10
TENGO
Una revolución de verdad, con derramamiento de sangre real
«Cambiamos de tren», dijo Fukaeri, y volvió a sujetarlo de la mano. Fue justo antes de que el tren llegara a la estación de Tachikawa.
Mientras se apeaban del tren y subían y bajaban escaleras hasta llegar a otro andén, Fukaeri no le soltó la mano ni un instante. A los ojos de los demás debían de pasar por una pareja de enamorados. La diferencia de edad era considerable, pero Tengo aparentaba ser más joven de lo que era en realidad. La diferencia de tamaño entre los dos también debía de provocar sonrisas. Una feliz cita en una primaveral mañana de domingo.
Sin embargo, en la mano con que Fukaeri lo sujetaba no se percibía ningún indicio de afecto hacia el sexo opuesto. Ella le agarraba constantemente la mano con una fuerza regular. En sus dedos había algo semejante a la extrema precisión profesional del médico que mide el pulso a un paciente. Quizá midiera a través del tacto de sus dedos y de la palma de su mano el flujo alterno de información que no podía transmitirse mediante palabras. De repente, a Tengo se le pasó esa idea por la cabeza. Pero suponiendo que el intercambio de información tuviera lugar, más que alterno sería una realidad unilateral. Puede que Fukaeri captase mediante la palma de su mano lo que el corazón de Tengo escondía, pero Tengo era incapaz de leer el corazón de Fukaeri. No obstante, a Tengo no le preocupaba demasiado, ya que no albergaba ninguna información o sentimiento que pudiera molestarle que Fukaeri supiera.
«De todos modos, aunque no me contemple como a una persona del sexo opuesto, esta chica debe de sentir cierta simpatía por mí», supuso Tengo. Al menos no debía de haberle causado mala impresión. De no ser así, fuera cual fuera su intención, no lo agarraría de la mano durante tanto tiempo.
Los dos se dirigieron al andén de la línea Ōme y se subieron al primer tren, que estaba esperando. Para ser domingo, el vagón estaba más lleno de familias y ancianos vestidos para hacer escalada de lo que cabría esperar. Ambos se quedaron de pie, sin sentarse, cerca de la puerta.
—Parece que van de excursión —dijo Tengo mirando a su alrededor.
—No te importa que te coja de la mano —le preguntó Fukaeri. Desde que se habían subido al tren, Fukaeri no le había soltado la mano.
—Claro que no —dijo Tengo.
Fukaeri siguió agarrándole la mano, como tranquilizada. Sus dedos y la palma de la mano eran tersos, sin una gota de sudor. Todavía parecía que siguieran buscando y comprobando algo que había en el interior de él.
—Ya no tienes miedo —preguntó ella sin entonar.
—Creo que no —contestó Tengo. No era mentira. El pánico que lo invadía los domingos por la mañana había perdido su vigor, seguramente porque Fukaeri lo cogía de la mano. Ya no sudaba ni se oían sus intensas palpitaciones. Tampoco tenía ensoñaciones. Su respiración había vuelto a recobrar la calma de siempre.
—Bien —dijo Fukaeri con una voz monótona.
«Bien», pensó Tengo.
Hubo un corto y apresurado aviso de que el tren partía en breves instantes y, al cabo de poco tiempo, las puertas del vagón se cerraron con un ruido exagerado, como si un enorme animal primitivo se despertara y se estremeciera. El tren al fin se alejó lentamente del andén, con decisión.
Tengo contemplaba el paisaje sujetándole la mano a Fukaeri. Al principio había una zona residencial normal y corriente; pero, a medida que avanzaron, el paisaje llano de Musashino se transformó en una llamativa zona montañosa. A partir de la estación de Higashi-Ōme había una sola vía. Y después de hacer trasbordo a aquel tren de cuatro vagones, las montañas que los rodeaban fueron aumentando poco a poco su presencia. Ya no se encontraban en el área metropolitana de la ciudad. La superficie de las montañas aún conservaba el color marchito del invierno, pero, sin embargo, el verdor de los árboles perennes destacaba vivamente. Cuando llegaron a la siguiente estación y las puertas se abrieron, se percataron de que el aire había cambiado de olor. Se diría que la resonancia de los ruidos también era diferente. Los campos que se extendían a lo largo de la vía del tren llamaban la atención y las edificaciones de estilo campesino habían aumentado.
El número de camiones ligeros también se había incrementado con respecto al de turismos. «Parece que hemos recorrido un buen trecho», pensó Tengo. ¿Adónde demonios irían?
—No te preocupes —le dijo Fukaeri, como si le hubiera leído el pensamiento.
Tengo asintió en silencio. Pensó que aquello era como si fueran a encontrarse con sus padres para pedirla en matrimonio.
En la estación de Futamatao se apearon. El nombre no le sonaba de nada. Era un nombre muy raro. Además de ellos dos, otros cinco pasajeros se bajaron en aquella pequeña y vieja estación de madera. Nadie se subió al tren. La gente iba a Futamatao para caminar por senderos montañosos y respirar aire puro. Nadie iba hasta allí con intención de ver una representación de El hombre de la Mancha, o ir a una discoteca famosa por su desmadre, un salón de Aston Martins o un restaurante francés apreciado por su gratín de langosta. Uno se daba cuenta al observar el aspecto de la gente que allí se apeaba.
Enfrente de la estación no había nada parecido a un local, y tampoco se veía un alma, pero, sin embargo, había un taxi parado. Seguramente había venido a la misma hora en que llegaba el tren. Fukaeri dio unos golpecitos en la ventana del vehículo. La puerta se abrió y ella entró. Luego le hizo un gesto a Tengo para que se subiera. La puerta se cerró. Fukaeri le indicó brevemente la dirección al conductor y éste asintió.
A pesar de que el trayecto en taxi no duró demasiado, el recorrido fue bastante tortuoso. Subieron por colinas empinadas, descendieron por pendientes vertiginosas y atravesaron estrechas carreteras, semejantes a veredas, en las que, cada vez que dos vehículos se cruzaban, se sudaba la gota gorda. Estaba lleno de curvas y recodos. Pero como, a pesar de ello, el conductor no aflojaba el acelerador, Tengo viajó todo el rato agarrado al asidero de la puerta y con el corazón en un puño. A continuación, subieron una pendiente sorprendentemente escarpada, como una pista de esquí, hasta que el taxi se detuvo por fin en lo que parecía la cima de una pequeña montaña. Más que un taxi aquello parecía una atracción de feria. Tengo sacó dos billetes de mil yenes de la cartera y recibió el cambio y la factura.
Enfrente de una vieja casa de estilo japonés había aparcados un Mitsubishi Montero negro, de chasis corto, y un gran Jaguar verde. El Montero brillaba de lo pulido que estaba, pero el Jaguar era un viejo modelo y lo cubría tal capa de polvo blanco que el color original apenas se percibía. Tenía la luna frontal llena de suciedad y daba la impresión de que no lo habían conducido desde hacía bastante tiempo. Se respiraba un aire fresquísimo y en los alrededores reinaba el silencio. Era una quietud tan profunda, que los oídos tenían que adaptarse a ella. El cielo mostraba una claridad diáfana y se sentía la dulce tibieza de los rayos del sol directamente sobre la piel. A veces se oía el trino agudo, poco familiar, de un ave. Pero sin embargo no se veía ningún pájaro.
Era una mansión grande y elegante. Daba la impresión de que había sido construida hacía bastante tiempo, pero se veía bien cuidada. Los árboles del jardín estaban bellamente podados. Algunos habían sido recortados con tanto celo que parecían objetos artificiales de plástico. Un gran pino proyectaba su alargada sombra sobre la tierra. Había unas buenas vistas, pero, hasta donde alcanzaban los ojos, no se veía ni una sola casa. Tengo supuso que la persona que había edificado una vivienda en un sitio tan mal comunicado tenía que ser alguien a quien no le gustara el contacto con los demás.
Fukaeri abrió la puerta del vestíbulo, a la cual no habían echado el cerrojo, entró e hizo una señal a Tengo para que la siguiera. Nadie salió a recibirlos. En aquel amplio y silencioso vestíbulo se descalzaron, atravesaron un gélido pasillo recién pulido y entraron en la sala de visitas. Por la ventana se admiraba el paisaje de una cadena de montañas. La luz del sol reverberaba en los meandros de un río. Era un paisaje extraordinario, pero Tengo no se sentía con ganas de disfrutarlo. Tras hacer que se sentase en un gran sofá, Fukaeri abandonó la sala sin decir palabra. El sofá olía a viejo. Tengo no se hacía una idea de cuán viejo.
La sobriedad de aquella sala resultaba apabullante. Había una mesa baja, hecha con un grueso tablón, completamente vacía. Ni un cenicero, ni un tapete. No había ni un solo cuadro colgado de la pared. Ni siquiera un reloj o un calendario. Tampoco un jarrón con flores o algo parecido a un aparador. No había revistas ni libros. Tan sólo una vieja alfombra de época tan descolorida que el patrón no se distinguía y un conjunto, igual de antiguo, formado por aquel sofá enorme, semejante a una balsa, en el que se había sentado Tengo, y tres sillones individuales. Había una gran chimenea abierta, pero ningún indicio de que hubiera sido encendida últimamente. A pesar de ser mediados de abril, el cuarto estaba helado. Era como si el frío que había penetrado durante el invierno se hubiera aposentado. Daba la impresión de que había pasado un siglo desde que aquella habitación se había resignado a no volver a recibir jamás una visita. Fukaeri regresó y se sentó al lado de Tengo sin decir nada, como era costumbre en ella.
Durante un buen rato ninguno de los dos dijo nada. Fukaeri estaba inmersa en su propio y enigmático mundo, y Tengo se relajaba respirando hondo, con tranquilidad. Salvo el canto de algún pájaro, que ocasionalmente se oía a lo lejos, la sala permanecía en riguroso silencio. Cuando aguzaba el oído, a Tengo le daba la sensación de que aquella quietud entrañaba ciertas implicaciones. No se trataba sólo de que no hubiera ningún ruido. El propio silencio parecía estar diciendo algo sobre sí mismo. Tengo miró el reloj en vano. Irguió la cabeza, observó el paisaje por la ventana y luego volvió a mirar el reloj. El tiempo apenas había transcurrido. Los domingos por la mañana siempre pasaba despacio.
Tras unos diez minutos, la puerta se abrió sin previo aviso y un hombre delgado entró de forma apresurada en la sala. Tendría unos sesenta y cinco años de edad. Medía, aproximadamente, un metro sesenta, pero, gracias a su buen porte, no daba sensación de escuálido. Tenía la espalda recta, como si dentro llevara una columna de hierro, y el mentón bien erguido. Sus cejas eran espesas y llevaba unas gruesas gafas de montura negra que parecían haber sido fabricadas para amedrentar a la gente. Había algo en sus movimientos que hacía pensar en una máquina precisa de diseño compacto en la que todas las piezas habían sido comprimidas. No existía ningún elemento sobrante; todos los componentes engranaban de manera eficaz. Tengo se dispuso a levantarse para saludarlo, pero el hombre le indicó rápidamente con la mano que se quedara sentado. Siguiendo aquella indicación, Tengo, que estaba medio levantado, se dejó caer en el sofá, y el hombre se sentó deprisa en el sillón de enfrente, como emulándolo. Durante un buen rato, el hombre se quedó mirando a Tengo a la cara, en silencio. Aunque no tenía una mirada penetrante, lo examino de arriba abajo, de manera escrupulosa. A veces entornaba los ojos para luego abrirlos de nuevo. Como un fotógrafo que regula el diafragma de una lente.
El hombre vestía un suéter verde oscuro por encima de una camisa blanca, y unos pantalones de lana de color gris oscuro. Daba la impresión de haber llevado a diario la misma ropa durante diez años. Le sentaba bien, pero estaba un tanto raída. Seguramente no prestaba demasiada atención al vestuario. Y seguramente tampoco había nadie a su alrededor que se ocupara por él de su forma de vestir. El cabello le raleaba, lo cual acentuaba la forma alargada de su cabeza por delante y por detrás. Tenía los pómulos salientes y la mandíbula cuadrangular. Unos labios rollizos, diminutos como los de un niño, eran la única parte que no se ajustaba a la impresión que producía el resto del cuerpo. En ciertas partes de la cara tenía la barba a medio afeitar. Sin embargo, quizá sólo fuera una impresión causada por un efecto de la luz. Los rayos del sol que entraban por la ventana procedentes de aquellas tierras montañosas parecían tener un origen un tanto diferente al de la luz a la que Tengo estaba acostumbrado.
—Siento haberlo hecho venir desde tan lejos. —La forma de hablar de aquel hombre tenía un deje particular. Era la forma de hablar de alguien habituado a expresarse delante de un número indeterminado de personas. También, posiblemente, a hacerlo de manera lógica—. Por ciertas circunstancias, no quería alejarme de aquí y no me ha quedado más remedio que hacerlo venir.
Tengo le respondió que no tenía importancia. Luego le dio su nombre. Se disculpó por no llevar ninguna tarjeta de visita consigo.
—Yo me llamo Ebisuno —dijo el hombre—. Tampoco tengo tarjeta de visita.
—Ebisuno —repitió Tengo.
—Todos me llaman profesor. Incluso mi hija, no sé por qué, me llama así.
—¿Cómo se escribe?
—Es un nombre raro. No se suele ver con frecuencia. Eri, ¿podrías hacer el favor de escribirlo?
Fukaeri asintió, tomó una especie de cuaderno y con un bolígrafo escribió en una hoja en blanco los dos caracteres que componían el nombre, lentamente, tomándose su tiempo. Los ideogramas parecían como esculpidos con un clavo en un ladrillo. No se podía decir que no tuvieran su encanto.
—En inglés se diría field of savages. Hace tiempo me dedicaba a la antropología y la verdad es que es un nombre apropiado para esa disciplina —dijo el profesor, y su boca esbozó algo similar a una sonrisa. No obstante, la escrupulosidad de su mirada no cambió ni un ápice—. De todos modos, ya hace mucho tiempo que rompí mis vínculos con la investigación. Ahora hago algo que no tiene nada que ver. Vivo en un field of savages de otra clase.
Era, ciertamente, un nombre inusual, pero a Tengo le parecía haberlo escuchado ya. En la segunda mitad de los años sesenta había un famoso científico llamado Ebisuno. Había escrito varios libros que por aquella época habían gozado de un éxito considerable. No sabía en concreto de qué trataban aquellos libros, pero aquel nombre permanecía en un rincón de su memoria. Sin embargo, aquel nombre, de repente, dejó de oírse.
—Creo que no es la primera vez que oigo su nombre —dijo Tengo tanteando.
—Es posible —admitió el profesor mirando a lo lejos, como si hablara de alguien no presente—. De todas formas, fue hace mucho tiempo.
Tengo podía percibir la respiración pausada de Fukaeri, que estaba sentada a su lado. Respiraba profunda y lentamente.
—Tengo Kanawa —dijo el profesor, como si leyera una tarjeta de visita.
—En efecto —dijo Tengo.
—Te especializaste en matemáticas en la universidad y ahora impartes clases de matemáticas en una academia en Yoyogi —dijo el profesor—. Pero, además, también escribes novelas. Fue Eri quien me lo contó. ¿Es correcto?
—Sí, así es —respondió Tengo.
—No pareces ni profesor de matemáticas ni novelista.
Tengo esbozó una sonrisa forzada.
—Últimamente no hacen más que decírmelo. Supongo que será por mi estatura —le contestó.
—No te lo decía con malicia —aclaró el profesor. Luego se llevó un dedo al puente de las gafas negras—. No parecer algo no tiene que ser malo a la fuerza. Eso significa que a uno todavía no lo han encasillado.
—Es un honor lo que me dice, pero yo aún no soy novelista. Simplemente intento escribir novelas.
—Lo intentas.
—Lo que quiero decir es que progreso a fuerza de ensayos y errores.
—Te comprendo —dijo el profesor. Luego se frotó ligeramente una mano contra la otra, como si acabara de advertir el frío que invadía la sala—. Y por lo que he oído, estás corrigiendo la novela que Eri ha escrito para convertirla en una obra mejor e intentar ganar el premio de la revista literaria. Intentáis darla a conocer como escritora. ¿Estoy en lo cierto?
Tengo midió sus palabras con cuidado.
—Básicamente, sí. Komatsu, el editor, es el dueño de la idea. La verdad es que no sé si el plan va a salir bien o mal. Ni siquiera sé si es admisible desde un punto de vista moral. Mi único papel en este asunto es corregir estilísticamente la obra, La crisálida de aire. Se puede decir que sólo soy un técnico. Del resto, el responsable es el señor Komatsu.
El profesor se concentró durante un instante pensando en algo. Casi podía oírse el ruido de su cabeza dando vueltas en medio de la sala enmudecida. Luego habló.
—Ese editor, Komatsu, ideó el plan y tú colaboras en él como técnico.
—Exacto.
—En el pasado yo fui científico y, francamente, las novelas no eran algo que leyera con demasiado entusiasmo, así que desconozco las convenciones de ese mundo, pero lo que os proponéis me suena a una especie de fraude. ¿Me equivoco?
—No, no se equivoca. Yo pienso lo mismo que usted —dijo Tengo.
El profesor frunció ligeramente el ceño.
—Y sin embargo, a pesar de que el proyecto resulta dudoso a nivel ético, estás participando en él de buena gana.
—Lo de buena gana no es así, pero lo de que estoy participando es cierto.
—¿Cómo es posible?
—Ésa es la pregunta que me he estado haciendo una y otra vez durante la última semana —se sinceró Tengo.
El profesor y Fukaeri permanecieron callados, a la espera de que Tengo siguiera hablando.
—Mi raciocinio, mi sentido común y mi instinto me aconsejan alejarme de este asunto cuanto antes. Yo siempre he sido una persona prudente y razonable. No me gustan las apuestas ni los riesgos. Supongo que puede decirse que soy más bien cobarde. Pero esta vez, y sólo esta vez, de algún modo fui incapaz de decir que no a este asunto arriesgado con el que me vino el señor Komatsu. El único motivo es que La crisálida de aire tiene para mí un atractivo irresistible. Si fuera cualquier otra obra, lo rechazaría sin pensármelo dos veces.
El profesor se quedó mirándolo a la cara, extrañado, durante un rato.
—Es decir, la parte fraudulenta del proyecto no te interesa, pero tienes un gran interés por corregir la obra, ¿no?
—Exacto. Se trata de algo más que un gran interés. Si hay que corregir La crisálida de aire, no me gustaría dejar esa tarea en manos de otro que no sea yo.
—Entiendo —dijo el profesor. Y puso cara de haberse metido por equivocación algo ácido en la boca—. Entiendo. Creo que comprendo más o menos lo que sientes. Entonces, ¿cuál es el objetivo de Komatsu? ¿Dinero o fama?
—Para serle franco, yo tampoco sé qué piensa el señor Komatsu —dijo Tengo—. Sin embargo, tengo la sensación de que lo que lo motiva es algo más grande que el dinero o la fama.
—¿Como qué?
—Aunque seguro que él mismo no lo reconocería, el señor Komatsu es una persona cautiva de la literatura. El sólo busca una cosa: encontrar por lo menos una vez en la vida algo que sea auténtico a todas luces, y servírselo en bandeja a la sociedad.
El profesor observó fijamente su cara durante un rato.
—Por lo tanto, cada uno tiene su motivación. Y no se trata de fama ni de dinero.
—Eso creo yo.
—De todas formas, sea cual sea la naturaleza de la motivación, como has dicho, el proyecto es sumamente arriesgado. Si en alguna de las fases se desvelara la verdad, se convertiría, sin duda, en un escándalo y todos los reproches de la gente recaerían sobre vosotros dos. La vida de Eri podría sufrir una herida mortal. Eso es lo que más me inquieta de todo este asunto.
—Es normal que esté preocupado —admitió Tengo, asintiendo—. Tiene usted razón en lo que dice.
El espacio que separaba aquel par de espesas cejas negras se encogió un centímetro.
—No obstante, deseas corregir la obra de tu propio puño y letra, aunque, como consecuencia, estés poniendo a Eri en peligro.
—Como le he dicho hace un momento, esa determinación está fuera del alcance del raciocinio o el sentido común. Desde luego, yo quiero proteger a Eri en todo lo posible, pero tampoco puedo garantizar que no vaya a correr ningún riesgo. Si lo hiciera, estaría mintiendo.
—Ya veo —dijo el profesor. Entonces carraspeó, como para cambiar de tema—. De todos modos, me pareces una persona sincera.
—Por lo menos, intento serlo en la medida de lo posible.
El profesor contempló durante un instante sus propias manos, que tenía apoyadas sobre las rodillas, como si las viera por primera vez. Las observó, les dio la vuelta y observó las palmas. Luego irguió la cara y le habló a Tengo.
—Y el editor, Komatsu, ¿cree realmente que el proyecto va a salir bien?
—Él opina que «las cosas tienen dos caras» —dijo Tengo—. Una cara buena y otra que no es tan mala.
El profesor sonrió.
—Es un punto de vista bastante peculiar. ¿Ese Komatsu es un optimista o tiene mucha confianza en sí mismo?
—Ninguna de las dos cosas. Tan sólo es cínico.
El profesor negó con un ligero movimiento de cabeza.
—El ser cínico lo hace optimista. O hace que confíe plenamente en sí mismo. ¿Es eso?
—Tal vez tenga esa tendencia.
—Parece una persona complicada.
—Bastante complicada, sí —dijo Tengo—. Pero no es tonto.
El profesor suspiró despacio. Luego se dirigió a Fukaeri.
—Eri, ¿qué? ¿Qué te parece el proyecto?
Fukaeri miró durante un rato hacia un punto inconcreto. Luego respondió:
—Está bien.
El profesor añadió las palabras precisas a la sencilla respuesta de Fukaeri.
—¿Quieres decir que no te importa que este señor corrija tu obra?
—Sí —dijo Fukaeri.
—Puede que te metas en un lío por culpa de eso.
Fukaeri no contestó. Tan sólo se arropó más con el cuello de la chaqueta. Pero aquel gesto indicaba sin rodeos su inquebrantable determinación.
—Seguramente la niña tenga razón —dijo el profesor, resignado.
Tengo observó las pequeñas manos de Fukaeri, que se habían cerrado en dos puños.
—Pero hay otro problema —le expuso el profesor a Tengo—. Tú y ese Komatsu pretendéis dar a conocer La crisálida de aire y hacer de Fukaeri una novelista. Sin embargo, esta niña padece un trastorno de lectura. Dislexia. Lo sabes, ¿no?
—Más o menos, me he enterado hace un rato, cuando íbamos en el tren.
—Probablemente sea algo congénito. Por eso en el colegio pensaron durante mucho tiempo que se trataba de un retraso en su capacidad de comprensión, pero en realidad es una chica muy inteligente. Posee una profunda sabiduría. Sin embargo, sinceramente, no creo que el hecho de que sea disléxica vaya a ser de gran ayuda para vuestro plan.
—¿Cuántas personas lo saben en total?
—Además de ella, tres —dijo el profesor—. Yo, mi hija Azami y tú. Nadie más lo sabe.
—¿Sus profesores del colegio no lo saben?
—No. Es una pequeña escuela rural. Ni siquiera deben de haber oído hablar nunca de la dislexia. Además, ha ido muy poco a la escuela.
—Entonces quizá logremos ocultarlo.
El profesor se quedó mirando a Tengo a la cara durante un rato como si lo evaluara.
—Sea como sea, Eri parece confiar en ti —le dijo a Tengo al cabo de un rato—. Aunque no sé por qué. Pero…
Tengo se quedó callado, esperando a que continuara.
—Pero yo confío en Eri. Por lo tanto, si ella deja la obra en tus manos, a mí no me queda más remedio que aceptarlo. Sin embargo, si realmente estás dispuesto a continuar con el proyecto, hay un par de cosas relacionadas con ella que deberías saber. —El profesor se sacudió ligeramente la rodilla derecha del pantalón con la mano, como si tuviera pelusilla o algo por el estilo—. Dónde y cómo pasó su infancia, y bajo qué circunstancias recogí y crié a Eri. Pero una vez que empiece a contártelo, la historia va a ir para largo.
—Soy todo oídos —dijo Tengo.
Fukaeri, sentada al lado de Tengo, cambió de postura. Todavía agarraba el cuello de la chaqueta con ambas manos y se abrigaba con fuerza.
—Bien —dijo el profesor—. La historia se remontaba a la década de los sesenta. El padre de Eri y yo fuimos amigos íntimos durante mucho tiempo. Yo era unos diez años mayor que él, pero enseñábamos en el mismo departamento de la misma universidad. Nuestras personalidades y visiones del mundo eran muy diferentes, pero de algún modo congeniábamos. Los dos nos habíamos casado tarde, y poco tiempo después de habernos casado nacieron nuestras hijas. Como vivíamos en la misma residencia de funcionarios nuestras respectivas familias tenían mucho trato. El trabajo también nos iba bien. Por aquel entonces se nos presentaba como «jóvenes y prometedores estudiosos». Salíamos a menudo en los medios de comunicación. Fue una época interesantísima en todos los sentidos.
»Sin embargo, a medida que la década de los sesenta se aproximaba a su fin, el mundo empezó a oler progresivamente a chamusquina. En los setenta se produjo un auge de los movimientos estudiantiles contra el Tratado de Seguridad entre Estados Unidos y Japón, hubo gente que se encerró en las universidades, hubo enfrentamientos con las unidades antidisturbios, sangrientas pugnas internas e incluso muertos. Las cosas se agravaron y decidí dejar la universidad. El academicismo nunca había sido de mi agrado, pero en esa época me harté por completo. Me importaban un pimiento el sistema y el antisistema. Al fin y al cabo, no era más que un enfrentamiento entre dos entramados, y yo no confiaba en ningún entramado, por grande o pequeño que fuera. Por tu apariencia, supongo que en aquella época aún serías estudiante.
—Cuando yo entré en la universidad, los disturbios ya estaban completamente bajo control.
—Llegaste al final de la fiesta, entonces.
—Efectivamente.
El profesor alzó durante un rato ambas manos en el aire y luego las bajó y las apoyó en las rodillas.
—Yo dejé la universidad, y el padre de Eri hizo lo mismo dos años después. Por aquella época él comulgaba con la ideología revolucionaria de Mao Zedong y apoyaba la Gran Revolución Cultural china, ya que hasta hace relativamente poco no llegó a nuestros oídos la información de que la Gran Revolución Cultural tuvo un lado terriblemente cruel e inhumano. Para una parte de los intelectuales andar con El libro rojo de Mao se había convertido en una especie de moda. Él organizó a una facción del estudiantado, formó un comando radical dentro de la universidad, comparable a los Guardias Rojos, y participó en la huelga universitaria. Hubo gente de otras universidades que se adhirieron a su causa y entraron en su organización. Entonces, durante algún tiempo, esa facción que él dirigía alcanzó una envergadura considerable. La unidad antidisturbios asaltó la universidad, a petición de la institución; él y los estudiantes que se habían encerrado fueron arrestados y se les impuso una pena criminal. Además, a él lo destituyeron de la universidad. Eri aún era un bebé, así que seguramente no se acuerda de nada.
Fukaeri se quedó callada.
—Su padre se llama Tamotsu Fukada. Cuando se alejó de la universidad, entró en la Academia Takashima, acompañado por unos diez estudiantes que habían formado el núcleo del comando de los Guardias Rojos. La mayoría de los estudiantes habían sido expulsados de la universidad. En aquel momento necesitaban un sitio adonde ir. Takashima era una alternativa que no estaba nada mal. Por aquel entonces, todo esto se comentó en los medios de comunicación. ¿Te suena?
Tengo negó con la cabeza.
—No me suena, no.
—La familia de Fukada se fue con él. Me refiero a su esposa y a Eri. Toda la familia entró en Takashima. ¿Sabes algo de la Academia Takashima?
—Más o menos —dijo Tengo—. Es una organización parecida a una comuna, en la que llevan una vida totalmente en común y subsisten gracias a la agricultura. También se dedican a la industria láctea y operan a nivel nacional. No reconocen la propiedad privada; todas las posesiones son compartidas.
—Exacto. En el sistema de Takashima, Fukada buscaba una utopía —dijo el profesor todo serio—. Pero huelga decir que las utopías no existen en este mundo. Igual que no existen la alquimia o el movimiento permanente. Si quieres mi opinión, Takashima lo que hace es producir robots incapaces de pensar. Extrae de las cabezas de la gente el circuito que les permite pensar por sí mismos. Es el mismo mundo que el que George Orwell describió en su novela. Pero, como ya sabrás, no son pocos los que buscan por propia voluntad ese estado de muerte cerebral, ya que no hay duda de que así es más cómodo. No necesitan devanarse los sesos con complicaciones; sólo tienen que obedecer lo que les dicen los de arriba. Nunca se quedarán sin un medio de subsistencia. Para quien busca ese tipo de ambiente, la Academia Takashima seguramente sea una utopía.
»Pero Fukada no era así. Era alguien que siempre pensaba por sí mismo. Un hombre que vivía haciendo de ello su carrera profesional.
Por lo tanto, era imposible que se sintiera satisfecho en un lugar como Takashima. Por supuesto, él lo sabía desde el principio. Lo habían expulsado de la universidad, lo acompañaban unos cuantos estudiantes cabezones, no tenía adonde ir y simplemente eligió aquel sitio como refugio provisional. Es más, lo que él quería era aprender la manera de trabajar que habían adoptado en Takashima. Ante todo, necesitaban aprender técnicas agrícolas. Fukada y los estudiantes se habían criado en la ciudad y no tenían ni idea de agricultura, del mismo modo que yo no sé nada sobre ingeniería de cohetes, así que necesitaban adquirir conocimientos y técnicas prácticos. Había mucho que aprender sobre dispositivos de irrigación, posibilidades y límites de la autarquía o determinados principios de la vida comunal. En los dos años que vivieron en Takashima aprendieron todo lo que pudieron. Eran unos tipos que, si les interesaba, podían aprender rápido. Analizaron con precisión las virtudes y los puntos débiles de Takashima. Luego, Fukada se fue de allí y se independizó con su propia facción.
—Era divertida, Takashima —intervino Fukaeri.
El profesor sonrió.
—Para los niños pequeños, está claro que era divertida. Pero al madurar y desarrollar una conciencia de sí mismos, para muchos de los chavales la vida en Takashima se parecía más a un infierno, puesto que el deseo natural de pensar por sí mismos era aplastado por los de arriba. Se podría decir que era como si les metieran los sesos en un zapatito diminuto. Como el tensoku.
—Tensoku —preguntó Fukaeri.
—Antiguamente, en China, a las niñas pequeñas les metían los pies a la fuerza en unos zapatos diminutos para que no les crecieran —le explicó Tengo.
Fukaeri se imaginó la situación, sin decir nada. El profesor continuó.
—El núcleo de la facción escindida, liderada por Fukada, lo seguían formando, por supuesto, los exalumnos que habían seguido sus pasos y que imitaban a los Guardias Rojos, pero además surgieron otras personas que también deseaban incorporarse al grupo; la facción creció vertiginosamente y se hizo más numerosa de lo que podían haberse imaginado. También eran bastantes los que, abrazando la ideología, habían probado a entrar en Takashima, pero, descontentos por su funcionamiento, acabaron por sentirse desengañados. Por otra parte, había gente que aspiraba a llevar una vida comunal de tipo hippy, izquierdistas frustrados por la contienda universitaria y también gente harta de la vida mundana y que había entrado en Takashima buscando un nuevo universo espiritual. Había solteros y había quien iba acompañado de su familia, como Fukada. Aquello parecía un crisol, compuesto por miembros muy diversos. Fukada desempeñaba el papel de líder. Él era un líder nato. Como Moisés, que había liderado a los israelitas. Era inteligente, tenía labia y se le daba bien tomar decisiones. También estaba dotado de carisma. Además era corpulento. Sí, de la misma estatura que tú. Era natural que se convirtiera en la cabeza del grupo y que se siguieran sus decisiones.
El profesor extendió las manos para indicar la corpulencia de aquel hombre. Fukaeri observó el espacio entre las dos manos y luego miró el cuerpo de Tengo, pero no dijo nada.
—Fukada y yo teníamos personalidades y apariencias completamente diferentes. Él era un dirigente innato; yo, un lobo solitario nato. Él era un hombre de política; y yo, totalmente apolítico. Él era un hombre grande; y yo, un canijo. Él era guapo y apuesto; yo, un triste estudioso con una cabeza rara. Pero, a pesar de todo, éramos muy buenos amigos y compañeros. Nos respetábamos y confiábamos el uno en el otro. No exagero si digo que fue el mejor amigo que tuve en mi vida.
El grupo liderado por Tamotsu Fukada encontró una aldea prácticamente despoblada que se ajustaba a lo que buscaban, en medio de las montañas de la prefectura de Yamanashi. No había quien sucediera en las faenas del campo a los ancianos que quedaban, que no podían ocuparse de la labranza, así que la aldea empezaba a despoblarse. Adquirieron las tierras de cultivo y las casas que allí había por un precio irrisorio. También incluían invernaderos. El ayuntamiento les concedió un subsidio con la condición de que retomaran los terrenos agrícolas preexistentes y siguieran labrándolos. Al menos durante los primeros años, se beneficiaron de ventajas fiscales. Además, Fukada disponía de una especie de fuente de recursos personal. El profesor Ebisuno desconocía de dónde procedía y qué tipo de dinero era.
—Fukada no abría la boca en lo referente a esa fuente de ingresos, no le reveló el secreto a nadie. Con todo, consiguió reunir el dinero necesario para levantar una comuna, que no era una cantidad despreciable. Con el dinero adquirieron aperos de labranza, compraron materiales de construcción y guardaron una parte de reserva. Arreglaron por sí mismos las casas ya existentes y construyeron un complejo que podía dar cobijo a los treinta miembros del grupo. Eso fue en 1974. La nueva comuna pasó a llamarse «Vanguardia».
«¿Vanguardia?», pensó Tengo. Este nombre le sonaba, pero no se acordaba de dónde lo había oído. La memoria le fallaba, y eso lo irritaba un poco. El profesor siguió hablando.
—Fukada se había hecho a la idea de que durante los primeros años, hasta que consiguieran amoldarse a las nuevas tierras, la administración de la comuna sería dura, pero las cosas salieron mejor de lo que cabría esperar. Fueron bendecidos con buen tiempo, y los paisanos de los alrededores les echaron una mano. La gente sentía simpatía por el carácter honesto del líder, Fukada, y se admiraban al ver cómo los jóvenes miembros de Vanguardia se entregaban sudorosos y con entusiasmo a las faenas del campo. Los vecinos se dejaban ver a menudo y les ofrecían valiosos consejos. Así fue como obtuvieron conocimientos prácticos sobre agricultura y aprendieron el método para vivir de la tierra.
»Hasta entonces, básicamente, habían procedido de igual manera que en Takashima, tal y como habían aprendido, pero también utilizaban sus propios recursos. Por ejemplo, se pasaron a un tipo de agricultura totalmente orgánica. Decidieron no usar ningún producto químico como insecticida y cultivar hortalizas sólo con abonos orgánicos. Además, iniciaron un servicio de venta de productos alimenticios por correspondencia, dirigido a las clases pudientes de la ciudad. De esa manera podían subir el precio de la unidad. Eran los albores de la llamada agricultura ecológica. Tenían una buena visión de mercado. Como muchos de los miembros se habían criado en la ciudad, sabían bien lo que los urbanitas buscaban. Siempre que las hortalizas fueran sabrosas, frescas y sin contaminantes, estarían dispuestos a pagar precios altos. Firmaron un contrato con los distribuidores, simplificaron la distribución y crearon su propio sistema para enviar los alimentos a la ciudad lo más rápido posible. Fueron pioneros en convertir “hortalizas naturales recién cogidas de la tierra” en artículos de moda.
—Visité varias veces la hacienda de Fukada y hablé con él —siguió hablando el profesor—. Se veía muy entusiasmado en aquel entorno nuevo, probando posibilidades nuevas. Aquella debió de ser la época más tranquila y esperanzadora para Fukada. Su familia también parecía haberse acostumbrado a esa nueva vida.
»El número de personas que habían oído hablar bien de Vanguardia y que deseaban participar aumentó. El nombre de la hacienda se hizo conocido poco a poco a través del servicio de venta por correspondencia y apareció en los medios de comunicación como modelo exitoso de comuna. En la sociedad, no eran pocos los que querían huir del mundo real, invadido por el dinero y la información, y ganarse el pan con el sudor de su frente en medio de la Naturaleza, y Vanguardia estaba atrayendo a ese estrato. Cuando llegaba un aspirante, le hacían una entrevista, lo examinaban y, si podía valer, lo incorporaban. No podían aceptar a todo el mundo. Tenían que mantener a un alto nivel la calidad y la moral de los miembros. Buscaban gente que conociera técnicas agrícolas y gente sana que pudiera aguantar un régimen severo de trabajo físico. Como querían que la proporción de hombres y mujeres estuviera más o menos igualada, a éstas también se les daba la bienvenida. Si el número de personas crecía, la hacienda aumentaría de envergadura, pero como aún había unas cuantas casas y tierras de cultivo alrededor, no resultaría difícil ampliar las instalaciones. En un principio, los miembros de la finca eran, en su mayoría, jóvenes solteros, pero el número de personas que traía a sus familias fue aumentando de forma paulatina. Entre los que entraron a formar parte del proyecto se contaba gente que había recibido educación superior y que tenía una profesión. Por ejemplo, médicos, ingenieros, profesores y contables. Todas esas personas eran bien recibidas en la comuna, porque necesitaban conocimientos técnicos especializados.
—¿Se adoptó en esa comuna el comunismo primitivo de Takashima? —preguntó Tengo.
El profesor negó con la cabeza.
—No. Fukada rechazaba el uso común de bienes. Él era radical en términos políticos, pero también era un materialista moderado. Aspiraba a una comuna más flexible. No pretendía construir una sociedad que se asemejara a un hormiguero. Su fórmula consistía en dividir el conjunto en unidades, dentro de cada cual se llevaba una apacible vida comunitaria. Se reconocía la propiedad privada y también había una remuneración que se distribuía entre todos. Si uno no se sentía a gusto en su unidad, podía pasarse a otra e incluso era libre de irse de Vanguardia. Existía también libertad de comunicación con el exterior y apenas había formación ideológica ni lavado de cerebro. De su experiencia en Takashima, había aprendido que un sistema natural y aireado aumenta el rendimiento laboral.
Bajo el mandato de Fukada, la dirección de la hacienda Vanguardia quedó bien encarrilada. Sin embargo, al cabo de poco tiempo, la comuna se dividió en dos facciones claramente diferenciadas. Aquella división era inevitable mientras el sistema moderado de unidades que Fukada había implementado siguiera en marcha. Una de las facciones la formaba un grupo prorevolucionario partidario de la lucha armada, compuesto por la unidad de Guardias Rojos creada tiempo atrás por Fukada. Ellos consideraban la vida en la comuna agrícola como una mera fase preparatoria para la revolución. Su postura incondicional consistía en mantenerse ocultos, al mismo tiempo que se dedicaban a la agricultura, para, llegada la hora, tomar las armas y alzarse.
La otra facción era la moderada, que, a pesar de compartir el ideario anticapitalista con la otra facción, se había distanciado de la política y aspiraba a una vida comunitaria autosuficiente en medio de la Naturaleza. La facción moderada representaba a la mayoría dentro de la hacienda. Los dos grupos eran como el aceite y el agua. En cuanto a las faenas del campo, como había un solo objetivo, no surgía ningún problema, pero cuando se trataba de tomar alguna decisión respecto a la dirección de toda la comuna, siempre había dos opiniones dispares. Muchas veces eran incapaces de llegar a un término medio. En esas ocasiones, solían producirse violentas discusiones. En semejante situación, la escisión de la comuna era cuestión de tiempo.
A medida que el tiempo pasaba, la posibilidad de aceptar una tercera vía se iba reduciendo. Poco después, Fukada se vio obligado a tener que elegir de qué lado se posicionaba. Por aquella época, él también se daba cuenta de que en el Japón de los años setenta no había margen ni entusiasmo suficientes como para llevar a cabo una revolución. Además, lo que él siempre había tenido en mente era una revolución como posibilidad; incluso podría decirse una revolución como metáfora o hipótesis. Estaba convencido de que el ejercicio de ese pensamiento antisistema trasgresor era indispensable para una sociedad sana. Era, como si dijéramos, una pizca de salubridad. Sin embargo, los estudiantes a los que había liderado deseaban una revolución de verdad, con derramamiento de sangre real. Sin duda Fukada también era responsable. Dejándose arrastrar por la situación de la época, les había contado historias enardecedoras y les había metido pájaros en la cabeza. Eso no quería decir que les hubiera dicho: «¡La revolución es fantástica!». Era un hombre sincero e inteligente. Además de un excelente estudioso. Sin embargo, por desgracia, tenía demasiada labia y tendía a embriagarse con sus propias palabras, aparte de que carecía de una profunda capacidad de análisis y de experiencia.
De ese modo fue como la comuna Vanguardia se dividió en dos. La facción moderada se quedó en la aldea, bajo el nombre de Vanguardia, y la facción a favor de la lucha armada se trasladó a otra aldea despoblada a unos cinco kilómetros de allí, en donde estableció su base para el movimiento revolucionario. La familia Fukada permaneció en Vanguardia, igual que todas las otras familias. Fue una separación más o menos amistosa. Al parecer, Fukada les consiguió el capital necesario para levantar otra comuna. Después de la separación, las dos haciendas mantuvieron una relación de cooperación abierta. Se intercambiaban el material que necesitaban y compartían las mismas vías de distribución de sus productos, por motivos económicos. Si las dos pequeñas comunas querían seguir subsistiendo, necesitaban ayudarse mutuamente.
Sin embargo, la relación entre los miembros de la vieja Vanguardia y la nueva comuna acabó rompiéndose poco tiempo después, puesto que sus ambiciones eran demasiado diferentes. Con todo, el trato entre Fukada y los estudiantes radicales que había liderado en otro tiempo continuó después de la escisión. Fukada sentía una gran responsabilidad hacia ellos. Eran los miembros a los que él había organizado y conducido hasta las montañas de Yamanashi. No podía deshacerse de ellos así como así, a su antojo. Además, la comuna escindida dependía de la fuente de recursos secreta que Fukada tenía en su poder.
—Se podría decir que Fukada se encontraba entre dos aguas —dijo el profesor—. En el fondo ya no creía en la romántica idea de una revolución, pero, a pesar de ello, tampoco podía negarla tajantemente. Negar la revolución sería negar todo lo que había vivido hasta entonces y reconocer su error ante todos. Era incapaz. Tenía demasiado orgullo para hacerlo y, además, le preocupaba qué pasaría entre los estudiantes si él se retirara de todo aquello, ya que por entonces Fukada todavía ejercía cierto control sobre aquellos estudiantes.
»Y así empezó a vivir yendo y viniendo entre Vanguardia y la comuna escindida. Por un lado, Fukada era el líder de Vanguardia, y por el otro, asumía el papel de asesor de la comuna a favor de la lucha armada. Alguien que había dejado de creer en la revolución seguía explicando la teoría revolucionaria a otras personas. Además de dedicarse a las labores agrícolas, los miembros de la comuna escindida recibían una severa instrucción militar y formación ideológica. Su pensamiento fue radicalizándose más y más, en comparación con el de Fukada. La comuna adoptó un secretismo absoluto y prohibió la entrada de cualquier persona foránea. Las fuerzas de seguridad pública los tenían bajo vigilancia moderada, como organización potencialmente peligrosa que pregonaba la insurrección armada.
El profesor se miró otra vez el pantalón a la altura de las rodillas. Luego irguió la cabeza.
—Vanguardia se dividió en 1976. Al año siguiente, Eri se escapó de Vanguardia y vino a nuestra casa. A partir de entonces, la comuna escindida pasó a llamarse «Amanecer».
Tengo alzó la cabeza y achicó los ojos.
—Espere un minuto —le dijo. Amanecer. Había oído hablar de ese nombre, sin duda; pero, de alguna manera, sus recuerdos eran terriblemente imprecisos y deshilvanados. Lo único que sacaba en limpio eran unos cuantos fragmentos inciertos de algo parecido a un hecho—. ¿No será esa tal Amanecer la que causó un gran incidente hace algún tiempo?
—En efecto —contestó el profesor Ebisuno. Entonces dirigió una mirada seria hacia Tengo, que hasta aquel momento no había mostrado—. Es la famosa Amanecer que protagonizó el tiroteo con las fuerzas policiales en unas montañas cercanas al lago Motosu. Por supuesto.
«Un tiroteo», pensó Tengo. Recordaba haber oído hablar de ese tema. Había sido un incidente grave. Sin embargo, por algún motivo, parecía incapaz de recordar los detalles. Los acontecimientos se entremezclaban en su cabeza. Al forzar la memoria, se sintió como si le retorcieran todo el cuerpo. Era como si tomaran sus dos mitades y se las doblaran en direcciones opuestas. Sintió un dolor sordo en el cerebro y el aire que lo rodeaba fue enrareciéndose rápidamente. Los sonidos se apagaron, como cuando estaba dentro del agua. Parecía que iba a sufrir otro «ataque».
—¿Qué ocurre? —le preguntó, inquieto, el profesor. Su voz le llegó desde muy lejos.
Tengo movió la cabeza hacia los lados. Luego consiguió sacar un hilo de voz.
—Tranquilo. Enseguida se me pasa.