23
AOMAME

Esto no es más que el comienzo

Aomame y Ayumi formaban una pareja que podría considerarse ideal para montar una íntima, y al mismo tiempo suficientemente erótica, juerga nocturna. Ayumi era de baja estatura y risueña, desinhibida, buena conversadora y, cuando estaba decidida del todo, podía afrontar cualquier cosa con positivismo. También poseía un sano sentido del humor. En cambio, Aomame, musculada y esbelta, era más bien inexpresiva y le costaba abrirse. Durante el primer encuentro era incapaz de mostrarse afable delante de un hombre. Tenía una expresión pobre, pero en ella se percibía un eco de cinismo y agresividad. Sus ojos albergaban una tenue luz de intolerancia. Sin embargo, si se lo proponía, Aomame era capaz de despedir un aura fantástica que atraía a los hombres de forma natural. Se parecía a las fragancias que ciertos animales, como los insectos, desprenden cuando es necesario, y que producen un estímulo sexual. No era algo que pudiera adquirirse cuando uno quisiera o si te esforzabas. Probablemente se tratara de algo innato. O, a lo mejor, por algún motivo, había adquirido ese aroma a posteriori, en cierta etapa de su vida. De todos modos, el aura no sólo afectaba a sus acompañantes masculinos, sino que incluso estimulaba sutilmente a Ayumi y hacía de sus palabras y actos algo más brillante y positivo.

Cuando encontraban a un hombre decente, primero partía Ayumi sola a hacer un reconocimiento del terreno, después exhibía su afabilidad innata y levantaba los cimientos para construir una relación amistosa. Luego, calculando el tiempo justo, Aomame se unía a ellos y creaba una profunda armonía. Se generaba un ambiente particular, semejante a una combinación de opereta y film noir. Llegados a tal punto, el resto era pan comido; sólo había que ir a los locales adecuados y (utilizando las explícitas palabras de Ayumi) follar como locas. Lo más difícil era encontrar a la pareja apropiada. Preferían que fueran dos, debían ser aseados y, en la medida de lo posible, tener buena presencia. Como mínimo tenían que ser un poco inteligentes, aunque, si lo eran demasiado, podía suponer un problema —una conversación tediosa podía hacer que una salida nocturna resultara improductiva—. El que parecieran tener holgura económica también era un punto a favor, puesto que, naturalmente, eran los hombres los que abonaban las cuentas en los bares y clubes, así como las facturas de hotel.

Sin embargo, cuando hacia finales de junio decidieron darse un modesto festín sexual (al final resultó ser su última juerga en pareja), fueron incapaces de encontrar hombres decentes. El tiempo pasaba, cambiaron varias veces de local, pero el resultado fue el mismo. Para ser un viernes por la noche de finales de mes, todos los locales, desde Roppongi hasta Akasaka, estaban sorprendentemente muertos; escaseaban los clientes y no había muchos hombres entre quienes elegir. Además, el cielo se había encapotado y por todo Tokio se respiraba un ambiente opresivo, como si se hubiera vestido de luto por alguien.

—Hoy me parece que no va a ser posible. Démonos por vencidas —dijo Aomame. El reloj marcaba ya las diez y media. Ayumi cedió a regañadientes.

—¡Mierda! Es la primera vez que veo un viernes por la noche tan depresivo. ¡Y eso que me he puesto una lencería púrpura muy sexy…!

—Pues vuelve a casa y embelésate sola delante del espejo.

—Ni yo me atrevería a hacer eso en el cuarto de baño de la residencia para policías.

—En fin, hoy es mejor que nos rindamos, que nos tomemos una copa tranquilamente y que nos vayamos a casa a dormir.

—Será lo mejor —respondió Ayumi. Luego, de repente, añadió algo—: ¡Es verdad! Aomame, ¿por qué no vamos a comer algo ligero antes de volver a casa? Tengo unos treinta mil yenes de sobra.

Aomame frunció el ceño.

—¿De sobra? ¿Pero qué demonios? ¿No eras tú la que andabas diciendo siempre que si tu sueldo era una miseria, que si no tenías ni un duro…?

Ayumi se rascó un lado de la nariz con el índice.

—La verdad es que el otro día un hombre me dio treinta mil yenes. Al despedirnos, me los entregó y me dijo que eran para pagar el taxi. Fue el día que lo hicimos con los dos que trabajaban en una inmobiliaria.

—¿Y fuiste capaz de aceptárselos? —dijo Aomame asombrada.

—Debió de pensar que éramos medio profesionales —respondió Ayumi entre una risa sofocada—. Está claro que no tenía ni idea de que somos una agente de la Jefatura Superior de la Policía Metropolitana y una instructora de artes marciales. Pero ¿qué hay de malo? Él se forra con el negocio inmobiliario, le sobra el dinero. Pensé que así podría ir contigo a darnos un festín más tarde y simplemente los cogí. Porque es evidente que no voy a utilizar ese dinero para gastos cotidianos.

Aomame no expresó su opinión. Le parecía inverosímil mantener relaciones sexuales esporádicas con hombres desconocidos y recibir dinero a cambio. No concebía que algo así le pudiera suceder a ella. Era como verse reflejada y deformada en un espejo curvo. Pero, desde un punto de vista moral, ¿qué era más honrado: asesinar hombres y cobrar por ello o mantener relaciones sexuales con hombres y recibir dinero a cambio? Era todo un dilema.

—Oye, ¿te preocupa que haya recibido dinero de un hombre? —preguntó Ayumi inquieta.

Aomame negó con la cabeza.

—Más que preocuparme, me parece un poco extraño. De hecho, es como si sintiera reticencia ante la idea de que una agente de policía actúe como una prostituta.

—Para nada —dijo Ayumi con voz alegre—. A mí no me preocupa. Verás, Aomame, una puta primero fija el precio y después practica sexo. Se paga por adelantado. «Tú, págame antes de quitarte los calzoncillos, por favor». Ésa es la norma. Si después de follar le dijeran: «La verdad es que no tengo dinero», no sería lucrativo. Cuando no es así, cuando no hay una negociación preliminar del precio, el hecho de que luego te digan «Toma, para el taxi» y te den un poco de dinero no deja de ser sólo una muestra de gratitud. La prostitución profesional es otra cosa. Hay que distinguirlas.

La objeción de Ayumi tenía su lógica.

La otra vez, Aomame y Ayumi habían elegido a hombres cuya edad rondaba entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco. Ambos tenían abundante cabello, pero Aomame hizo de tripas corazón. Ellos dijeron que trabajaban en el sector inmobiliario. Sin embargo, por los trajes de Hugo Boss y las corbatas de Missoni Uomo que vestían, se podía adivinar que no trabajaban en grandes compañías como Mitsubishi o Mitsui sino en un tipo de empresa más agresiva y ágil. Quizás una empresa joven con un nombre escrito en katakana[13]. No estaban sometidos a molestos estatutos, a un orgullo o sentido de la tradición, ni a pesadas asambleas. Sin talento individual no podías trabajar en ella, pero si lo conseguías, te pagaban bien. Uno de ellos tenía las llaves de un flamante Alfa Romeo. «Tokio anda corto de espacio para oficinas», dijo. «La economía se ha recuperado de la crisis del petróleo, da muestras de volver a estar fuerte, y cada vez circula más capital. La situación es tal que, por muchos rascacielos que construyamos, no damos abasto».

—Pues sí que parece lucrativo el sector inmobiliario —dijo Aomame.

—Sí, Aomame. De hecho, si te sobra dinero, deberías emplearlo en comprar bienes inmuebles —dijo Ayumi—. En una zona limitada como Tokio, el dinero fluye en grandes cantidades, así que el precio de los solares aumenta por sí solo. No tienes nada que perder si compras ahora. Es como apostar por un caballo que sabes que va a ganar. Por desgracia, una mísera funcionaría como yo no dispone de ese dinero. Por cierto, ¿eres de las que intentan amasar dinero?

Aomame negó con la cabeza.

—Yo sólo uso dinero en efectivo.

Ayumi se rió en voz alta.

—¡Oye, que ésa es la mentalidad del delincuente!

—Escondo el parné entre el somier y el colchón, y cuando la cosa se pone fea, cojo todo y huyo por la ventana.

—Sí; eso, eso —dijo Ayumi, y chascó los dedos—. Como en La huida. La peli de Steve McQueen. Un fajo de billetes y una escopeta. Me gusta.

—¿Prefieres a esa gente a la que está del lado de la Ley?

—Es algo personal —respondió Ayumi esbozando una sonrisa—. A nivel personal, me gustan los forajidos. Me fascina más que andar en un coche patrulla poniendo multas, por supuesto. Y quizá sea eso lo que me atrae de ti.

—¿Tengo pinta de forajida?

Ayumi asintió.

—Pues la verdad es que sí, en cierto modo. Sin llegar al extremo de Faye Dunaway con una ametralladora en las manos.

—No me hace falta utilizar una ametralladora.

—Por cierto, te quería preguntar sobre Vanguardia, la organización esa de la que me hablaste hace poco —dijo Ayumi.

Las dos habían entrado en un pequeño restaurante italiano de Iikura que abría hasta tarde y ahora comían algo ligero, regado con un vino Chianti. Aomame tomaba una ensalada de atún; y Ayumi, unos gnocchi con salsa de albahaca.

—Dime —respondió Aomame.

—Como me llamó la atención, después de aquello me puse a investigar por mi cuenta. Pero cuanto más investigaba, más me olía a chamusquina. Aunque recibe la denominación de entidad religiosa y ha obtenido permiso, no dispone de un cuerpo religioso ni nada que se le parezca. Se trata de un mero baturrillo de imágenes religiosas, una deconstrucción de dogmas o algo similar. Todo justamente aderezado con espiritualidad new age, academicismo sofisticado, la idea de regreso a la Naturaleza, anticapitalismo y una pizca de ocultismo. Sólo eso. No hay un cuerpo cohesionado por ninguna parte. O sea, podría decirse que la carencia de cuerpo es la esencia de esa religión. Utilizando las palabras de McLuhan, el medio es el mensaje. En ese sentido, podría decirse que es bastante guay.

—¿McLuhan?

—¡Que yo también leo libros! —exclamó Ayumi con un tono de insatisfacción—. McLuhan se adelantó a su tiempo. Como hubo una época en que se puso de moda, lo despreciaron, pero tenía razón en casi todo lo que decía.

—Es decir, el envoltorio incluye el contenido. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Eso es. Las características del envoltorio dan forma al contenido. No al revés.

Aomame se puso a pensar en ello. Luego habló.

—Independientemente de que no esté claro cuál es la esencia como entidad religiosa de Vanguardia, la gente se siente atraída por ella y confluye en ella. Es eso, ¿no?

Ayumi asintió.

—No voy a decir que sea una cantidad exagerada, pero tampoco es poca la gente que se ha acercado a ella. Y cuando la gente va allí, recaudan dinero, naturalmente. Si nos planteamos la pregunta de por qué mucha gente se siente atraída por esas organizaciones religiosas, yo creo que se debe, en primer lugar, a una razón que apenas tiene que ver con la religión. Parecen muy pulcros, inteligentes y sistemáticos. En resumidas cuentas, no son unos pobretones. Eso es lo que atrae a la gente joven que se gana la vida con sus profesiones o investigando. Hay una curiosidad intelectual que los estimula. Tiene que ver con un sentimiento de realización personal que no se puede obtener en el mundo real. Un sentido de realización palpable. Y esos adeptos cultos conforman un poderoso cerebro en el interior de la organización, como un grupo de oficiales de élite en un ejército.

»Luego, parece ser que el dirigente al que llaman líder está dotado de bastante carisma. La gente lo adora profundamente. Por así decirlo, ese hombre funciona en sí mismo como el núcleo de la doctrina. En cuanto a su origen, se aproxima a lo que sería una religión prehistórica. En sus comienzos, el Cristianismo también era, en mayor o menor medida, así. Sin embargo, éstos nunca salen a la superficie. Ni siquiera se conocen sus caras, sus nombres o sus edades. La organización ha adoptado por principio regirse mediante un sistema colegiado en el que, cada vez, una persona diferente ocupa la posición de presidente, y esa persona se muestra a la organización en actos oficiales; sin embargo, en realidad no es más que una mera farsa. En fin, esa especie de líder no identificado constituye el centro del sistema.

—Es como si el tipo quisiera ocultar su identidad.

—No sé si es que tiene algo que ocultar o si es que pretende crear una sensación de misterio no revelando su identidad.

—O puede que sea extremadamente feo.

—Sí, también podría ser. Algo grotesco, ajeno a este mundo —dijo Ayumi, y gruñó por lo bajo, como un monstruo—. Bueno, de todos modos, aparte del fundador, hay muchas otras cosas ocultas en la organización. Por ejemplo, su participación dinámica en el sector inmobiliario, de la que hablamos el otro día por teléfono. Lo que muestran es pura apariencia. Bellas instalaciones, bonitos comunicados, inteligentes teorías, adeptos escogidos, estoicos ejercicios de ascesis, yoga y paz espiritual, rechazo al capitalismo, agricultura orgánica, aire puro y una deliciosa dieta vegetariana… Todo es como una imagen minuciosamente calculada. Igual que los anuncios de apartamentos turísticos de lujo que salen en la edición dominical del periódico El envoltorio es muy bello, pero da la sensación de que por detrás se está tramando algo sospechoso. Tal vez algo medio ilegal. Francamente, es la impresión que me ha dado después de recabar diversa información.

—Pero por ahora la policía no está actuando.

—Puede ser que exista alguna actuación a escondidas, pero hasta ahí no llego. Sin embargo, parece que la policía de Yamanashi está atenta a los movimientos de la organización. Lo noté también en la manera de hablar del responsable con el que hablé por teléfono. Al fin y al cabo, Vanguardia no deja de ser la matriz en la que se originó Amanecer, que perpetró el tiroteo, y aun suponiendo que los Kaláshnikovs de fabricación china se hubieran conseguido a través de Corea del Norte, no todo queda claro. Seguramente también existan sospechas en cuanto a Vanguardia. Pero se trata de una entidad religiosa con personalidad jurídica y no le van a echar las manos así como así, puesto que ya se ha realizado una investigación in situ y se ha determinado que, en principio, no existe una conexión directa con el tiroteo. No sé cómo funciona la Agencia de Investigación de Seguridad Pública, porque esos tipos actúan con total secretismo, y las relaciones entre la policía y la agencia nunca han sido buenas.

—¿No sabes nada más de los niños que dejaron de ir a la escuela?

—No, tampoco. Al parecer, una vez que los niños dejaron la escuela, no volvieron a franquear los muros de la organización. No se ha investigado nada sobre ellos. Si surgieran hechos concretos de abuso infantil, otro gallo cantaría, pero por ahora no hay nada de eso.

—¿Ninguna de las personas que ha salido de Vanguardia ha ofrecido información al respecto? ¿No habrá al menos unos pocos a los que la organización haya defraudado o que se hayan retirado hartos de los severos ejercicios de ascesis?

—Por supuesto, así como hay gente que entra en la organización, también hay gente que se sale. Unos ingresan en ella y otros se van, defraudados. Fundamentalmente, existe libertad para retirarse de la organización. Aunque no devuelven ni un céntimo de la gran suma de dinero aportada en el momento del ingreso, como «donación para uso permanente de las instalaciones», de acuerdo con el contrato firmado, con sólo aceptar esa condición uno ya puede irse. También hay una asociación de personas que han abandonado la organización y alegan que Vanguardia es una secta peligrosa, en contra de la sociedad, y que está cometiendo actos fraudulentos. Incluso han interpuesto una demanda y publican una especie de pequeño boletín. Pero su voz es muy débil y apenas tiene repercusión en la sociedad. La organización dispone de excelentes abogados; en el plano legal se ha construido un sistema de defensa impenetrable y, aunque la denuncien, no la van a hacer temblar ni un ápice.

—¿Alguno de los que se han ido de la organización se ha pronunciado con respecto al líder o con respecto a los hijos de los adeptos que están dentro?

—Como no he leído lo que afirman en el boletín, no lo sé —respondió Ayumi—. Pero, por lo poco que he podido comprobar, todos los tipos insatisfechos que han dejado la organización son, en general, subalternos. Figuras poco importantes. Para andar predicando de forma grandilocuente el rechazo a los valores terrenales, Vanguardia resulta, en cierto modo, una sociedad jerárquica más ostensiva que el mundo terrenal. Se distingue perfectamente quiénes son los dirigentes y quiénes los subalternos. Si no se posee un expediente académico brillante y talento profesional, ya no se puede formar parte de la dirección. Únicamente la directiva, constituida por adeptos de élite, se reúne con el líder, le pide consejo y puede participar en el centro del sistema de la organización. La mayoría que conforma el resto dona el dinero oportuno, practica incansablemente la ascesis en medio del aire puro, se dedica a las labores del campo, se entrega a la meditación en salas especiales y simplemente ve pasar esos días esterilizados. Son igual que un rebaño de ovejas. Llevan una vida tranquila, supervisada por el pastor y sus perros: por la mañana las conducen hasta los pastos y, de noche, las llevan de vuelta al establo. Viven esperando el día en que su posición en la organización mejore y puedan conocer al sublime Gran Hermano, pero ese día nunca llegará. Por eso la mayoría de los adeptos apenas sabe nada de lo que ocurre realmente en el sistema de la organización; y, aunque abandonen Vanguardia, carecen de información relevante que ofrecer a la sociedad. Ni siquiera han visto el rostro del líder.

—¿Ninguno de los miembros de élite ha abandonado la organización?

—No, que yo sepa por mis investigaciones.

—¿Será que a los que descubren el secreto del sistema no les permiten marcharse?

—Puede que la situación haya degenerado tanto como para llegar a tales límites —dijo Ayumi. Luego lanzó un breve suspiro—. Por cierto en cuanto a lo de las violaciones de niñas de las que me hablaste el otro día, ¿hasta qué punto es verdad?

—Estoy segura de que es verdad, pero por ahora no se puede demostrar.

—¿Ocurre de forma sistemática dentro de la organización?

—Eso tampoco lo sabemos todavía. Pero existe una víctima y yo he conocido a esa niña. Está pasando por un infierno.

—Con violación, ¿quieres decir que la han penetrado?

—Sin lugar a dudas.

Ayumi pensaba en algo, con los labios torcidos al soslayo.

—De acuerdo. Me voy a involucrar más e investigar.

—No hagas locuras.

—¡No voy a hacer locuras! —dijo Ayumi—. Aquí donde me ves, soy bastante precavida.

Terminaron de comer y el camarero recogió los platos. Renunciaron al postre y se quedaron con las copas de vino en la mano.

—Oye, la otra vez me dijiste que, cuando eras niña, nunca abusó de ti ningún hombre, ¿verdad?

Aomame miró un instante la expresión de Ayumi y luego asintió.

—En mi casa éramos muy religiosos y nunca se hablaba de sexo. Todo el mundo a mi alrededor era así. El sexo era un tema que estaba prohibido tocar.

—Pero el nivel de religiosidad y el apetito sexual no tienen nada que ver. De todos es sabido que hay muchos casos de adicción al sexo entre el clero. En realidad, entre las prostitutas y los pervertidos que son arrestados por la policía, son numerosas las personas relacionadas con la religión y con la educación.

—Tal vez, pero, por lo menos a mi alrededor, no había ningún indicio de lo que me estás hablando. No había ningún pervertido.

—Pues mejor —dijo Ayumi—. Me alegro.

—¿A ti sí que te pasó?

Ayumi encogió ligeramente los hombros, confusa. Luego habló.

—La verdad es que abusaron de mí varias veces cuando era niña.

—¿Quién?

—Mi hermano mayor y mi tío.

Aomame frunció un poco el ceño.

—¿Tu hermano y tu tío?

—Sí. Ahora los dos son policías en activo. Mi tío incluso fue condecorado hace poco por ser un policía excelente. Dijeron que llevaba treinta años de servicio y que había contribuido enormemente a la seguridad de la comunidad, así como al mejoramiento del entorno. Una vez salió en los periódicos por salvar a un perra estúpida y a su cachorro, que estaban perdidos en medio de un paso a nivel.

—¿Qué te hicieron?

—Me tocaron los genitales, me hicieron chupársela…

La cara de Aomame se enrugó aún más.

—¿Tu hermano y tu tío?

—Por separado, claro. Yo debía de tener unos diez años y mi hermano, quince. Lo de mi tío ocurrió bastante antes. Pasó en dos o tres ocasiones; se había quedado a dormir en casa.

—¿Se lo has contado a alguien?

Ayumi negó varias veces con la cabeza, despacio.

—No. Me dijeron que no se lo contara absolutamente a nadie y me amenazaron con que me ocurriría algo terrible si me chivaba. Además, aunque no me hubieran amenazado, tenía la impresión de que, si lo contaba, me regañarían y me lo harían pasar mal. Tenía miedo y fui incapaz de contárselo a nadie.

—¿Ni siquiera a tu madre?

—A mi madre, menos —respondió Ayumi—. Mi hermano mayor siempre fue su ojito derecho; en cambio, yo siempre la había decepcionado. Porque era maleducada, fea, gorda…, y mis notas del colegio no eran precisamente una maravilla. Ella quería una hija diferente: una niña esbelta y mona, como una muñeca, que fuera a clases de ballet. Era, obviamente, pedirle peras al olmo.

—Entonces, no querías decepcionar más a tu madre.

—Así es. Me daba la impresión de que, si le contaba lo que me había hecho mi hermano, me odiaría y me detestaría todavía más. Me dije a mí misma que algo habría hecho yo, por mi parte, para que eso me hubiera ocurrido, en vez de culpar a mi hermano.

Aomame se alisó las arrugas de la cara con ambas manos. «A los diez años, tras anunciarle que renunciaba a mi fe, mi madre no me volvió a dirigir la palabra. Si necesitaba algo, escribía una nota y me la daba. Pero nunca me volvió a hablar. Yo ya no era su hija. No era más que “alguien que había renunciado a su fe”. Luego, me fui de casa».

—Pero no te penetraron —le dijo Aomame a Ayumi.

—No —respondió Ayumi—. No habría podido resistir algo tan doloroso. Y tampoco era lo que ellos buscaban.

—¿Hoy sigues viendo a tu hermano y a tu tío?

—Cuando encontré empleo, me fui de casa y ahora apenas nos vemos, pero, de todas formas, son familiares y trabajamos en lo mismo así que a veces no puedo evitar toparme con ellos. En esas ocasiones me comporto como si no pasara nada. Prefiero evitar complicaciones. Seguro que ya ni se acuerdan de lo que pasó.

—¿Que no se acuerdan?

Ellos son capaces de olvidar —dijo Ayumi—. Pero yo no.

—Claro —dijo Aomame.

—Es igual que los genocidios que han ocurrido durante la Historia.

—¿Los genocidios?

—Los perpetradores pueden racionalizar sus actos aduciendo cualquier motivo que les convenga y olvidarse después. Pueden apartar la vista de aquello que no quieren ver. Pero las víctimas no pueden olvidar. No pueden mirar hacia otro lado. La memoria se transmite de padres a hijos. El mundo, Aomame, es una lucha eterna entre una memoria y otra memoria opuesta.

—Es verdad —dijo Aomame. Luego frunció ligeramente el ceño. ¿Una lucha eterna entre una memoria y otra memoria opuesta?

—Te lo he preguntado sólo porque por un momento se me ha ocurrido si tú no habrías vivido algo similar.

—¿Por qué se te ha ocurrido algo así?

—No sé bien cómo explicarlo… Pensé que quizás a ti también te había pasado y que por eso vivías montándotelo a lo grande con desconocidos durante sólo una noche. Y me parecía que, en tu caso, había odio encerrado. Odio o cabreo. Tengo la impresión de que eres incapaz de buscarte un novio decente, salir y comer con él y, por supuesto, mantener relaciones sexuales sólo con esa persona, como hace la gente normal… Supongo que también es mi caso.

—¿Quieres decir que te resulta imposible seguir la rutina de la mayoría de la gente porque abusaron de ti cuando eras pequeña?

—Sospecho que sí —contestó Ayumi, y se encogió de hombros—. A mí me dan miedo los hombres. Es decir, mantener una relación profunda con alguien determinado. Y también aceptar a esa persona por completo. Sólo de pensarlo me pongo nerviosa. Pero a veces es duro estar sola. Necesito que un hombre me tome y me penetre. Tengo tantísimas ganas que no puedo reprimirme. En esos momentos me siento más cómoda con alguien completamente desconocido. Mucho más.

—¿Miedo?

—Sí, y me parece que mucho.

—Yo creo que no siento miedo, ni nada que se le parezca, de los hombres —dijo Aomame.

—¿Tú le tienes miedo a algo?

—Claro que sí —respondió Aomame—. A lo que más miedo le tengo es a mí misma. A no saber qué es lo que voy a hacer. No saber qué estoy haciendo en un momento dado.

—¿Y qué es lo que estás haciendo ahora?

Aomame observó durante un rato la copa de vino que tenía en la mano.

—Ojalá lo supiera —dijo Aomame alzando la cara—, pero no lo sé. Ni siquiera estoy lo suficientemente segura de mí misma como para saber en qué mundo o en qué año estoy.

—Estamos en 1984 y esto es Tokio, Japón.

—Ojalá pudiera afirmarlo con tanta seguridad como tú.

—¡Qué raro! —exclamó Ayumi, riendo—. Ahora mismo, ¿no eres capaz de afirmar o de convencerte de un hecho tan obvio?

—No sé cómo explicarlo, pero para mí no es un hecho tan obvio.

—¿De veras? —dijo Ayumi, asombrada—. Aunque no entiendo nada de lo que sientes o el estado en el que te encuentras, sea cuando sea, o estés donde estés, siempre habrá alguien a quien amas profundamente. A mí me das una envidia terrible. Yo no tengo a nadie así.

Aomame posó la copa de vino sobre la mesa. Se limpió ligeramente la boca con la servilleta y habló.

—Quizá tengas razón. Independientemente del momento que sea, o de dónde me encuentre, siempre querré verlo. Me muero por verlo. Eso es lo único cierto. Es lo único de lo que puedo estar segura.

—Si te parece bien, podría consultar la documentación de la policía. Si encontrara información, tal vez podríamos saber dónde está y qué hace.

Aomame negó con la cabeza.

—No busques, por favor. Creo que ya te lo dije: un día me lo encontraré de forma inesperada en alguna parte. Por casualidad. Sólo espero, paciente, a que ese momento llegue.

—Es como una de esas sagas de amor —dijo Ayumi, emocionada—. A mí me encantan. Se te pone la carne de gallina…

—Pero en la realidad es duro.

—Ya sé que es duro —admitió Ayumi. Se presionó ligeramente las sienes con la yema de los dedos—. Sin embargo, a pesar de que existe alguien que te gusta, a veces tienes ganas de acostarte con desconocidos, ¿no?

Aomame dio golpecitos con las uñas en el borde de la fina copa de vino.

—Necesito hacerlo para mantener un equilibrio, como persona de carne y hueso que soy.

—Pero ¿no afecta al amor que llevas dentro?

—Es igual que la rueda de la vida que hay en el Tíbet. Al girar, los valores y sentimientos existentes en la parte exterior suben y bajan. Se iluminan y se hunden en la oscuridad. Pero el amor verdadero no se mueve, permanece fijo en el eje de la rueda.

—Genial —dijo Ayumi—. La rueda de la vida del Tíbet.

Luego apuraron el vino que había quedado en las copas.

Dos días después, pasadas las ocho de la tarde, Aomame recibió una llamada de Tamaru. La conversación empezó sin saludos, como de costumbre, con un diálogo de negocios, sin ambages.

—¿Estás libre mañana por la tarde?

—Por la tarde no tengo nada que hacer, así pues, ¿a qué hora os conviene?

—¿Qué te parece a las cuatro y media?

Aomame le dijo que estaba bien.

—Perfecto —respondió Tamaru. Se oyó el ruido del bolígrafo al anotar la cita en un calendario. Hacía presión al escribir.

—Por cierto, ¿qué tal se encuentra Tsubasa? —preguntó Aomame.

—¡Ah! Creo que se encuentra bien. Madame se hace cargo de ella todos los días. Parece que la niña también está encariñada con Madame.

—Me alegro.

—Eso va bien. En cambio, ha ocurrido algo bastante desagradable.

—¿Algo desagradable? —preguntó Aomame. Cuando Tamaru dijo «bastante desagradable», Aomame supo que se refería a algo muy desagradable.

—La perra se ha muerto —dijo Tamaru.

—Con la perra, ¿te refieres a Bun?

—Sí. El extraño pastor alemán al que le gustaba comer espinacas. Se murió anoche.

Aomame se quedó sorprendida. La perra tenía tan sólo cinco o seis años. No era tan vieja como para morirse.

—Pues cuando la vi la última vez, no tenía mal aspecto…

—No se murió de enfermedad —aclaró Tamaru, con voz monótona—. Por la mañana, apareció hecha pedazos.

¿Hecha pedazos?

—Tenía las entrañas desparramadas, como si hubiera explotado. Estaban extendidas por todas partes. Tuvimos que ir recogiendo pedazo a pedazo con papel de cocina. El cadáver se encontraba en un estado deplorable, como si le hubieran dado la vuelta desde dentro. Parecía que alguien le hubiera colocado una pequeña y potente bomba en el interior del estómago.

—¡Pobre!

—La perra ya no tiene remedio —dijo Tamaru—. Una vez muerto, no se vuelve a la vida. Podemos encontrar un perro guardián que la sustituya. Lo que me preocupa es ¿qué ocurrió exactamente? No se trata de algo que cualquiera pueda hacer. Me refiero a lo de meter una bomba en el estómago de un perro. En principio, si alguien desconocido se le hubiera acercado, se habría puesto a ladrar como una loca. No es algo que pueda hacerse así como así.

—Es verdad —admitió Aomame con voz seca.

—Las chicas del centro de acogida han sufrido una conmoción y tienen miedo. La que se encargaba de darle de comer fue la que se encontró con ese panorama por la mañana. Vomitó con todas sus fuerzas y, luego, me llamó por teléfono. Le pregunté si habían sentido algo extraño la noche anterior. Nada. Ni siquiera oyeron el ruido de la explosión. Si se hubiera producido tal estruendo, lo normal sería que todas se hubieran despertado, porque estamos hablando de mujeres que viven presas del miedo. O sea, fue una explosión sorda. Tampoco oyeron los ladridos de la perra. Fue una noche silenciosa, como cualquier otra. Pero, por la mañana, la perra yacía con las entrañas completamente hacia fuera. Las vísceras, aún frescas, estaban esparcidas alrededor, y los cuervos del vecindario se regocijaban ya de mañana. Pero a mí había demasiadas cosas que no me hacían ninguna gracia, por supuesto.

—Está sucediendo algo extraño.

—Sin lugar a dudas —añadió Tamaru—. Está sucediendo algo extraño. Y si mi intuición no se equivoca, esto no es más que el comienzo.

—¿Has avisado a la policía?

—Ni hablar. —Tamaru soltó un sutil ruido burlón por la nariz—. La policía no sirve para nada. Lo único que hacen es seguir pistas equivocadas en el lugar equivocado, y la historia se complicaría aún más.

—¿Qué opina Madame al respecto?

—No opina nada. Cuando le comuniqué la noticia, tan sólo asintió —dijo Tamaru—. Soy yo el que se encarga de todo lo relacionado con la seguridad. De principio a fin. Después de todo, ése es mi trabajo.

Se hizo un silencio. Era un silencio plomizo, derivado de la responsabilidad.

—Mañana a las cuatro y media —dijo Aomame.

—Mañana a las cuatro y media —repitió Tamaru. Y colgó el teléfono sin hacer ruido.