13
AOMAME
Víctima de nacimiento
Cuando se despertó, sintió que tenía una resaca bastante seria. Aomame nunca sufría resacas. Por mucho que bebiera, al día siguiente tenía la mente despejada y podía ocuparse al instante de otros asuntos. Era algo de lo que se sentía orgullosa. Pero aquel día padecía un dolor sordo en las sienes y una ligera neblina le afectaba a los sentidos. Sentía como si le apretaran paulatinamente un aro de hierro en torno a la cabeza. Las manecillas del reloj ya pasaban de las diez. La luz matinal próxima al mediodía la irritaba en el fondo de los ojos, como si le clavara agujas. El ruido del motor de una motocicleta que pasaba por la calle de enfrente se transformaba en la habitación en el estruendo de una máquina de tortura.
Dormía en su propia cama completamente desnuda, pero no se acordaba en absoluto de cómo había logrado volver a casa. La ropa que se había puesto la noche anterior había sido arrojada con violencia al suelo. Parecía que se había desvestido quitándosela de un tirón. El bolso bandolera estaba sobre el escritorio. Pasó por encima de las prendas desparramadas en el suelo, fue a la cocina y se bebió varios vasos de agua del grifo, uno tras otro. Luego fue al baño, se lavó la cara con agua fría y miró su cuerpo desnudo en un gran espejo. Inspeccionó cada recoveco detenidamente, pero no había rastro de nada. Soltó un suspiro de alivio. Menos mal. Sin embargo, en la mitad inferior de su cuerpo aún permanecía, débilmente, la sensación que siempre tenía al día siguiente cuando practicaba sexo salvaje: una dulce languidez, igual que si le revolvieran el cuerpo hasta el fondo. A continuación se dio cuenta de que también sentía un ligero malestar en el ano. «¡Joder!», pensó Aomame. Entonces se presionó las sienes con la yema de los dedos. «Esos capullos también me lo han hecho por ahí». Pero no recordaba que le hubiera disgustado.
Con los sentidos todavía enturbiados, apoyó las manos en la pared y se tomó una ducha caliente. Se refregó todo el cuerpo con jabón y eliminó de él los recuerdos —algo que no se parecía ni por asomo a un recuerdo— de la noche anterior. Limpió con especial esmero el sexo y el ano. También se lavó el pelo. Para quitarse el mal sabor de boca, se cepilló los dientes a conciencia a pesar de que no le gustaba la fragancia a menta de la pasta dentífrica. Luego recogió la ropa interior y las medias del suelo del dormitorio y las lanzó a la cesta de la ropa sucia para apartarlas de su vista.
Inspeccionó el contenido del bolso bandolera que estaba encima de la mesa. El monedero se encontraba en su sitio. También llevaba la tarjeta de crédito y la tarjeta del banco. El dinero en el interior del monedero apenas había disminuido. Parecía que lo único que había pagado la noche anterior fue el taxi de vuelta. De la bandolera sólo faltaban los preservativos que había preparado. Al contarlos, faltaban cuatro. ¿Cuatro? Dentro del monedero también llevaba doblado el cuaderno de notas, en donde había escrito un número de teléfono de Tokio. Pero no tenía ni idea de a quién pertenecía.
Se volvió a acostar en la cama e intentó recordar todo lo posible sobre la noche anterior. Ayumi se había acercado a la mesa de aquellos hombres, habían charlado amistosamente, se bebieron unas copas los cuatro juntos y todos se pusieron de buen humor. Luego vino lo rutinario. Reservaron dos habitaciones en un hotel próximo. Aomame hizo el amor con el del pelo ralo, tal y como habían pactado. Ayumi se llevó al joven y corpulento. El polvo no había estado nada mal. Los dos se habían metido juntos en la bañera y habían practicado sexo oral concienzudamente. Antes de la penetración, había prestado atención a que se hubiera puesto el preservativo.
Apenas una hora después, llamaron a la habitación. Ayumi les preguntó si podían ir allí. «Bebamos todos juntos». «De acuerdo», dijo Aomame. Al cabo de un rato llegaron Ayumi y su acompañante. Luego pidieron una botella de whisky y hielo al servicio de habitaciones y se lo bebieron entre los cuatro.
De lo que ocurrió posteriormente no se acordaba bien. Era como si una vez que los cuatro se habían reunido de nuevo, se hubiera emborrachado de repente. ¿Sería por culpa del whisky (Aomame no estaba acostumbrada a beberlo), o tal vez porque había bajado la guardia al no estar a solas con un hombre, como solía, sino que tenía a otra pareja al lado? Se acordaba vagamente de que después habían intercambiado las parejas y habían vuelto a hacer el amor. «Yo me lo monté con el joven en la cama y Ayumi folló con el del pelo ralo sobre el sofá. Luego… Lo que ocurrió luego está rodeado de una densa niebla. No recuerdo nada. Bueno, casi mejor. Olvidémoslo todo así. Me desmadré e hice el amor a más no poder. Sólo eso. Además, en el futuro no volveré a encontrarme con esos tipos».
Pero «¿se habría puesto el condón, como es debido, la segunda vez?». Aomame se sintió preocupada. No le apetecía quedarse embarazada o padecer una enfermedad venérea por tal estupidez. Quizá no hubiera problema. Por muy borracha que estuviera, o por muy ofuscados que tuviera los sentidos, respecto a eso siempre estaba atenta.
¿Tenía algún trabajo pendiente en la agenda de hoy? No. Era domingo, así que no trabajaba. Mentira, se equivocó. No es cierto. A las tres de la tarde tenía que ir a la Villa de los Sauces, en Azabu, y ayudar a la señora a realizar estiramientos musculares. Hacía unos días, Tamaru se había puesto en contacto con ella para preguntarle si podrían pasar el plan del viernes al domingo, ya que la señora tenía que ir al hospital a hacerse unos análisis. Se había olvidado por completo. Pero todavía le quedaban cuatro horas y media hasta las tres de la tarde. Para entonces, la jaqueca le habría desaparecido y tendría los sentidos más despiertos.
Preparó café y envió varias tazas al fondo del estómago. Luego se puso boca arriba sobre la cama, desnuda, con tan sólo la toalla de baño sobre los hombros, y se pasó la mañana contemplando el techo. No le apetecía hacer nada. Sólo contemplar el techo, que no tenía nada de divertido, pero tampoco se podía quejar. El techo no estaba allí para divertir a la gente. El reloj señalaba el mediodía, pero no tenía ningún apetito. El ruido del motor de las motos y los coches volvía a resonarle en la cabeza. Era la primera vez que sufría una resaca tan seria.
Sin embargo, pese a ello, parecía que el sexo le había sentado bien. Al haber sido abrazada por un hombre, y su cuerpo desnudo haber sido observado, acariciado de arriba abajo, lamido, mordido, penetrado por un pene y haber experimentado varias veces el orgasmo, la amargura que le embargaba se había desanudado por completo. La resaca era penosa, por supuesto, pero la sensación total de liberación hacía que valiera la pena.
«Pero ¿hasta cuándo voy a seguir así?», pensó Aomame. «¿Hasta cuándo podré seguir así? Voy a cumplir treinta dentro de poco. Los cuarenta surgirán en breve en el horizonte.
»Pero ahora no quiero seguir pensando en ese problema. Ya me ocuparé de él con calma en otro momento. Por ahora no existe ningún plazo urgente que me acucie. Para pensar seriamente en ello, ya…».
En ese instante llamaron al teléfono. A oídos de Aomame, sonó con un ruido ensordecedor. Como si fuera en un tren rápido que estuviera atravesando un túnel. Se levantó despacio de la cama y agarró el aparato. El gran reloj de pared marcaba las doce y media.
—¿Aomame? —dijo el interlocutor. Era una voz de mujer un poco ronca. Se trataba de Ayumi.
—¿Sí? —respondió Aomame.
—¿Te encuentras bien? Me has sonado como si acabara de atropellarte un autobús.
—Por poco, seguramente.
—¿Tienes resaca?
—Sí, y bastante fuerte —dijo Aomame—. ¿Cómo sabes el número de teléfono de mi casa?
—¿No te acuerdas? Me lo escribiste ayer. Me propusiste que quedáramos otra vez cerca de tu casa. Yo también debo de haber metido el mío en tu monedero.
—¿De veras? No me acuerdo.
—Sí. Como tenía la impresión de que quizá no te acordarías, estaba preocupada y he decidido llamarte —dijo Ayumi—. Me preguntaba si habrías llegado sana y salva a casa. Es que te subí en un taxi en el cruce de Roppongi y le dije tu dirección al conductor…
Aomame suspiró.
—No me acuerdo de nada, pero creo que llegué bien a casa, porque cuando me he despertado, estaba en la cama.
—Me alegro.
—¿Qué estás haciendo ahora?
—Trabajando, como es debido —contestó Ayumi—. Llevo desde las diez montada en el coche patrulla, ocupándome de las infracciones de estacionamiento. Ahora hago un descanso.
—¡Qué mérito! —exclamó Aomame, admirada.
—Tengo el sueño un poco atrasado, evidentemente, pero bueno, anoche me lo pasé muy bien. En mi vida había estado tan exultante. Gracias a ti, ¿eh?
Aomame se presionó las sienes con los dedos.
—A decir verdad, no me acuerdo muy bien de lo que sucedió en la segunda parte. O sea, después de que vinierais a nuestra habitación.
—¡Jo! Es una pena —se lamentó Ayumi con voz seria—. A partir de ahí fue fantástico. Hicimos varias cosas los cuatro. No te lo vas a creer. Era como una peli porno. Hasta nos pusimos en plan lésbico, tú y yo, desnudas. Luego…
Aomame la interrumpió de forma precipitada.
—De acuerdo, pero ¿llevaban el condón bien puesto? Es que no me acuerdo y estoy preocupada.
—Claro. De eso ya me aseguré yo todas las veces, así que no te preocupes. Al fin y al cabo, además de ocuparme de infracciones de estacionamiento, también voy por los institutos de los diferentes barrios, reúno a las chicas en los salones de actos y les enseño con todo detalle cómo deben colocar el preservativo.
—¿Cómo colocar el preservativo? —preguntó Aomame sorprendida—. ¿Por qué se tiene que encargar un agente de policía de enseñarles eso a los estudiantes de instituto?
—Al principio el objetivo era ir por los colegios e informar sobre el peligro de las violaciones por conocidos, medidas frente a los pervertidos o métodos de prevención de delitos sexuales, pero de paso también les hablaba de ese tipo de cosas, como mensaje personal. En cierta medida, como era inevitable que tuvieran prácticas sexuales, los animaba a que se precavieran de embarazos no deseados y enfermedades venéreas. Aunque eso, obviamente, no se lo decía así delante de los profesores. Por lo tanto, se trata de algo parecido a una deformación profesional. Por mucho que beba, siempre soy precavida al respecto. No tienes por qué preocuparte, para nada. Estás limpia y brillante. «Sin condón, no hay penetración». Ese es mi lema.
—Gracias. Me alivia escuchar eso.
—¿Qué? ¿Quieres que te cuente con detalle lo que hicimos anoche?
—La próxima vez, ¿vale? —dijo Aomame. Luego expulsó todo el aire que había retenido en los pulmones—. Otro día me lo cuentas con detalle. Pero hoy no. Ya sólo con lo que me has contado tengo la cabeza como si me fuera a estallar.
—De acuerdo. La próxima vez —dijo Ayumi con voz alegre—. Pero, Aomame, lo he estado pensando desde que me he despertado esta mañana, y creo que formamos un buen equipo. ¿Te importa que vuelva a llamarte alguna vez? Es decir, si te apetece algo como lo de ayer.
—Claro que no —respondió Aomame.
—¡Bien!
—Gracias por haberme llamado.
—Cuídate —dijo Ayumi antes de colgar el teléfono.
A las dos de la tarde, gracias a un café solo y a una siestecilla, estaba mucho más despejada. Por fortuna, el dolor de cabeza le había pasado. Sólo le quedaba una ligera languidez en el cuerpo. Aomame cogió la bolsa del gimnasio y salió de casa. Obviamente, no llevaba el picahielos de fabricación especial. Tan sólo una muda y una toalla. Tamaru la recibió en la entrada, como de costumbre.
Aomame fue conducida a un solárium largo y estrecho. Una gran ventana de cristal se abría a un jardín, pero tenía cortinas de encaje que impedían que se viera el exterior. Al lado de la ventana había plantas ornamentales alineadas. De un pequeño altavoz en el techo sonaba apacible música barroca. Era una sonata para flauta dulce acompañada de un clavicémbalo. En el centro de la sala habían colocado una camilla para masajes, y la señora ya estaba encima de ella, boca abajo. Llevaba un albornoz blanco.
Cuando Tamaru dejó la sala, Aomame se puso la ropa de hacer ejercicio. La señora contemplaba desde la camilla, girando el cuello, cómo Aomame se iba desvistiendo. A Aomame no le preocupaba que alguien del mismo sexo mirase su cuerpo desnudo. Como deportista que era, eso era el pan nuestro de cada día y, además, la señora también se ponía casi en cueros cuando le daba masajes, ya que así resultaba más fácil comprobar la condición de los músculos. Aomame se quitó los pantalones cortos de algodón y la blusa, y se puso un chándal. Luego dobló la ropa que se había quitado y la dejó amontonada en un rincón de la sala.
—Tiene usted un cuerpo atlético —dijo la anciana. Entonces se incorporó, se quitó el albornoz y se quedó solamente con un fino conjunto de seda.
—Muchas gracias —dijo Aomame.
—Hace tiempo yo también tenía un cuerpo así.
—Lo sé —dijo Aomame. Pensó que debía de ser verdad. Incluso ahora que se aproximaba a los setenta, en su cuerpo permanecían las huellas de su juventud. Conservaba el tipo y tenía un pecho bastante firme. Una dieta moderada y ejercicio diario preservaban su belleza natural. Aomame supuso que a eso habría que añadir alguna operación de cirugía estética. Eliminaciones periódicas de arrugas y liftings en ojos y boca—. Ahora también tiene un cuerpo espléndido.
La señora torció ligeramente los labios.
—Gracias, pero no se puede comparar con el de antes.
Aomame no respondió a eso.
—He disfrutado mucho de este cuerpo y he hecho disfrutar mucho con él a otros. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Sí.
—Y usted, ¿también disfruta?
—De vez en cuando —contestó Aomame.
—Quizá no sea suficiente con de vez en cuando —le dijo la anciana echada boca abajo—. Deberías disfrutar ahora que eres joven. Todo cuanto desees. Cuando envejezcas y ya no puedas hacerlo, los recuerdos de los viejos tiempos te caldearán el cuerpo.
Aomame se acordó de lo de la noche anterior. Todavía percibía en el ano, ligeramente, la sensación de haber sido penetrada. ¿Sería ése el tipo de recuerdo que le caldearía el cuerpo durante la vejez?
Aomame colocó las manos sobre el cuerpo de la señora y empezó a estirarle los músculos con cuidado. La languidez que hasta hacía poco había sentido en el cuerpo ya le había desaparecido. Desde que se vistió el chándal y tocó el cuerpo de la señora con los dedos, los sentidos se le despertaron y recobraron la lucidez.
Aomame comprobaba cada músculo de la anciana con la yema de los dedos, como si siguiera un itinerario en un mapa. Recordaba con detalle la tensión, la dureza y la capacidad de estiramiento de cada uno. Era igual que una pianista tocando de memoria una larga pieza. Aomame estaba dotada con una memoria así de precisa, sobre todo en lo que respecta al cuerpo. En caso de que ella se olvidara, las yemas de sus dedos recordaban. Si alguno de los músculos presentaba un tacto un poco diferente al habitual, lo estimulaba con distintas intensidades, desde distintos ángulos, y comprobaba cómo reaccionaba: si le causaba dolor, placer o no obtenía respuesta alguna. No sólo desentumecía las partes rígidas y compactas, sino que también ayudaba a la señora para que consiguiera mover los músculos por sus propios medios. También había partes, por supuesto, que resultaban difíciles de distender sólo con la fuerza de uno. Esas zonas las estiraba con esmero. Pero lo que los músculos apreciaban más y recibían mejor era el esfuerzo que cada cual realizaba por sí mismo.
—¿Le duele aquí? —preguntó Aomame. Tenía los músculos de la ingle mucho más rígidos de lo normal. Presentaban un agarrotamiento pernicioso. Le metió una mano en el hueco de la pelvis y le torció un poco el muslo en un ángulo especial.
—Mucho —respondió la anciana frunciendo el ceño.
—Estupendo. Es bueno que sienta dolor. Si no lo sintiera, tendría un problema. ¿Podrá soportar un poco más de dolor?
—Claro —le dijo la anciana. No era necesario preguntar. Tenía un carácter resistente. Por lo general aguantaba en silencio. Aunque frunciera el ceño, nunca gritaba. Aomame había visto a unos cuantos hombres grandes y fuertes gritar, sin querer, cuando les daba masajes. Por eso no dejaba de admirarle la fuerza de voluntad de la señora.
Aomame sujetó el codo derecho, como si fuera el fulcro de una palanca, y torció aún más el muslo de la señora. Crujió con un ruido sordo y la articulación se movió. La anciana tragó saliva, pero no se quejó.
—Con esto debería desaparecer —dijo Aomame—. Se le pasará pronto.
La anciana soltó un gran suspiro. El sudor le brillaba en la frente. «Gracias», le dijo en voz baja.
Durante una buena hora, Aomame desentumeció el cuerpo entero de la señora, le estimuló los músculos, se los estiró y le distendió las articulaciones. Todo acompañado de un dolor considerable. Pero sin dolor no había arreglo. Tanto Aomame como la señora lo sabían; por lo tanto, se pasaron la hora casi en silencio. La sonata para flauta dulce se había terminado sin que ellas se dieran cuenta y el reproductor de discos compactos había enmudecido. No se escuchaba nada más que el canto de los pájaros procedente del jardín.
—Tengo la sensación de que se me ha aligerado el cuerpo —dijo la señora después de una pausa. Estaba tumbada boca abajo, rendida. La gran toalla de baño que cubría la camilla para masajes se había teñido de sudor.
—Me alegro —dijo Aomame.
—El que esté a mi lado me ayuda muchísimo. No sé qué haría sin usted.
—Tranquila. Por ahora no tengo intención de dejar de venir.
La señora le hizo una pregunta tras intercalar un breve silencio, como si estuviera confusa.
—No quiero meterme en donde no me llaman, pero ¿tiene usted alguien a quien ame?
—Sí, sí que tengo —respondió Aomame.
—Me alegra que me lo diga.
—Pero, desgraciadamente, yo no le gusto a esa persona.
—Tal vez sea una pregunta un tanto ridícula —dijo la anciana—, pero ¿por qué no le gusta? Mirándola objetivamente, creo que es usted una mujer joven con mucho encanto.
—Porque esa persona ni siquiera sabe que existo.
La anciana reflexionó durante un buen rato en lo que le dijo Aomame.
—¿No hay, por su parte, el deseo de querer transmitirle que existe?
—Por el momento no —dijo Aomame.
—¿Se debe a alguna circunstancia? Por ejemplo, ¿no puede ser usted la que se aproxime?
—Hay varias circunstancias. Pero, principalmente, es una cuestión de sentimientos personales.
La anciana miró a Aomame a la cara, con admiración.
—En mi vida he conocido a personas extrañas, pero entre ellas quizá sea usted única.
Aomame relajó un poco los labios.
—No tengo nada de rara. Tan sólo soy franca con mis sentimientos.
—Protege con tenacidad las reglas que una vez estableció.
—Así es.
—Y además es un poco terca e irascible.
—Sí, quizá también influya eso.
—Pero anoche se desmadró un poco, ¿no?
Aomame se puso colorada.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé mirándole la piel. Lo sé por el olor. Aún lleva en el cuerpo el rastro de un hombre. Cuando uno envejece, se da cuenta de muchas cosas.
Aomame frunció un poco el ceño.
—Es necesario de cuando en cuando. Ya sé que no es algo digno de elogio, pero…
La anciana alargó la mano y la puso suavemente sobre la mano de Aomame.
—Por supuesto. A veces también es necesario. No se preocupe, que no se lo estoy reprochando. Pero tengo la impresión de que lo que usted necesita es una felicidad más normal. Unirse a la persona que le gusta y comer perdices.
—Yo también creo que estaría bien. Pero es difícil.
—¿Por qué?
Aomame no respondió. Explicárselo no resultaría sencillo.
—Si en un asunto personal quisiera pedirle consejo a alguien, pídamelo a mí —dijo la anciana; retiró la mano que había puesto sobre la de Aomame y se enjugó el sudor de la cara con una toalla—. Sea lo que sea, porque quizás haya algo que yo pueda hacer por usted.
—Gracias —dijo Aomame.
—A veces las cosas no se solucionan con sólo desmadrarse.
—Tiene toda la razón.
—Usted no está haciendo nada que la perjudique —dijo la señora—. Nada. ¿Lo entiende?
—Sí —respondió Aomame. «En efecto», pensó. «No estoy haciendo nada que me perjudique». Sin embargo, había algo que permanecía en su interior. Como el poso en el fondo de una botella de vino.
Aomame recordaba a menudo, aún hoy, lo que había sucedido en torno a la muerte de Tamaki Ōtsuka. Al pensar que ya nunca podría volver a verla y hablar con ella, sentía como si el cuerpo se le desgarrara. Tamaki había sido la primera amiga íntima que Aomame había hecho en su vida. Se podían confiar cualquier cosa la una a la otra, sin reservas. Antes de Tamaki, Aomame nunca había tenido una amiga así, ni nunca la tuvo después. Era irreemplazable. Si no la hubiera conocido, la vida de Aomame hubiera sido, con certeza, aún más penosa que ahora, aún más sombría.
Las dos tenían la misma edad y eran compañeras de equipo del club de sóftbol de un instituto público de Tokio. Aomame se había entregado a ese deporte desde la secundaria hasta el instituto. Al principio la habían invitado al club porque faltaban jugadores, y hacía lo que mejor le parecía, sin demasiado entusiasmo, pero pronto aquello se convirtió para ella en un placer. Vivía aferrada a ese deporte, como alguien que, arrastrado por un vendaval, se abraza a una columna. Necesitaba algo así. Y aunque ella misma no se había dado cuenta, Aomame siempre había poseído unas excelentes cualidades para el deporte. Tanto en la secundaria como en el instituto, fue una de las jugadoras principales del equipo y, gracias a ella, consiguieron buenas clasificaciones en los torneos. Eso le proporcionaba a Aomame una especie de confianza en sí misma (no era exactamente confianza en sí misma, sino algo que se le parecía). Dentro del equipo ocupaba un lugar destacado y, aunque se tratara de un mundo pequeño, Aomame se sentía feliz de que le hubieran concedido una posición decisiva en él. «Alguien me necesita».
Aomame jugaba de lanzadora y de cuarta bateadora y era, literalmente, la pieza clave del equipo en lo que a lanzamientos y batear se refería. Tamaki Ōtsuka era segunda base y capitaneaba el equipo. Pese a su pequeña estatura, poseía unos excelentes reflejos y tenía coco. Además podía captar la situación rápidamente y desde múltiples ángulos. Cada vez que hacía un lanzamiento, sabía hacia dónde debía ladear el centro de gravedad y, al batear la bola, calculaba de inmediato la dirección de la pelota y corría a defender la posición exacta. Pocos infielders eran capaces de hacerlo. Gracias a su capacidad para tomar decisiones, había salvado al equipo de numerosos aprietos. No era una lanzadora de larga distancia, como Aomame, pero tenía un batear impetuoso e infalible y también era rápida. Además destacaba como líder. Integraba al equipo, establecía tácticas, ofrecía valiosos consejos a todas y las animaba. A pesar de ser estricta en el mando, contaba con la confianza de todas las jugadoras. Gracias a ella, el equipo se fortalecía día a día y habían llegado hasta la final del Gran Campeonato de Tokio. En el Interhigh[9] también llegaron a la final. Además, Aomame y Tamaki habían sido elegidas como miembros del equipo combinado de la región de Kantō.
Ambas reconocían las excelencias de la otra, trabaron una amistad espontánea y, al cabo de poco tiempo, se hicieron amigas del alma. Durante las giras deportivas del equipo, pasaban mucho tiempo juntas. Las dos se contaban sus vidas, sin tapujos. En quinto de primaria, Aomame decidió separarse de sus padres e irse a casa de su tío por parte de madre. La familia de su tío comprendió la situación y la acogió cálidamente, como a un miembro más de la familia. A pesar de ello, aquella casa no era la suya. Se sentía sola y ávida de cariño. Los días transcurrían de manera absurda, sin saber dónde buscar un objetivo o un sentido para seguir viviendo. Tamaki procedía de un hogar pudiente con un estatus social elevado, pero como la relación entre sus padres era pésima, la familia estaba desestructurada. El padre apenas pasaba por casa y la madre sufría trastornos con frecuencia. Había veces que se quedaba días enteros en la cama, sin levantarse, aquejada de unas migrañas terribles. Tamaki y su hermano pequeño casi se encontraban en un estado de desidia. Muchas de las comidas de los dos hijos se resolvían yendo al comedor vecinal o a un local de comida basura, o con un prefabricado[10]. Ambas chicas vivían situaciones que les hacían entregarse al sóftbol.
Entre chicas solitarias, con problemas a rastras, existía un montón de cosas que contarse. Durante las vacaciones de verano viajaban solas y cuando no tuvieron nada más de lo que hablar, se tocaron sus cuerpos desnudos en la cama del hotel. Fue algo que sobrevino de improviso, solamente una vez, que no volvió a repetirse y que no contaron a nadie. Sin embargo hizo que su relación se estrechara y creó una especie de connivencia entre las dos.
Cuando dejó el instituto y pasó a la Facultad de Ciencias del Deporte, Aomame continuó con el sóftbol. Puesto que había ganado prestigio a nivel nacional como jugadora de sóftbol femenino, una universidad privada de Ciencias del Deporte la invitó y le concedieron una beca especial. Entonces se convirtió en la jugadora principal del equipo universitario. Además de jugar al sóftbol, se interesó por la medicina deportiva y comenzó a estudiarla en serio. Las artes marciales también despertaban su interés. Mientras estuviera matriculada en la universidad, quería adquirir todos los conocimientos y técnicas especializadas posibles. No tenía tiempo para relajarse y divertirse.
Tamaki entró en la Facultad de Derecho de una prestigiosa universidad privada. Cuando se graduó en el instituto, rompió el vínculo con el sóftbol. Para Tamaki, que poseía un expediente extraordinario, el sóftbol no había sido más que algo pasajero. Ella quería aprobar unas oposiciones para el cuerpo de Justicia y convertirse en jurista. Sin embargo, aunque hubieran elegido caminos distintos, las dos seguían siendo amigas del alma. Aomame vivía en una residencia universitaria, exenta de pagar el alquiler, y Tamaki iba a clases desde el mismo hogar desestructurado de siempre —aunque con holgura económica. Ambas comían juntas una vez por semana y hablaban de todo lo que les había ocurrido. Por mucho que hablasen, los temas nunca se les agotaban.
Tamaki perdió la virginidad en el otoño del primer año de carrera. Fue con un alumno un año mayor del club de tenis. Tras una reunión, la invitó a su dormitorio y allí la violó. No era que a ella no le gustara él. Por eso mismo había aceptado ir sola a su habitación, pero el hecho de que la coaccionara violentamente para mantener relaciones sexuales con él, y la actitud brutal y caprichosa que le mostró, le causaron un impacto tremendo. A raíz de eso, dejó el club y cayó en una depresión durante un tiempo. Parecía que aquel hecho le había dejado un profundo sentimiento de impotencia en el corazón. No tenía apetito y adelgazó seis kilos en un mes. Lo que Tamaki buscaba en un hombre era comprensión y consideración. Si se lo mostraba y preparaba con tiempo el terreno, ella no tendría ningún problema en entregarle su cuerpo. Tamaki era incapaz de entenderlo. ¿Por qué había tenido que ser tan violento? Y eso que no había ninguna necesidad…
Aomame la consoló y le aconsejó que lo castigara de algún modo. Pero Tamaki no estaba de acuerdo. Le dijo que ella misma no había tenido cuidado y que era demasiado tarde para denunciarlo. Ella también era responsable por haber ido a solas a su habitación cuando la invitó. «Quizá sea mejor olvidarlo», le dijo. Pero a Aomame le dolía la profunda herida que aquel hecho había causado a su mejor amiga. No se trataba de un problema superficial, como la pérdida de la virginidad. Era un asunto que atentaba contra la dignidad de un alma. Nadie tenía derecho a invadirla. Y la impotencia era algo que corroía a las personas hasta el final.
Por eso Aomame decidió castigarlo personalmente. Le sonsacó a Tamaki la dirección del apartamento donde vivía el chico y fue allí con un bate de sóftbol metido en un cilindro grande de plástico para planos de dibujo técnico. Aquel día, Tamaki había ido a Kanagawa a la celebración de un rito por un familiar fallecido o algo por el estilo, con lo cual ya tenía coartada. Aomame se había asegurado de antemano de que el chico no estuviera en su habitación. Con un destornillador y un martillo rompió la cerradura y entró en el dormitorio. Luego envolvió una toalla alrededor del bate varias veces y, con cuidado de no hacer ruido, hizo añicos todo lo que había dentro de la habitación. La televisión, la lámpara, el reloj, los discos, la tostadora, el jarrón… No quedó nada en pie. Cortó el cable del teléfono con unas tijeras. Rasgó en pedazos las portadas de los libros, esparció la pasta de dientes y la espuma de afeitar por toda la alfombra. Echó salsa en la cama. Hizo trizas los cuadernos que había dentro de los cajones. Partió bolígrafos y lápices. Rompió todas las bombillas. Rajó con un cuchillo las cortinas y los cojines. También cortó todas las camisas que había en el armario. Llenó de kétchup los cajones de la ropa interior y de los calcetines. Arrancó los fusibles de la nevera y los tiró por la ventana. Soltó y rompió la goma de cierre de la cisterna. Destrozó la alcachofa de la ducha. La destrucción fue exhaustiva y minuciosa, de una punta a otra. La habitación quedó igual que el centro de Beirut después de un bombardeo, tal y como había visto en una fotografía de un periódico hacía unos días.
Tamaki era una chica inteligente (en las notas del colegio, Aomame no le llegaba ni a la suela de los zapatos) y una jugadora prudente e irreprochable en los partidos de sóftbol. Cuando Aomame estaba en un apuro durante un partido, Tamaki enseguida se acercaba al montículo, le ofrecía un breve y valioso consejo, sonreía con dulzura, le daba un golpecito en el culo con el guante y volvía a la posición de defensa. Era muy abierta, cariñosa y estaba dotada de sentido del humor. En lo que respecta a lo académico, era una trabajadora nata, además de elocuente. Si hubiera seguido estudiando, habría sido una excelente jurista.
Sin embargo, delante de los hombres, su capacidad de tomar decisiones se desintegraba hasta límites insospechados. A Tamaki le gustaban los hombres guapos. Por así decirlo, sólo se fijaba en si eran guapos. Y a ojos de Aomame, esa propensión casi alcanzaba los límites de lo insano. Por muy maravillosa que fuera la personalidad de un chico, por muy talentoso que fuera, y aunque la invitara a salir, si no le gustaba su físico, Tamaki no se sentía atraída en absoluto. Los hombres insustanciales de facciones dulces eran los que siempre le llamaban la atención. Y en cuestión de hombres, Tamaki se volvía muy terca y nunca prestaba atención a lo que Aomame le decía. En general, escuchaba abiertamente y consideraba la opinión de Aomame, pero no aceptaba de ningún modo que criticara a sus novios. Aomame ya se había dado por vencida y había dejado de aconsejarla. No quería discutir por ello y perjudicar su amistad. Al fin y al cabo, era la vida de Tamaki. No había más remedio que dejarle hacer lo que le viniera en gana. De cualquier forma, durante la universidad Tamaki había salido con muchos chicos, que siempre la metían en líos, la traicionaban o la herían y luego la abandonaban. Cada vez estaba al borde de la locura. Había abortado dos veces. En lo que concernía a las relaciones entre mujeres y hombres, Tamaki era, ciertamente, una víctima de nacimiento.
Aomame no tenía novios fijos. Si la invitaban, a veces iba a alguna cita, y en ocasiones había algún chico que no estaba mal, pero nunca acababa en una relación profunda.
—¿Hasta cuándo piensas estar sin novio y quedarte virgen? —le preguntaba Tamaki a Aomame.
—Es que estoy ocupada —respondía Aomame—. Apenas puedo vivir el día a día, así que no tengo tiempo para andar de juerga con novios.
Al licenciarse, Tamaki fue admitida en un posgrado y preparó las oposiciones para el cuerpo de Justicia. Aomame trabajaba para una empresa de bebidas deportivas y alimentos saludables, en la que seguía practicando el sóftbol. Tamaki todavía vivía con sus padres y Aomame lo hacía en un edificio de viviendas para los empleados de la empresa, que se encontraba en Yoyogi-Hachiman. Igual que en su época de estudiantes, los fines de semana se juntaban para comer y charlar infatigablemente sobre diversos temas.
A los veinticuatro años, Tamaki se casó con un hombre dos años mayor que ella. Cuando se prometieron, ella dejó de asistir al posgrado y abandonó los estudios de derecho, porque su futuro marido no se lo permitía. Aomame sólo vio a la pareja de Tamaki una vez. Era el hijo de un millonario y, como se había imaginado, tenía unos rasgos bellos y proporcionados, aunque ciertamente superficiales. Su afición eran los yates. Era lisonjero y tampoco parecía falto de inteligencia, pero tenía una personalidad vacua y sus palabras carecían de peso. El tipo de hombre que siempre le había gustado a Tamaki. Pero además, pudo sentir una especie de mal augurio en él. A Aomame no le cayó bien aquel hombre desde el principio. Quizás a él tampoco le cayera demasiado bien ella.
—Este matrimonio no va a funcionar —le dijo Aomame a Tamaki. No quería meterse en donde no la llamaban, pero aquello se trataba de una boda, no de un simple juego de enamorados. Como amiga inestimable que era desde hacía muchísimo tiempo, no podía quedarse callada y hacer la vista gorda. En aquella época tuvieron su primera discusión acalorada. Tamaki se puso histérica por el hecho de que se opusiera a la boda y le soltó unas cuantas frases duras. Entre ellas, palabras que Aomame no quería oír por nada del mundo. Aomame ni siquiera fue a la ceremonia.
Pero al cabo de poco tiempo hicieron las paces. Inmediatamente después de su regreso del viaje de novios, Tamaki fue a ver a Aomame sin avisarla y se disculpó por haberle faltado al respeto. Le dijo que querría que se olvidara de todo lo que le había dicho aquella vez. «No sé qué me pasó. Durante el viaje de novios estuve pensando mucho en lo que me dijiste». «No te preocupes, que ya lo he olvidado todo», le dijo Aomame. Luego, se abrazaron con fuerza las dos bromearon y se rieron.
A pesar de ello, tras la boda, los encuentros entre ambas se redujeron rápidamente. Se comunicaban a menudo con cartas y también hablaban por teléfono, pero Tamaki no parecía estar dispuesta a hacer un hueco en su agenda para quedar con su amiga. Siempre se excusaba diciendo que estaba muy ocupada. «Ser ama de casa a tiempo completo también da trabajo». Pero por su manera de hablar se presentía que probablemente el marido no deseaba que saliera de casa para verse con nadie. Además, Tamaki vivía en el mismo edificio que sus suegros y debía de resultarle complicado salir a su antojo. Ni siquiera invitó a Aomame a su nuevo hogar.
«Mi vida de casada va de maravilla», le decía Tamaki a Aomame cada dos por tres. Su marido era amable, sus suegros también eran gente afable. No había ninguna privación en su vida. A veces, los fines de semana, viajaban hasta la isla de Enoshima en yate. Haber dejado los estudios de derecho tampoco la apenaba, porque la presión de los exámenes para el cuerpo de Justicia era enorme. «Al fin y al cabo, puede que esta vida ordinaria sea la mejor para mí. Dentro de poco también tendré hijos y entonces sólo seré una de esas madres aburridas. Quizá ya ni pueda charlar contigo». La voz de Tamaki era siempre alegre y Aomame no tenía motivos para dudar de lo que le estaba diciendo. «Me alegro», le decía. Se alegraba de verdad. Haber errado en aquel presentimiento funesto era mejor, sin duda, que haber acertado. Aomame suponía que Tamaki tal vez había encontrado la calma en su interior. O más bien, se esforzaba en pensar así.
Puesto que no tenía a nadie más a quien pudiera llamar amiga, cuando el contacto con Tamaki fue espaciándose cada vez más, los días dejaron de tener sentido para Aomame. Era incapaz de concentrarse en el sóftbol como antes. El hecho de que Tamaki se hubiera alejado de su vida parecía haber reducido su interés por ese deporte. Aomame había cumplido veinticinco años, pero todavía era virgen. A veces, cuando no podía controlar sus emociones, se masturbaba. Tampoco consideraba que su vida fuera especialmente triste. A Aomame le resultaba angustiante mantener una relación personal estrecha con alguien, de modo que prefería estar sola.
Tamaki se suicidó un día ventoso a finales de otoño, tres días después de su vigésimo sexto cumpleaños. Murió ahorcada en su casa. El marido la descubrió la noche del día siguiente, cuando regresó a casa de un viaje de negocios.
—En el hogar no teníamos ningún problema y nunca la oí quejarse. No tengo ni idea de por qué se ha suicidado —declaró el marido a la policía. Los suegros dijeron algo similar.
Pero era mentira. La incesante violencia sádica del marido había lacerado a Tamaki, tanto física como psíquicamente. El comportamiento de su esposo se aproximaba al territorio de la paranoia. Sus suegros también estaban más o menos enterados. Cuando la policía realizó la autopsia, vio el estado del cuerpo y se percató de la situación, pero no acudió a los tribunales. Aunque llamaron al marido y lo interrogaron, la causa del fallecimiento era claramente un suicidio y, además, cuando ella se murió, él estaba de viaje de negocios por Hokkaidō. No se le aplicó una pena criminal. El hermano pequeño de Tamaki le confesó en secreto a Aomame lo que había ocurrido: había habido violencia desde un principio y, a medida que el tiempo pasaba, se había vuelto más persistente y cruel. Pero Tamaki no podía huir de aquella especie de pesadilla. A Aomame no le dijo ni una palabra, porque sabía desde un principio cuál hubiera sido la respuesta si le hubiera pedido consejo. Era obvio que le hubiera dicho que se fuera de inmediato de aquella casa. Pero no podía hacerlo.
Justo antes de suicidarse, en el último momento, Tamaki había enviado una larga carta a Aomame. «Me he equivocado desde el principio; tú tenías razón», decía al inicio de la carta. Así había concluido su vida.
«Mi vida diaria es un infierno. Pero, haga lo que haga, no puedo escapar de él, porque no sé adónde podría ir si huyera. Estoy encerrada en la terrible prisión de la impotencia. Me he metido en ella voluntariamente, yo misma he echado el cerrojo y he lanzado la llave muy lejos. La boda fue un error, sin duda, como tú me advertiste. Pero el problema más serio no reside en mi marido, no reside en la vida de casada, reside en mi interior. Todo el dolor que siento me lo merezco. No puedo reprochar nada a nadie. Tú eres mi única amiga, la única persona en quien puedo confiar en este mundo. Sin embargo, ya no tengo salvación. Si es posible, acuérdate de mí para siempre, por favor. Ojalá hubiéramos jugado al sóftbol juntas para siempre».
Mientras leía la carta, Aomame se sintió fatal. El cuerpo no dejaba de temblarle. Aunque llamó por teléfono varias veces a casa de Tamaki, nadie contestaba al aparato. Sólo saltaba un mensaje grabado. Aomame tomó un tren y luego fue a pie hasta la casa de su amiga, en Okusawa, en el distrito de Setagaya. Era una gran mansión cercada por un alto muro. Llamó al telefonillo de la entrada, pero tampoco obtuvo respuesta. En el interior sólo ladraba un perro. No le quedó más remedio que resignarse y dar media vuelta. Obviamente, no había forma de que Aomame lo supiera, pero en ese momento Tamaki aún respiraba. Había atado una cuerda al pasamano de las escaleras, y pendía de ella, completamente sola. Dentro de la casa, en donde reinaba un silencio absoluto, sólo se oía el sonido vacuo del teléfono y del timbre.
Cuando le comunicaron la muerte de Tamaki, Aomame apenas se sorprendió. Seguro que en alguna parte de su mente ya se lo esperaba. Tampoco la invadió la tristeza. Tan sólo dio una respuesta práctica, colgó el teléfono, se sentó en una silla y, después de que transcurriera bastante tiempo, se sintió como si todo el líquido que llevaba dentro se fuera derramando. Fue incapaz de levantarse de aquella silla durante un buen rato. Llamó a la empresa, pidió unos días de reposo por encontrarse indispuesta y se limitó a permanecer confinada dentro de casa. Ni comía, ni dormía y apenas bebía agua. Tampoco asistió al funeral. Sentía que algo había cambiado en su interior, acompañado de un tintineo. «Después de esto, yo ya no soy la misma de antes», Aomame fue intensamente consciente de ello.
En ese momento, Aomame estaba resuelta a castigar a aquel hombre. Pasara lo que pasara, tenía que poner fin a su existencia de inmediato. Si no, no cabía duda de que aquel tipo repetiría lo mismo con otras personas.
Aomame se tomó mucho tiempo para la elaboración de un plan minucioso. Sabía que podía darle muerte en cuestión de segundos clavándole una aguja afilada en cierto punto de la nuca bajo cierto ángulo. Por supuesto, no había nadie más que lo pudiera hacer. Pero ella sí. Sólo necesitaba afinar los sentidos para tantear en un periodo breve de tiempo aquel punto extremadamente delicado y conseguir el instrumento adecuado para tal cometido. Reunió herramientas y, con el tiempo, fabricó un instrumento especial que parecía un pequeño picahielos fino y alargado. La aguja que llevaba en el extremo era fría y aguda como una idea despiadada. Aomame entrenó distintos métodos con esmero. Una vez que se convenció de que estaba preparada, pasó a la acción. Sin titubear, con sangre fría y precisión, hizo que el Reino de los Cielos le cayera sobre la cabeza. Luego rezó una oración. Los versos de la oración salieron de su boca casi de forma refleja.
«Señor nuestro que estás en los cielos. Purificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino. Perdona nuestras ofensas y da tu bendición a nuestro humilde caminar. Amén».
Tras aquello, Aomame comenzó a sentir la necesidad cíclica de un cuerpo masculino.