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AOMAME

Cambió el paisaje, cambiaron las reglas

Aomame fue a la biblioteca municipal más cercana a su casa y, en el mostrador, solicitó consultar en el archivo de prensa en formato reducido los periódicos de tres meses, desde septiembre hasta noviembre de 1981. La bibliotecaria le preguntó qué periódicos deseaba, si el Asahi, el Yomiuri, el Mainichi o el Nikkei. Era una mujer de mediana edad, con gafas, que parecía más un ama de casa con un trabajo a tiempo parcial que una empleada regular de la biblioteca. Aunque no podía decirse que estuviera muy gorda, tenía las muñecas rollizas como jamones. «Me vale cualquiera», dijo Aomame. Daba igual uno que otro.

—Ya veo, pero le agradecería que eligiera uno, si es tan amable —dijo la mujer, con una voz monótona, como si rehusase discutir más.

Puesto que Aomame tampoco tenía intención de discutir, se decantó por el Mainichi, sin ningún motivo en particular. Luego se sentó a una mesa, abrió un cuaderno y, con un bolígrafo en la mano, empezó a revisar los artículos de los periódicos.

A comienzos del otoño de 1981 no ocurrió ningún incidente importante. En julio de ese año, el príncipe Carlos y Diana habían contraído matrimonio, una noticia de la que aún se hacía eco la prensa. Hablaba de adonde habían ido, qué habían hecho, qué ropa se había puesto Diana, qué complementos había llevado. Aomame sabía, por supuesto, que el príncipe Carlos y Diana se habían casado. Pero era algo que le traía sin cuidado. No era capaz de entender cómo a la gente podía interesarle tanto el enlace entre el heredero al trono de Inglaterra y su prometida. Juzgando a Carlos por su aspecto, parecía más un profesor de física con un problema digestivo que un príncipe.

En Polonia, Solidaridad, el sindicato dirigido por Walesa, intensificó su oposición al Gobierno soviético, el cual expresó su preocupación. En otras palabras, si el Gobierno polaco no era capaz de controlar la situación, despacharían unidades de tanques, como en la Primavera de Praga del 68. Aomame también estaba al corriente, más o menos, de eso. Además sabía que al final, tras diversos acontecimientos, la Unión Soviética había decidido no intervenir. Por eso no necesitaba leer aquel artículo a fondo. Sin embargo, seguramente con el objetivo de contener una intervención política de los soviéticos, Reagan, presidente de Estados Unidos, había declarado que «esperaba que la tensión en Polonia no obstaculizara el plan de cooperación entre Estados Unidos y la Unión Soviética para la construcción de una base lunar». ¿Construcción de una base lunar? De eso no había oído hablar. Pero, ahora que lo pensaba, tenía la impresión de que, hacía poco tiempo, en un telediario habían hablado algo de eso. Fue la noche en que echó el polvo con el hombre de mediana edad de pelo ralo, oriundo de Kansai, en el hotel de Akasaka.

El 20 de septiembre se celebró en Yakarta un gran campeonato mundial de vuelo de cometas en el que se reunieron más de diez mil personas. A Aomame no le sonaba aquella noticia, pero tampoco le extrañó que no le sonase. ¿Quién demonios iba a recordar una noticia de un campeonato de vuelo de cometa celebrado hacía tres años en Yakarta?

El 6 de octubre, Sadat, presidente de Egipto, fue asesinado por terroristas de un grupo radical islámico. Aomame se acordaba del caso y volvió a compadecerse de Sadat, porque a ella le gustaba bastante la calva del presidente y además sentía una fuerte aversión generalizada hacia los fundamentalistas religiosos. Sólo de pensar en la estrechez de miras de esos tipos, en su complejo de superioridad y en la desconsiderada opresión que ejercían hacia otras personas, le hervía la sangre. Era incapaz de controlar esa rabia. Pero aquello no tenía nada que ver con el asunto que la concernía en aquel momento. Tras respirar hondamente varias veces y calmar los nervios, Aomame pasó a la siguiente página.

El 12 de octubre, en una zona residencial del barrio de Itabashi, en Tokio, un cobrador de la NHK (de 56 años de edad) discutió con un estudiante universitario que se negaba a pagarle la cuota de recepción y le infligió una herida grave en el vientre al clavarle un cuchillo de cocina que llevaba metido en el maletín. El cobrador fue detenido in situ por los agentes de policía que acudieron. Se encontraba allí de pie, como ausente, con el cuchillo ensangrentado en la mano, y no ofreció ninguna resistencia cuando lo detuvieron. Un compañero de trabajo declaró que el cobrador llevaba seis años trabajando como empleado y que tanto su actitud laboral como su expediente profesional habían sido excelentes.

Aomame ignoraba que aquel caso hubiera ocurrido. Todos los días ojeaba el Yomiuri de cabo a rabo. Procuraba leer detenidamente las páginas de sucesos —sobre todo cosas relacionadas con crímenes—, y aquel caso ocupaba casi media página de la sección de sucesos del periódico vespertino. Era imposible que se le hubiera pasado por alto un artículo tan grande. Pero, por supuesto, no era improbable que por algún motivo no lo hubiera visto. Aunque resultara dudoso, no podía negarlo tajantemente.

Se le formó una arruga en la frente y comenzó a pensar un instante sobre esa posibilidad. Luego escribió la fecha en el cuaderno y anotó un resumen del caso.

Decía que el cobrador se llamaba Shinosuke Akutagawa. Un nombre fantástico. Parecía el de un gran literato. No traía ninguna fotografía de él; sólo del apuñalado, Akira Tagawa (de 21 años de edad). Tagawa-san era un estudiante de tercer curso en la Facultad de Derecho de la Nihon Daigaku, y segundo dan en kendo. Si hubiera tenido una espada de bambú consigo, no lo habrían apuñalado fácilmente, pero la gente normal no suele hablar con los cobradores de la NHK con una espada de bambú en la mano. Además, los cobradores normales de la NHK tampoco andan con un cuchillo de cocina en el maletín. Aomame rastreó con atención la información aparecida durante los días posteriores, pero no encontró ningún artículo que dijese que el estudiante apuñalado hubiera fallecido. Quizás había escapado a las garras de la muerte.

El 16 de octubre se produjo un gran accidente en unas minas de carbón en Yubari, Hokkaidō. En una extracción minera a mil metros bajo tierra se originó un incendio y las más de cincuenta personas que se encontraban allí trabajando se murieron asfixiadas. Las llamas del incendio llegaron casi hasta la superficie y se llevaron diez vidas más. Para evitar la expansión del fuego, la empresa anegó el pozo de la mina con una bomba de agua, sin comprobar si el resto de los trabajadores estaban vivos o muertos. El total de fallecidos ascendió a noventa y tres personas. Fue un incidente doloroso. El carbón es una fuente de energía «sucia»; y extraerlo, una tarea peligrosa. La empresa extractora escatimaba invertir en maquinaria y equipos, y las condiciones laborales eran pésimas. Ocurrían muchos accidentes, en los cuales los pulmones siempre salían dañados. Pero como el precio del carbón era barato, había gente y negocios que lo requerían. Aomame se acordaba bien de aquel accidente.

El caso que Aomame buscaba ocurrió el 19 de octubre, fecha en la cual aún coleaba la tragedia del accidente en las minas de Yubari. Aomame no había tenido noticia de aquel caso —hasta que lo había oído en boca de Tamaru hacía unas pocas horas—. Aquello era imposible, porque el titular del incidente, ineludible, aparecía impreso en grandes caracteres en la portada de la edición matutina.

TIROTEO CON UN GRUPO RADICAL EN LAS MONTAÑAS

DE YAMANASHI: 3 AGENTES MUERTOS

También traía una gran fotografía aérea del lugar donde había ocurrido el incidente. Estaba en los aledaños del lago Motosu. Incluía además un sencillo mapa. Era en medio de unas montañas, en el extremo de una zona que habían explotado como zona turística. Retratos de tres de los agentes fallecidos de la policía de Yamanashi. La brigada especial de paracaidistas de las Fuerzas Armadas de Autodefensa movilizándose en helicóptero. Uniformes militares de camuflaje, rifles de francotirador con mira y recortadas automáticas.

Durante un buen rato, Aomame sintió cómo se le retorcía la cara. Cada uno de sus músculos faciales se estiraba todo lo que podía para expresar apropiadamente sus sentimientos. Pero como había divisiones a ambos lados de la mesa, nadie atestiguó aquella transformación tan impetuosa. A continuación, Aomame respiró con fuerza. Absorbió el aire a su alrededor y lo expulsó con decisión. Del mismo modo que cuando una ballena emerge a la superficie del agua y renueva todo el aire que contienen sus gigantescos pulmones. Sobrecogido por el ruido que hizo, un estudiante de instituto que estaba sentado de espaldas a ella se volvió hacia Aomame, aunque no dijo nada, claro. Sólo se había asustado.

Tras pasar un rato con el rostro desencajado, Aomame distendió con esfuerzo cada uno de los músculos e hizo que su cara fuera la de siempre. Luego, estuvo bastante tiempo dándose golpecitos con el extremo del bolígrafo en los dientes incisivos, mientras ponía las ideas en orden. Debía de haber una razón. Es decir, tenía que haber una razón. «¿Cómo se me ha podido pasar inadvertido un incidente tan grave, que ha estremecido a todo Japón?

»Pero es que no es sólo ese incidente. Tampoco me he enterado del caso del cobrador de la NHK que apuñaló al estudiante. Es muy extraño. No se me han podido escapar, una tras otra, unas noticias tan llamativas. Ante todo, soy escrupulosa y prudente. Me fijo incluso en errores de un milímetro. Confío en mi memoria. Por eso mismo he podido sobrevivir enviando a quien fuera al otro mundo, sin cometer un solo error. He leído con atención el periódico todos los días, y cuando digo “leer con atención el periódico” me refiero a no pasar por alto una sola noticia que pueda resultar mínimamente significativa».

Era obvio que el incidente del lago Motosu se había tratado a fondo en las páginas de los diarios durante varios días. Las Fuerzas Armadas de Autodefensa y la policía prefectural persiguieron a los diez miembros huidos del grupo radical, y se organizó una cacería de gran envergadura en las montañas, durante la cual tres personas fueron abatidas, dos sufrieron heridas graves y cuatro (entre ellas una mujer) fueron arrestadas. Una persona se encontraba en paradero desconocido. Todos los periódicos se volcaron en la información del incidente. Debido a ello, la noticia del caso del cobrador de la NHK que apuñaló a un estudiante en Itabashi pasó inadvertida.

No cabía duda de que la NHK —que, por supuesto, no dio la cara— había suspirado de alivio, porque, obviamente, si se hubiera convertido en una gran noticia, los medios de comunicación habrían pedido explicaciones a voces, en el momento crítico, sobre el sistema de cobro de la NHK o sobre la propia organización de la empresa. A comienzos de aquel verano, el Partido Liberal Demócrata se había quejado por un programa especial de la NHK sobre el caso de corrupción Lockheed y había conseguido que cambiaran los contenidos. Antes de su emisión, la NHK había explicado con todo detalle el contenido del programa a algunos políticos del partido en el poder y les había preguntado respetuosamente: «¿Qué les parecería que emitiéramos esto?». Por sorprendente que parezca, era una práctica que tenía lugar a diario. El presupuesto de la NHK necesitaba la aprobación de la Dieta, y la directiva de la empresa temía el tipo de represalias que podrían tomar, en caso de que disgustasen al partido en el poder o al Gobierno. Además, dentro del partido electo se creía que la NHK no era más que un mecanismo para publicitarse a sí mismos. Al divulgar aquellos trapos sucios, una gran parte del pueblo empezó a desconfiar, naturalmente, de la autonomía e imparcialidad política de los programas de la NHK. Además, los impagos de la cuota de recepción también cobraron vigor.

Dejando al margen el incidente del lago Motosu y el caso del cobrador de la NHK, Aomame recordaba con claridad todos los demás acontecimientos y accidentes que habían ocurrido durante aquel período. Aparte de esos dos, ninguna otra noticia se escapaba a su memoria. Se acordaba de haber leído todos los artículos en su momento. Sin embargo, únicamente el tiroteo en el lago Motosu y el caso del cobrador de la NHK no permanecían en su memoria. ¿A qué se debía? «Si se hubiera producido algún fallo en mi cerebro, podría haberme saltado los artículos sobre esos dos casos, o tal vez haber eliminado hábilmente sólo esos recuerdos».

Aomame cerró los ojos y se presionó fuertemente las sienes con las puntas de los dedos. «Aunque también hay otra posibilidad. Quizás haya surgido en mi mente una especie de función para reemplazar la realidad que ha seleccionado sólo determinadas noticias, las ha cubierto por completo con un lienzo negro para que no pudiera verlas y ha conseguido que no las conserve en la memoria. Ni la renovación del arma y del uniforme reglamentarios de la policía, ni la cooperación soviético-estadounidense en la construcción de una base lunar, ni el apuñalamiento del estudiante con un cuchillo de cocina por un cobrador de la NHK, ni el violento tiroteo entre un grupo radical y una brigada especial de las Fuerzas Armadas de Autodefensa en el lago Motosu. ¿Pero qué tienen en común todos esos hechos?

»Por más que lo piense, no tienen nada en común».

Aomame seguía dándose golpecitos en los incisivos con el extremo del bolígrafo, mientras le daba vueltas a la cabeza.

Transcurrido un buen rato, de repente le vino algo a la cabeza.

«Podría verlo de la siguiente forma: yo no soy la que tengo un problema; es el mundo que me rodea. Mi conciencia y mis sentidos no sufren ninguna anormalidad; una fuerza incomprensible ha entrado en acción y el mundo a mi alrededor se ha transformado».

Cuanto más consideraba esa hipótesis, más natural le parecía a Aomame, ya que no experimentaba ninguna sensación de defecto o distorsión sensorial.

Por eso decidió ir más allá todavía en su hipótesis:

«No soy yo la que está enloqueciendo, es el mundo».

Sí, eso era.

«En algún momento, el mundo que conozco ha desaparecido o se ha marchado y un mundo diferente lo ha sustituido. Igual que un cambio de agujas en las vías del tren. Es decir, los sentidos de este yo que se encuentra aquí pertenecen al primer mundo, pero ese mundo se ha convertido en otro diferente, en el cual la transformación de la realidad es, por ahora, algo limitado. La mayor parte del nuevo mundo se sirve del mundo que yo conozco tal y como es. Por eso no noto en mi vida diaria (de momento) casi ninguna merma. Pero probablemente, a medida que vayan avanzando las “partes transformadas”, a mi alrededor irán surgiendo diferencias aún más grandes. El margen de error se irá hinchando de forma progresiva. Y, en función de la situación, ese margen podría dañar la lógica de mis actos y hacerme incurrir en un error fatal. Si eso sucediera, me costaría literalmente la vida.

»Un mundo paralelo».

Aomame frunció el ceño como cuando tenía algo muy ácido en la boca. Pero no de la manera violenta de hacía un rato. Luego volvió a darse golpecitos en los incisivos con el extremo del bolígrafo y emitió un pesado gruñido procedente del fondo de la garganta. El estudiante a sus espaldas la oyó, pero esta vez fingió no haberla oído.

«Esto se está convirtiendo en ciencia ficción», pensó Aomame.

«¿Y si estuviera inventándome esa teoría a mi antojo en defensa propia? En realidad, tal vez me esté volviendo simplemente loca. Me parece que mi mente está del todo normal. Creo que mis sentidos no sufren ningún trastorno. Pero ¿acaso no cree la mayoría de los enfermos mentales que ellos están en sus cabales y que es el mundo el que enloquece? ¿No me habré sacado del bolsillo esa idea disparatada del mundo paralelo para legitimar forzosamente mi demencia?

»Necesito la opinión juiciosa de una tercera persona.

»Pero no puedo ir a un psicoanalista para que me examine. Las cosas se han complicado demasiado y hay demasiados hechos de los que no puedo hablar. Por ejemplo, el “trabajo” que he realizado infringe la Ley, sin lugar a dudas. He matado a un hombre en secreto con un picahielos casero. No puedo confesárselo a un médico. Aunque existan tipos retorcidos de una abyección sin límites que no ponen reparos a que la otra persona haya asesinado.

»Incluso en el caso de lograr ocultar la parte ilegal, la parte legal de mi vida no es ninguna maravilla precisamente. Parece un baúl atestado de ropa sucia. Hay material suficiente como para arrastrar a una persona a la locura. No, puede que esté lleno hasta para dos o tres personas. Esto es lo que ocurriría sólo con hablar de mi vida sexual. No es algo que pueda exponer delante de otros.

»No puedo ir al médico», pensó Aomame. «No me queda más remedio que solucionarlo por mí misma.

»Intentaré hacer avanzar un poco más mi hipótesis.

»Si eso fuera en verdad lo que ha sucedido, es decir, si el mundo en el que estoy ha sido realmente sustituido, ¿cuándo, dónde y cómo se ha producido ese cambio concreto de las agujas?».

Aomame volvió a concentrarse y siguió sus recuerdos.

La primera vez que percibió que una parte del mundo había cambiado fue unos días antes, cuando eliminó al especialista en yacimientos petrolíferos en la habitación de un hotel de Shibuya. Se bajó de un taxi en la Ruta 3 de la autopista metropolitana, descendió a la Ruta 246 por unas escaleras de emergencia, se cambió las medias y se dirigió a la estación de la línea Tókyō en Sangenjaya. Por el camino se cruzó con un joven agente de policía y se fijó por primera vez en que el aspecto de éste difería del de siempre. Ahí comenzó. Siendo así, el cambio de agujas del mundo quizá se había producido un poco antes, ya que un agente que había visto aquella misma mañana cerca de su casa llevaba el uniforme usual y un revólver de los viejos.

Aomame recordó la extraña sensación que experimentó en el taxi al escuchar el comienzo de la Sinfonietta de Janáček, atrapada en el atasco. Aquella sensación como si le retorcieran el cuerpo. Igual que si le estrujaran toda su composición corporal, como una bayeta. «Entonces el conductor me dijo que había unas escaleras de emergencia en la autopista metropolitana y yo me quité los zapatos de tacón y descendí por aquellas peligrosas escaleras. Mientras bajaba descalza, con el viento soplando con fuerza, la fanfarria inicial de la Sinfonietta resonaba en mis oídos sin cesar. Quizá fue ése el comienzo», pensó Aomame.

El conductor del taxi también le causó una impresión extraña. Aomame aún recordaba las palabras que pronunció cuando se despidieron. Esas palabras se reprodujeron en su cabeza con la máxima exactitud:

«Cuando se hace algo así, el paisaje cotidiano tal vez parezca un poco diferente al de siempre. A mí me ha pasado. Pero no se deje engañar por las apariencias. Realidad no hay más que una».

«El conductor este dice cosas extrañas», pensó Aomame en aquel momento. Pero no entendía bien qué quería decir, ni le preocupaba demasiado. Ella tiró hacia delante con prisa, sin tiempo para reflexionar sobre asuntos complicados. Pero al reconsiderarlo todo, aquellas palabras le parecieron, realmente, inesperadas y extrañas. Se podían entender como un consejo y también como un mensaje insinuado. «¿Qué demonios habrá querido transmitirme el conductor?».

Y la música de Janáček.

«¿Por qué supe de inmediato que aquella música era la Sinfonietta de Janáček? ¿Cómo pude conocer una obra compuesta en 1926? La Sinfonietta de Janáček no es el tipo de música popular que cualquiera reconoce escuchando sólo el tema inicial. Además, la música clásica nunca me ha apasionado demasiado. Ni siquiera sé realmente en qué se diferencia la música de Haydn de la de Beethoven. Sin embargo, en cuanto escuché la música que emitía la radio del taxi, supe que se trataba de la Sinfonietta de Janáček. ¿Y por qué la música había hecho que mi cuerpo sintiera esa especie de intenso y particular estremecimiento?

»Sí, era un tipo de estremecimiento muy particular. Como si un recuerdo latente dormido desde hace mucho tiempo despertase de improviso por algún motivo. Me agarró por el hombro e hizo que me estremeciera. Quizás aquella música estaba íntimamente relacionada con algún instante de mi vida. Quizá con el fluir de la música se había encendido de forma mecánica un interruptor y algunos de mis recuerdos se habían despertado. La Sinfonietta de Janáček».

Pero por mucho que rebuscara en el fondo de su memoria, no lo encontraba.

Aomame miró a su alrededor, observó las palmas de sus manos, inspeccionó la forma de las uñas y, por si acaso, comprobó la forma del pecho, agarrándoselo por encima de la camisa con ambas manos. No había cambiado. Tenían el mismo tamaño y la misma forma. «Soy la de siempre, es el mundo de siempre». Pero algo empezaba a cambiar. Aomame podía sentirlo. Era igual que el juego de las siete diferencias. Había dos dibujos. Al colgarlos de la pared uno al lado del otro y compararlos, parecían exactamente el mismo dibujo. Sin embargo, inspeccionando cada detalle con atención se percibían algunas pequeñas diferencias.

Aomame pasó a otra cosa y, valiéndose de las recopilaciones de los periódicos, anotó los detalles del tiroteo en el lago Motosu. Se presumía que los cinco Kaláshnikov automáticos AK-47 fabricados en China habían sido introducidos de contrabando desde la península de Corea.

Seguramente eran armas de segunda mano que habían sido utilizadas por el Ejército, y no estaban nada mal. Venían cargados de munición. El litoral japonés es largo. No resulta tan difícil construir un barco espía camuflado de barco pesquero e introducir armas y munición aprovechando el manto de la noche. Esa gente introducía anfetaminas y armas en Japón y se iba con cantidades enormes de yenes.

Los agentes de la policía de Yamanashi sabían que un grupo radical se estaba armando por todo lo alto en aquel lugar. Con una orden de investigación por agresión —sólo era un pretexto—, partieron en dos coches patrulla y un minibús, y se dirigieron con el equipo habitual hacia la «granja» que servía de base de operaciones a aquel grupo llamado «Amanecer». Los miembros del grupo vivían abiertamente de la agricultura, mediante métodos orgánicos. Se negaron a la inspección oficial de la policía en la explotación agrícola. Como era de esperar, se montó un jaleo, con empujones de por medio, y en un momento determinado se inició un tiroteo.

Aunque en realidad nunca las habían utilizado, disponían incluso de granadas de mano de alta potencia fabricadas en China. Si no los atacaron con ellas fue porque, desde que las habían adquirido, no se habían entrenado bastante como para manejarlas bien. Fue realmente una suerte. En caso de haberlas usado, los daños a la policía y a las Fuerzas Armadas de Autodefensa habrían sido mucho mayores. Para empezar, la policía ni siquiera llevaba chalecos antibala. Luego se comentó lo ilusas que habían sido las autoridades policiales en su análisis de la situación, además de la obsolescencia del equipo. Pero lo que más asombró a la sociedad fue el hecho de que un grupo radical perseverase en forma de unidad de combate y que estuvieran actuando subrepticiamente con gran energía. El escandaloso alboroto de la «revolución», en la segunda mitad de los sesenta, ya había pasado, y se pensaba que los grupos radicales supervivientes se habían extinguido tras el incidente de Asama-Sansō[6].

Una vez tomadas todas las notas, Aomame devolvió los periódicos al mostrador, eligió un grueso libro titulado Compositores del mundo de la estantería de música y regresó a la mesa. Entonces lo abrió por la página de Janáček.

Leos Janáček nació en un pueblo de Moravia en 1854 y falleció en 1928. El libro traía una fotografía de sus últimos años de vida. Tenía la cabeza cubierta de canas semejantes a briosas flores silvestres, sin calvas. Incluso no se sabía cómo era la forma de su cráneo. La Sinfonietta la compuso en 1926. Janáček llevaba una vida conyugal desgraciada, carente de amor, pero en 1917, con sesenta y tres años de edad, conoció a Kamila, una mujer casada, y se enamoró de ella. Era un amor maduro entre personas casadas. Aquejado de una crisis temporal, Janáček recobró el impulso creador gracias a los encuentros con Kamila, y sus últimas obras maestras se ganaron, una tras otra, el reconocimiento del público.

Un buen día, paseando con ella por el parque, vio que estaban dando un concierto en un quiosco al aire libre y se quedó de pie escuchando la interpretación. En ese instante, Janáček sintió una dicha repentina y se le ocurrió el motivo musical de la Sinfonietta. Contaba con nostalgia que en ese momento sintió que algo había estallado en su cabeza y que una viva sensación de éxtasis se apoderó de él. Casualmente, por aquel entonces le encargaron una fanfarria para un gran acontecimiento deportivo; como motivo para la fanfarria usó el «motivo» que se le había ocurrido en el parque y así nació la Sinfonietta. El libro explicaba que se titula «Pequeña sinfonía», pero que tiene una estructura nada convencional, que combina una brillante fanfarria festiva de cobres con un apacible conjunto de cuerda centroeuropeo, y crea un ambiente único.

Por si acaso, Aomame resumió en el cuaderno aquellos datos biográficos y la explicación sobre la composición musical. Sin embargo, el artículo del libro no le daba ninguna pista sobre qué tipo de conexión había o qué tipo de conexión podría haber entre la Sinfonietta y Aomame. Al salir de la biblioteca deambuló por la ciudad, donde ya empezaba a anochecer. A veces hablaba sola y otras negaba moviendo la cabeza.

«Por supuesto, no es más que una hipótesis», pensó Aomame mientras caminaba. «Pero por ahora es la hipótesis más convincente que tengo. Al menos, hasta que se me presente otra aún más convincente, creo que debo actuar conforme a ella. De lo contrario, podría derrumbarme. Para ello debería llamar de forma adecuada a este nuevo estado en el que me encuentro. Requiere un apelativo singular para diferenciarlo del mundo de antaño, en el que los policías andaban con revólveres de los viejos. Hasta los gatos y los perros necesitan un nombre Un nuevo mundo, transformado, no va a ser menos».

«1Q84[7]: así voy a denominar este nuevo mundo», decidió Aomame.

«Q de question mark. Algo que carga con una interrogación a sus espaldas».

Aomame asintió sola mientras caminaba.

«Me guste o no, ahora me encuentro en “1Q84”. El año 1984 que yo conocía ya no existe. Esto es 1Q84. El aire ha cambiado, el paisaje ha cambiado. Me tengo que adaptar rápidamente a la forma de ser de este mundo con signo de interrogación. Igual que un animal liberado en un nuevo bosque. Para protegerme y sobrevivir, tengo que comprender sin dilación las reglas del lugar y amoldarme a ellas».

Aomame fue a una tienda de discos próxima a la estación de Jiyūgaoka y buscó la Sinfonietta de Janáček. El moravo no era un compositor muy famoso. El rincón en el que se agrupaban los discos de Janáček era diminuto y sólo encontró un disco que incluyera la Sinfonietta. Estaba interpretada por la Orquesta de Cleveland, bajo la batuta de George Szell. En la cara A traía el Concierto para orquesta de Bartók. No sabía si la interpretación era buena, pero como no tenía elección, se compró el elepé. Regresó a casa, sacó un Chablis del frigorífico, lo descorchó, colocó el disco sobre el plato y dejó caer la aguja. Luego escuchó atentamente la música mientras bebía el vino bien frío. La fanfarria del inicio resonó de forma brillante. Era la misma música que había escuchado en el taxi. Sin duda. Cerró los ojos y concentró sus sentidos en la música. La interpretación no estaba mal. Pero no ocurrió nada. Simplemente sonaba música. Ni se le retorció el cuerpo, ni se le alteraron los sentidos.

Después de escuchar toda la obra hasta el final volvió a meter el disco en su funda, se sentó en el suelo y se bebió el vino apoyada contra la pared. Mientras reflexionaba estaba tan absorta que apenas notaba el sabor del vino. Fue al lavabo, allí se lavó la cara con jabón, se arregló las cejas con unas tijeritas y se limpió los oídos con bastoncillos de algodón.

«O me estoy volviendo loca o es el mundo el que enloquece. Una de dos. No sé cuál es. La botella y el tapón no encajan. Puede ser culpa de la botella o del tapón, pero de todos modos, la realidad de la diferencia de tamaños es inamovible».

Aomame abrió el frigorífico e inspeccionó su interior. Como hacía días que no iba a la compra, no había gran cosa. Sacó una papaya madura, la cortó con un cuchillo en dos mitades y se la comió con una cuchara. Luego cogió tres pepinos, los lavó y se los comió con mayonesa. Los masticó lentamente, tomándose su tiempo. Se bebió un vaso de leche de soja. Ésa fue toda la cena. Una comida frugal, pero perfecta para evitar el estreñimiento. El estreñimiento era una de las cosas que más repugnancia le hacían sentir en el mundo. Tanto como los hombres infames que practicaban la violencia doméstica o como los fundamentalistas religiosos de miras estrechas.

Al acabar de cenar, Aomame se desnudó y se dio una ducha caliente. Salió de la ducha, se secó con una toalla y miró su cuerpo desnudo reflejado en el espejo de la puerta. Un vientre plano y unos músculos firmes. El pecho un poco desproporcionado entre ambos lados y un pubis que recordaba a un campo de fútbol mal cuidado. «Otra vez se acerca el maldito cumpleaños. ¡Joder, mira que llegar a los treinta precisamente en un mundo sin sentido como éste!», pensó Aomame, y frunció el ceño. 1Q84.

Ahí era donde estaba ella.