3
AOMAME
La manera de nacer no se puede elegir, pero sí la de morir
Aquella noche en la que el mes de julio se aproximaba a su término, cuando por fin se desvanecieron las gruesas nubes que habían encapotado el cielo durante tanto tiempo, las dos lunas se perfilaban nítidamente. Aomame contemplaba la escena desde el pequeño balcón de la habitación. Sintió ganas de llamar a alguien y decirle: «Asómate un rato por la ventana y haz el favor de mirar al cielo. ¿Qué? ¿Cuántas lunas hay? Aquí, yo veo dos, claramente. ¿Y tú?».
Pero no tenía a nadie a quien pudiera llamar. Tal vez a Ayumi, pero Aomame no quería estrechar aún más su relación con ella. Era una agente de policía en activo. Posiblemente dentro de muy poco tiempo, Aomame tendría que matar a otro hombre, cambiar de cara, cambiar de nombre, marcharse a un lugar distinto y borrar su identidad. Por supuesto, no podría volver a ver a Ayumi. Ni siquiera podría ponerse en contacto con ella. Era un trago amargo tener que cortar los vínculos una vez que se había trabado amistad con alguien.
Aomame volvió a su habitación, cerró la puerta de cristal y conectó el aire acondicionado. Corrió las cortinas de tal forma que se interpusieron entre las lunas y ella. Esas dos lunas la perturbaban. Era como si trastornaran sutilmente el equilibrio gravitacional de la Tierra y ejercieran algún efecto sobre su cuerpo. Aunque todavía faltaba para que le viniera la regla, se sentía pesada y con una extraña languidez. Tenía la piel reseca y las pulsaciones alteradas. Aomame intentó no pensar más en las lunas, aunque se tratara de algo en lo que debía pensar.
Para librarse de la languidez, hizo estiramientos sobre la alfombra. Se concentró en cada uno de los músculos que apenas tenía la oportunidad de utilizar en su vida diaria y los exprimió a fondo de manera sistemática. Los músculos chillaron en silencio y el sudor se derramó por el suelo. Ella misma había ideado aquel programa de estiramientos, que cada día se iba renovando y haciendo más extremo y eficaz.
Era un programa hecho exclusivamente para sí misma. No lo utilizaba en las clases del gimnasio. Una persona normal no podía soportar tanto dolor. La mayoría de sus compañeros instructores daría alaridos al probarlo.
Mientras despachaba los ejercicios, escuchaba un disco de la Sinfonietta de Janáček dirigida por George Szell. Aunque la Sinfonietta se terminó al cabo de unos veinticinco minutos, le dio tiempo de torturar sus músculos de manera bastante eficaz. No había sido ni demasiado corto ni demasiado largo. El tiempo justo. Cuando la pieza se terminó y el brazo de la aguja regresó automáticamente a su posición original tras detenerse el plato, Aomame tenía la cabeza y el cuerpo como un trapo estrujado.
Aomame ya se sabía de memoria la Sinfonietta, de principio a fin. Al escuchar aquella música mientras estiraba hasta el límite su cuerpo, sentía una misteriosa calma. En ese instante, ella torturaba y al mismo tiempo era torturada. Forzaba y al mismo tiempo era forzada. Era justo esa autosuficiencia interna lo que buscaba y lo que la apaciguaba. La Sinfonietta de Janáček se había convertido en una buena banda sonora para ello.
Antes de las diez de la noche sonó el teléfono. Al coger el auricular, se oyó la voz de Tamaru.
—¿Qué planes tienes para mañana? —preguntó.
—Acabo el trabajo a las seis y media.
—¿Podrías pasarte por aquí luego?
—Sí —respondió Aomame.
—Perfecto —dijo Tamaru. Se oyó el ruido de un bolígrafo escribiendo en una agenda.
—Por cierto, ¿habéis comprado otro perro? —preguntó Aomame.
—¿Perro? ¡Ah! Sí, otro pastor alemán hembra. Aún no sé bien qué carácter tiene, pero ha recibido un adiestramiento básico y parece que escucha lo que se le dice. Llegó hace unos diez días y es bastante dócil. Las chicas también se sienten más tranquilas con el perro.
—Me alegro.
—Ésta se contenta con comida para perro normal y corriente. No da la lata.
—Normalmente, los pastores alemanes no comen espinacas.
—Aquélla era, sin duda, una perra rara. Y dependiendo de la estación del año, las espinacas no eran nada baratas… —se quejó Tamaru con un aire de añoranza. A continuación, hizo una pausa de unos segundos y cambió de tema—. Hoy la Luna está preciosa.
Aomame frunció un poco el ceño al aparato.
—¿Por qué me hablas de repente de la Luna?
—¿Es que no puedo hablar de vez en cuando de la Luna?
—Claro —repuso Aomame. «Pero tú no eres de los que habla por teléfono de las beldades de la Naturaleza, a menos que sea necesario».
Tamaru se quedó callado durante un rato y luego retomó la palabra.
—El otro día me hablaste de la Luna por teléfono. ¿No te acuerdas? Desde entonces no me la saco de la cabeza. Además, al mirar el cielo hace un rato estaba todo despejado, sin una nube, y la Luna estaba preciosa.
«¿Y cuántas lunas había?», estuvo a punto de preguntarle Aomame. Pero renunció a la idea. Era demasiado peligroso. El otro día, Tamaru le había hablado de su pasado; de que se había criado huérfano, sin conocer siquiera el rostro de sus padres; de su nacionalidad. Fue la primera vez que conversaba tanto con Tamaru. Era un hombre que no solía contar muchas cosas sobre sí mismo. A él, Aomame le caía bien. Se fiaba de ella, a su modo. Pero era un profesional y había sido entrenado para cumplir su objetivo tomando la distancia más corta. Era mejor no abrir demasiado la boca.
—Una vez terminado el trabajo, creo que puedo estar ahí sobre las siete —anunció ella.
—Perfecto —dijo Tamaru—. Tendrás hambre. Como mañana el cocinero no trabaja, no te podremos ofrecer una cena decente, pero al menos te prepararé un sándwich, si te parece bien.
—Gracias —dijo Aomame.
—Vamos a necesitar tu carnet de conducir, el pasaporte y la tarjeta sanitaria. Quiero que los traigas mañana. Además, quiero que me des un duplicado de las llaves de tu piso. ¿Es posible?
—Creo que sí.
—Una cosa más: con respecto al asunto del otro día, me gustaría hablar a solas contigo. Una vez que acabes con Madame, quiero que me reserves un rato.
—¿Qué asunto?
Tamaru se quedó callado un instante. Fue un silencio pesado como un saco de arena.
—Había algo que querías conseguir. ¿No te acuerdas?
—¡Claro que me acuerdo! —contestó Aomame precipitadamente. Un rincón de su cabeza todavía estaba en la Luna.
—Mañana a las siete —dijo Tamaru, y colgó el teléfono.
Al día siguiente, el número de lunas no había cambiado. Una vez terminado el trabajo, después de tomarse una ducha rápido y corriendo y salir del gimnasio, pudo ver las dos lunas de tonos pálidos al este, en el cielo todavía claro. Aomame se detuvo sobre el puente peatonal que franqueaba la calle Gaien Nishi y, apoyada en la barandilla, estuvo contemplando las dos lunas durante un buen rato. Excepto ella, nadie más se había parado a admirar la Luna. La gente que pasaba por la calle sólo lanzaba miradas, extrañada, a Aomame, que estaba allí quieta, observando el cielo. Se dirigían a paso rápido hacia la estación de metro, como si no tuvieran el más mínimo interés ni por el cielo ni por la Luna. Mientras contemplaba las lunas, Aomame empezó a sentir la misma languidez que había sentido el día anterior. Pensó que debería dejar de mirarlas de esa manera. «El efecto que ejercen en mí no es bueno. Pero por mucho que me esfuerzo en no mirar, no puedo evitar sentir la mirada de las lunas en mi piel. Aunque yo no las mire, ellas me miran a mí. Ellas saben lo que voy a hacer».
La señora y Aomame tomaban café, caliente y cargado, de unas tazas antiguas decoradas. La señora vertió un poco de leche por el borde de su taza y bebió sin removerlo. No llevaba azúcar. Aomame bebió café solo, como de costumbre. Tamaru le trajo el sándwich que le había preparado, tal y como le había prometido. Venía cortado en trozos pequeños, para poder comerlos de un bocado. Aomame tomó varios trozos. Sólo era pan de centeno con pepino y queso, pero sabía a gloria. Tamaru preparaba platos sencillos de una manera refinada y precisa. Era diestro utilizando el cuchillo y sabía cortar todos los ingredientes del tamaño y del grosor apropiados. Sabía en qué orden debía realizar las operaciones. Eso bastaba para que el sabor de la comida cambiase de manera sorprendente.
—¿Ha terminado de preparar las maletas? —preguntó la señora.
—Doné la ropa y los libros que no me hacían falta. Lo que necesito para empezar una nueva vida lo he metido en una bolsa, para poder transportarlo rápidamente. En el apartamento sólo he dejado lo que voy a necesitar estos días: electrodomésticos, utensilios de cocina, la cama y el futón, y la vajilla y la cubertería.
—De lo que deje, ya nos desharemos nosotros. En cuanto al contrato del piso y demás formalidades, no hace falta que se preocupe por nada. Puede coger sólo la maleta de mano que vaya a necesitar e irse.
—¿No será mejor que diga algo en el trabajo? Seguramente sospecharán cuando un día desaparezca de repente.
La señora puso tranquilamente la taza de café sobre la mesa.
—Por eso tampoco hace falta que se preocupe.
Aomame asintió en silencio. Cogió otro trozo de sándwich y bebió café.
—A propósito, ¿tiene ahorros en el banco? —preguntó la señora.
—En la cuenta de ahorros normal tengo seiscientos mil yenes y, además, doscientos mil en un depósito fijo.
La señora evaluó la cantidad.
—De la cuenta de ahorros puede sacar hasta cuatrocientos mil yenes en varias tandas. El depósito fijo no lo toque. Cancelarlo así de repente no sería bueno. Ellos podrían estar controlando su vida privada. Seamos precavidas. El resto se lo proporcionaré yo más tarde. ¿Algún otro bien?
—Todo lo que me ha dado hasta ahora lo he metido en una caja fuerte en el banco.
—Saque el dinero en efectivo de la caja fuerte. Pero no lo deje en el piso. Piense por sí misma en algún lugar donde lo pueda dejar a buen recaudo.
—De acuerdo.
—Eso es todo lo que quiero que haga por ahora. Luego, compórtese como siempre. No cambie de estilo de vida, ni haga nada que pueda llamar la atención. A ser posible, no mencione nada importante por teléfono.
Al terminar de decirle eso, la señora se hundió en el asiento, como si hubiera consumido toda la energía que había retenido.
—¿Ya se ha fijado una fecha? —preguntó Aomame.
—Por desgracia, todavía no lo sabemos —dijo la señora—. Esperamos a que nuestros contactos nos avisen. Las condiciones ya se han decidido, pero el horario de la otra persona no se va a decidir hasta el último momento. Podría ser dentro de una semana. Quizá dentro de un mes. El lugar tampoco está claro. Sé que es agobiante, pero tendrá que esperar, siempre alerta.
—No me importa esperar —dijo Aomame—, pero ¿no podría decirme, más o menos, qué condiciones han dispuesto?
—Va a realizar estiramientos musculares a ese hombre —dijo la señora—. Lo que está usted acostumbrada a hacer. Sufre algún tipo de problema corporal. No es nada que ponga en peligro su vida, pero por lo visto le causa bastantes molestias. Hasta el día de hoy ha probado distintos tratamientos para intentar librarse de ese «problema». Aparte de tratamientos médicos convencionales, y todo tipo de cosas, como shiatsu, acupuntura y masajes. Pero por ahora parece que no ha conseguido ningún resultado visible. Ese «problema» corporal es el único punto débil del líder y ha sido nuestra vía para poder actuar.
La ventana que estaba detrás de la señora tenía las cortinas echadas. No se veían las lunas. Sin embargo, Aomame sentía en la piel sus frías miradas. Su connivente silencio parecía haberse deslizado en la habitación.
—Ahora mismo tenemos un confidente en la organización. A través de él conseguí pasar la información de que usted es una destacada experta en estiramiento de músculos. No resultó tan difícil, porque parece ser que usted lo es realmente. El hombre está muy interesado por usted. Al principio, decidió llamarla para que acudiera al complejo de la organización en Yamanashi. Pero a usted le es imposible alejarse de Tokio por motivos de trabajo. Eso es lo que hemos dicho. De todas formas, el hombre se traslada a Tokio una vez al mes por algún asunto y se aloja en un hotel de la ciudad para pasar inadvertido. En una habitación de ese hotel será donde usted le realizará los estiramientos. En ese momento, sólo tendrá que hacer lo de siempre.
Aomame se imaginó la escena en su cabeza. Una habitación de hotel. El hombre estaba acostado sobre una esterilla de yoga y Aomame le estiraba los músculos. No le veía la cara. La nuca del hombre, tendido boca abajo, estaba desprotegida, mirando hacia ella. Aomame estiraba el brazo y cogía de la bolsa el picahielos de siempre.
—Nos vamos a quedar a solas en la habitación, ¿verdad? —preguntó Aomame.
La señora asintió.
—El líder intenta que nadie en la organización descubra ese problema corporal. Por eso no puede haber nadie allí presente. Estarán ustedes dos a solas.
—¿Ellos ya saben cómo me llamo y dónde trabajo?
—Son personas cautas. La han estado investigando a fondo, con antelación. Pero no debería haber ningún problema. Ayer nos avisaron de que quieren que vaya usted hasta el hotel en la ciudad. Dijeron que nos informarían en cuanto supieran el lugar y la hora.
—¿No sospecharán que puedo tener alguna relación con usted, al andar entrando y saliendo de aquí?
—Yo soy miembro del gimnasio en el que usted trabaja y simplemente estoy recibiendo un tratamiento particular en casa. No existe ningún motivo para pensar que podría haber más relación entre usted y yo.
Aomame asintió.
—Siempre que el líder sale de la organización y se desplaza, lo acompañan dos guardaespaldas. Ambos son adeptos y tienen cinturón negro en karate. No sabemos si llevan armas, pero parecen muy diestros. Entrenan cada día. Sin embargo, según Tamaru, parece que, a pesar de todo, son unos aficionados —dijo la señora.
—No como Tamaru.
—No como Tamaru. Tamaru perteneció a los Rangers de las Fuerzas de Autodefensa. Lo han formado para ejecutar al instante, sin titubear, aquello que haga falta para conseguir el objetivo. No duda, sea quien sea el oponente. Los aficionados dudan. Sobre todo cuando el oponente es una chica joven.
La señora echó la cabeza hacia atrás, la apoyó contra el respaldo y exhaló un hondo suspiro. Luego volvió a corregir la postura y miró a Aomame a la cara.
—Esos dos guardaespaldas deberían esperar en una habitación diferente de la suite mientras usted se ocupa de los cuidados del líder. Entonces se quedará a solas con él durante una hora. De momento, ésas son las condiciones establecidas. Sin embargo, nadie sabe qué va a suceder llegada la hora. La situación es sumamente inestable. El líder evita revelar sus planes hasta el último momento.
—¿Qué edad tiene?
—Al parecer, es un hombre corpulento de unos cincuenta y cinco años. Desgraciadamente, eso es lo único que sé por el momento.
Tamaru la esperaba a la entrada. Aomame le entregó las copias de las llaves, el carnet de conducir, el pasaporte y la tarjeta sanitaria. Él pasó al interior e hizo copias de los documentos. Una vez comprobado que todas las copias estaban hechas, le devolvió los originales a Aomame. A continuación, Tamaru la llevó a su propio despacho, al lado del vestíbulo. Era una habitación cuadrada sin ningún adorno. Había una ventana diminuta abierta que daba al jardín. El aparato de aire acondicionado instalado en la pared emitía un ligero rumor. Tamaru hizo que Aomame se sentara en una pequeña silla de madera y él tomó asiento en otra silla enfrente de un escritorio. En la pared se alineaban cuatro pantallas. El ángulo de las cámaras podía cambiarse en caso necesario. El mismo número de vídeos estaba grabando las imágenes proyectadas. En una pantalla se veía el otro lado de la tapia. En la que estaba más a la derecha se veía la entrada de la casa de acogida donde vivían las chicas. También salía la nueva perra guardiana. El animal descansaba tumbado sobre el suelo. Era algo más pequeña que la anterior.
—La muerte de la perra no quedó grabada en la cinta —dijo Tamaru anticipándose a la pregunta de Aomame—. Ese día no estaba atada. No pudo soltarse sola de la correa, así que alguien debió de hacerlo.
—Alguien a quien no ladrara al acercársele.
—Eso es.
—¡Qué raro!
Tamaru asintió, pero no dijo nada. Ya se había cansado de pensar en todas las posibilidades. A esas alturas no había nada que pudiera contar a los demás.
A continuación, Tamaru estiró el brazo, abrió un cajón del armario contiguo y sacó una bolsa de plástico negra. Dentro de la bosa había una toalla azul descolorida y, al desdoblarla, quedó a la vista un objeto metálico de color negro reluciente. Era una pistola automática de tamaño pequeño. Sin mediar palabra le entregó la pistola a Aomame. Ella recibió el arma sin decir una sola palabra y calculó cuánto pesaba. Era mucho más ligera de lo que parecía. Aquella cosa tan liviana podía matar a una persona.
—Ahora mismo has cometido dos graves errores. ¿Sabes cuáles son? —dijo Tamaru.
Aomame reflexionó sobre lo que había hecho, pero no supo en qué se había equivocado. Simplemente había cogido la pistola que le había entregado.
—No sé —respondió.
—Primero, cuando has cogido la pistola, no has comprobado si estaba cargada o no; y, si lo hubiera estado, no te has cerciorado de que tuviera el seguro puesto. Y segundo, después de cogerla, me has encañonado durante un instante. No debes hacer ninguna de estas dos cosas. Aparte de eso, cuando no tengas intención de disparar, es mejor que mantengas el dedo apartado del gatillo.
—Entendido. A partir de ahora tendré cuidado.
—A no ser que se trate de un caso de emergencia, cuando cojas, entregues o transportes un arma de fuego, es fundamental que la lleves descargada. Y cuando veas una, es fundamental que te comportes como si estuviera cargada. Hasta que sepas que no lo está, claro. Las armas de fuego se fabrican para matar y herir a la gente. Por mucho cuidado que pongas, nunca será suficiente. También hay quien se ríe de lo que digo porque piensa que es ser demasiado cauteloso, pero los que mueren o sufren una gran herida por algún accidente tonto siempre son tipos que se ríen de la gente precavida.
Tamaru se sacó una bolsita de plástico del bolsillo de la chaqueta. Dentro había siete balas nuevas. Las colocó sobre la mesa.
—Como puedes ver, ahora está descargada. Tiene el cargador puesto, pero está vacío. En la recámara tampoco hay munición.
Aomame asintió.
—Es un regalo personal de mi parte. Pero, si no la vas a usar, quiero que me la devuelvas.
—Claro —dijo Aomame con sequedad—. Pero supongo que conseguirla te habrá costado dinero.
—No te preocupes por eso —dijo Tamaru—. Hay otros asuntos que deberían preocuparte más. Pasemos a ello. ¿Tienes alguna experiencia disparando armas?
Aomame negó con la cabeza.
—Ninguna.
—Básicamente, los revólveres son más fáciles de manejar que las semiautomáticas. Sobre todo tratándose de un amateur. El mecanismo es sencillo, uno recuerda las operaciones con facilidad y las posibilidades de cometer errores son escasas. Sin embargo, un revólver de cierta calidad abulta y resulta incómodo para llevar. Por eso creo que la semiautomática es mejor. Una HK 4 de Heckler & Koch. De fabricación alemana; sin munición pesa cuatrocientos ochenta gramos. Es pequeña y ligera, pero los cartuchos de nueve milímetros son potentes. Y tiene poco retroceso. No se puede esperar mucho en cuanto a la precisión del tiro en distancias largas, pero se ajusta al uso que tú pretendes darle. Heckler & Koch es una empresa de armas fundada en la posguerra, y esta HK 4 se basa en un reputado modelo llamado Mauser HSc que se empleaba antes de la guerra. Se lleva fabricando desde 1968, y aún hoy es un clásico muy utilizado. Por lo tanto, es de fiar. Aunque no es nueva, parece ser que pertenecía a alguien cabal y está bien cuidada. Las pistolas son igual que los coches: se puede confiar más en un producto de segunda mano decente que en uno completamente nuevo.
Tamaru tomó la pistola de manos de Aomame y le enseñó cómo manejarla. Cómo poner y quitar el seguro. Empujar el pestillo de retenida, sacar el cargador y volver a meterlo.
—Cuando quites el cargador, deja el seguro puesto. Una vez extraído el cargador, echa la corredera hacia atrás y saldrá la bala que hay en la recámara. Como ahora no estaba cargada, no ha salido nada. Luego, como la corredera está abierta, aprieta el gatillo así y la corredera se cerrará. En ese instante, el percutor queda amartillado. Al volver a apretar el gatillo, el martillo percutor baja y entonces se mete otro cargador.
Tamaru realizó aquella serie de movimientos de una manera ágil, fruto de la costumbre. A continuación volvió a repetirlos despacio, uno por uno, para asegurarse. Aomame lo miraba con curiosidad.
—Prueba.
Aomame sacó el cargador con cuidado, echó la corredera hacia atrás, vació la recámara, bajó el martillo y volvió a meter el cargador.
—Está bien —dijo Tamaru. Entonces tomó la pistola, sacó el cargador, introdujo con cuidado las siete balas y cargó el arma con un ruido. ¡Chak! Tiró de la corredera hacia atrás y una bala entró en la recámara. Luego bajó la palanca que había en el lado izquierdo del arma para poner el seguro.
—Prueba a hacer lo mismo de hace un rato. Esta vez la munición está toda cargada. Dentro de la recámara también hay una bala. Aunque el seguro esté puesto, no encañones a nadie —dijo Tamaru.
Aomame cogió la pistola cargada y sintió cómo pesaba más. No era tan ligera como hacía un momento. Había una señal inequívoca de muerte. Era una herramienta creada con precisión para matar personas. El sudor le corría por las axilas.
Aomame volvió a comprobar que el seguro estaba puesto, liberó el pestillo de retenida, sacó el cargador y lo dejó sobre la mesa. Luego echó la corredera hacia atrás y expulsó la bala que había en la recámara. La bala cayó al suelo de madera con un ruido seco. Apretó el gatillo, la corredera se cerró, volvió a apretarlo y el percutor amartillado volvió a su posición. A continuación recogió con manos temblorosas la bala de nueve milímetros que había caído a sus pies. Tenía la garganta seca y al respirar sentía un escozor.
—No está mal para ser la primera vez —dijo Tamaru mientras volvía a meter la bala de nueve milímetros en el cargador—. Pero todavía necesitas práctica. Las manos te tiemblan. Repite todos los días la operación de extracción del cargador y acostumbra el cuerpo al tacto de la pistola. Tienes que ser capaz de hacerlo automáticamente y tan rápido como lo he hecho yo antes. Deberías poder hacerlo sin ningún problema incluso a oscuras. Aunque tú no vas a necesitar reemplazar el cargador en plena faena, ese movimiento es lo más básico para cualquiera que maneje una pistola. Tienes que aprendértelo.
—¿No necesito practicar el disparo?
—No vas a disparar a nadie. Es para dispararte a ti misma, ¿no?
Aomame asintió.
—Entonces no necesitas practicar el disparo. Basta con que aprendas a cargar las balas y quitar el seguro, así como que te familiarices con la dureza del gatillo. Además, ¿dónde pensabas practicar?
Aomame negó con la cabeza. No había pensado en ello.
—Por cierto, aunque te vayas a disparar a ti misma, hay que tener en cuenta cómo hacerlo. Vamos a escenificarlo.
Tamaru introdujo el cargador en la pistola y, tras asegurarse de que el seguro estaba puesto, se la pasó a Aomame.
—El seguro está puesto —dijo Tamaru.
Aomame apretó el cañón contra la sien. Sintió el frío acero. Al verla, Tamaru movió la cabeza lentamente hacia los lados varias veces.
—Te voy a dar un consejo: es mejor que no apuntes a la sien. Que la bala atraviese los sesos desde la sien es mucho más difícil de lo que piensas. Normalmente, en estos casos, las manos tiemblan. Al temblar, la pistola retrocede y la trayectoria de la bala se desvía. Son muchos los casos de balas que sólo rozan el cráneo y no llegan a matar. Supongo que no quieres que te pase. —Aomame asintió en silencio—. Cuando el general Hideki Tōjō fue capturado por el Ejército estadounidense en la posguerra, se encañonó a sí mismo con una pistola para dispararse al corazón y apretó el gatillo, pero la bala se desvió, le dio en el abdomen y no se murió. ¡Que alguien que estaba en la cima de la carrera militar no hubiera podido suicidarse correctamente con una pistola! A Tōjō lo llevaron de inmediato al hospital, donde recibió los atentos cuidados de un grupo de médicos estadounidenses, se recuperó, volvió a ser juzgado y lo condenaron a la horca. Una manera espantosa de morir. El momento de la muerte es algo importante para el ser humano. La manera de nacer no se puede elegir, pero sí la de morir.
Aomame se mordió el labio.
—Lo más seguro es meter el cañón en la boca y volarse los sesos desde abajo. Así…
Tamaru le quitó la pistola a Aomame y lo escenificó. Aunque sabía que el seguro estaba puesto, aquello puso nerviosa a Aomame. Respiró con dificultad, como si algo le tapara la garganta.
—Sin embargo, este método tampoco es cien por cien efectivo. Yo mismo conozco a un hombre que no logró matarse y le pasó algo espantoso. Estábamos juntos en las Fuerzas de Autodefensa. Se metió el cañón del rifle en la boca, ató una cuchara al gatillo y se la colocó entre los pulgares de ambos pies. Pero el cañón debía de estar un poco movido. No logró matarse y se quedó en estado vegetativo. Vivió así durante diez años. Quitarse la vida uno mismo no es tan sencillo. No es como en las películas, donde todo el mundo se suicida como si nada. Mueren súbitamente, sin sentir dolor. Pero en la realidad no pasa así. No logras morirte, te quedas en una cama y pierdes orina y lo que sea durante diez años.
Aomame asintió en silencio.
Tamaru sacó las balas del cargador y de la pistola y las guardó en la bolsita de plástico. Luego le entregó a Aomame por separado el arma y la munición.
—No está cargada.
Aomame asintió y tomó ambas cosas en sus manos.
—Te voy a dar otro consejo: pensar en sobrevivir es lo más sensato. Y lo más realista. Ése es mi consejo.
—Entendido —dijo Aomame secamente. Luego envolvió en un fular aquella HK 4 de Heckler & Koch, que parecía una tosca herramienta, y la metió en el fondo del bolso bandolera. La bolsita con las balas la guardó en un compartimento. Aunque el bolso bandolera pesaba medio kilo más, no se deformó. La pistola era pequeña.
—Un amateur no debería manejar algo así —dijo Tamaru—. Desde un punto de vista empírico, no puede salir nada bien. Pero, tratándose de ti, la utilizarás bien. En algo te pareces a mí, y es que en el momento crítico puedes anteponer las reglas a ti misma.
—Quizá sea porque yo misma no existo.
Tamaru no dijo nada al respecto.
—Entonces, ¿estuviste en las Fuerzas de Autodefensa? —preguntó Aomame.
—Sí. En la unidad más dura. Nos hacían comer ratas, serpientes y langostas. Tenías que tragártelo, pero no estaba nada bueno.
—¿Luego qué hiciste?
—Diferentes cosas. Seguridad, sobre todo guardaespaldas. O, mejor dicho, «gorila». Como no estoy hecho para el trabajo en equipo, me centré en el negocio independiente. Aunque fue durante poco tiempo, también estuve metido por necesidad en los bajos fondos de la sociedad. Allí vi muchas cosas. Cosas que una persona normal nunca ve en su vida. Pero jamás caí en ningún barrizal. Siempre tuve cuidado de no dar pasos en falso, porque tengo un carácter extremadamente precavido y no me gusta la yakuza[16]. Así que, como te dije una vez, mi historial está limpio. Luego me vine aquí. —Tamaru señaló recto hacia el suelo que pisaba—. Desde entonces mi vida ha sido así de tranquila. Tampoco es que desee una vida estable, pero pudiendo llevar este estilo de vida, prefiero no perderlo, porque no es fácil encontrar un trabajo que a uno le plazca.
—Desde luego —dijo Aomame—. Pero ¿seguro que no quieres que te pague?
Tamaru negó con la cabeza.
—No necesito dinero. El mundo se mueve más a base de trueques que de dinero. Como a mí no me gusta tomar prestado, presto todo lo que puedo.
—Gracias —dijo Aomame.
—En caso de que la policía te preguntara de dónde has sacado el arma, no quiero que les des mi nombre. Si la policía viniera a verme, yo lo negaría rotundamente, por supuesto, y no diría nada aunque me pegaran. Pero si Madame se viera mezclada en esto, yo perdería mi puesto.
—Claro que no daré tu nombre.
Tamaru le entregó a Aomame un papel doblado que se había sacado del bolsillo. En la nota estaba escrito el nombre de un hombre.
—El cuatro de julio recibiste la pistola y las siete balas de manos de un hombre en la cafetería Renoir, cerca de la estación de Sendagaya, y le pagaste quinientos mil yenes en efectivo. Querías conseguir un arma, el tío se enteró y se puso en contacto contigo. Si la policía interrogara a ese hombre por lo ocurrido, debería admitir los cargos. Entonces pasaría unos años en prisión. No hace falta que hables más de la cuenta. Con que se demuestre la vía por la que circuló la pistola, la policía ya habrá salvado su honor. Y es posible que tú también pases una breve temporada en la cárcel por violación de la ley de control de espadas y armas de fuego.
Aomame memorizó el nombre allí escrito y le devolvió el trozo de papel a Tamaru. Él lo rompió en pedazos y lo tiró a la basura.
—Como te decía, soy una persona precavida. En raras ocasiones confío en alguien y, aun así, no me fío. Nunca dejo las cosas en manos del destino. Pero lo que deseo, más que nada, es que esta pistola vuelva a mis manos sin ser usada. De ese modo, nadie saldrá perjudicado. Nadie morirá, nadie saldrá herido, ni nadie irá a la cárcel.
Aomame asintió.
—Te refieres a que burle la norma de Chéjov para escribir una novela, ¿no?
—Eso es. Chéjov era un escritor excelente, pero, por supuesto, su forma de hacer las cosas no es la única. No todas las armas que salen en una historia tienen que ser disparadas —dijo Tamaru. Luego frunció el ceño de repente—. ¡Ah! Me olvidaba de algo importante. Tengo que darte un busca.
Sacó un pequeño aparato de un cajón y lo colocó sobre el escritorio. Tenía un enganche metálico para ajustarlo a la ropa o al cinturón. Tamaru alcanzó el auricular del teléfono y marcó un número abreviado de tres dígitos. Al tercer toque, el busca comenzó a producir un sonido electrónico de forma intermitente. Tras subirle el volumen al máximo, Tamaru pulsó un botón y detuvo el sonido. Aguzó la vista para comprobar que el número de teléfono aparecía indicado en la pantalla y luego se lo entregó a Aomame.
—A ser posible, llévalo siempre contigo —le dijo Tamaru—. O como mínimo no te alejes demasiado de él. Si sonara, querría decir que te he enviado un mensaje. Un mensaje importante. No voy a hacerlo sonar para saludarte de vez en cuando. Quiero que llames de inmediato al número que aparezca en pantalla. Tiene que ser desde una cabina pública. Otra cosa más: si tienes algo de equipaje, puedes dejarlo en la consigna automática de la estación de Shinjuku.
—En la estación de Shinjuku —repitió Aomame.
—No hace falta que te lo diga, pero es mejor que no llames la atención.
—Por supuesto —respondió Aomame.
Al volver a su apartamento, Aomame cerró todas las cortinas y sacó la HK 4 Heckler & Koch y las balas del bolso bandolera. Luego se sentó delante de la mesa de la cocina y repitió unas cuantas veces el ejercicio de extraer el cargador. Cada vez que lo hacía, la velocidad aumentaba. Los movimientos ganaban ritmo y las manos dejaban de temblar. A continuación envolvió la semiautomática con una camiseta usada y la escondió en una caja de zapatos. A su vez, guardó la caja en el fondo de un armario. La bolsita con las balas la metió en el bolsillo de un chubasquero colgado en una percha. Como tenía la garganta muy seca, sacó de la nevera té frío de cebada tostada y se bebió tres vasos. Tenía los músculos de los hombros agarrotados por la tensión y las axilas desprendían un olor a sudor diferente al habitual. Sólo con ser consciente de que tenía una pistola, la forma de ver el mundo cambiaba un poco. Al paisaje que la rodeaba se le añadía un matiz desconocido, extraño.
Aomame se desvistió y se dio una ducha para eliminar el olor a sudor.
«No todas las armas tienen que ser disparadas», se repitió a sí misma mientras se duchaba. «Una pistola no es más que una herramienta. Y yo no vivo en un mundo de ficción. Éste es un mundo real, lleno de descosidos, inconsistencias y anticlímax».
Después de aquello, transcurrieron dos semanas como si nada. Aomame iba al gimnasio igual que siempre e impartía clases de artes marciales y estiramientos. No podía cambiar su patrón de vida. Cumplía lo más estrictamente posible lo que le había dicho la señora. Al volver a casa y terminar de cenar sola, cerraba las cortinas y entrenaba con la HK 4 sentada a la mesa de la cocina. El peso del arma, su dureza, el olor a aceite lubricante, su violencia y quietud se fueron convirtiendo progresivamente en una parte más de su cuerpo.
Alguna vez también practicó vendándose los ojos con un pañuelo. Aunque no veía nada, logró meter el cargador a toda prisa, quitar el seguro y tirar de la corredera hacia atrás. El sonido sencillo y rítmico de cada uno de los movimientos le sonaba agradable al oído. La diferencia entre el ruido real que producía el arma en su mano y aquello que su sentido auditivo reconocía fue desvaneciéndose poco a poco. Los límites entre su ser y los movimientos que realizaba fueron disipándose hasta desaparecer por completo al cabo de poco tiempo.
Una vez al día se colocaba frente al espejo del baño y se introducía el cañón de la pistola cargada en la boca. Mientras sentía la dureza metálica en la punta de los dientes, sus dedos pensaban en apretar el gatillo. Con ese simple gesto, pondría fin a su vida. «Al instante desapareceré de la faz de la Tierra», se decía a sí misma frente al espejo. Pero había algunos puntos a los que tenía que prestar atención: hacer que las manos no le temblaran. Aguantar el retroceso. No tener miedo. Sobre todo no dudar.
«Si estás dispuesta, también puedes hacerlo ahora», pensó Aomame. Bastaba con tirar del dedo un escaso centímetro hacia dentro. Era sencillo. Estuvo a punto de hacerlo, pero se echó atrás, se sacó la pistola de la boca, bajó el martillo percutor, le puso el seguro y la dejó sobre el lavabo. Entre el tubo de pasta de dientes y el cepillo para el pelo. «No, es demasiado pronto. Antes debo hacer algo».
Tal y como Tamaru le había dicho, siempre llevaba el busca consigo. A la hora de dormir, lo dejaba al lado del despertador. Se preparó para poder actuar de inmediato cuando sonara. Sin embargo, el busca no sonaba. Pasó una semana más.
La pistola en la caja de zapatos, las siete balas en el bolsillo del chubasquero, el busca siempre guardando silencio, el picahielos especial y la punta mortalmente afilada, sus enseres embutidos en una bolsa de viaje. La nueva cara y la nueva vida que estaban aguardándola. Un fajo de billetes en una consigna automática de la estación de Shinjuku. Aomame se pasaba los días del verano en medio de la atmósfera creada por todas esas cosas. La gente estaba de vacaciones, muchos locales habían cerrado las persianas y por las calles no había ni un alma. El número de vehículos había disminuido y en la ciudad reinaba el silencio más absoluto. De vez en cuando tenía la impresión de estar desubicada. «¿Será esto real?», se repetía a sí misma. Si no era la realidad, no tenía ni idea de dónde podía buscarla, así que, por el momento, no le quedaba más remedio que admitir que aquélla era la única realidad, y adaptarse a ella lo mejor que pudiera.
«Morir no me da miedo», volvió a comprobar Aomame. «Lo que me da miedo es que la realidad me engañe. Que la realidad me abandone».
Estaba preparada. También había ordenado sus sentimientos. En cuanto Tamaru se pusiera en contacto con ella, dejaría el piso de inmediato. Pero la llamada no llegaba. La fecha del calendario se acercaba al final de agosto. El verano estaba a punto de terminar y, fuera, las cigarras esgarraban su último canto. Aunque cada día le parecía interminable, había pasado un mes sin darse apenas cuenta.
Al regresar de su trabajo en el gimnasio, Aomame se quitó la ropa empapada de sudor, la echó en el cesto de la ropa sucia y se dejó puestos una camiseta sin mangas y unos shorts. Pasado el mediodía, cayó un fuerte aguacero. El cielo estaba oscuro, las gotas de lluvia, grandes como guijarros, golpeaban el pavimento y tronó durante un rato. Una vez pasado el aguacero, las calles quedaron anegadas. El sol regresó y evaporó el agua con todas sus fuerzas y la ciudad se cubrió de vapor, como una calina. De noche, las nubes volvieron a surgir y taparon el cielo con un tupido velo. No se veía la Luna.
Antes de ponerse a preparar la cena necesitaba un descanso. Mientras bebía un vaso de té frío de cebada tostada y comía las edamame que había cocido con antelación, abrió el periódico sobre la mesa de la cocina. Leyó deprisa los artículos de la primera plana y fue pasando las páginas por orden. No encontró nada que le interesara. Era la edición vespertina de siempre. Sin embargo, cuando abrió las páginas de sucesos, un retrato de Ayumi le saltó a los ojos. Aomame tragó saliva y frunció la cara.
Lo primero que pensó fue que aquello no podía ser. Había confundido a Ayumi con la foto de alguien que se le parecía mucho, puesto que si Ayumi apareciera en una foto en el periódico, no le darían tanta cobertura. Sin embargo, cuanto más miraba, más le parecía la cara de la joven agente bien conocida por ella. Era la compañera de sus esporádicas y modestas juergas sexuales. En la foto, Ayumi sonreía ligeramente. Era una sonrisa más bien desmañada y artificial. La Ayumi real sonreía de una manera más natural y abierta. Parecía una foto tomada para un álbum oficial. Era como si aquella torpeza entrañara cierto elemento inquietante.
Si fuera posible, Aomame preferiría no leer aquel artículo, puesto que el gran titular al lado de la foto permitía adivinar que algo había ocurrido. Pero no podía evitarlo. Aquélla era la realidad. Pasara lo que pasara, no podía evadir la realidad. Tras soltar un hondo suspiro, Aomame leyó el texto.
«Ayumi Nakano (26 años). Soltera. Residente en Shinjuku (Tokio).»
Había sido asesinada, estrangulada con la cinta de un albornoz, en una habitación de un hotel en Shibuya. Estaba completamente desnuda. Le habían esposado ambas manos a la cabecera de la cama. También le habían metido una prenda de ropa en la boca para que no gritara. Cuando los empleados del hotel fueron a inspeccionar la habitación antes del mediodía, encontraron el cadáver. Ella y el hombre habían entrado en la habitación sobre las once de la noche anterior y el hombre se había ido solo al amanecer. La habitación la había pagado por adelantado. No era un suceso extraño en una gran ciudad como Tokio. Gentes muy distintas se aglomeran en la ciudad, y eso provoca una efervescencia. De vez en cuando evolucionan de forma violenta. Los periódicos están llenos de ese tipo de sucesos. Sin embargo, aquel caso tenía un lado poco ordinario. La víctima era una agente de policía en activo que trabajaba para la Jefatura Superior Metropolitana y las esposas que se suponía que habían utilizado en algún juego sexual eran las reglamentarias provistas por el Gobierno. No era un juguete cutre de los que venden en los sex shops. Obviamente, fue una noticia que atrajo la atención de la sociedad.