17
AOMAME
Extraer el ratón
En el telediario de las siete de la mañana dieron amplia cobertura a la inundación de la estación de metro de Akasaka-mitsuke, pero no mencionaron nada sobre la muerte del líder de Vanguardia en una suite del Hotel Okura. Terminadas las noticias de la NHK, Aomame cambió de canal y vio varios noticiarios más, pero en ninguno de ellos se comunicó el fallecimiento sin dolor de aquel hombre corpulento.
«Han ocultado el cadáver», pensó Aomame frunciendo el ceño. Tamaru ya había previsto esa posibilidad, pero a Aomame le costaba creer que hubiera ocurrido realmente. De alguna forma, habrían conseguido sacar el cadáver del líder del Hotel Okura, lo habrían metido en el coche y se habrían marchado con él. Era un hombre bastante corpulento. El cadáver debía de ser muy pesado. Y en el hotel había muchos clientes y empleados. Numerosas cámaras de vigilancia acechaban en cada rincón. De algún modo habían logrado transportar el cadáver hasta el aparcamiento en el subsuelo del hotel sin llamar la atención de la gente.
En cualquier caso, seguro que habían llevado de noche sus restos mortales hasta la sede de la comunidad, en las montañas de Yamanashi. Allí habrían deliberado cómo encargarse del cadáver del líder. Al menos, no informarían a la policía de manera oficial sobre su muerte. Cuando algo se esconde debe permanecer escondido para siempre.
A lo mejor, aquella intensa tronada y el aguacero localizados y la confusión que habían provocado les habían facilitado las cosas. En todo caso, habían evitado sacarlo a la luz. Afortunadamente, el líder apenas se mostraba en público. Su persona y sus actos estaban envueltos en misterio, de manera que, aunque hubiera desaparecido de repente, su ausencia no llamaría la atención durante algún tiempo. Su fallecimiento —o su asesinato— permanecería guardado en secreto entre un puñado de personas.
Por supuesto, Aomame desconocía si ellos tenían intención de llenar de alguna forma el vacío que la muerte del líder había dejado. Pero para ello tendrían que mover cielo y tierra. Para seguir manteniendo la organización. Como había dicho aquel hombre, aunque el dirigente desapareciera, el sistema seguiría existiendo, seguiría actuando. ¿Quién sucedería al líder? Ese era un asunto que no incumbía a Aomame. Su cometido había sido eliminar al líder, no destruir una comunidad religiosa.
Pensó en los dos guardaespaldas trajeados de negro. El rapado y el de la coleta. Una vez de vuelta en la comunidad, ¿asumirían fácilmente la responsabilidad de que el líder había sido asesinado? Aomame se imaginó que les asignaban la misión de perseguirla y liquidarla —o atraparla. «Pase lo que pase, encontrad a esa mujer. Hasta entonces, no volváis», les ordenarían. Era posible. Ellos habían visto su cara de cerca. Eran competentes y estaban ansiosos de venganza. Eran los cazadores idóneos. Además, la directiva de la comunidad tenía que averiguar quién estaba detrás de Aomame.
Para desayunar se comió una manzana; apenas tenía apetito. En sus manos todavía permanecía la sensación que había experimentado cuando clavó la aguja en la nuca del hombre. Mientras pelaba la manzana con la mano derecha utilizando un pequeño cuchillo, sintió un tenue estremecimiento. Un estremecimiento que nunca antes había experimentado. Cuando se asesinaba a alguien, ese recuerdo no desaparecía de la noche a la mañana. Naturalmente, arrebatarle la vida a una persona no era nada agradable, pero todas sus víctimas habían sido hombres que no merecían vivir. La repulsión podía más que la compasión. Sin embargo, en esta ocasión era diferente. Observado lo ocurrido de manera objetiva, los actos que aquel hombre había cometido atentaban contra la moralidad. No obstante, él no era una persona normal y corriente en diversos sentidos. Esa falta de normalidad podía considerarse algo que trascendía los criterios del bien y el mal, al menos parcialmente. Y quitarle la vida tampoco era normal. Le había dejado una sensación extraña en el cuerpo. Una sensación que no era normal.
Lo que él le había dejado era «una promesa». Aomame llegó a esa conclusión tras cavilar durante un rato. El peso de la promesa permanecía en sus manos, como un símbolo. Aomame se dio cuenta. Ese símbolo tal vez jamás desaparecería de sus manos.
Pasadas las nueve de la mañana, el teléfono sonó. Era Tamaru. Dejó sonar tres veces, colgó y pasados veinte segundos volvió a llamar.
—En efecto, los tipos aquellos no han llamado a la policía —dijo Tamaru—. No ha salido en las noticias ni en los periódicos.
—Pues, de que está muerto no hay duda.
—Eso lo saben, por supuesto. El líder está muerto, de eso no cabe duda. Han realizado algunos movimientos. Ya se han marchado del hotel. Anoche varias personas fueron convocadas en la sede local de la ciudad. Quizá para ponerse de acuerdo en cómo conseguir que el cadáver pasara inadvertido. Esos tipos son unos expertos en operaciones de semejante calibre. Y a la una de la madrugada un Mercedes Benz de clase S con cristales ahumados y una Toyota Hiace con las ventanillas tintadas salieron del aparcamiento del hotel. Ambos tenían matrícula de Yamanashi. Probablemente no hayan llegado a la sede de Vanguardia hasta el amanecer. El día anterior realizaron una investigación policial, pero no fue seria; la policía hizo su trabajo y se retiró enseguida. En la comunidad hay un incinerador enorme. Arrojando allí el cadáver, no quedará ni un hueso. Se convertirá en puro humo.
—¡Qué macabro!
—Sí, son unos tipos siniestros. Aunque el líder está muerto, la organización sigue funcionando por el momento. Igual que una serpiente cuando se sigue moviendo después de que le hayan cortado la cabeza. Le falta la cabeza y no sabe bien hacia dónde ir. Es difícil de predecir qué ocurrirá a continuación. Quizá se muera al cabo de poco tiempo o quizá le nazca una nueva cabeza.
—Aquel hombre no era normal.
Tamaru no manifestó su parecer al respecto.
—Esta vez ha sido muy diferente —dijo Aomame.
Tamaru sopesó el eco en las palabras de Aomame y luego habló:
—Que esta vez ha sido muy diferente también me lo imagino yo. Pero deberíamos pensar en lo que va a ocurrir a partir de ahora. Y en serio. Si no, no sobreviviremos.
Aomame quiso decir algo, pero las palabras no le salieron. El estremecimiento todavía permanecía en su cuerpo.
—Madame quiere hablar contigo —dijo Tamaru—. ¿Es posible?
—Claro —contestó Aomame.
La señora se puso al teléfono. En su voz se percibía el color del alivio.
—Se lo agradezco. Tanto que no puedo expresarlo con palabras. Ha vuelto a realizar un trabajo impecable.
—Muchas gracias. Pero creo que no podré volver a hacer algo así nunca más —dijo Aomame.
—Lo sé. Le pedí lo imposible. Estoy feliz de que haya vuelto usted sana y salva. No pienso volver a pedirle algo así. Se ha terminado. Le he preparado un lugar en el que podrá estar tranquila. Usted no se preocupe. Haga el favor de permanecer a la espera en esa casa de acogida. Entretanto dispondré todo para que comience una nueva vida.
Aomame le dio las gracias.
—¿Hay algo que de momento le haga falta? Si hay algo, dígamelo y se lo conseguiré de inmediato a través de Tamaru.
—No, por ahora creo que tengo todo lo que necesito.
La señora carraspeó ligeramente.
—Bien. Sólo le pido que recuerde lo siguiente: lo que hemos hecho es del todo correcto. Hemos castigado a ese hombre por sus crímenes y hemos tomado precauciones para que no vuelvan a ocurrir en el futuro. Hemos evitado que haya más víctimas. No hay nada de lo que arrepentirse.
—Él dijo lo mismo.
—¿Él?
—El líder de Vanguardia. El hombre que liquidé anoche.
La señora permaneció en silencio durante cinco segundos y preguntó:
—¿Lo sabía?
—Sí, sabía que yo había acudido para eliminarlo. Me recibió a sabiendas de que lo quería asesinar. Es más, estaba deseando morir. Su cuerpo sufría una grave lesión y se dirigía hacia una muerte lenta pero ineludible. Yo adelanté un poco ese momento y di descanso a un cuerpo lacerado por fuertes dolores.
La señora pareció seriamente sorprendida al escuchar aquello. Volvió a quedarse sin habla, lo cual era raro en ella.
—Ese hombre… —dijo la señora. Buscó las palabras adecuadas—, ¿deseaba que lo castigaran por sus actos?
—Lo que deseaba era que lo libraran cuanto antes de una vida llena de sufrimiento.
—Y cuando lo asesinó él estaba mentalizado.
—Eso es.
Aomame no mencionó el pacto al que habían llegado el líder y ella. Ella tenía que morir a cambio de que Tengo sobreviviera en aquel mundo: ésa era la promesa secreta acordada entre el hombre y Aomame. No podía revelársela a nadie.
—Los actos de ese hombre eran anormales, desviaciones, y tenía que ser asesinado. Pero no era una persona normal. Por lo menos, tenía algo especial. De eso no cabe duda.
—Algo especial —dijo la señora.
—No sé cómo explicarlo —dijo Aomame—. Es una habilidad o un don especial y, al mismo tiempo, una carga terrible que parecía corroer su cuerpo desde dentro.
—¿Quiere decir que ese algo especial lo llevó a actuar de manera anormal?
—Tal vez.
—En cualquier caso, usted le puso fin.
—Exacto —dijo Aomame en un tono seco.
Aomame cogió el auricular con la mano izquierda, abrió la mano derecha, en la que todavía sentía el tacto de la muerte, y observó su palma. Aomame no comprendía qué era unirse de manera ambigua a unas niñas. Obviamente, no podía explicárselo a la señora.
—En apariencia, ha fallecido de muerte natural, como siempre, pero quizás ellos no lo consideren una muerte natural. Dadas las circunstancias, creerán que yo, de algún modo, he tenido algo que ver con su muerte. Y ya sabrá usted que todavía no se ha informado a la policía de su muerte.
—Independientemente de cómo actúen ellos a partir de ahora, nosotros vamos a protegerla con todo nuestro empeño —dijo la señora—. Ellos tienen su organización. Pero nosotros tenemos fuertes conexiones y capital en abundancia. Y usted es una persona inteligente y cautelosa. No vamos a dejar que se salgan con la suya.
—¿Todavía no han encontrado a Tsubasa? —preguntó Aomame.
—Aún no sabemos dónde se encuentra. Yo creo que debe de estar dentro de la comunidad, porque no tiene ningún otro sitio adonde ir. Por ahora no hemos encontrado ninguna forma de recuperarla. Con la muerte del líder la organización probablemente ande revuelta. Aprovechando la confusión, quizá podamos salvar a la niña. Tenemos que protegerla como sea.
El líder había dicho que la Tsubasa que había estado en la casa de acogida no era un cuerpo real; que no era más que la forma de un concepto y que había sido recuperada. Pero eso no podía comunicárselo a la señora en aquel momento. Realmente, Aomame no sabía qué era lo que quería decir, pero se acordó del reloj de mesa de granito levitando en el aire. Había ocurrido de verdad delante de sus ojos.
—¿Cuántos días voy a estar escondida en esta casa de acogida? —preguntó Aomame.
—Cuente entre cuatro días y una semana. Luego le proporcionaremos un nuevo nombre y un nuevo entorno y la llevaremos muy lejos de aquí. Una vez que esté bien instalada, por seguridad, dejaremos de contactar con usted. No volveré a verla durante algún tiempo. Por mi edad, quizá no vuelva a verla jamás. Ojalá no hubiera tenido que meterla en todo este jaleo. Pienso en ello continuamente. Así, quizá no tendría que perderla, como va a pasar. Pero… —La señora se quedó sin voz durante un rato. Aomame esperó en silencio a que continuara—. Pero no me arrepiento. Parecía cosa del destino. No pude evitar implicarla a usted. No tenía otra opción. Una especie de poderosa fuerza fue la que me empujó. No sé cómo pedirle perdón por todo esto…
—Bueno, a cambio hemos compartido algo. Algo valioso que no podríamos compartir con nadie más. Algo que nadie más puede conseguir.
—Tiene razón —dijo la señora.
—Para mí, compartirlo ha sido necesario.
—Gracias. Me alivia que me diga eso.
A Aomame también le resultaba penoso no volver a ver a la señora. Ella era uno de los pocos lazos que Aomame poseía. Un lazo que la unía a duras penas con el mundo exterior.
—Cuídese —dijo Aomame.
—Usted también —dijo la señora—. Y procure ser todo lo feliz que pueda.
—Si es posible —dijo Aomame. La felicidad era una de las cosas que más lejos se encontraba de Aomame.
Tamaru se puso al teléfono.
—Por ahora todavía no has usado eso, ¿verdad? —preguntó.
—Todavía no.
—A ser posible, no lo utilices.
—Procuraré no defraudarte —dijo Aomame.
Se produjo un breve silencio y Tamaru volvió a hablar:
—Creo que el otro día te hablé de que me crié en un orfanato en el corazón de las montañas de Hokkaido.
—Te separaron de tus padres, fuiste repatriado de Sajalín y entraste ahí.
—En aquella institución había un niño dos años más joven que yo. Tenía sangre negra. Debía de ser hijo de un soldado de la base militar en la zona de Misawa. No sabía quién era su madre, pero seguramente era una prostituta o la camarera de un bar. Nada más nacer había sido abandonado por su madre y lo habían llevado a aquel lugar. Era de constitución más grande que yo, pero un tipo bastante lerdo. Por supuesto, toda la gente a su alrededor lo maltrataba. El color de su piel era diferente y esas cosas. Sabes a lo que me refiero.
—Pues sí.
—Yo tampoco era japonés, así que, dadas las circunstancias, me encargaba de protegerlo. Al fin y al cabo, procedíamos de un medio parecido. Un coreano expatriado de Sajalín y un mestizo hijo de un negro y una puta de las que se iban con los soldados extranjeros durante la ocupación de Japón en la posguerra. La casta más baja. Pero, por suerte, me curtí. Me hice fuerte. En cambio, él no. Si lo dejaba, iba a acabar muriendo, porque estábamos en un entorno en el cual si no eras espabilado ni fuerte en las peleas, no podías sobrevivir. —Aomame permanecía callada, escuchándolo—. Era imposible dejarle hacer algo. Era incapaz de hacer bien una sola cosa. Ni siquiera podía abrocharse los botones él solo o limpiarse bien el culo. Sin embargo, se le daba muy bien la escultura. Con algunos escoplos y madera enseguida hacía una magnífica talla. Tenía una imagen en la cabeza y le daba cuerpo de forma precisa, tal cual, sin necesidad de boceto. De manera minuciosa y realista. Como una especie de genio. ¡Era increíble!
—Un savant —dijo Aomame.
—Sí, en efecto. Yo lo supe más tarde. Es lo que se llama un savant, una persona con el síndrome del sabio. Alguien dotado de un talento fuera de lo común. Pero por aquel entonces nadie sabía que eso existía. Se pensaba que tenía retraso mental. Aunque era tardo, era un niño hábil con las manos al que se le daba bien tallar madera. Al principio, por alguna razón, sólo tallaba ratones. Los ratones los hacía de maravilla. Parecía que estuvieran vivos. Pero no hacía otra cosa que no fueran ratones. Todos le decían que tallara algún otro animal. Un caballo, o un oso… Para ello, lo llevaron ex profeso al zoológico. Sin embargo, él no mostraba ningún interés por los otros animales, así que al final todos se dieron por vencidos y dejaron que tallara ratones. Que hiciera lo que le diera la gana. Tallaba ratones de diferentes formas, tamaños y aspectos. Era raro a más no poder, porque en el orfanato no había ningún ratón. Hacía demasiado frío y no había nada que comer. Aquel orfanato era demasiado pobre incluso para un ratón. Nadie comprendía por qué se emperraba en tallar ratones… En todo caso, sus ratones se hicieron famosos, salieron en los periódicos locales y aparecieron algunas personas que querían comprárselos. Entonces el director del orfanato, un cura católico, se llevó los ratones de madera a una tienda de artesanía y allí los vendieron a los turistas. Aunque debieron de sacar algo de dinero, él, por supuesto, no vio ni un solo yen a cambio. No sé qué ocurriría, pero supongo que los superiores del orfanato lo emplearon en algo. Le proporcionaban herramientas y madera, y él no hacía más que tallar ratones en un taller. Bueno, como lo eximían de trabajar en el campo y, entretanto, podía dedicarse a tallar ratones a solas, debía de ser bastante feliz.
—¿Y qué fue de su vida?
—Eso no lo sé. Yo huí del orfanato cuando tenía catorce años y desde entonces he vivido solo. Me subí en cuanto pude en un transbordador, atravesé el mar hasta la isla principal y jamás he vuelto a poner un pie en Hokkaido. La última vez que lo vi, tallaba ratones sin descanso, inclinado sobre el banco de trabajo. Cuando trabajaba, no escuchaba nada de lo que le decías, así que no me despedí. Si ha sobrevivido, supongo que seguirá tallando ratones en alguna parte, porque era prácticamente lo único que sabía hacer. —Aomame esperó en silencio a que prosiguiera—. Aún hoy me acuerdo a menudo de él. La vida en el orfanato era terrible. La comida era escasa, siempre andábamos famélicos y en invierno hacía frío. Las faenas que teníamos que hacer eran muy duras, y las vejaciones que soportábamos de los niños mayores, espantosas. Pero daba la impresión de que a él no le resultaba demasiado penoso vivir allí. Tenía sus escoplos y parecía feliz tallando ratones él solo. Cuando cogía el escoplo, a veces parecía que enloquecía, pero aparte de eso era un chaval bastante obediente. No incordiaba a nadie. El sólo tallaba ratones en silencio. Cogía un trozo de madera, lo miraba fijamente durante un buen rato y veía qué ratón se ocultaba allí y qué aspecto tenía. Tardaba bastante tiempo en verlo, pero una vez que lo veía, luego sólo tenía que blandir el escoplo y extraer al ratón de dentro del pedazo de madera. ¡Nunca mejor dicho! «Extraer al ratón». Y el ratón extraído parecía que se iba a echar a andar en cualquier instante. En definitiva, lo que hacía era liberar ratones imaginarios atrapados dentro de aquellos pedazos de madera.
—Y tú protegías a ese chico.
—Bueno, no puede decirse que yo quisiera hacerlo, pero al fin y al cabo me vi abocado a esa posición. Era mi posición. Una vez dada la posición, no había más remedio que defenderla. Eran las reglas del lugar, así que las obedecí. Si, por ejemplo, alguien le cogía el escoplo para gastarle una broma, yo iba y le partía la cara. Ya fuesen mayores que yo, más corpulentos o incluso varios a la vez, yo les partía la cara. Por supuesto, a veces también me la partían a mí. Unas cuantas veces. Pero el asunto no era ganar o perder. Tanto si partía yo caras como si me la partían ellos a mí, siempre recuperaba el escoplo y se lo devolvía. Eso era lo importante. ¿Entiendes?
—Creo que sí —dijo Aomame—. Pero al final abandonaste a ese niño.
—Tenía que irme a vivir solo y no podía estar ocupándome de él para siempre. No podía permitírmelo. Era inevitable.
Aomame volvió a abrir la mano derecha y la observó.
—He visto varias veces que tienes una pequeña talla de un ratón. ¿La hizo él?
—¡Ah!, sí. Me regaló uno. Cuando huí de la institución, me lo llevé conmigo. Todavía lo tengo.
—Oye, Tamaru, ¿por qué me cuentas esto ahora? No me pareces el tipo de persona que habla de sí misma sin ninguna intención en particular.
—Lo que te quiero decir es que aún hoy me acuerdo de ese chaval —dijo Tamaru—. No estoy diciendo que quiera volver a verlo de nuevo. No tengo ningún interés especial por verlo. Si lo viera, no tendría nada de qué hablar con él. Simplemente, la imagen de ese chico entregado a «extraer» el ratón de dentro del trozo de madera ha quedado grabada vivamente en mi cabeza y se ha convertido en una imagen importante para mí. Me ha enseñado algo. O ha intentado enseñarme algo. La gente necesita esas cosas para seguir viviendo. Imágenes que no pueden explicarse con palabras, pero que son relevantes. En cierto sentido, vivimos para explicar ese algo. Eso es lo que yo creo.
—¿Quieres decir que es algo así como nuestro fundamento para vivir?
—Posiblemente.
—Yo también tengo imágenes como ésa.
—Más vale que las conserves.
—Ya lo hago —dijo Aomame.
—Y otra cosa que te quería decir es que te voy a proteger todo cuanto pueda. Si le tengo que partir la cara a alguien, sea quien sea, iré y se la partiré. No me importa ganar o perder; no te abandonaré.
—Gracias.
Hubo un apacible silencio durante unos segundos.
—No salgas del piso durante algún tiempo. Piensa que si das un solo paso fuera estás en la jungla. ¿Vale?
—De acuerdo —dijo Aomame.
Entonces la comunicación se cortó. Tras devolver el auricular a su sitio, Aomame se dio cuenta de que lo había estado agarrando con todas sus fuerzas.
«Tamaru me ha querido comunicar que ahora soy un miembro imprescindible de la familia a la que ellos pertenecen y que una vez establecidos esos vínculos no podrán cortarse jamás. Nos une una pseudosangre, por así decirlo». Aomame le estaba agradecida por haberle transmitido ese mensaje. Él sabía que ella estaba pasando por un momento difícil. Precisamente porque la consideraba un miembro de la familia, le había contado un poco de su secreto.
Pero a Aomame la apesadumbraba pensar que esa estrecha relación sólo estaba ligada por una forma de violencia. «Hemos trabado este hondo sentimiento en medio de unas circunstancias peculiares por las que he infringido la Ley, he asesinado a unas cuantas personas y por ello ahora podría ser perseguida y asesinada. Pero me pregunto si habría sido posible establecer esta relación si el asesinato no se hubiera interpuesto. ¿Habríamos podido crear esos vínculos de confianza si no caminara al margen de la Ley? Probablemente sería difícil».
Mientras se tomaba un té, vio el telediario. Ya no informaban sobre la inundación en la estación de Akasaka-mitsuke. Al amanecer el agua se retiró y los metros volvieron a circular con normalidad, de modo que ya formaba parte del pasado. Y el fallecimiento del líder de Vanguardia todavía no se había dado a conocer. Sólo un puñado de gente lo sabía. Aomame se imaginó el cadáver de aquel hombre corpulento ardiendo en el incinerador a altas temperaturas. «No quedará ni un hueso», había dicho Tamaru. Todo se convertiría en humo y se disolvería en el aire de principios de otoño, independientemente de gracias divinas y sufrimientos. Aomame era capaz de imaginarse el humo y el aire.
Informaron de que la autora del best seller La crisálida de aire, una chica de diecisiete años, seguía en paradero desconocido. «Hace ya más de dos meses que no se sabe nada de Eriko Fukada, conocida como “Fukaeri”. La policía ha recibido de su tutor una solicitud de búsqueda y está indagando su paradero cautelosamente, pero por ahora no se ha esclarecido nada». Eso fue lo que dijo el locutor. Mostraron imágenes de ejemplares de La crisálida de aire apilados en los escaparates de una librería. En las paredes del comercio habían pegado pósteres con el retrato de aquella chica guapa. Una joven dependienta hablaba frente al micrófono de la cadena de televisión: «El libro se sigue vendiendo de maravilla. Yo misma lo he comprado y me lo he leído. Es una novela muy entretenida que rebosa imaginación. Ojalá encuentren cuanto antes a Fukaeri».
En la noticia no se mencionaba la relación entre Eriko Fukada y la comunidad religiosa con personalidad jurídica Vanguardia. Los medios de comunicación eran precavidos en todo lo que atañía a organizaciones religiosas.
«De momento, Eriko Fukada se encuentra en paradero desconocido. A los diez años fue violada por su padre. Si damos por buenas las palabras que él mismo dijo, ambos se unieron ambiguamente, y a través de ese acto condujeron a la Little People hacia su interior. ¿Qué era lo que había dicho…? Ah, sí, perceiver y receiver. Eriko Fukada era “la que percibía” y su padre, “el que recibía”. Entonces, el hombre empezó a escuchar una voz especial. Se convirtió en el apoderado de la Little People y en el fundador de la comunidad religiosa Vanguardia. Posteriormente, ella se marchó de la organización, y ahora lleva consigo el impulso “anti Little People” y, en colaboración con Tengo, ha escrito una novela llamada La crisálida de aire, que se ha convertido en un best seller. En el presente, por algún motivo, se encuentra en paradero desconocido. La policía la está buscando».
«Por otra parte, anoche asesiné al padre de Eriko Fukada, líder de la comunidad Vanguardia, valiéndome de un picahielos especial. Los miembros de la comunidad han sacado el cadáver del hotel y se han “desembarazado” de él confidencialmente». Aomame no tenía ni idea de si Eriko Fukada estaba al corriente de la muerte de su padre y de cómo se lo iba a tomar. «Aunque él mismo deseaba morir y fue una muerte caritativa e indolora, he arrancado la vida de una persona con mis propias manos. La vida humana implica soledad en su origen, pero no es solitaria. En cada momento nos vinculamos a otras vidas. En ese sentido, probablemente cargo con alguna forma de responsabilidad.
»Tengo también está implicadísimo en esta cadena de acontecimientos. Eriko Fukada es el elemento que nos une. Perceiver y receiver. ¿Dónde se encontrará y que estará haciendo ahora Tengo? ¿Tendrá algo que ver con la desaparición de Eriko? ¿Estarán actuando juntos en este momento? En el telediario no van a decirme nada sobre la suerte de Tengo. Ahora mismo nadie sabe que él ha sido el principal escritor de La crisálida de aire. Pero yo sí lo sé.
»Parece que estamos acortando distancias poco a poco. Tengo y yo hemos sido arrastrados a este mundo debido a ciertas circunstancias y nos aproximamos el uno al otro, como atraídos por un gran vórtice. Quizá sea un vórtice fatal. Sin embargo, por lo que el líder sugirió, en un lugar que no fuera fatal nunca nos habríamos topado. Del mismo modo que la violencia ha engendrado una especie de vínculo puro».
Aomame respiró hondo. A continuación alcanzó con la mano la Heckler & Koch que estaba posada sobre la mesa y verificó su solidez al tacto. Se imaginó que se introducía el cañón en la boca y sus dedos apretaban el gatillo.
Un gran cuervo apareció inesperadamente en el balcón, se posó sobre la barandilla y grajeó unas cuantas veces con voz penetrante. Aomame y el cuervo se observaron uno al otro durante un rato a través de la ventana. El cuervo espiaba la actividad de Aomame en el piso, moviendo aquellos grandes y brillantes ojos a ambos lados de la cabeza. Parecía estar infiriendo el significado de la pistola que ella tenía en la mano. Los cuervos son animales inteligentes. Entienden que ese pedazo de metal posee un significado relevante. Desconocen el porqué, pero lo saben.
Luego, de igual modo que había aparecido, el cuervo desplegó repentinamente las alas y se marchó volando. Parecía que había visto lo que tenía que ver. Cuando el cuervo se marchó, Aomame se levantó del asiento, apagó el televisor y lanzó un suspiro. Esperaba que ese cuervo no fuera un espía de la Little People.
Aomame realizó los mismos estiramientos de siempre sobre la alfombra de la sala de estar. Durante una hora atormentó sus músculos. El tiempo transcurrió con el dolor oportuno. Emplazó, uno por uno, cada músculo del cuerpo y lo inquirió estricta y minuciosamente. Aomame llevaba grabados en la cabeza el nombre, la función y la naturaleza de cada músculo. Ninguno se le pasaba por alto. Derramó mucho sudor, los órganos respiratorios y el corazón trabajaron a toda marcha y sus sentidos cambiaron de canal. Aomame prestaba atención al flujo de su sangre y recibía los callados mensajes que sus vísceras emitían. Mientras movía ampliamente los músculos de la cara, como si estuviera haciendo muecas, digirió esos mensajes.
A continuación, se duchó y eliminó todo el sudor. Se subió en la balanza para comprobar que no se había producido ningún cambio importante. Frente al espejo, confirmó que el tamaño de sus pechos y la figura de su vello púbico no habían cambiado y torció el gesto con fuerza. Era el ritual de cada mañana.
Al salir del cuarto de baño, Aomame se puso un chándal que le permitía moverse con facilidad. Luego, para matar el tiempo, decidió inspeccionar una vez más todo lo que había en el piso. Empezó por la cocina. Miró de qué alimentos, qué vajilla y qué utensilios de cocina disponía. Mentalmente, fue haciendo inventario de cada cosa. Programó más o menos en qué orden cocinar y consumir las existencias de alimentos. Conforme a sus cálculos, podría vivir al menos diez días sin pasar hambre y sin salir de aquel piso para nada. Intentando ahorrar, quizá dos semanas. Le habían proporcionado suficiente comida para ello.
Después, examinó con cuidado las existencias de diversos productos. Papel higiénico, pañuelos de papel, detergentes, bolsas de la basura… No faltaba nada. Se habían preocupado de comprar de todo. De los preparativos seguramente se había encargado una mujer. Se podía observar la atención propia de una experta ama de casa. Habían calculado de forma minuciosa, hasta el último detalle, qué necesitaba una soltera sana de treinta años para vivir sola allí durante un corto periodo de tiempo. No podía haber sido un hombre. Aunque era posible que lo hubiera hecho un gay cuidadoso y perspicaz.
El armario para la ropa de cama del dormitorio estaba provisto de sábanas, mantas, edredones y almohadas de repuesto. Todo olía a artículo recién comprado y, por supuesto, todo era blanco y liso. Habían prescindido de cualquier ornamentación. El gusto y la personalidad no eran necesarios en aquel caso.
En la sala de estar había un televisor, un vídeo y una minicadena. También habían instalado un tocadiscos y un casete. En la pared opuesta a la ventana había un aparador de madera que le llegaba por la cintura; al agacharse y abrirlo, vio unos veinte libros bien colocados. No sabía quién había sido, pero alguien se había preocupado por que no se aburriera mientras permaneciera allí oculta. Habían sido escrupulosos. Todos los libros eran de tapa dura y estaban nuevos; ni rastro de haber sido hojeados. Echó un vistazo a los títulos, y observó que en general se trataba de novedades editoriales de las que se había hablado hacía poco. A pesar de que seguramente los habían elegido entre una pila de libros de una librería grande, se percibían ciertos criterios en la selección. Aunque no llegaba a ser gusto, había criterio. Las obras de ficción y de no ficción se repartían más o menos a partes iguales. La selección incluía La crisálida de aire.
Aomame asintió brevemente, sacó aquel libro y se sentó en el sofá de la sala de estar. Los suaves rayos de sol incidían sobre el sofá. No era un libro grueso. Era ligero, y las letras grandes. Observó la portada y el nombre de la autora impreso en ella, Fukaeri; tanteó su peso colocándolo sobre la palma de la mano y leyó el reclamo escrito en la faja del libro. Luego lo olió. Tenía el olor característico de los libros nuevos. Aunque su nombre no estaba impreso en la obra, contenía la presencia de Tengo. El texto impreso había pasado por el cuerpo de Tengo. Después de relajarse, Aomame abrió el libro por la primera página.
La taza de té y la Heckler & Koch estaban al alcance de su mano.