18
TENGO
El Gran Hermano ya no pinta nada
Tras la rueda de prensa, Komatsu lo llamó por teléfono para decirle que todo había salido como la seda.
—¡Excelente! —anunció Komatsu en un tono más entusiasmado de lo normal—. No me imaginaba que fuera a hacerlo tan bien. Contestó con inteligencia y causó buena impresión entre todos los presentes.
A Tengo no le sorprendió en absoluto. Aunque tampoco tenía motivos para lo contrario, la rueda de prensa no le había preocupado tanto. Suponía que podría apañárselas por sí sola. Sin embargo, en la expresión «buena impresión» había algo que no pegaba demasiado con Fukaeri.
—¿No salió ningún trapo sucio? —preguntó Tengo, por si acaso.
—Bueno, hicimos que durara lo menos posible y ella supo esquivar muy bien las preguntas inoportunas. Además, apenas hubo preguntas duras. La entrevistada era una cándida muchacha de diecisiete años y los periodistas tampoco quisieron hacer de malos. Claro que a esto debo hacer la observación de: «por ahora», claro. No sé qué va a ocurrir en el futuro. En este mundo, el viento puede cambiar de rumbo de un momento a otro.
Tengo se imaginó a Komatsu, con cara de circunstancias, en lo alto de un acantilado, chupando un dedo y calculando la dirección del viento.
—En fin, todo gracias a ti, que la preparaste bien. Te estoy agradecido. La información sobre el premio y el desarrollo de la rueda de prensa deberían de publicarse en la edición vespertina de mañana.
—¿Cómo iba vestida Fukaeri?
—¿Vestida? Como siempre. Un jersey fino y unos vaqueros que le sentaban muy bien.
—¿El que le resalta el pecho?
—Sí, ahora que lo dices, ése. Le hacía un pecho bonito. Como recién salido del horno —dijo Komatsu—. Mira, Tengo, esta chica va a hacerse famosísima como literata prodigio. Tiene un buen look y, aunque habla de manera un poco rara, es bastante inteligente. Sobre todo, posee un aire excepcional. Hasta el día de hoy he asistido al debut de muchos escritores, pero esta chica es especial. Y cuando digo especial me refiero a especial de verdad. Dentro de una semana, la revista en la que se va a publicar La crisálida de aire estará en los escaparates de las librerías. Te hago una apuesta. Me juego la mano izquierda y la pierna derecha a que la revista se agotará en tres días.
Tengo le dio las gracias por haberse tomado la molestia de informarlo y colgó el teléfono. Entonces se sintió un tanto aliviado. Después de todo, al menos había superado la primera barrera. Aunque no tenía ni idea de cuántas vendrían a continuación.
La crónica de la rueda de prensa se publicó en la edición vespertina del día siguiente. Al volver de su trabajo en la academia, Tengo se paró a comprar cuatro periódicos en el quiosco de la estación, regresó a casa y los leyó comparándolos. En todos el contenido era más o menos el mismo. No eran artículos demasiado largos, pero, para tratarse de una noticia sobre un premio de una revista literaria, la presentación era excepcional (en la mayoría de los casos lo despachaban en cinco líneas). Como Komatsu había predicho, los medios de comunicación se precipitaron en cuanto se enteraron de que una chica de diecisiete años había ganado el premio. En los artículos decía que un jurado compuesto por cuatro miembros había elegido ganadora por unanimidad su obra, La crisálida de aire. El jurado terminó en quince minutos, sin ningún tipo de discusión previa. Era algo inusitado. Que cuatro obstinados escritores se reunieran y la opinión de los cuatro coincidiera era algo que no pasaba todos los días. La obra ya había ganado cierta fama en el mundillo. En la sala del hotel donde se había celebrado la ceremonia de entrega del premio se realizó una pequeña rueda de prensa y ella contestó «lúcida y risueña» a las preguntas de los periodistas.
A la pregunta de si iba a seguir escribiendo en el futuro, respondió: «La escritura no es más que una forma de expresar mis ideas. Esta vez he elegido, por casualidad, la novela, pero no sé qué forma podría adoptar la próxima vez». Le resultaba increíble que Fukaeri pudiera haber pronunciado todas esas largas oraciones de una sola vez. Quizá los periodistas habían unido sus breves frases, habían completado las lagunas como mejor les había parecido y lo habían juntado todo. Aunque quizás había hablado así en realidad. No había nada que pudiera afirmarse a ciencia cierta sobre Fukaeri.
Ante la pregunta de «¿Qué obras le gustan?», mencionó, desde luego, el Heike monogatari. Hubo un periodista que le preguntó cuál era la parte que más le gustaba. Ella les recitó en voz alta su fragmento preferido durante unos cinco minutos. Todos los presentes se quedaron asombrados y, una vez que acabó de recitar, se produjo un silencio. Por fortuna (reconozcámoslo), ningún periodista le preguntó qué música le gustaba.
Tras la pregunta de «¿Quién es la persona que más se ha alegrado de que haya ganado el premio?», primero hizo una larga pausa (Tengo se podía imaginar la escena) y después contestó: «Es un secreto».
Por lo que había leído en los periódicos, Fukaeri no había mentido en ningún momento durante la sesión de preguntas y respuestas. Todo lo que había dicho era verdad. Los periódicos también traían una fotografía de la chica. En la foto salía más bella de lo que Tengo recordaba. En realidad, cuando había hablado con ella, cara a cara, había estado más pendiente de los movimientos del resto del cuerpo, de los cambios en el gesto y de sus palabras, que de su rostro, pero al verla inmovilizada en la fotografía se daba cuenta de nuevo de la belleza de sus facciones. Era una pequeña fotografía que debían de haber tomado durante la rueda de prensa (efectivamente, vestía el jersey de verano de la última vez), y sin embargo, en ella se observaba cierto brillo. Quizá fuera lo que Komatsu había llamado «aire excepcional».
Tengo dobló los periódicos, los recogió y luego se puso a preparar una cena sencilla mientras bebía una cerveza de pie en la cocina. La obra que había reescrito había ganado un premio literario por decisión unánime del jurado, se había hecho famosa y ahora seguramente se convertiría en un best seller. Le parecía extraño sólo de pensarlo. Se alegraba, como debía ser, y al mismo tiempo sentía desazón e intranquilidad. Aunque todo había sido planeado, ¿saldría siempre así de bien?
Mientras cocinaba la cena, sintió que había perdido el apetito. Aunque hasta hacía un rato había estado hambriento, ahora ya no tenía ganas de comer. Envolvió en film transparente la comida que había preparado, la metió en la nevera, se sentó en una silla de la cocina y se limitó a beber cerveza en silencio, mirando el calendario de pared. Era un calendario que le habían regalado en el banco, con una fotografía que mostraba el monte Fuji durante las cuatro estaciones del año. Tengo nunca había subido al monte Fuji. Tampoco a la Torre de Tokio. Ni siquiera a la azotea de un rascacielos. Nunca le habían atraído las alturas. Tengo se preguntó a qué se debería. Tal vez a que siempre había vivido mirando al suelo.
Los vaticinios de Komatsu dieron en el clavo. La revista en la que se publicó La crisálida de aire de Fukaeri se agotó casi el mismo día en que salió a la venta, y desapareció de las librerías. Era la primera vez que aquella revista literaria se agotaba. La editorial la seguía publicando cada mes, pese a ser deficitaria. El objetivo de publicar una revista de ese tipo era crear volúmenes que compilasen las obras allí publicadas y dar una oportunidad a los nuevos escritores jóvenes de obtener un premio literario. No se esperaba mucho de las ventas ni de los beneficios reportados por la revista, de modo que el hecho de que se hubiera agotado en un solo día fue una noticia que sorprendió tanto como si en Okinawa hubiera caído nieve en polvo. Aunque se hubiera agotado, eso no iba a cambiar el hecho de que fuera deficitaria.
Komatsu lo llamó y lo informó.
—¡Perfecto! —le dijo—. Si la revista se agota, la gente se va a interesar por la obra y la van a leer, trate de lo que trate. Y en la imprenta ya están imprimiendo volúmenes de La crisálida de aire como locos. Es una tirada urgente de alta prioridad. Tal como van las cosas, ya da igual si gana el premio Akutagawa o no. Es más importante que el libro se venda como churros, mientras esté calentito. Está claro que va a ser un best seller. Te lo garantizo. Así que, Tengo, ya puedes ir pensando en qué te vas a gastar el dinero.
En la columna literaria de la edición vespertina del sábado apareció un artículo sobre La crisálida de aire. El titular rezaba que la revista en la que se había publicado la obra se había agotado en un abrir y cerrar de ojos. Varios críticos literarios daban sus impresiones sobre la obra. En general eran opiniones favorables. Hablaban de una pluma sólida, una sensibilidad aguda y una imaginación desbordante para una chica de tan sólo diecisiete años. Incluso decían que la obra podría sugerir la posibilidad de un nuevo estilo literario. Un crítico comentaba que «da rienda suelta a su imaginación en demasía e incluso tiende a desconectar de la realidad». Era la única opinión negativa que Tengo había leído. Pero el mismo crítico terminaba en un tono calmado: «Estoy expectante por ver qué va a escribir esta chica en el futuro». De momento, el viento parecía soplar a su favor.
Fukaeri lo llamó cuatro días antes de la fecha marcada para el lanzamiento del libro.
—Te he despertado —preguntó ella. Hablaba sin entonar, como siempre. Sin poner los signos de interrogación.
—Ya estaba despierto —dijo Tengo.
—Estás libre hoy por la tarde.
—A partir de las cuatro, sí.
—Puedes quedar.
—Sí —dijo Tengo.
—Qué te parece en el sitio de la otra vez —le preguntó Fukaeri.
—Vale —dijo Tengo—. A las cuatro estaré en la misma cafetería de Shinjuku del otro día. Por cierto, saliste muy bien en la foto del periódico. Por lo de la rueda de prensa.
—Llevé el mismo jersey —comentó ella.
—Te sentaba muy bien —dijo Tengo.
—Es que les gustó mi pecho.
—Quizá. Pero en este caso lo importante es que les has causado una buena impresión.
Fukaeri se quedó callada un rato. Como si se hubiera quedado mirando fijamente algo colocado encima de una repisa cercana. Quizá reflexionaba sobre la relación que podía haber entre la buena impresión y su pecho. Al pensar en ello, Tengo se dio cuenta, poco a poco, de que él tampoco lo sabía.
—A las cuatro —dijo Fukaeri. Y colgó.
Cuando entró en la cafetería de siempre, un poco antes de las cuatro, Fukaeri ya lo estaba esperando. A su lado se había sentado el profesor Ebisuno. Iba vestido con una camisa gris claro de manga larga y unos pantalones gris oscuro. Como de costumbre, estaba muy erguido; parecía una estatua. A Tengo le sorprendió un poco la presencia del profesor. Según Komatsu, era sumamente raro que «bajara de la montaña».
Tengo se sentó frente a ellos y pidió un café. Aunque la estación de las lluvias todavía no había comenzado, hacía tanto calor que daba la impresión de que estaban en la canícula. Aun así, Fukaeri bebía chocolate caliente a sorbitos, como la vez anterior. El profesor Ebisuno había pedido un café con hielo, pero no lo había probado. El hielo se derretía y formaba una capa transparente de agua en la superficie.
—Gracias por venir —le dijo el profesor.
Trajeron el café y Tengo dio un trago.
—Por ahora todo está saliendo bien —dijo Ebisuno despacio, como si probara el tono de su voz—. Tu contribución ha sido importante. Realmente importante. Ante todo, te quiero dar las gracias.
—Se lo agradezco, pero, como sabrá, oficialmente yo no existo en todo este asunto —repuso Tengo—. Alguien que no existe oficialmente no puede contribuir a nada.
El profesor Ebisuno se frotó las manos por encima de la mesa, como para calentarse.
—No hace falta que seas tan modesto. Dejando lo oficial aparte, en la realidad existes. Si no existieras, las cosas no habrían salido tan bien como hasta ahora. Gracias a ti, La crisálida de aire se ha convertido en una obra excelente; en algo profundo y sustancioso que ha superado mis expectativas. Desde luego, Komatsu tiene un ojo clínico para las personas.
A su lado, Fukaeri seguía bebiendo el chocolate en silencio, como una gatita lamiendo leche. Vestía una sencilla blusa blanca de manga corta y una falda azul marino más bien corta. Como de costumbre, no llevaba ningún complemento. Al inclinarse hacia delante, el cabello largo y liso le ocultaba la cara.
—Necesitaba decírtelo personalmente, y por eso te he hecho venir —dijo el profesor Ebisuno.
—No tenía por qué preocuparse. Para mí, corregir La crisálida de aire ha significado mucho.
—Creo que debo agradecértelo de nuevo.
—No tiene importancia —dijo Tengo—. ¿Puedo preguntarle algo personal sobre Eri?
—Claro. Mientras pueda contestarte…
—¿Se ha convertido usted en el tutor legal de Eri?
El profesor sacudió la cabeza.
—No, no soy su tutor legal. Aunque si fuera posible, me gustaría serlo. Sin embargo, como ya te dije en otra ocasión, no he podido ponerme en contacto con sus padres. Legalmente no tengo ningún derecho sobre ella. La he acogido sin más y la he criado durante siete años después de que ella viniera a nuestra casa.
—Entonces, ¿lo normal no sería que quisiera mantener la existencia de Fukaeri en silencio? El hecho de que sea un foco de atención, como está sucediendo, podría ponerla en peligro. Y todavía es menor de edad.
—¿Te refieres a que si, por ejemplo, sus padres lo denunciaran y quisieran recuperar la tutela de Eri, habría un problema? ¿A si no la obligarían a regresar al lugar de donde se escapó?
—Sí. La verdad es que no me lo explico.
—Me parece una pregunta natural. Pero debes tener en cuenta que ellos no actúan dando la cara. Cuanto más expuesta esté Eri a la atención pública, menos intentarán ellos hacerle algo, pues eso llamaría la atención de la gente. Eso es lo último que ellos desean.
—Ellos —dijo Tengo—. ¿Se refiere a Vanguardia?
—Efectivamente —contestó el profesor—. Vanguardia, la comunidad religiosa con personalidad jurídica. Además yo he criado a Eri durante estos últimos siete años. Está claro que la propia Eri quiere quedarse en nuestra casa. Y con independencia de lo que les haya ocurrido, sus padres se han desentendido durante todo este tiempo de ella. No se la voy a entregar por las buenas, como si aquí no hubiera ocurrido nada.
Tengo ordenó sus pensamientos antes de hablar.
—La crisálida de aire va a ser un best seller tal como se había planeado Eri va a atraer el interés de la opinión pública, de modo que a Vanguardia va a costarles actuar. Hasta ahí lo he entendido. Entonces, según usted, ¿qué va a pasar a continuación?
—Eso yo no lo sé —contestó el profesor Ebisuno en un tono calmo—. Lo que pase a partir de ahora es territorio ignoto para todos. No hay un mapa. Lo que nos espera a la vuelta de la próxima esquina no lo sabremos a menos que vayamos hasta ahí. No tengo la menor idea.
—¿No tiene ni idea? —dijo Tengo.
—No. Quizá suene irresponsable, pero el quid de la cuestión es, precisamente, que no tengo ni idea. Arrojamos una piedra a un estanque profundo. ¡Chof! El ruido resuena alrededor. Luego contenemos el aliento y observamos qué es lo que va a salir del estanque.
Los tres se quedaron callados durante un rato. Cada uno se imaginaba los círculos concéntricos de las ondas expandiéndose por la superficie del agua. Tengo calculó dónde desaparecerían las ondas imaginarias y se dispuso, lentamente, a hablar.
—Ya le dije al principio que lo que estamos haciendo es un tipo de fraude. Podría llamarse comportamiento antisocial. Supongo que dentro de poco habrá una cantidad considerable de dinero sobre la mesa y que la mentira crecerá como una bola de nieve. La mentira llama a más mentira y las relaciones entre unas mentiras y otras acabarán complicándose cada vez más hasta que, al final, quizá nadie sea capaz de sostenerlas. Y en cuanto todo se descubra, los implicados, Eri incluida, sufrirán algún daño y, en el peor de los casos, acabarán arruinados. Quizá nos aparten de la sociedad. ¿No está de acuerdo?
El profesor Ebisuno se llevó la mano a la montura de las gafas.
—No me queda más remedio que estar de acuerdo.
—Sin embargo, según el señor Komatsu, usted ha aceptado ser el representante de la empresa que va a levantar en torno a La crisálida de aire. Es decir, está colaborando abiertamente en el plan del señor Komatsu. En otras palabras, parece que tiene intención de meterse en el fango motu proprio.
—A fin de cuentas, puede que sea así.
—Por lo que creo entender, usted posee una gran inteligencia, una amplia cultura general y una particular visión del mundo. Y sin embargo no sabe cómo va a evolucionar el plan. No tiene idea de lo que se va a encontrar cuando gire en la próxima esquina. Lo que no comprendo es cómo, alguien como usted, puede meterse en una situación tan insegura e ilógica.
—Te agradezco que me tengas en tan alta estima, pero, de todas maneras… —dijo el profesor y luego hizo una pausa—. Entiendo lo que dices.
Se hizo un silencio.
—Nadie sabe qué va a pasar —soltó de repente Fukaeri. Entonces volvió a quedarse callada. La taza de chocolate ya estaba vacía.
—Eso es —dijo el profesor—. Nadie sabe qué va a pasar. Eri tiene razón.
—Pero, en cierta medida, debe de haber algo planeado —dijo Tengo.
—Sí, en cierta medida —dijo el profesor.
—¿Me permite que intente adivinarlo?
—Claro que sí.
—Quizás, al sacar La crisálida de aire a la luz pública, quiera descubrir qué les ha pasado a los padres de Eri. ¿No es eso lo que quería decir con «arrojar la piedra al estanque»?
—Tus suposiciones son más o menos acertadas —admitió el profesor Ebisuno—. Si La crisálida de aire se convierte en un best seller, los medios de comunicación se juntarán, como carpas en un estanque. A decir verdad, ahora ya deben de andar bastante revolucionados. Tras la rueda de prensa he recibido una infinidad de peticiones de entrevistas para revistas y para la televisión. He rechazado todas, claro, pero, a medida que se acerque la publicación del libro, la situación va a caldearse aún más. Como yo no voy a colaborar en la cobertura de la información, ellos van a investigar la historia de Eri por todos los medios. Y, tarde o temprano, su identidad se va a descubrir. Quiénes son sus padres, dónde y cómo se crió. Y quién se ocupa de ella ahora. Seguro que va a ser una noticia sumamente interesante.
»Yo no hago esto por gusto. Ahora mismo llevo una vida apacible en las montañas. A estas alturas preferiría no tener que verme metido en asuntos que llamen la atención de la gente. No saco ningún provecho haciéndolo. Pero creo que con un buen anzuelo puedo dirigir el interés de los medios de comunicación hacia los padres de Eri. Me refiero a dónde están y qué hacen. Es decir, los medios de comunicación se encargarían de lo que la policía no puede o no quiere hacer. Si sale bien, creo que, aprovechando el tirón, podríamos salvarlos. Después de todo, el matrimonio Fukada son gente muy importante para mí y, sobre todo, para Eri, por supuesto. No podemos quedarnos de brazos cruzados, sin noticias de ellos.
—Pero si los Fukada estuvieran ahí, ¿por qué habrían de retenerlos durante estos siete años? Es un periodo demasiado largo.
—No lo sé. Sólo puedo hacer conjeturas —dijo el profesor Ebisuno—. Como te dije hace un rato, Vanguardia, que empezó siendo una comuna agrícola revolucionaria, se escindió en un momento dado de Amanecer, un grupo a favor de la lucha armada, más tarde amplió sus dimensiones y luego se convirtió en una comunidad religiosa. La policía realizó una inspección en el interior de la organización a causa del incidente de Amanecer, pero lo único que se sabe es que no tuvieron nada que ver. Posteriormente, paso a paso, fueron afianzándose. Bueno, paso a paso no; la verdad es que ocurrió de golpe. Sin embargo, nadie sabe en qué consisten sus actividades. Tampoco tú.
—Yo no sé absolutamente nada —dijo Tengo—. No veo la televisión y casi no leo los periódicos, así que me alejo de los estándares sociales.
—No, no eres tú solo el que no sabe. Ellos actúan a escondidas, para que nadie sepa nada. Otras comunidades religiosas nuevas intentan llamar la atención y aumentar el número de adeptos, pero Vanguardia no, porque su objetivo no es conseguir más fieles. Las organizaciones religiosas en general intentan captar fieles como una forma de asegurarse unos ingresos, pero Vanguardia no lo necesita. Ellos buscan a personas capacitadas en vez de dinero. Jóvenes sanos muy motivados y especializados en distintas áreas. Por eso no reclutan gente a cualquier precio. Tampoco aceptan a cualquiera. Entre los que quieren entrar, hacen entrevistas y una selección. Es posible que recluten a los más capacitados. Así es como han podido crear una organización religiosa de una gran moralidad y combativa. Públicamente se dedican a la agricultura y, al mismo tiempo, realizan un duro entrenamiento ascético.
—¿En qué tipo de doctrina se basan?
—Seguramente no tienen un libro sagrado fijo. Aunque lo tuvieran, sería algo ecléctico. A grandes rasgos, pertenecen al Budismo esotérico y, más que en torno a una doctrina detallada, su vida gira en torno al trabajo y al entrenamiento ascético. Y resulta bastante severo. No es un juego de niños. Son jóvenes en busca de ese tipo de vida espiritual, que llegan procedentes de todo el país atraídos por la fama del lugar. Están muy unidos y mantienen una postura hermética frente al exterior.
—¿Existe un fundador?
—Oficialmente, no. Rechazan el culto a la persona y tienen una dirección colectiva. Sin embargo, no está claro qué sucede en realidad. Me he informado de todo cuanto he podido, pero la cantidad de información que se filtra del interior es muy reducida. Lo único que puedo decir es que la comunidad se ha consolidado y que parece tener capital en abundancia. También han ampliado sus terrenos y cada vez construyen más instalaciones. La verja que rodea el conjunto también es más sólida que antes.
—Entonces, el nombre Fukada, que era el antiguo líder de Vanguardia, ha desaparecido de repente del mapa.
—En efecto. Todo es muy forzado. No resulta convincente —dijo el profesor Ebisuno. Miró a Fukaeri a la cara y, luego, otra vez a Tengo—. Vanguardia esconde un gran secreto. Está claro que, en un momento dado, dentro de Vanguardia se produjo algo semejante a un diastrofismo. No sé exactamente el qué. Pero, a raíz de ello, Vanguardia pasó de ser una comuna agrícola a una organización religiosa Y al mismo tiempo dejó de ser un grupo abierto a la sociedad y moderado para convertirse de la noche a la mañana en una organización estricta, con una postura sumamente hermética.
»Me pregunto si en ese momento dado no se produciría una especie de golpe de Estado dentro de Vanguardia, y si Fukada no estaría envuelto. Como te he dicho antes, Fukada no era, en absoluto, una persona de tendencias religiosas, sino un materialista de los pies a la cabeza. No se quedaría de brazos cruzados viendo cómo la comuna que fundó en su día tomaba los derroteros de una organización religiosa. Seguro que intentaría detenerlo por todos los medios. Es posible que por aquel entonces hubiera resultado vencido en una lucha interna por la hegemonía de Vanguardia.
Tengo reflexionó sobre esa posibilidad.
—Entiendo lo que me dice, pero en ese caso, ¿no acabarían echando a Fukada de Vanguardia? Como habían hecho cuando se separaron pacíficamente de Amanecer. No creo que fuera necesario confinarlo.
—Tienes razón. En un caso normal, no haría falta tomarse la molestia de confinarlo. Pero Fukada debía de conocer esa especie de secreto de Vanguardia. Algo que sería nefasto si se revelara a la sociedad. Por eso no pudieron librarse de él simplemente echándolo.
»Como fundador de la comuna, Fukada desempeñó durante un largo periodo de tiempo el papel real de dirigente. Debe de haber sido testigo de todo lo que ha ocurrido hasta el día de hoy. Tal vez incluso sepa demasiado. Además, Fukada goza de bastante fama a nivel social. El nombre de Tamotsu Fukada estuvo ligado en la práctica a aquella época, y su carisma todavía está activo hoy en ciertos lugares. Si saliese de Vanguardia, sus palabras y actos, lo quiera o no, llamarían la atención de la gente. Por eso, aunque el matrimonio Fukada quisiera apartarse de la organización, ésta no les dejaría irse tan fácilmente.
—Entonces, logrando el sensacional debut como escritora de Eri, la hija de Tamotsu Fukada, y consiguiendo que La crisálida de aire se convierta en un best seller pretende despertar el interés de la gente y sacudir de forma indirecta esa situación de estancamiento.
—Siete años es demasiado tiempo. Y todo lo que he hecho hasta ahora no ha funcionado. Si no tomo medidas drásticas, puede que el misterio acabe por no resolverse.
—Pretende sacar al gran tigre de la espesura utilizando a Eri como cebo.
—Nadie sabe qué va a salir. No tiene por qué ser necesariamente un tigre.
—Pero a juzgar por cómo se ha ido desarrollando el asunto, parece que lo que usted tiene en mente es algo violento.
—Es posible —admitió el profesor, en un tono reflexivo—. Supongo que tú también lo sabrás. Dentro de un grupo homogéneo y hermético, puede ocurrir de todo.
Se hizo un silencio plúmbeo. Fukaeri abrió la boca en medio de aquel silencio.
—Porque la lítel pípol ha venido —dijo en voz baja.
Tengo miró a la cara a Fukaeri, que estaba sentada junto al profesor. Su rostro carecía de expresividad, como siempre.
—¿La Little People ha venido y ha cambiado algo dentro de Vanguardia? —le preguntó Tengo.
Fukaeri no contestó a esa pregunta. Se toqueteaba el botón del cuello de la blusa con los dedos.
El profesor Ebisuno le tomó la palabra a Fukaeri.
—No sé qué significa la Little People que Eri describe. Ella tampoco es capaz de explicar con palabras qué es. O parece que no tiene intención de explicarlo. De todas formas, parece seguro que la Little People ha desempeñado algún papel en la repentina transformación de Vanguardia en una organización religiosa.
—O algo similar a la Little People —añadió Tengo.
—En efecto —dijo el profesor—. No sé si se trata de la Little People o de algo similar; pero, al menos, la aparición de la Little People en La crisálida de aire parece querer decir algo importante. —El profesor estuvo mirándose las manos durante un rato, pero pronto alzó la cara y habló—. Como sabrás, en 1984, George Orwell presentaba a un dictador llamado Big Brother, el Gran Hermano. Era, evidentemente, una parábola del estalinismo. Y a partir de entonces el término Gran Hermano se convirtió en un icono social. Fue un mérito de Orwell. Sin embargo, en el 1984 de hoy en día, el Gran Hermano es demasiado famoso, se ha convertido en algo muy visto. Si apareciera un Gran Hermano, lo señalaríamos y diríamos: «¡Fijaos! ¡Es el Gran Hermano!». En otras palabras, en el mundo actual el Gran Hermano ya no pinta nada. En su lugar ha aparecido la Little People. ¿No te parece una comparación bastante interesante?
El profesor se quedó mirando a Tengo fijamente a la cara, con una especie de sonrisa.
—La Little People es invisible. Ni siquiera sé si es benigna o maligna, si tiene un cuerpo o no, pero parece que van socavando el suelo bajo nuestros pies. —En ese momento el profesor hizo una breve pausa—. Para saber si al matrimonio Fukada, y también a Eri, les pasó algo, probablemente tengamos que descubrir primero qué significa la Little People.
—¿Quiere decir, en definitiva, que pretende atraer a la Little People? —preguntó Tengo.
—¿Podemos atraer realmente algo de lo que no sabemos si tiene cuerpo o no? —dijo el profesor. La sonrisa todavía no se le había borrado de los labios—. El «gran tigre» del que hablas por lo menos es bastante real.
—En fin, que el hecho de que Eri haga de cebo no va a cambiar.
—La palabra cebo no es la más apropiada. La imagen de construir un vórtice sería más apropiada. Dentro de poco, todas las cosas alrededor empezarán a girar con el vórtice. Es lo que estoy esperando. —El profesor hizo círculos en el aire lentamente con la punta del dedo. Luego siguió hablando—. Eri se halla en medio del vórtice. Lo que está en el centro del vórtice no necesita moverse. Son las cosas a su alrededor las que se mueven.
Tengo lo escuchaba en silencio.
—Utilizando tu inquietante metáfora, el cebo seríamos todos nosotros, no sólo Eri. —El profesor entornó los ojos y miró a Tengo a la cara—. Incluido tú.
—Yo sólo tenía que reescribir La crisálida de aire. Era, como si dijéramos, un auxiliar técnico. Eso fue con lo que me vino el señor Komatsu desde un principio.
—Ya veo.
—Pero por el medio, las cosas se han truncado un poco —dijo Tengo—. ¿No se deberá, en definitiva, a que usted ha modificado el plan original que el señor Komatsu había ideado?
—No, yo nunca pretendí modificar su plan. Komatsu tiene su objetivo y yo el mío. Por ahora, ambos han tomado el mismo rumbo.
—Sus objetivos van de la mano y así es como el plan avanza.
—Se puede plantear de esa manera.
—Dos personas con destinos distintos avanzan montadas en el mismo caballo. Hasta cierto punto, sólo hay un camino, pero no se sabe qué ocurrirá en el futuro.
—No sólo eres bueno escribiendo, también te expresas bastante bien.
Tengo lanzó un suspiro.
—No creo que el futuro sea demasiado prometedor. Pero, de todos modos, parece que ya no hay vuelta atrás.
—Aunque la hubiera, sería difícil regresar al principio —dijo el profesor.
La conversación se terminó ahí. A Tengo no se le ocurría qué más decir.
El profesor Ebisuno fue el primero en levantarse del asiento. Dijo que se había citado con alguien cerca de allí. Fukaeri se quedó. Durante un buen rato, Tengo y Fukaeri permanecieron en silencio los dos solos, uno frente al otro.
—¿Tienes hambre? —le preguntó Tengo.
—No demasiada —contestó Fukaeri.
Como la cafetería se había llenado de gente, los dos salieron del local sin decir nada. Entonces se pusieron a caminar sin rumbo fijo por las calles de Shinjuku. Eran casi las seis y mucha gente se dirigía a paso ligero hacia la estación, pero el cielo aún no había oscurecido. El sol de principios de verano envolvía la ciudad. Al salir de la cafetería, que estaba en un bajo, la claridad les pareció extrañamente artificial.
—¿Adónde vas ahora? —preguntó Tengo.
—A ningún sitio en particular —contestó ella.
—¿Te acompaño a casa? —dijo Tengo—. O sea, al apartamento en Shinanomachi. Porque hoy te quedas ahí, ¿no?
—No voy ahí —dijo Fukaeri.
—¿Por qué?
Ella no respondió.
—¿Te da la impresión de que es mejor no ir? —probó a preguntarle Tengo.
Fukaeri asintió en silencio.
Quería preguntarle por qué creía que era mejor no ir allí, pero se imaginó que no obtendría ninguna respuesta a cambio.
—Entonces, ¿vuelves a casa del profesor?
—Futamatao está demasiado lejos.
—¿Tienes algún otro sitio adonde ir?
—Me dejas quedarme en tu casa —dijo Fukaeri.
—Creo que no es posible —contestó Tengo, midiendo las palabras—. Es un piso pequeño, vivo solo y seguro que el profesor Ebisuno no te dejaría.
—Al profesor no le importa —dijo Fukaeri. Entonces hizo ademán de encoger lo hombros—. Y a mí tampoco.
—Puede que a mí sí me importe —dijo Tengo.
—Por qué.
—Pues… —empezó a decir, pero no supo cómo continuar. No se acordaba de qué iba a decir. A veces, cuando hablaba con Fukaeri, le pasaba eso: en un instante se olvidaba de qué estaba hablando, en cualquier contexto. Era como si, de repente, soplara una fuerte ráfaga de viento y se llevara las partituras en medio de un concierto.
Fukaeri estiró la mano derecha y agarró dulcemente la mano izquierda de Tengo, como para consolarlo.
—Tú no lo entiendes —dijo ella.
—¿El qué?
—Estamos unidos.
—¿Estamos unidos? —dijo Tengo sorprendido.
—Hemos escrito el libro juntos.
Tengo sintió la presión de los dedos de Fukaeri en la palma de la mano. No hacía fuerza, pero era una presión sólida y uniforme.
—Es verdad. Hemos escrito La crisálida de aire juntos. Cuando el tigre nos devore, también estaremos juntos.
—No va a haber ningún tigre —dijo Fukaeri en un tono serio, poco habitual en ella.
—Mejor —dijo Tengo. No obstante, eso no lo hacía sentirse más feliz. Quizá no fuera a aparecer ningún tigre, pero no sabía qué era lo que iba a surgir en su lugar.
Los dos se quedaron de pie, delante de la taquilla de la estación de Shinjuku. Fukaeri lo miraba a la cara mientras lo agarraba de la mano. La gente pasaba apresurada alrededor de ambos, como la corriente de un río.
—Vale. Si quieres quedarte en mi casa, te puedes quedar —dijo Tengo, rindiéndose—. Yo dormiré en el sofá.
—Gracias —le contestó Fukaeri.
Tengo pensó que era la primera vez que escuchaba palabras de agradecimiento de su boca. Bueno, quizá no fuera la primera vez, pero era incapaz de recordar cuándo había sido la última.