20
TENGO
¡Pobres guiliacos!
Tengo no podía dormir. Fukaeri estaba metida en su cama, con su pijama, profundamente dormida. Él había preparado el sofá para dormir (como a menudo se echaba la siesta en él, no le resultaba incómodo), pero al tumbarse no había podido pegar ojo y se fue a la mesa de la cocina y se puso a escribir la continuación de la novela. El ordenador estaba en el dormitorio, de modo que escribía en un cuaderno de notas con un bolígrafo. Eso tampoco lo incomodaba demasiado. El ordenador era, ciertamente, más cómodo en lo que a velocidad y almacenamiento de datos se refiere, pero él adoraba la clásica acción de escribir a mano en un papel.
Que Tengo escribiera de noche resultaba más bien raro. Él prefería escribir durante el día, cuando la gente caminaba por la calle. Si escribía cuando la oscuridad lo envolvía todo y reinaba un profundo silencio, a veces el texto resultaba demasiado denso. Muchas veces tenía que reescribir durante el día las partes que había redactado por la noche. Para evitar tener que repetir el trabajo, era mejor escribirlo todo de día.
Sin embargo, cuando aquella noche se puso a escribir a mano, tenía la mente ágil. Su imaginación se desperezó y la historia fluyó libremente. Una idea se unía de forma natural a otra. El flujo apenas se interrumpía. El extremo del bolígrafo no dejaba de hacer ruido, obstinadamente, sobre el papel blanco. Cuando la mano derecha se le cansó, dejó el bolígrafo sobre la mesa y movió los dedos en el aire, como un pianista practicando escalas imaginarias. Las agujas del reloj se acercaban a la una y media. Resultaba chocante que no se oyera ningún ruido del exterior. Quizá las gruesas nubes, como de algodón, que cubrían el cielo de la ciudad habían absorbido todos los ruidos excesivos.
A continuación volvió a tomar el bolígrafo y formó una hilera de palabras sobre el cuaderno. Mientras escribía se acordó de algo. A la mañana siguiente venía su novia. Ella siempre iba los viernes por la mañana, sobre las once. Antes tendría que llevar a Fukaeri a algún sitio. Menos mal que Fukaeri no usaba perfume, ni colonia. Si quedara el olor de alguien en la cama, su novia lo captaría al instante. Tengo sabía bien que a ella no se le pasaba un detalle y que además era celosa. De vez en cuando no le importaba hacer el amor con su marido, pero si Tengo salía con otras mujeres, se ponía de muy mal humor.
—No es lo mismo que hacer el amor con mi marido —le explicó—. Es como si te hicieran dos facturas diferentes.
—¿Dos facturas diferentes?
—Quiero decir que los artículos de cada una son diferentes.
—¿Te refieres a que utilizas diferentes partidas de sentimientos?
—Eso es. Las partes del cuerpo son las mismas, pero los sentimientos los separo. Por eso no hay nada de malo. Como mujer madura que soy, puedo hacerlo. Pero a ti no te consiento que te acuestes con otras chicas.
—No lo hago —le dijo Tengo.
—Aunque no hagas el amor con ellas —dijo la novia—. Me siento ofendida sólo de pensar que existe esa posibilidad.
—¿Sólo de pensar en esa posibilidad? —preguntó Tengo, sorprendido.
—Creo que no entiendes los sentimientos de las mujeres. ¡Y eso que escribes novelas!
—Lo que acabas de decir me parece injusto.
—Quizá. Pero te voy a compensar por ello —le dijo ella. Y no fue mentira.
Tengo estaba satisfecho de la relación que mantenía con su novia mayor que él. En sentido general, no era una belleza. Tenía unas facciones más bien únicas. Quizá se incluyera dentro del grupo de personas que se sienten feas. Pero, por alguna razón, a Tengo siempre le habían gustado sus facciones. Además, como pareja sexual, no había nada que reprocharle. Y no exigía mucho de Tengo: pasar tres o cuatro horas con él, una vez por semana, y hacer el amor con esmero. A ser posible, dos veces. Y no acercarse a otras mujeres. Eso era, básicamente, lo que le pedía. Ella estimaba a su familia y no tenía intención de destruirla por Tengo. Sólo que el sexo con su marido no la satisfacía lo suficiente. Los intereses de ambos coincidían, más o menos.
Tengo no sentía especial apetito por otras mujeres. Lo que él deseaba, ante todo, era unas horas de libertad y tranquilidad. Habiendo asegurado una ocasión regular para practicar el sexo, no buscaba nada más en las mujeres. Conocer a una mujer de su misma edad, enamorarse, mantener relaciones sexuales y todas las responsabilidades que ello acarreaba no le entusiasmaba. Las etapas psicológicas por las que había que pasar, las alusiones a posibilidades, los encontronazos de opiniones difíciles de evitar…; a poder ser, prefería no tener que cargar con todos esos incordios.
El concepto del deber siempre lo había hecho temblar, echarse atrás. Toda su vida la había pasado evitando, ingeniosamente, tener que verse en posiciones que le exigieran deberes. Vivir una vida tranquila, libre, él solo, sin enredarse en las complejidades de las relaciones humanas, evitando en la medida de lo posible que las normas lo ataran y sin andar prestando o pidiendo prestado: eso era lo que había buscado de forma constante. Por ello había estado dispuesto a tolerar las desventajas más comunes.
Para poder huir del deber, Tengo había aprendido, de las efímeras fases de la vida, la manera de no hacerse destacar. Se había esforzado por dosificar sus habilidades delante de los demás, no expresar su opinión personal, evitar salir al frente y reducir al mínimo su presencia. Desde pequeño se había puesto en situación de tener que sobrevivir por sus medios, sin depender de nadie. Pero un niño no tiene ningún medio real. Por eso, en cuanto el viento empezaba a soplar, se escondía tras una cosa, se aferraba a algo e intentaba no salir volando. Necesitaba estar siempre preparado. Como los huérfanos de las novelas de Dickens.
Se podía decir que hasta entonces todo le había salido más o menos bien. Se había escabullido de todos los deberes. No se había quedado en la universidad, no tenía un empleo formal, no se había casado, tenía un trabajo que le daba relativa libertad, había encontrado una pareja sexual que lo satisfacía (y que pedía poco de él) y aprovechaba todo su tiempo libre para escribir novelas. Tenía un mentor literario llamado Komatsu, gracias al cual obtenía trabajos literarios con cierta regularidad. Sus novelas aún no habían visto la luz del día, pero, por ahora, no había nada en su vida que lo incomodara. No tenía amigos íntimos, ni una pareja con la que estuviera comprometido. Hasta entonces había salido y mantenido relaciones sexuales con unas diez chicas, pero ninguna le había durado demasiado. Sin embargo al menos era libre.
No obstante, desde que había corregido La crisálida de aire de Fukaeri se habían producido algunos estragos en esa vida de paz. En primer lugar, se había visto inmerso prácticamente a la fuerza en el arriesgado plan que Komatsu había ideado. Aquella bella chica había sacudido su corazón desde un extraño ángulo. Y al corregir La crisálida de aire parecía que se había producido algún cambio en su interior, gracias al cual se había apoderado de él un fuerte entusiasmo por escribir su propia novela. Ésos eran cambios para mejor, por supuesto. Sin embargo, era verdad que, al mismo tiempo, el círculo vital de autosatisfacción que hasta entonces había logrado mantener prácticamente intacto se veía amenazado por ciertas alteraciones.
De todos modos, al día siguiente era viernes. Su novia iría a visitarlo. Y antes tenía que preocuparse de llevar a Fukaeri a algún sitio.
Fukaeri se despertó pasadas las dos de la madrugada. Abrió la puerta, en pijama, y fue a la cocina. Entonces se bebió un gran vaso de agua del grifo. Luego, mientras se frotaba los ojos, se sentó a la mesa frente a Tengo.
—Te molesto —le preguntó Fukaeri con una interrogativa sin signos de interrogación, como de costumbre.
—No te preocupes. No me molestas.
—¿Qué escribes?
Tengo cerró el cuaderno y posó el bolígrafo.
—Nada importante —respondió Tengo—. Además, ya lo iba a dejar…
—Me puedo quedar un rato contigo —le preguntó ella.
—Claro. Yo iba a beber un poco de vino. ¿Te apetece beber alguna cosa?
La chica sacudió la cabeza. Quería decir que no quería nada.
—Sólo quiero quedarme un rato aquí.
—Está bien. A mí aún no me ha entrado el sueño.
Como el pijama de Tengo le quedaba demasiado grande a Fukaeri, lo llevaba con las mangas y los bajos de los pantalones muy remangados. Al inclinarse, por el cuello se entreveía la turgencia de sus pechos. Al ver a Fukaeri vestida con su pijama, a Tengo se le cortó la respiración. Abrió la nevera y sirvió en una copa el vino que todavía quedaba en la botella.
—¿No tienes hambre? —le preguntó Tengo. De camino al piso se habían parado en un pequeño restaurante en las inmediaciones de la estación de Kōenji y habían comido unos espaguetis. La cantidad había sido pequeña y, desde entonces, ya había pasado bastante tiempo—. Te puedo preparar un sándwich o algo sencillo.
—No tengo hambre. Quiero que me leas lo que has escrito.
—¿Lo que estaba escribiendo?
—Sí.
Tengo cogió el bolígrafo y le dio vueltas entre los dedos. En medio de aquellas manazas, resultaba minúsculo.
—Hasta que no están completamente terminados y bien corregidos, nunca enseño los manuscritos a los demás. Es una superstición.
—Una superstición.
—Es como una decisión personal.
Fukaeri se quedó mirándolo a la cara un rato. Luego se colocó el cuello del pijama.
—Entonces, léeme algún libro.
—¿Si te leen un libro, te duermes?
—Sí.
—Entonces el profesor Ebisuno te lee libros a menudo, ¿no?
—Es que el profesor siempre se queda despierto hasta el amanecer.
—¿Fue el profesor quien te leyó el Heike monogatari?
Fukaeri negó con la cabeza.
—Eso lo escuché en cinta.
—Y lo memorizaste. Pero debía de ser una cinta muy larga.
Fukaeri indicó con las manos la cantidad de casetes acumulados.
—Muy larga.
—¿Qué parte les recitaste en la rueda de prensa?
—La huida de la capital.
—Tras la caída del clan de los Taira, Minamoto no Yoshitsune huye de Kioto perseguido por Yoritomo. Comienza una batalla familiar dentro del clan que se hizo con la victoria.
—Eso.
—¿Qué otras partes puedes recitar?
—Prueba a preguntarme una.
Tengo hizo memoria de los episodios que había en el Heike monogatari. Después de todo, era una obra extensa, con numerosos capítulos.
—La batalla de Dan-no-ura —dijo Tengo al azar.
Fukaeri se concentró, en silencio, durante unos veinte segundos. Luego empezó a recitar.
«Los soldados Genji habían saltado al abordaje de las naves de los Heike y habían matado a flechazos y tajos de espada a los timoneles y marineros, de suerte que, con todos estos muertos sobre cubierta, los barcos iban a la deriva.
»Cuando Tomomori, el consejero medio de los Heike, comprendió la situación, se subió a un bote y remó hasta la nave imperial.
»—El fin de los Heike ya está aquí —dijo—. Arrojad al mar todo lo que sea ofensivo para la vista.
»Y él mismo corrió de popa a proa barriendo, limpiando y quitando el polvo con sus propias manos para recibir dignamente el fin.
»—Señor consejero medio —le preguntaron todas las damas de la Corte—, ¿cómo va la batalla? ¿Qué está sucediendo?
»—Pronto vais a conocer a unos soldados muy apuestos llegados de las provincias del Este —contestó Tomomori, que se echó a reír con sarcasmo.
»—¿Cómo os atrevéis, señor, a bromear en tales momentos? —le reprocharon las damas, que se pusieron a gimotear ruidosamente».
«Ni-dono, la viuda de Kiyomori, al ver cómo se desarrollaba el combate, demostró estar preparada para la ocasión. Se puso por la cabeza dos kimonos de luctuoso color gris, se remangó la amplia falda de seda, aseguró la sagrada esfera de jade bajo el brazo y se ciñó a la cintura la espada sagrada. Luego tomó en sus brazos al Emperador-niño y le habló con estas palabras:
»—Aunque sea una mujer, no pienso caer en manos enemigas. Voy a acompañar a Su Majestad. Los que mantengan lealtad a Su Majestad, que me sigan.
»Y se dirigió a la borda».
«El Emperador tenía ocho años, aunque aparentaba mayor edad. Era tan bello que su figura parecía resplandeciente. Su negra cabellera le caía por la espalda. Con expresión de extrañeza, preguntó:
»—Abuela, ¿adónde me llevas?
»Ni-dono volvió su cabeza al niño y, aguantando las lágrimas, le contestó:
»—¡Ah, Su Majestad todavía no lo sabe! Por el esfuerzo que realizó en su vida pasada, ha cumplido los Diez Santos Preceptos del budismo y por eso ha nacido Emperador. Pero, arrastrada por un karma fatal, la buena fortuna ha llegado a su fin. Majestad, despedíos del santuario de Ise mirando al levante; luego, rezad con la vista dirigida al poniente para ser recibido por Buda en el Paraíso. ¡Ay, Majestad, estamos en un mundo de sufrimiento! ¡Os quiero llevar a un bonito lugar llamado el Paraíso de la Tierra Pura!
»Así le habló Ni-dono, que ya no pudo contener más las lágrimas. El pequeño soberano, vestido con un kimono color verde oliva y peinado con dos largas coletas, juntó sus tiernas manitas. Tenía también lágrimas en los ojos. Primero, hizo una reverencia mirando a Oriente para decir adiós al santuario de Ise. Después, invocó el nombre de Amida con la vista dirigida a Occidente. A continuación, la abuela lo sostuvo en sus brazos y, para consolarlo, le dijo:
»—Ya verá, Su Majestad, como también en este mar hay una capital.
»Al momento, abrazada al niño, se arrojó a las profundidades marinas[11]».
Al cerrar los ojos y escuchar la historia que ella le contaba, tuvo la impresión de estar escuchando mismamente a un bonzo ciego tañedor de biwa. Le hizo darse cuenta de nuevo de que el Heike monogatari era una epopeya de la tradición oral. En general, la forma de hablar de Fukaeri era monótona, y el acento y la entonación resultaban prácticamente imperceptibles, pero cuando empezó a contar la historia, su voz se volvió sorprendentemente enérgica y llena de color. Era como si algo la poseyera. La sublime batalla marítima que había tenido lugar en el año 1185 en el estrecho de Kanmon cobraba vida en su relato. La derrota de los Taira ya se había decidido y la esposa de Kiyomori, Tokiko, se arrojó al mar con el emperador-niño Antoku en brazos. Las damas de la Corte prefieren seguirla que caer en manos de los soldados de la provincia del Este. Tomomori oculta su aflicción y, a modo de broma, urge a las damas a que se suiciden. «Si no, sabréis lo que es un infierno en vida. Más os vale sacrificaros».
—Sigo —preguntó Fukaeri.
—No, está bien. Gracias —dijo Tengo anonadado.
Entendía por qué los periodistas habían perdido el habla.
—¿Pero cómo eres capaz de memorizar un texto tan largo?
—Lo escuché varias veces en cinta.
—Aún escuchándolo varias veces en cinta, una persona normal sería incapaz de recordarlo —dijo Tengo.
Luego, de repente, le vino un pensamiento a la cabeza. Como no podía leer, quizá tenía más desarrollada que la mayoría de la gente la capacidad de memorizar al vuelo lo que escuchaba. Igual que los niños con síndrome del sabio, que pueden almacenar en la memoria al instante una cantidad enorme de información visual.
—Quiero que me leas un libro —le dijo Fukaeri.
—¿Qué libro te gustaría?
—Tienes el libro del que hablaba el profesor —preguntó Fukaeri—. En el que aparece el Gran Hermano.
—¿1984? No, no lo tengo.
—¿De qué trata?
Tengo recordó el argumento de la novela.
—Lo leí hace muchísimo tiempo, en la biblioteca del colegio, y no me acuerdo bien de los detalles, pero se trata de un libro que fue publicado en 1949. Por aquel entonces, 1984 era un futuro lejano.
—Este año.
—Sí, este año es justo 1984. Un día el futuro también se hace presente. Y pronto será pasado. En la novela, George Orwell describe el futuro como una sociedad oscura controlada por un sistema totalitario. Un dictador a quien llaman el Gran Hermano gobierna de forma estricta a la gente. Se restringe la información y se reescribe la Historia incesantemente. El protagonista trabaja para la Administración y se ocupa de corregir palabras. Al construir una nueva Historia, la vieja se suprime por completo. Para ello se van sustituyendo también las palabras o se cambian sus significados. Como la Historia se reescribe con tanta frecuencia, llega un punto en el que ya nadie sabe qué es verdad. Nadie sabe quién es aliado y quién enemigo. De eso trata.
—Reescribir la Historia.
—Arrebatar la Historia legítima es igual que arrebatar una parte de una personalidad. Es un crimen.
Fukaeri estuvo un rato reflexionando sobre ello.
—Nuestra memoria está compuesta por la memoria individual y la memoria colectiva —dijo Tengo—. Ambas están estrechamente ligadas. Y la Historia es la memoria colectiva. Si se arrebata o se reescribe, no podremos preservar nuestra personalidad legítima.
—Tú también reescribes.
Tengo sonrió y bebió un trago de vino.
—Yo corregí tu novela por conveniencia. Es muy diferente de reescribir la Historia.
—Pero no tienes aquí el libro del Gran Hermano —le preguntó ella.
—Lo siento, pero no, así que no te lo puedo leer.
—Me vale otro libro.
Tengo fue a la estantería y observó los lomos de los libros. Había leído muchos, pero conservaba pocos. No le gustaba tener muchas cosas en su casa. Por eso, los libros que acababa de leer, salvo los especiales, los llevaba a las librerías de ocasión. Intentaba comprar sólo los que pudiera leer de un tirón, y los libros importantes los leía detenidamente y se los metía en la cabeza. El resto de libros que necesitaba los tomaba prestados de la biblioteca del barrio.
Elegir un libro le llevó su tiempo. Como no estaba acostumbrado a leer en voz alta, no tenía ni idea de cuál sería el más apropiado. Después de vacilar durante un buen rato, se decantó por La isla de Sajalín, de Antón Chéjov, que había acabado de leer la semana pasada. En los pasajes interesantes había pegado notas, así que podría saltar a las partes que a él le pareciera.
Antes de leer en voz alta, Tengo le dio una breve explicación sobre la obra. Cuando Chéjov viajó a Sajalín, en 1890, tenía treinta años. Nadie sabía cuál era el motivo exacto que había empujado a Chéjov —el urbanita que gozaba de una gran fama como joven y prometedor escritor, perteneciente a una generación posterior a la Tolstoi y Dostoievski, y que llevaba una vida apacible en Moscú— a irse solo a la isla de Sajalín, en los confines del mundo. Sajalín era, principalmente, un lugar que había sido explotado como colonia penal, y a la mayoría de la gente le causaba una impresión de mal augurio y miseria. Y como por aquel entonces todavía no existía el Transiberiano, la mortificación de tener que recorrer más de cuatro mil kilómetros por tierras heladas atormentó sin clemencia su cuerpo, que nunca había gozado de muy buena salud. La obra La isla de Sajalín, que terminó de escribir al finalizar su viaje de ocho meses por Extremo Oriente, dejó apabullados a muchos lectores, ya que se trataba de algo más cercano a un informe sobre una investigación o a un libro topográfico de índole práctica, que a una obra literaria propiamente dicha. «¿Por qué habrá hecho un escritor como Chéjov, en su mejor momento, algo tan absurdo y disparatado?», cuchicheaba todo el mundo a su alrededor.
Entre los críticos también había quien opinaba que sólo era «autopropaganda focalizada hacia los problemas sociales». «No tendría qué escribir y se habrá ido en busca de material», opinaban otros. Tengo le mostró a Fukaeri el mapa que traía el libro y le enseñó dónde estaba situada Sajalín.
—Por qué fue Chéjov a Sajalín —preguntó Fukaeri.
—¿Quieres saber qué es lo que yo pienso?
—Sí. Tú has leído el libro.
—Sí.
—Qué opinas.
—Quizá ni el propio Chéjov supiera el motivo exacto —dijo Tengo—. Es decir, tal vez simplemente quería ir allí para ver cómo era. Vería la forma de la isla de Sajalín en el mapa y le entrarían unas ganas locas de ir. A mí me pasa lo mismo: estar mirando un mapa y encontrar un lugar que hace que te digas: «Me gustaría ir ahí, sea como sea». Y muchos de ellos son sitios lejanos e inhóspitos. Te mueres de ganas por saber cómo es el paisaje, qué ocurre en ese lugar. Es como el sarampión, que viene y se va. Por lo tanto, no puedes explicar a los demás el origen de ese arrebato. Se trata de curiosidad en estado puro. Inspiración sin más explicaciones. Y viajar a Sajalín desde Moscú en aquella época era un suplicio inimaginable, de modo que supongo que, en el caso de Chéjov, ése no era el único motivo.
—Qué quieres decir.
—Chéjov era escritor y, al mismo tiempo, médico. Como científico que era, debía de querer examinar con sus propios ojos esa especie de área enferma del gigantesco Estado ruso. El hecho de ser un escritor de la capital, perteneciente a la flor y nata de la sociedad, incomodaba a Chéjov. Estaba hastiado del ambiente de los círculos literarios moscovitas; no congeniaba con sus colegas, literatos pedantes que se hacían la zancadilla los unos a los otros. Sus sentimientos hacia los críticos maliciosos sólo eran de aversión. El viaje a la isla de Sajalín debió de ser una especie de peregrinaje para librarse de toda la mugre literaria. Y la isla lo abrumó en numerosos sentidos. Tal vez sea por eso por lo que no escribió una obra literaria aprovechando el material recopilado durante su viaje. No era tan sencillo escribir una novela, así como así, inspirándose en ello. Y podría decirse que aquella área enferma formaba parte de su propio cuerpo. Quizá fuera precisamente eso lo que él estaba buscando.
—Es interesante, ese libro —preguntó Fukaeri.
—A mí me lo pareció. Incluye muchísimas cifras y estadísticas, de orden práctico y, como te he dicho antes, carece casi por completo de color literario. Chéjov muestra su lado más científico. Pero permitió captar esa especie de resolución inquebrantable suya. Y las descripciones paisajísticas y observaciones sobre personas que a veces surgen en medio de esas descripciones prácticas son realmente impresionantes. La verdad es que, para ser un texto práctico que sólo habla de hechos reales, no está nada mal. Algunas partes resultan extraordinarias. Por ejemplo, el pasaje que habla sobre los guiliakos.
—Guiliacos —dijo Fukaeri.
—Los guiliakos son los indígenas que vivían en Sajalín mucho antes de haber sido colonizada por los rusos. Al principio vivían en el sur, pero fueron desplazados por los ainos, procedentes de Hokkaidō, y se asentaron en el centro de la isla. A su vez, los ainos habían sido desplazados de Hokkaidō por los japoneses. Chéjov observó de cerca el estilo de vida de los guiliakos, inmersos en un vertiginoso proceso de desaparición debido a la rusificación de Sajalín, e intentó dejar por escrito un fiel testimonio de ello.
Tengo le leyó el pasaje que hablaba sobre los guiliakos. Para que le resultara más fácil de entender, lo leyó omitiendo ciertas frases y transformando otras.
«El guiliako tiene una constitución robusta y rechoncha; es de talla media, incluso pequeña. Una altura elevada constituiría un estorbo en la taiga. Sus huesos son gruesos y se distinguen por el notable desarrollo de las apófisis, crestas y eminencias donde se insertan los músculos, lo que presupone una musculatura muy desarrollada y vigorosa, hecha para librar una lucha constante con la naturaleza. Su cuerpo es seco, fibroso, sin acumulación de grasa; no se ven guiliakos gordos u obesos. Por lo visto, quema todas las grasas para generar las grandes cantidades de calor que un cuerpo necesita en Sajalín para contrarrestar las pérdidas producidas por las bajas temperaturas y la humedad excesiva, circunstancia que explica por qué su alimentación es tan grasienta: carne de foca, salmón, esturión y ballena; también toma carne sanguinolenta, todo en grandes cantidades, en estado crudo, seco y a menudo congelado. Esa alimentación hace que los puntos de inserción de los músculos masticadores estén muy desarrollados y la dentadura seriamente dañada. Su alimentación es exclusivamente animal; sólo en contadas ocasiones, cuando come en su casa o participa en un festín, añade a la carne y el pescado ajo manchuriano o bayas. Según las observaciones de Nevelskói, el guiliako considera la agricultura un gran pecado: quien cultiva la tierra o planta un árbol no tarda en morir. No obstante, le gusta mucho el pan, que conoce a través de los rusos, y lo come como si se tratara de una golosina; en la actualidad no es infrecuente encontrar guiliakos en Aleksándrovsk o Ríkovskoie llevando una hogaza de pan bajo el brazo»[12].
Tengo paró de leer en ese punto y tomó aliento. Fue incapaz de captar las impresiones de Fukaeri, que lo escuchaba atentamente, a partir de su rostro.
—¿Qué? ¿Quieres que siga leyendo o prefieres otro libro? —le preguntó.
—Me gustaría saber más de los guiliacos.
—Entonces voy a seguir.
—Me puedo meter en la cama —preguntó Fukaeri.
—Claro —contestó Tengo.
Entonces los dos fueron al dormitorio. Fukaeri se metió en la cama y Tengo cogió una silla y se sentó a su lado. Luego retomó la lectura.
«Los guiliakos no se lavan jamás, de modo que hasta a los etnógrafos les resulta difícil determinar el verdadero color de su piel; tampoco lavan la ropa interior; en cuanto a sus prendas de piel y sus botas tienen el aspecto de haber sido arrancados cinco minutos antes de un perro muerto. Los guiliakos despiden un olor fuerte y penetrante, y la cercanía de sus viviendas se reconoce por el olor repugnante, a veces apenas soportable, del pescado curado y los desechos podridos. Por lo común, cerca de cada yurta hay un secadero, lleno hasta los topes de pescados abiertos y extendidos que, vistos de lejos, sobre todo cuando los ilumina el sol, parecen hilos de coral. Al lado de esos secaderos, Kruzenshtern vio una enorme cantidad de gusanos, que formaban una capa de una pulgada de espesor».
—Crusenstern.
—Creo que fue uno de los primeros exploradores. Chéjov era un estudioso y se leyó de cabo a rabo todos los libros que habían sido escritos sobre Sajalín.
—Continúa.
«En invierno la yurta está llena de un humo acre que proviene del hogar, pero también del tabaco que fuman los guiliakos, sus mujeres e incluso sus hijos. No se sabe nada de su morbilidad y su mortalidad, pero es de suponer que esas condiciones higiénicas tan poco saludables no dejarán de tener influencias nocivas en su salud. Tal vez a ello se deba su baja estatura, la hinchazón de su rostro y cierta indolencia y lentitud en sus movimientos».
—¡Pobres guiliacos! —exclamó Fukaeri.
«Sobre el carácter de los guiliakos los autores emiten opiniones diversas, pero todos están de acuerdo en que no es un pueblo belicoso, rechaza las disputas y las riñas y vive en paz con sus vecinos. Reciben la llegada de hombres nuevos con recelo, temiendo por su futuro, pero siempre se muestran amables, nunca se rebelan; a lo más que llegan es a mentir, describiendo Sajalín con tonos exageradamente sombríos, con la esperanza de alejar a los extranjeros de la isla. Recibieron a los compañeros de Kruzenshtern con los brazos abiertos, y cuando L. I. Shrenk enfermó, la noticia se extendió a gran velocidad y fue acogida con sincero pesar. Sólo mienten cuando comercian o hablan con una persona a la que consideran sospechosa o peligrosa, pero antes de formular la mentira intercambian miradas como los niños. Les repugna todo tipo de falsedad o jactancia en la vida diaria, fuera de la esfera de los negocios».
—¡Bravo por los guiliacos! —dijo Fukaeri.
»Cuando un guiliako acepta una misión, la desempeña con todo cuidado; todavía no se ha dado el caso de un guiliako que abandone el correo en medio del camino o estropee un objeto ajeno. Son animosos, despiertos, alegres, desenfadados y no sienten ningún atoramiento en presencia de hombres importantes y ricos. No reconocen ningún tipo de autoridad y, por lo visto, desconocen lo que significa “superior” e “inferior”. Los guiliakos, como se ha dicho y se ha escrito, desconocen la noción de autoridad familiar. El padre no piensa que es superior a su hijo y el hijo no siente respeto por el padre y vive como se le antoja. Una madre de avanzada edad no tiene más poder en la yurta que su hija adolescente. Boshniak escribe que vio varias veces cómo un hijo golpeaba a su madre y la echaba de casa sin que nadie se atreviera a levantar la voz. Todos los miembros masculinos de una misma familia ostentan la misma autoridad. Si se convida a vodka, hay que ofrecer incluso a los más pequeños.
»En cuanto a las mujeres, carecen de derechos, ya se trate de una abuela, una madre o una niña de pecho. Se las trata como animales domésticos, como un objeto que puede tirarse o venderse, o como un perro al que se expulsa a patadas. No obstante, los perros reciben caricias alguna vez; las mujeres, nunca. Conceden menos importancia a una boda que a una borrachera, no la acompañan de ningún rito religioso o pagano. El guiliako troca una lanza, una barca o un perro por una muchacha, la lleva a su yurta, yace con ella sobre una piel de oso, y eso es todo. La poligamia está admitida pero no muy extendida, aunque aparentemente las mujeres son más numerosas que los hombres. El desprecio por la mujer, a la que se considera una criatura inferior o un objeto, llega en los guiliakos a tal extremo que ni siquiera consideran reprensible reducirlas a esclavitud. No cabe duda de que para el guiliako la mujer no es más que una mercancía, igual que el tabaco o el tejido. Strindberg, escritor sueco famoso por su misoginia, que desearía que la mujer estuviera totalmente sometida a los caprichos del hombre, comparte los mismos principios que los guiliakos. Si algún día visitara Sajalín Meridional, los abrazaría calurosamente».
En ese punto, Tengo hizo una pausa, pero Fukaeri permaneció callada, sin manifestar reacción alguna. Tengo prosiguió.
«Carecen de tribunal y desconocen el significado de la palabra “justicia”. Se puede juzgar cuán difícil les resulta comprendernos a partir del hecho de que siguen sin entender la finalidad de las carreteras. Allí donde existen, siguen viajando a través de la taiga. No es raro verlos en fila india, seguidos de sus familias y sus perros, atravesando una marisma al lado mismo de una carretera».
Fukaeri tenía los ojos cerrados y respiraba con mucha calma. Tengo la miró a la cara durante un buen rato, pero no fue capaz de juzgar si estaba dormida o no. Por eso decidió pasar a otra página y seguir leyendo en voz alta. Por una parte, si estaba dormida, quería asegurar ese sueño, y, por otra, le apetecía leer el texto de Chéjov en voz alta.
«Junto a la desembocadura del Naibu se alzó en otro tiempo el puesto de Naibuchi, fundado en 1866. Mitsul encontró allí dieciocho construcciones, habitables o no, una capilla y una tienda de víveres. Un periodista que visitó Naibuchi en 1871 escribe que había veinte soldados a las órdenes de un cadete. En una de las isbas encontró a la esposa de un soldado, una mujer alta y hermosa, que le ofreció huevos frescos y pan negro. La mujer alababa la vida local y sólo se quejaba de que el azúcar era muy caro. En la actualidad, no queda ni rastro de esas isbas, y al mirar alrededor y ver el espacio desierto la bella y alta mujer se antoja un mito. Se está construyendo una nueva casa que será la vivienda de un inspector o una estación; eso es todo. El mar es frío y turbio, y sus altas olas grisáceas rompen en la arena y parecen exclamar: “Señor, ¿por qué nos creaste?”. Es ya el Gran Océano u océano Pacífico. En la orilla del Naibu se oyen los hachazos de los presos, que trabajan en alguna construcción; y lejos, al otro lado del mar, imaginamos América. A la izquierda, a través de la bruma, se ven los cabos de Sajalín; a la derecha, más cabos… Y alrededor ni un alma, ni un ave, ni una mosca. Al contemplar ese espectáculo no entiendo por qué rugen las olas, quién las escucha por la noche, qué pretenden, por qué seguirán rugiendo cuando me haya ido. Esa orilla no me inspira pensamientos, sino una larga meditación, y me siento sobrecogido de angustia, aunque al mismo tiempo me gustaría quedarme allí por siempre, contemplando el movimiento monótono de las olas y escuchando su bramido amenazante».
Fukaeri parecía estar dormida del todo. Si escuchaba con atención, sentía cómo respiraba tranquilamente. Tengo cerró el libro y lo dejó sobre la mesilla que había al lado de la cama. Luego se levantó y apagó la luz del dormitorio. Miró la cara de Fukaeri una última vez. Dormía de forma apacible, con los labios sellados, mirando hacia el techo. Tengo cerró la puerta y volvió a la cocina.
Pero fue incapaz de ponerse a escribir otra vez su propio texto. La imagen de la costa desolada de Sajalín que Chéjov describía se había asentado en su mente. Tengo podía oír el rumor de las olas. Al cerrar los ojos, estaba de pie, solo, en una playa desierta a orillas del mar de Ojotsk, preso de una honda meditación. Compartía los frustrados melancólicos pensamientos de Chéjov. En aquellos confines del mundo, debía de haber sentido una especie de impotencia abrumadora. Ser un escritor ruso a finales del siglo XIX debía de ser sinónimo de tener que cargar con un destino amargo e ineludible. Cuanto más intentaban ellos huir de Rusia, más iba engulléndolos ella.
Tengo enjuagó la copa de vino con agua y, tras lavarse los dientes en el cuarto de baño, apagó la luz de la cocina, se acostó en el sofá, se tapó con una manta y se dispuso a dormir. En el fondo de sus oídos volvió a resonar un fuerte rumor de oleaje. No obstante, al poco rato, sus sentidos se fueron apagando hasta que entró en un profundo sueño.
Se despertó a las ocho y media de la mañana. Fukaeri no estaba en la cama. Había enrollado el pijama que él le había prestado y lo había metido dentro de la lavadora del cuarto de baño. Por la parte de las muñecas y los tobillos seguía arremangado. En la mesa de la cocina había una nota. «¿Cómo les va a los guiliacos ahora? Vuelvo a casa», había escrito a bolígrafo en una hoja de un bloc de notas. Su letra era menuda, angulosa y no demasiado natural. Era como ver desde lo alto letras escritas con una concha en la arena de una playa. Dobló la nota y la metió en un cajón del escritorio. Si su novia, que llegaría a las once, la viera, le montaría un escándalo.
Tengo hizo la cama y devolvió la monumental obra de Chéjov a su estante. Luego preparó café e hizo tostadas. Mientras desayunaba, se dio cuenta de que algo pesado se había asentado en su pecho. Le llevó tiempo saber qué era. Se trataba del calmo rostro adormecido de Fukaeri.
«¿No será que la amo? No, no es eso», se dijo Tengo a sí mismo. «Tan sólo algo que reside dentro de ella ha hecho vibrar mi corazón físicamente. ¿Pero por qué no dejo de pensar en el pijama que llevaba puesto? ¿Por qué huelo (de forma inconsciente) el aroma que dejó en mis manos?».
Demasiadas preguntas. Fue ciertamente Chéjov quien dijo: «Un escritor no es quien resuelve problemas, sino quien los plantea». Unas palabras bastante célebres, pero, además de su obra, Chéjov contempló su vida con la misma actitud. En ella se planteaban problemas, pero no se resolvían. Consciente de padecer una tuberculosis incurable (siendo médico es evidente que debía saberlo), se esforzó por negar la realidad y no creyó estar muriéndose hasta llegar al propio lecho de muerte. Falleció joven, entre hemoptisis.
Tengo sacudió la cabeza y se levantó de la mesa. Ése era el día que venía su novia. Tenía que hacer la colada y limpiar. Ya dejaría las reflexiones para más tarde.