtsuka. Aunque no le apetecía, en cuanto le vino a la cabeza no pudo dejar de pensar en ello. Tamaki había sido su mejor amiga en la época del instituto y había pertenecido a su mismo club de sóftbol. Las dos habían viajado juntas a distintos sitios y habían hecho muchas cosas juntas, como compañeras de equipo. Una vez incluso fingieron ser lesbianas. Se habían ido de viaje durante unas vacaciones estivales y tuvieron que dormir en la misma cama. La habitación que habían reservado era de una cama individual. Dentro de ella, se tocaron distintas partes de sus cuerpos. No quería decir que fueran lesbianas. Simplemente se atrevieron a probar qué se sentía, estimuladas por una curiosidad femenina. En aquella época, aún no tenían novio y no habían vivido ninguna experiencia sexual. La vivencia de aquella noche le había quedado grabada en la memoria como un episodio «excepcional, pero interesante» de su vida. No obstante, al recordar mientras bajaba por las escaleras descubiertas de hierro el momento en que Tamaki y ella se habían tocado, comenzó a sentir cierto calor en su interior. Todavía ahora recordaba con una claridad inexplicable los pezones ovalados, el fino vello púbico, la hermosa turgencia del culo y la forma del clítoris de Tamaki.
Mientras evocaba aquellos recuerdos de forma tan vívida, en su mente resonaba, como música de fondo, el unísono festivo de los instrumentos de viento de la Sinfonietta de Janáček. Las palmas de sus manos acariciaban dulcemente la estrecha cintura de Tamaki. Al principio, ella sentía cosquillas, pero de repente las risillas sofocadas cesaron. La respiración cambió. Aquella obra musical había sido compuesta originariamente como una fanfarria para un encuentro deportivo. El viento cruzaba las verdes praderas de Bohemia al son de la música. Se dio cuenta de que de repente los pezones de Tamaki se estaban endureciendo, al igual que los suyos. Entonces, los timbales trazaron complejos motivos musicales.
Aomame se detuvo y sacudió ligeramente la cabeza varias veces. No podía ponerse a recordar aquello en semejante sitio. Pensó que tenía que concentrarse en bajar las escaleras. Pero no podía dejar de recordar. Aquella escena le venía una y otra vez a la cabeza. Con mucha nitidez. La noche estival, una cama estrecha y el imperceptible olor a sudor. Las palabras que habían pronunciado. Las inefables sensaciones. Las promesas olvidadas. Los deseos no realizados. Anhelos que habían perdido su destino. Una ráfaga de viento le levantó el cabello para golpearle después las mejillas. El dolor hizo que le aflorasen algunas lágrimas a sus ojos, y la siguiente ráfaga se las secó.
«¿Cuándo ocurrió aquello?», se preguntó Aomame. Pero el tiempo se le enredaba en la memoria y se transformaba en una especie de hilo enmarañado. Perdía el eje que lo mantenía recto y todo se alteraba. La posición de los cajones estaba cambiando. Por algún motivo, no era capaz de recordar lo que debía recordar. «Estoy en abril de 1984. Nací en 1954». Hasta ahí se acordaba. Sin embargo, dentro de la mente de Aomame, aquel momento que había quedado sellado en su memoria perdía rápidamente su esencia. Acudía a su mente la escena de postales blancas con la fecha impresa esparciéndose en todas direcciones en medio de un vendaval. Ella corría intentando recoger todas cuantas podía. Pero el viento era demasiado fuerte. También eran demasiadas las postales perdidas. 1954, 1984, 1645, 1881, 2006, 771, 2041… El viento se llevaba las fechas una tras otra. Su linaje se perdía, los conocimientos se extinguían y la escalera del pensamiento se iba derrumbando a sus pies.
Aomame y Tamaki estaban en la misma cama. Las dos tenían diecisiete años y gozaban de la libertad otorgada. Era la primera vez que salían de viaje con amigos y por eso se sentían emocionadas. Se fueron a un balneario, luego compartieron una lata de cerveza de la nevera y a continuación apagaron la luz y se metieron en la cama. Al principio, sólo jugueteaban. Medio en broma, se pinchaban la una a la otra. Pero, en cierto momento, Tamaki alargó el brazo y pellizcó suavemente los pezones de Aomame por encima de la fina camiseta que llevaba a modo de pijama. Una especie de corriente eléctrica atravesó el cuerpo de Aomame. Poco después se desvistieron, se quitaron la parte de arriba y la ropa interior y se quedaron desnudas. Era una noche de verano. ¿Adónde habían ido de viaje? No podía recordarlo. No importaba. Las dos inspeccionaban minuciosamente sus cuerpos sin decir ni media palabra. Miraban, tocaban, acariciaban, besaban, lamían con sus lenguas. Medio en broma y medio en serio. Tamaki era de estatura baja y más bien rolliza. Tenía los pechos grandes. De Aomame podría decirse que era más bien alta y delgada. Sus músculos y sus pechos no eran demasiado grandes. Tamaki siempre decía que tenía que ponerse a régimen, pero a Aomame le parecía estupenda tal como estaba.
La piel de Tamaki era suave y fina. Sus pezones, dos bellas turgencias ovaladas. Recordaban a dos aceitunas. Su vello púbico era menudo y fino, como un delicado sauce. El de Aomame era, en cambio, duro y rígido. Ambas se reían de sus diferencias. Palpaban cada una de las pequeñas partes de sus cuerpos e intercambiaban información sobre cuáles eran más sensibles. Había partes en las que coincidían y otras en las que no. Luego estiraron los dedos y se tocaron el clítoris la una a la otra. Ambas habían experimentado la masturbación. Muchas veces. Las dos coincidieron en que la sensación al tocarse a sí mismas era muy diferente. El viento iba atravesando las praderas verdes de Bohemia.
Aomame volvió a detenerse y volvió a sacudir la cabeza. Respiró hondo y, una vez más, se sujetó firmemente a la tubería de las escaleras. No podía parar de pensar en aquello. Tenía que concentrarse en bajar las escaleras. Ya debía de haber descendido más de la mitad. Sin embargo, ¿por qué los ruidos eran aún tan molestos? ¿Por qué soplaba aún tanto el viento? Sentía que era una especie de reproche, de castigo.
Pero, una vez que bajara las escaleras hasta tocar suelo, si alguien la llamara y le preguntara qué hacía allí o le pidiera que se identificara, ¿qué respondería? «Como había un atasco en la metropolitana, he bajado hasta aquí por las escaleras de emergencia. Es que me urgía». ¿Sería suficiente con eso? Tal vez se metería en un buen lío. Aomame no quería meterse en ningún lío. Por lo menos ese día.
Afortunadamente, nadie la vio bajar a tierra firme. Al llegar al fondo, lo primero que hizo fue sacar los zapatos del bolso bandolera y calzárselos. En aquel lugar había un depósito de materiales, en un descampado elevado en medio de los dos carriles de la Ruta 246. Estaba cercado por una verja de metal, y en el suelo desnudo había tendidos varios pilares de hierro. Los habían tirado todos oxidados, sobrantes, quizá, de alguna obra. En una esquina habían instalado un tejadillo de plástico, y debajo se amontonaban tres sacos de tela. No sabía qué contenían, pero estaban cubiertos con plásticos para que no se mojaran con la lluvia. Parecían también objetos que habían sobrado de alguna obra. Daba la sensación de que, como sacar todo aquello de allí debía de ser engorroso, lo habían dejado tal cual. Debajo del tejadillo, había además unas cuantas cajas grandes de cartón aplastadas. Habían tirado al suelo algunas botellas de plástico y unas cuantas revistas de tebeos. Unas bolsas de la compra de plástico revoloteaban con el viento sin rumbo fijo.
Había una entrada con una puerta de tela metálica, pero le habían enrollado varias veces una cadena y le habían puesto un gran candado. Incluso habían ribeteado la cima de aquella alta puerta con alambre de espino. No parecía posible franquearla. Si consiguiera saltarla, la ropa le quedaría hecha jirones. Probó a empujar y tirar de la puerta, pero no se movió un ápice. Tampoco había rendijas por donde pudiera entrar y salir algún gato. ¡Vaya! ¿Por qué tenían que haber cerrado tan bien aquel lugar? Allí no había peligro de que robaran… Aomame frunció el ceño, maldijo todo y hasta escupió en el suelo. «¡Mierda!». Se había dejado la piel bajando desde la metropolitana para encontrarse confinada en un depósito de materiales… Miró el reloj de pulsera. Aún tenía margen. Pero no podía quedarse allí deambulando para siempre. Y, evidentemente, tampoco iba a regresar a la autopista.
Las dos medias se le habían rasgado hasta el talón. Después de cerciorarse de que nadie miraba, se descalzó los zapatos de tacón, se remangó la falda, se bajó las medias, se las arrancó de las piernas y volvió a calzarse. Metió las medias agujereadas en el bolso bandolera. Así se sentía un poco más tranquila. Aomame caminó alrededor del depósito, prestando mucha atención a todo. Era del tamaño de una clase de primaria. Pudo completar una vuelta en poco tiempo. Sólo había una puerta de salida. Únicamente la verja a la que habían echado el candado. El material de la cerca que lo rodeaba todo era ligero, pero la habían fijado firmemente con unos pernos. Sin herramientas, no podía soltarlos. Estaba en un callejón sin salida.
Miró entre las cajas de cartón que había debajo del tejadillo de plástico y se dio cuenta de que las habían utilizado como lecho. Había enrolladas algunas mantas raídas. No debían de ser muy viejas. Quizás algún vagabundo se alojaba en aquel lugar. Por eso había revistas y botellas de plástico desparramadas alrededor. No cabía duda. Aomame usó la cabeza. Si se albergaban allí, en alguna parte tenía que haber algún pasaje por donde entrar y salir. Ellos eran expertos en la técnica de encontrar un sitio donde guarecerse de la lluvia y el viento, protegido de las miradas ajenas, y mantenían ocultos aquellos pasajes secretos para ellos solos, como si fueran sendas de animales salvajes.
Aomame inspeccionó con cuidado, uno por uno, los segmentos de la cerca de metal. Los empujaba con las manos y comprobaba si se tambaleaban. Efectivamente, descubrió que en cierto lugar, por algún motivo, los pernos parecían estar flojos y la cerca se bambaleaba. Probó a moverla en distintas direcciones. Al cambiar un poco de ángulo y tirar de ella ligeramente hacia dentro, se abrió un espacio suficiente como para dejar pasar a una persona. Los vagabundos seguro que se colaban por allí cuando oscurecía y dormían sin preocupaciones bajo el tejadillo. Como, si los encontraban allí, se podrían meter en líos, seguro que durante el día salían a por comida y se ganaban unas perras recolectando botellas vacías. Aomame dio las gracias a aquellos desconocidos anfitriones nocturnos. Desde el momento en el que tenía que moverse furtivamente por el lado sórdido de la urbe, en el anonimato, ella también era su compañera.
Aomame se agachó y pasó a través de aquella angosta rendija. Puso todo su empeño en que el traje caro que llevaba no se le enganchara en algún alambre y se le rasgara. No sólo porque era un traje que le gustaba, sino porque, además, era el único que poseía. No solía vestir trajes, ni calzar zapatos de tacón. Pero, en ciertas ocasiones, aquel trabajo requería que se ataviara con sus mejores galas. No se podía permitir estropear un traje tan preciado.
Afortunadamente, no había ni un alma fuera de la cerca. Después de comprobar una vez más la ropa que llevaba y recuperar la expresión de su cara la serenidad, Aomame caminó hasta un semáforo, cruzó la Ruta 246, entró en una droguería que vio y se compró unas medias nuevas. Preguntó a la dependienta, que le dejó usar un espacio al fondo, y se las puso. Así se sentía bastante más cómoda. El ligero malestar que le había quedado en el estómago, semejante a cuando te mareas en un barco, también desapareció por completo. Después de darle las gracias a la dependienta salió del local.
Quizá debido a que la información sobre el atasco por accidente en la autopista metropolitana se había extendido, el tráfico en la Ruta nacional 246, que corría paralela, se había congestionado más de lo habitual. Por eso Aomame desistió de subirse a un taxi y decidió coger la línea Tōkyū-Shintamagawa en la estación más cercana. Aquella fórmula era infalible. Ni hablar de volver a meterse en atascos dentro de un taxi.
A medio camino de la estación de Sangenjaya se cruzó con un policía. Era un agente alto y joven que se dirigía a pie a algún sitio. Durante un instante, ella se puso nerviosa, pero el agente, que parecía tener prisa, siguió recto y ni siquiera se fijó en Aomame. Justo antes de cruzarse con él, se dio cuenta de que la vestimenta del policía era diferente de la habitual. Aquél no era el uniforme de policía que estaba acostumbrada a ver. Era la misma chaqueta azul marino, pero la forma variaba un poco. Tenía una hechura más informal. No sentaba tan bien como el antiguo. El material de ahora era más blando. Tenía el cuello pequeño y el azul marino era un poco más claro. Además, el modelo de pistola también había cambiado. El agente llevaba colgada en la cintura una automática grande. Normalmente, a la policía japonesa le asignaban revólveres. En un país como Japón, donde los crímenes con arma de fuego son tan escasos, y puesto que las ocasiones en las que la policía se veía envuelta en tiroteos eran prácticamente inexistentes, bastaba con revólveres de seis disparos de los antiguos. Los revólveres tenían un mecanismo más sencillo, eran baratos, apenas causaban accidentes y resultaban fáciles de conseguir. Sin embargo, aquel agente, por algún motivo, llevaba una pistola de último modelo que permitía disparar de modo semiautomático. De las que se pueden recargar con dieciséis balas de nueve milímetros. Quizá fuera una Glock o una Beretta. ¿Qué habría pasado? ¿Habrían modificado los modelos de uniforme y de pistola sin que nadie se enterara? No, no lo creía. Aomame siempre revisaba detenidamente los artículos de los periódicos. Si se produjera un cambio así, lo habrían publicado en grande. Y ella se habría fijado otra vez en los policías. Hasta aquella mañana, hacía tan sólo unas pocas horas, los policías llevaban su traje rígido de toda la vida y el tosco revólver de siempre. Lo recordaba con claridad. Aquello era raro.
Pero no disponía de tiempo para pararse a pensar en aquello. Tenía un trabajo pendiente.
Aomame depositó el abrigo en las taquillas de la estación de Shibuya, se quedó sólo con el traje y subió una cuesta hacia el hotel a paso ligero. Se trataba de un hotel urbano de categoría media. No era precisamente un hotel de lujo, pero disponía de las instalaciones necesarias, estaba limpio y no había clientes indecentes. En el primer piso había un restaurante y también una tienda abierta las veinticuatro horas. La ubicación, próxima a la estación, era buena.
Al entrar en el hotel, Aomame fue directo a los aseos. Por suerte no había nadie. Primero se sentó en el retrete y orinó. Tardó un buen rato. Cerró los ojos y escuchó el ruido de su propia orina, sin pensar en nada, como quien afina el oído para escuchar, a lo lejos, el rumor del oleaje. Después se puso frente al lavabo, se lavó las manos cuidadosamente con jabón, se cepilló el pelo y se sonó la nariz. Sacó el cepillo de dientes y se los lavó deprisa sin echarse pasta. Como andaba un poco justa de tiempo, se saltó el hilo dental. No hacía falta llegar a tanto. Aquello tampoco era una cita. Frente al espejo, se pintó ligeramente los labios y se arregló las cejas. Luego se quitó la parte superior del traje, se colocó bien el alambre del sujetador, estiró las arrugas de la blusa blanca y se olió debajo de la axila. No olía a nada. Acto seguido, cerró los ojos y recitó una oración, como siempre. Aquellas palabras no querían decir nada en sí mismas. No importaba lo que significaban. Lo importante era rezar.
Cuando terminó de rezar, abrió los ojos y se miró en el espejo. No había de qué preocuparse. Era una mujer de negocios con talento, hecha y derecha. Enderezó la espalda y tensó los labios. Únicamente aquel bolso bandolera, grande y abultado, estaba fuera de lugar. Quizá debería haberse traído un maletín ligero. Pero, por otra parte, parecía práctico. Por si acaso, volvió a revisar todos los objetos que llevaba dentro del bolso. No había problema. Todo estaba en su sitio. Podía sacar cualquier cosa a tientas.
Sólo le faltaba realizar lo que se había convenido. Tenía que ir directa al grano, sin titubeos, convencida e implacable. Se desabrochó el botón superior de la blusa para facilitar que se le viera el escote cuando se agachara. Pensó con lástima que si hubiera tenido los pechos un poco más grandes, habría resultado más eficaz.
Sin que nadie sospechara nada, subió en ascensor hasta el cuarto piso, caminó por el pasillo e, inmediatamente, encontró la puerta de la habitación 426. Sacó del interior del bolso un portafolios que había dejado preparado, lo abrazó contra el pecho y llamó a la puerta con un golpe suave y conciso. Esperó un rato. Entonces volvió a llamar. Un poco más fuerte y más segura. Se oyó una voz débil procedente del interior y la puerta se entreabrió. Un hombre asomó la cara. Rondaría los cuarenta años. Llevaba una camisa azul marino y unos pantalones de franela grises. En el ambiente se percibía que, entre tanto, el hombre de negocios se había quitado la chaqueta del traje y se había aflojado la corbata. Tenía los ojos muy rojos, como de mal humor. Quizá no había dormido bastante. Miró la figura de Aomame, vestida con el traje de ejecutiva, y puso cara de cierta sorpresa. Tal vez se esperaba a una empleada o alguien que le llenara el minibar de la habitación.
—Disculpe que lo moleste. Soy la señora Itō, gerente del hotel, y venía a inspeccionar la habitación por un problema en el sistema de aire acondicionado. ¿Me permite que entre en la habitación sólo cinco minutos? —dijo Aomame, risueña, en un tono de voz ágil.
El hombre entornó los ojos con desagrado.
—Estoy realizando un trabajo importante y urgente. Dentro de una hora voy a salir de la habitación, ¿no le importaría esperar hasta entonces? Ahora mismo el aire acondicionado funciona sin ningún problema.
—Lo siento muchísimo, pero se trata de una medida de seguridad urgente relacionada con un cortocircuito y terminaré lo antes posible. Estoy yendo de habitación en habitación. Si me lo permite, acabaré en menos de cinco minutos.
—¡Qué remedio me queda! —exclamó el hombre y chasqueó la lengua—. Y eso que reservé esta habitación justo para que no me molestaran durante el trabajo…
El hombre señaló los documentos que había sobre el escritorio. Era una pila de gráficos detallados impresos por ordenador. Posiblemente estuviera preparando el material necesario para una reunión que tendría lugar aquella noche. Había una calculadora y hojas para tomar notas en las que se alineaban montones de números.
Aomame sabía que él trabajaba para una empresa petrolífera. Era un especialista en inversiones en maquinaria y equipos en los países de Oriente Medio. Según la información que le habían proporcionado, era muy competente en ese terreno. Se notaba en sus modales. Había recibido una buena educación, tenía unos ingresos altos y conducía un nuevo modelo de Jaguar. Fue un niño mimado, estudió en el extranjero, hablaba inglés y francés con fluidez, y rebosaba confianza en sí mismo. Además, era el tipo de persona que no soportaba que los demás le pidieran algo, se tratara de lo que se tratara. Tampoco soportaba que lo criticaran. Sobre todo, delante de una mujer. Sin embargo, no le preocupaba en absoluto pedir cosas a los demás. Cuando golpeó a su esposa con un palo de golf y le rompió varias costillas, también le dio igual. Se creía que el mundo giraba a su alrededor. Pensaba que, si él no existiera, el mundo dejaría de moverse. Le cabreaba que cualquiera entorpeciera o rechazara sus planes. Se cabreaba de forma muy violenta, hasta el punto de hacer saltar el termostato.
—Disculpe las molestias —dijo Aomame, con la sonrisa jovial del negociante en la cara.
Luego, para consumar su propósito, metió medio cuerpo dentro de la habitación, abrió el portafolios empujando la puerta tras de sí y anotó algo con un bolígrafo.
—El cliente es…, eh…, el señor Miyama, ¿no? —le preguntó. Recordaba su cara de haberla visto varias veces en fotografías, pero no perdía nada asegurándose de que era la persona correcta. Si se equivocara, sería irreparable.
—Sí, soy Miyama —dijo el hombre en un tono descortés. Luego suspiró, como si se rindiera. Como si dijera «De acuerdo, haz lo que te venga en gana». Entonces se dirigió hacia el escritorio con un bolígrafo en la mano y volvió a coger los documentos que había empezado a leer. La chaqueta del traje y una corbata a rayas habían sido tiradas bruscamente sobre la cama doble, todavía hecha. Ambas prendas parecían artículos caros. Aomame, con el bolso bandolera aún colgado al hombro, se dirigió al armario. Le habían dicho con antelación que el panel del interruptor del aire acondicionado se encontraba allí. Dentro del armario había colgadas una gabardina hecha de un material suave y un fular de cachemir gris oscuro. Como equipaje únicamente había un maletín de piel. No veía mudas ni un neceser. Tal vez no tuviera intención de quedarse allí por mucho tiempo. Encima del escritorio había una cafetera que había recibido del servicio de habitaciones. Tras haber fingido que inspeccionaba el panel durante unos treinta segundos, llamó a Miyama.
—Muchísimas gracias por su colaboración, señor Miyama. No hay ningún problema con la instalación en esta habitación.
—¿Pero no le he dicho al principio que el aire acondicionado funcionaba bien? —dijo Miyama con voz altiva, sin volverse siquiera hacia ella.
—Oiga, señor Miyama —dijo Aomame tímidamente—; disculpe, pero parece que tiene algo en la nuca.
—¿En la nuca? —Miyama se llevó la mano al cogote. Después de frotarse un poco, se miró la palma con recelo—. Pues parece que no tengo nada…
—Si me permite —dijo Aomame acercándose al escritorio—, ¿puedo mirar de cerca?
—Sí, claro, pero… —respondió Miyama con cara de extrañeza—. ¿Qué es? ¿Qué tengo?
—Parece pintura. Es de color verde claro.
—¿Pintura?
—No sé. Por el tono, parece pintura. Si es tan amable, ¿le importa que toque con la mano? Quizá se pueda quitar.
—Sí —dijo Miyama. Se agachó y se puso de espaldas a Aomame. Parecía que acababa de cortarse el cabello, y tenía la nuca descubierta. Aomame inspiró, contuvo el aliento, se concentró y buscó rápidamente aquel punto. A modo de señal, presionó un poco con la yema de los dedos. Cerró los ojos y comprobó que no se había equivocado al tocar. En efecto, era ahí. En otras circunstancias le hubiera gustado tomarse su tiempo y asegurarse, pero no tenía más margen. Dadas las condiciones, estaba haciéndolo lo mejor posible.
—Por favor, ¿podría aguantar un poquito en esta posición? Voy a coger una linterna del bolso. Es que no se ve bien con la iluminación de la habitación.
—La pintura esa, o lo que sea, ¿está pegada? —preguntó Miyama.
—No lo sé. Voy a mirarlo ahora mismo.
Aomame, con el dedo colocado suavemente en un punto de la nuca del hombre, extrajo un estuche rígido de plástico del bolso, abrió la tapa y sacó un objeto envuelto en un paño fino. Al desanudar el paño habilidosamente con una mano, salió algo semejante a un pequeño picahielos. Tendría una longitud de unos diez centímetros. La empuñadura era pequeña, de madera maciza. Pero aquello no era un picahielos. Sólo tenía la forma. No servía para picar hielo. Ella misma lo había diseñado y fabricado. La punta era muy aguda, como una aguja de coser. Para que el punzón no se doblara, iba clavado en un pequeño trozo de corcho. Era un corcho de elaboración especial, blando como el algodón. Aomame quitó el corcho cuidadosamente con las uñas y se lo guardó en el bolsillo. Entonces acercó la aguja desnuda a aquel punto del cuello de Miyama. «Venga, tranquilízate, que éste es el momento crítico», se convencía Aomame a sí misma. No se podía permitir fallar ni por un milímetro. Si se desviaba un poco, todo el esfuerzo se habría ido al garete. Ante todo, requería concentración.
—Perdone. Acabo ahora mismo —dijo Aomame.
Para sus adentros, comenzó a decirle al hombre: «Tranquilo, que acabo en un abrir y cerrar de ojos. Espere un poquito más. Después ya no le hará falta pensar en nada. Ni en el sistema de refinado del petróleo, ni en las tendencias del mercado de crudo pesado, ni en los informes trimestrales al grupo inversor, ni en la reserva del vuelo a Bahréin, ni en el soborno al oficial o el regalo para su amante…, no tendrá que pensar en nada más. Debe de haber sido bastante duro ocuparse continuamente de todas esas cosas, ¿no? Por eso, espere sólo un poquito más, por favor. Yo me voy a concentrar y voy a hacer mi trabajo con toda seriedad, así que no se impaciente. Por favor».
Una vez que comprobó la posición y se decidió, alzó la mano derecha en el aire, contuvo la respiración y, tras una breve pausa, la dejó caer secamente, asiendo la empuñadura de madera. No fue muy fuerte. Si aplicaba demasiada fuerza, la aguja se podría doblar bajo la piel. Tampoco podía dejar la punta ahí. Había que dejar caer la palma de la mano con suavidad, con mimo, en el ángulo adecuado y con la fuerza adecuada. Secamente, sin oponerse a la gravedad. Y hacer que el fino extremo de la aguja penetrara de la forma más natural posible en aquel punto. Profunda, suave y mortal. Lo principal era el ángulo y la fuerza de la penetración; o, más bien, la fuerza de la extracción. Si prestaba atención a todo eso, resultaría tan sencillo como clavar una aguja en un pedazo de tofu. El extremo de la aguja penetraba en la carne, pinchaba una posición específica en la parte inferior del cerebro, y el corazón dejaba de palpitar como si se apagara una vela. En cuestión de segundos, todo acababa. Hasta resultaba soso. Aquello era algo que sólo Aomame era capaz de hacer. Nadie más podía encontrar a tientas aquel punto delicado. Sin embargo, ella sí que podía. Las yemas de sus dedos estaban dotadas de una intuición especial.
Se oyó al hombre coger aliento sobresaltado. Todos los músculos se le contrajeron con un espasmo. Tras percibir esa sensación, Aomame extrajo la aguja deprisa. Luego, sin perder tiempo, presionó sobre la herida una gasita que llevaba preparada en el bolsillo. Era para evitar una hemorragia. La aguja era muy fina y sólo lo había pinchado durante escasos segundos. Aunque se produjera una hemorragia, sería muy reducida. No obstante, tenía que ponerse en el peor de los casos. No podían quedar rastros de sangre. Una sola gota podría resultar fatal. La cautela era una de las virtudes de Aomame.
El cuerpo de Miyama se quedó yerto y, poco a poco, fue perdiendo fuerza. Como cuando una pelota de baloncesto se desinfla. Manteniendo la presión del dedo índice sobre el punto en la nuca del hombre, lo tendió boca abajo sobre el escritorio. Tenía la cara apoyada sobre los documentos, a modo de almohada, y el resto del cuerpo tendido de costado en el escritorio. Los ojos estaban abiertos, aún con expresión de sorpresa. Parecía que había sido testigo en el último momento de algo enigmático e inaudito. No se percibía miedo, ni dolor. Tan sólo puro asombro. Algo anormal había sucedido en su cuerpo. Pero no podía comprender de qué se trataba. Desconocía si era dolor, picazón, placer o algún tipo de revelación. En el mundo existen diversas maneras de morir, pero probablemente no existiese ninguna tan placentera.
«Tal vez sea una muerte demasiado placentera para alguien como tú», pensó Aomame frunciendo el ceño. «Ha sido demasiado sencillo. Quizá debería haberte partido dos o tres costillas con un hierro cinco, infligirte bastante dolor y después darte el golpe de gracia. Ésa es la muerte de perro idónea para un hijo de puta. Eso fue lo que le hiciste a tu mujer. Desgraciadamente, yo no tenía otra elección. La misión que me habían encomendado era enviarte al infierno en secreto, de manera rápida, pero certera. Y ahora he ejecutado mi misión. Hace un minuto este hombre estaba vivito y coleando. Ahora está muerto. Sin haberse dado cuenta siquiera, ha franqueado el umbral que separa la vida de la muerte».
Aomame aplicó firmemente la gasa a la herida durante cinco minutos. Si en aquel momento alguien abriera la puerta y entrara en la habitación y viera cómo ella hacía presión con los dedos en la nuca del hombre, sujetando el arma asesina, fina y delgada, en una mano, aquello sería el fin. No habría escapatoria. Podría venir un botones para llevarse la cafetera. En aquel mismo momento podrían llamar a la puerta. Pero aquellos valiosos cinco minutos resultaban imprescindibles. Aomame respiró profundamente para relajarse. Tenía que mantenerse serena. No podía perder la templanza. Debía ser la Aomame fría de siempre.
Podían oírse las pulsaciones de su corazón. La fanfarria inicial de la Sinfonietta de Janáček resonaba en su cabeza al compás de los latidos. Un suave viento soplaba en silencio a través de las verdes praderas de Bohemia. Aomame sabía que se había dividido en dos. Una de sus mitades seguía haciendo presión en la nuca del muerto con una frialdad extraordinaria. Pero su otra mitad sentía pánico. Quería dejarlo todo y huir de inmediato de aquella habitación. «Estoy aquí y, al mismo tiempo, no estoy. Me encuentro simultáneamente en dos lugares. ¡Qué le voy a hacer si contravengo las teorías de Einstein! Es el zen del asesino».
La muerte causada por el pinchazo de una aguja extremadamente fina en aquel punto especial de la parte inferior del cerebro se asemejaba mucho a una muerte natural. A ojos de un médico normal y corriente, aquello debería pasar, sin ninguna duda, por un ataque al corazón. Mientras trabajaba frente al escritorio, sufrió de repente un infarto y, al instante, exhaló el último suspiro. Exceso de trabajo y estrés. No se encontró ningún elemento extraño. Tampoco hizo falta autopsia.
«Era una persona competente, pero trabajaba en exceso. Ganaba mucho dinero, pero una vez muerto no le servirá de nada. Vestía trajes de Armani y conducía un Jaguar, pero tuvo el mismo final que una hormiga. A fuerza de trabajar, fue muriéndose absurdamente. Su paso por el mundo se olvidará enseguida. ¡Qué lástima que se haya muerto tan joven!», diría tal vez la gente. O tal vez no.
Aomame sacó el corcho de su bolsillo y lo clavó en el extremo de la aguja. Envolvió una vez más aquel delicado instrumento en el paño fino, lo metió en el estuche rígido y lo colocó en el fondo del bolso bandolera. Cogió una toalla de manos del cuarto de baño y limpió bien todas las huellas digitales que había dejado por la habitación. Los únicos sitios donde habían quedado huellas eran el panel del aire acondicionado y el pomo de la puerta. No había tocado nada más. Luego devolvió la toalla a su sitio. Dejó la cafetera y el vaso sobre la bandeja del servicio de habitaciones y la sacó al pasillo. Así, si el botones acudía para llevarse la cafetera, no llamaría a la puerta y el cadáver tardaría en ser encontrado. Si todo salía como era debido, la señora de la limpieza se encontraría el cadáver en la habitación poco después de la hora de salida, al día siguiente.
Cuando aquella noche el hombre no asistiera a la reunión, seguramente telefonearían a la habitación. Pero nadie descolgaría el auricular. A la gente le parecería extraño y podría ser que el gerente hiciera abrir la puerta. O quizá no. Todo estaba a merced de las circunstancias.
Aomame se puso de pie frente al espejo del baño y comprobó que llevaba la ropa en su sitio. Se abrochó el botón superior de la blusa. «Ya no hace falta que deje el escote al aire, porque ese gran hijo de puta ni siquiera me ha mirado. ¿Qué rayos le pasa a la gente?». Aomame frunció el ceño con moderación. Luego se acicaló el pelo, relajó los músculos de la cabeza masajeándose suavemente con los dedos y esbozó una sonrisa encantadora ante el espejo. También probó a enseñar sus dientes blancos, recién pulidos por el dentista. «¡Hala! Ahora saldré de esta habitación, en la que hay un muerto, y regresaré al mundo real de siempre. Debo regular la presión atmosférica. Ya no soy una fría asesina. Soy una mujer de negocios competente y risueña, ataviada con un traje elegante».
Aomame entreabrió la puerta, inspeccionó la zona y, después de cerciorarse de que no había nadie en el pasillo, salió a hurtadillas. En vez de utilizar el ascensor, bajó por las escaleras. Cuando pasó por el vestíbulo, tampoco se fijó nadie en ella. Enderezó la espalda, miró al frente y caminó con paso ligero. Pero no lo bastante ligero como para que alguien se fijara en ella. Era una profesional. Una profesional que rozaba la perfección. Aomame pensó con lástima que, si hubiera tenido el pecho un poco más grande, habría sido, sin discusión, la profesional perfecta. Volvió a fruncir el ceño ligeramente. No había remedio. Tendría que apañárselas con lo que tenía.