19
AOMAME
Mujeres que comparten un secreto
—¿Little People? —le preguntó Aomame a la niña en un tono dulce, mirándola a la cara—. Oye, ¿quién es la Little People?
Pero después de decir eso, Tsubasa volvió a cerrar la boca completamente y las pupilas perdieron su profundidad, igual que antes. Como si, a causa de esas pocas palabras, la mayor parte de su energía se hubiera agotado.
—¿Se trata de algún conocido tuyo? —preguntó Aomame.
Otra vez, no hubo respuesta.
—La niña ha repetido varias veces esas palabras en otras ocasiones —dijo la señora—. Little People. No sé qué significa.
Las palabras «Little People» albergaban un eco aciago. A través de sus oídos, Aomame percibía aquel tenue eco como si oyera un trueno a lo lejos.
—¿Le ha infligido algún daño esa Little People a la niña? —preguntó Aomame a la señora. Ésta agitó la cabeza hacia los lados.
—No lo sé. Pero, sea lo que sea, no cabe duda de que esa tal Little People significa mucho para la niña.
La niña colocó sus dos manitas sobre la mesa y, sin cambiar de postura, se quedó mirando con ojos opacos a un punto fijo en el aire.
—¿Qué diablos ocurrió? —le preguntó Aomame a la señora.
La señora se lo contó en un tono más bien calmado.
—Se han encontrado indicios de violación. De que ocurrió en repetidas ocasiones. Le han provocado varios desgarros graves en la vulva y en la vagina, además de heridas en el interior del útero. Se deben a que un adulto introdujo su sexo erecto en el pequeño útero todavía sin desarrollar. Por lo tanto, el lugar de implantación para el embrión ha quedado destruido en su mayor parte. Los médicos creen que de ahora en adelante, aun cuando sea adulta, ya nunca podrá quedarse embarazada.
La señora parecía sacar a colación medio intencionadamente delante de la niña aquel tema tan crudo. Tsubasa escuchaba sin decir nada más. No se percibía ningún cambio en su semblante. A veces su cara dejaba entrever algún pequeño movimiento, pero no emitía ningún sonido. Parecía que prestaba atención, medio por cortesía, a una conversación sobre alguien desconocido que estaba en un lugar lejano.
—Eso no es todo —prosiguió la señora tranquilamente—. Aunque, de forma milagrosa, gracias a algún tratamiento recuperara la función del útero, esta niña es probable que nunca tenga ganas de mantener relaciones sexuales con nadie. Como ha recibido un daño tan intenso, la penetración debió de ir acompañada de un dolor considerable y, además, se repitió varias veces. No podrá desembarazarse fácilmente del recuerdo de ese dolor. ¿Entiende lo que le digo?
Aomame asintió. Sus dedos se enlazaron con fuerza sobre las rodillas.
—Es decir, los ovarios dispuestos en su interior ya no tienen ningún lugar adonde ir. Se han… —la señora miró de reojo a Tsubasa y luego siguió— quedado estériles.
Aomame no sabía hasta qué punto había comprendido Tsubasa aquella conversación. Pero, pese a lo que hubiera comprendido, su conciencia parecía encontrarse en otra parte. Al menos no estaba allí. Daba la impresión de que habían encerrado su corazón en un cuarto pequeño y oscuro, al que habían echado el cerrojo, en algún otro lugar.
La señora prosiguió:
—Es verdad que quedarse embarazada y concebir hijos no es la única alegría en la vida de una mujer. Constituye una libertad más, con independencia de la vida que elija. Pero que a una mujer le usurpen a la fuerza y de antemano el derecho innato que, como mujer, le corresponde por naturaleza es imperdonable, se mire como se mire.
Aomame asintió en silencio.
—Claro que es imperdonable —repitió la señora. Aomame se dio cuenta de que su voz temblaba ligeramente. La emoción la había embargado poco a poco—. Esta niña huyó por sí sola de cierto lugar. No sé cómo lo hizo. Pero no tiene ningún otro sitio al que ir, porque, salvo éste, ningún lugar es seguro para ella.
—¿Dónde están sus padres?
La señora se puso seria y dio golpecitos con las uñas en la superficie de la mesa.
—Sé dónde están sus padres. Pero los que consintieron ese acto horrible fueron ellos. Es decir, la niña huyó de sus padres.
—O sea, ellos consintieron que alguien la violara. ¿Es eso lo que me quiere decir?
—No sólo lo consintieron; lo fomentaron.
—¿Por qué iban a…? —dijo Aomame. Pero fue incapaz de continuar.
La señora agitó la cabeza.
—Es una historia espantosa. Imperdonable, en cualquier caso. Pero hay algo que no encaja. No se trata de simple violencia doméstica o algo parecido. El médico me dijo que era necesario informar a la policía. Pero yo le rogué que no lo hiciera. Como somos muy buenos amigos, pude convencerlo.
—¿Por qué? —preguntó Aomame—. ¿Por qué no informó a la policía?
—Esta niña sufrió un claro atentado contra la moralidad y la sociedad no puede cerrar los ojos ante ello. Es un crimen vil que merece un castigo severo —dijo la señora, midiendo cuidadosamente las palabras—. Sin embargo, a pesar de ello, si ahora informara a la policía, ¿qué clase de remedio podrían ofrecer? Como has visto, esta niña apenas puede hablar. Sería incapaz de dar una explicación decente de qué ocurrió, de qué le pasó. Aunque pudiera explicarlo, no tenemos medios para probar que sea verdad. Si la policía se hiciera cargo, quizás enviarían a la niña otra vez junto a sus padres. No tiene ningún otro lugar adonde ir y, nos pongamos como nos pongamos, los padres gozan de la patria potestad. Si regresara junto a ellos, lo que le han hecho seguramente seguiría repitiéndose. No puedo permitir que eso ocurra.
Aomame asintió.
—La estoy criando por mi cuenta —afirmó de forma categórica la señora—. No la voy a enviar a ninguna parte. Vengan los padres o venga quien venga, no se la pienso entregar. La ocultaré en algún sitio y me encargaré de criarla.
Aomame miró durante un rato, alternativamente, a la señora y a la niña.
—¿Y ha podido identificar al hombre que abusó de la niña? ¿Ha sido uno solo? —preguntó Aomame.
—Sí que he podido. Es uno solo.
—Pero no puede denunciarlo, ¿verdad?
—Es un hombre influyente —dijo la señora—. Posee una influencia enorme y directa. Los padres de la niña estaban bajo esa influencia. Y todavía hoy lo están. Actúan conforme a lo que el hombre les ordena. Carecen de personalidad o capacidad de raciocinio. Para ellos, lo que él dice va a misa. Por lo tanto, si él les dice que es necesario que le entreguen a su hija, no pueden negarse; se creen a pies juntillas los motivos del hombre y le entregan a la hija tan felices y contentos, a sabiendas de que le va a suceder algo.
Tardó en digerir lo que la señora le había contado. Aomame estuvo dándole vueltas y ordenando mentalmente la situación durante un tiempo.
—¿Se trata de algún grupo especial?
—Así es. Un grupo especial de gente que tiene en común un espíritu cerrado y enfermo.
—¿Una especie de secta? —preguntó Aomame.
La señora asintió.
—Sí. Una secta extremadamente vil y peligrosa.
Claro. No podía ser más que una secta. Gente que actúa conforme a lo que le ordenan. Carentes de personalidad y capacidad de juicio. «Es extraño que a mí no me haya pasado lo mismo», pensó Aomame, mordiéndose los labios.
Por supuesto, dentro de la Asociación de los Testigos no se realizaban violaciones ni nada parecido. Al menos ella no había sufrido ninguna clase de abuso sexual. Los «hermanos y hermanas» eran personas pacíficas y honestas. Era gente que se tomaba en serio su fe y que vivía respetando la doctrina —en ciertos casos entregando su vida a ella—. Pero los buenos motivos no siempre traen buenas consecuencias. Además, en la violación, lo carnal no es el único objetivo. La violencia no siempre adopta formas visibles y las heridas no siempre manan sangre.
A Aomame, Tsubasa le recordaba a sí misma cuando tenía la misma edad. «Yo pude escapar de allí por mi propia voluntad. Pero a esta niña le han hecho mucho daño y quizá no tenga vuelta atrás. Tal vez ya nunca recupere su espíritu natural». Al pensar en ello, sintió una aguda punzada en el pecho. Lo que Aomame había encontrado en Tsubasa era la imagen de cómo podía haber sido ella misma.
—Aomame —dijo la señora, como si tratara de sincerarse con ella—, quiero aprovechar esta ocasión para decirle, consciente de que está mal hecho, que he investigado su pasado.
Al escuchar aquello, Aomame volvió en sí y miró a la señora a la cara.
—Fue al principio, inmediatamente después de conocerla aquí. Espero que no se lo tome a mal.
—No, en absoluto —dijo Aomame—. En esta situación, me parece razonable que lo haya hecho, ya que lo que estamos realizando no es algo normal y corriente.
—En efecto. Caminamos por una delgada y delicada línea. Por eso mismo tenemos que confiar la una en la otra. En cambio, no podemos confiar en la gente, ni podemos permitir que nadie, sea quien sea, sepa nada de lo que haya que saber sobre nosotras. Por eso hice que investigasen todo sobre usted. Desde la actualidad hasta su pasado más lejano. Obviamente, casi todo. Nadie puede saberlo todo de otra persona. Tal vez ni siquiera Dios.
—Ni el Diablo —dijo Aomame.
—Ni el Diablo —repitió la señora. Entonces esbozó una débil sonrisa—. Sé que durante su infancia usted también sufrió un trauma relacionado con una secta. Sus padres eran devotos fervientes de la Asociación de los Testigos, y todavía hoy lo son. Además, nunca le han perdonado que abandonara su fe. Y eso es algo que a usted aún hoy la aflige.
Aomame asintió en silencio. La señora prosiguió.
—Si quiere que le dé mi más sincera opinión, no se puede decir que la Asociación de los Testigos sea una religión honesta. Si cuando usted era pequeña hubiera sufrido una herida grave o hubiera enfermado y la hubieran tenido que operar, podría haberse quedado ahí y perder la vida. Una religión que llega a prohibir una operación necesaria para conservar una vida sólo por el hecho de que infringe literalmente la Biblia no es más que una secta. Se trata de un abuso absoluto del dogma.
Aomame asintió. Una de las primeras cosas que les metían en la cabeza a los niños de la Asociación de los Testigos era la idea del rechazo a las transfusiones de sangre. Les enseñaban que se era mucho más dichoso al morirse e ir al Cielo conservando el cuerpo y el alma puros, que permitiendo realizar una transfusión de sangre, en contra de los preceptos del Señor, e ir al Infierno. No había lugar para transigencias. Los caminos a seguir eran descender al Infierno o ascender al Cielo. Los niños aún carecen de capacidad de raciocinio. No tienen ni idea de si esa forma de pensar está generalizada o si es correcta desde un punto de vista científico. No les queda más remedio que creerse lo que aprenden de sus padres. «Si yo, cuando era una niña, me hubiera visto en la situación de necesitar una transfusión de sangre, si mis padres me lo hubieran ordenado, me habría negado a recibirla y habría elegido morirme. Así me llevarían al Cielo o a cualquier otro lugar irracional».
—¿Es famosa esa secta? —preguntó Aomame.
—Se llama Vanguardia. Supongo que usted también habrá oído hablar de ella. Hubo una época en la que salía todos los días en los periódicos.
Aomame no recordaba haber escuchado ese nombre. Pero asintió, ambiguamente, sin decir nada, porque le dio la impresión de que era mejor así. Era consciente de que, en ese momento, ella no estaba en 1984, sino que parecía vivir en un mundo llamado 1Q84 que había sufrido algunas alteraciones. Aún no dejaba de ser más que una hipótesis, pero, paso a paso, cada día adquiría más verosimilitud. Y parecía que aún había mucha información en aquel nuevo mundo que le era desconocida. Tenía que andar con cautela en todo momento.
La señora siguió hablando.
—Vanguardia dio sus primeros pasos como una pequeña comunidad agrícola dirigida por un núcleo formado por un grupo de la nueva izquierda que había huido de la ciudad. Sin embargo, a partir de cierto momento, de repente viró de rumbo y se convirtió en una entidad religiosa. Desconozco bajo qué circunstancias se produjo ese viraje. La verdad es que es una historia extraña a más no poder. Pero, de cualquier forma, parece que la mayoría de los miembros se quedaron allí. Ahora también ha recibido el reconocimiento de comunidad religiosa con personalidad jurídica, pero la organización en sí apenas es conocida. Se dice que, básicamente, pertenece a la rama del budismo esotérico, pero su doctrina seguro que es papel mojado. Sin embargo, la comunidad está ganando adeptos rápidamente y se está fortaleciendo. Con independencia de que hayan tomado parte en ese grave incidente, su imagen ha salido indemne, porque han hecho frente a la situación de un modo extraordinariamente inteligente. Incluso podría decirse que les ha servido de propaganda. —Después de tomar aliento, la señora continuó—: Aunque casi nadie lo sabe, esta organización tiene un fundador al que llaman «líder». Se considera que posee poderes especiales. Mediante esos poderes, a veces puede sanar enfermedades incurables, predecir el futuro y realizar distintos fenómenos paranormales. Aunque no cabe ninguna duda de que se trata de un fraude muy bien pensado, parece que va atrayendo a mucha gente a su alrededor.
—¿Fenómenos paranormales?
La señora frunció su bello ceño.
—No sé, en concreto, qué significa. A decir verdad, no me interesa demasiado esa clase de ocultismo. Desde tiempos ignotos se han repetido fraudes similares en todo el mundo. El modus operandi siempre ha sido el mismo. A pesar de ello, no hay noticia de que esos engaños tan deplorables vayan a menos. Se debe a que la gran mayoría de la gente en este mundo no cree en la verdad, sino que cree, de buena gana, en aquello que desearían que fuera verdad. Esa gente no ve nada por mucho que abra los ojos. Embaucarlos es pan comido.
—Vanguardia —pronunció Aomame. Le parecía el nombre de un tren rápido. No le hacía pensar en una organización religiosa.
Al oír «Vanguardia», Tsubasa bajó la mirada durante un rato, como si reaccionara ante un eco especial oculto en ese nombre. Pero al rato alzó la mirada y adoptó la misma cara inexpresiva de antes. Parecía que en su interior se había producido una especie de pequeña turbulencia, que enseguida se calmó.
—El fundador de esa organización, Vanguardia, violó a Tsubasa —dijo la señora—. La forzó con el pretexto de concederle un despertar espiritual. Los padres habían sido informados de que, antes de su primera menstruación, tendría que llevar a cabo ese ritual. Aquel despertar espiritual puro sólo se lo podía conceder a niñas todavía inmaculadas. Les dijo que el intenso dolor era una barrera ineludible para subir un peldaño más. Los padres se lo creyeron. Resulta sorprendente hasta dónde puede llegar la estupidez del ser humano. El caso de Tsubasa no es único. Según informaciones que hemos obtenido, también se ha realizado la misma práctica con otras niñas dentro de la secta. El fundador es un degenerado con unos gustos sexuales retorcidos. No hay lugar a duda. La secta y su doctrina no son más que una tapadera de conveniencia para ocultar sus deseos íntimos.
—¿Cómo se llama el fundador?
—Desgraciadamente no sé cuál es su nombre. Tan sólo lo llaman «líder». Se desconoce qué tipo de personaje es, qué pasado tiene o cómo es su cara. Por mucho que se escarbe, no se obtiene ninguna información. Está completamente bloqueado. Se ha recluido en la sede del grupo, sita en medio de las montañas de la prefectura de Yamanashi, y apenas realiza apariciones en público. Dentro de la secta, también son muy pocos los que lo han conocido. Al parecer, siempre se halla en sitios oscuros, meditando.
—Entonces, no podemos permitir que ande por ahí suelto.
La señora miro a Tsubasa y luego asintió lentamente.
—No puede haber más víctimas. ¿No le parece?
—Es decir, que tenemos que tomar alguna medida.
La señora extendió una mano y la puso sobre la de Tsubasa. Durante un rato, se sumió en el silencio. Luego habló.
—En efecto.
—¿Está segura de que fue él quien cometió reiteradamente esas perversiones? —preguntó Aomame. La señora asintió.
—Se ha comprobado que se viola a niñas de forma sistemática.
—Si de verdad es así, resulta imperdonable —afirmó Aomame en un tono pausado—. Como ha dicho, no puede haber más víctimas.
Ciertos pensamientos parecían enzarzarse y confrontarse en la mente de la señora, que habló a continuación.
—Es necesario que nos informemos con más detalle y rigor sobre ése al que llaman «líder». No puede quedar ningún punto oscuro. Después de todo, de ello dependen vidas humanas.
—Casi nunca se muestra en público, ¿no?
—Sí. Y seguro que está bien escoltado.
Aomame entrecerró los ojos y le vino a la mente el picahielos de fabricación especial, metido en el fondo del cajón del armario, y el extremo afilado de la aguja.
—Parece un trabajo complicado —dijo.
—Particularmente complicado —añadió la señora. Entonces apartó la mano que había colocado sobre la de Tsubasa y se tocó con los dedos suavemente las cejas. Era una señal de que la señora no había acabado de decidirse, lo cual no ocurría muy a menudo.
—Ir a las montañas de Yamanashi, infiltrarme dentro de la organización, dotada de una estricta vigilancia, despachar al líder y luego salir de allí tranquilamente parece bastante complicado, en realidad. Eso sólo pasa en las películas de ninjas.
—No pienso pedirle tanto, por supuesto —dijo la señora en tono serio. Luego esbozó una sonrisa superficial, como si hubiera recordado un chiste—. Eso está fuera de cuestión.
—Hay algo más que me inquieta —le dijo Aomame a la señora, mirándola a los ojos—. Se trata de la Little People. ¿Qué diantre es eso? ¿Qué le han hecho a Tsubasa? También puede que necesitemos información sobre la Little People.
La señora le habló sin apartar los dedos de sus cejas.
—A mí también me inquieta. Esta niña apenas puede hablar, pero, como le dije antes, ha pronunciado unas cuantas veces las palabras «Little People». Quizá tenga importancia. Sin embargo, no me quiere explicar lo que es. Cuando sale ese tema, se cierra en banda. Espere un poco más, por favor. También lo investigaremos.
—¿Tiene alguna idea de cómo obtener más información sobre Vanguardia?
La señora esbozó una sonrisa serena.
—No existe nada en este mundo que no se pueda comprar con dinero. Y yo me he proveído de dinero. Sobre todo con relación a este caso. Tal vez lleve algo de tiempo, pero obtendré la información necesaria, sin falta.
«Hay cosas que no pueden comprarse por mucho dinero que se tenga», pensó Aomame. «Por ejemplo, la Luna».
Aomame cambió de tema.
—¿De verdad piensa ocuparse de Tsubasa y criarla?
—Por supuesto. Tengo intención de adoptarla oficialmente.
—Supongo que ya lo sabe, pero los trámites legales no son tan sencillos, porque las circunstancias son las que son.
—Me he mentalizado, claro —dijo la señora—. Utilizaré todos los medios. Estoy dispuesta a hacer todo lo que pueda. No voy a dejar a esta niña en manos de nadie.
En la voz de la señora se mezclaba un eco grave. Era la primera vez que se sinceraba de tal forma delante de ella, lo cual preocupó un poco a Aomame. La señora pareció leer en el rostro de Aomame esa especie de recelo.
Luego le habló en voz baja, como si se confesara.
—Hay algo de lo que nunca he hablado con nadie. Lo he guardado en mi pecho hasta ahora, ya que me resultaba muy duro contarlo. A decir verdad, cuando se suicidó, mi hija estaba embarazada. Estaba en el sexto mes de embarazo. A lo mejor, ella no quería dar a luz a ese niño y por eso se quitó la vida junto al feto. Si hubiera nacido sano y salvo, ahora tendría la misma edad que esta niña. Aquel día perdí al mismo tiempo dos inestimables vidas.
—Lo siento mucho —dijo Aomame.
—Pero puede estar tranquila. Estas cuestiones personales no han enturbiado mi juicio. No voy a exponerla en vano al peligro. Usted también es una hija inestimable para mí. Nosotras ya somos una familia.
Aomame asintió en silencio.
—Tenemos que liquidar a ese hombre pase lo que pase —dijo la señora, como para convencerse a sí misma. Luego miró a Aomame a la cara—. A la mínima oportunidad, debemos enviarlo al otro barrio, antes de que hiera a otra gente.
Aomame observó la cara de Tsubasa, que se encontraba sentada al otro lado de la mesa. El foco de sus pupilas no estaba ligado a nada. Sólo contemplaba un punto imaginario. A ojos de Aomame, aquella niña era como una concha vacía.
—Sin embargo, al mismo tiempo, tampoco debemos apresurarnos —dijo la señora—. Tenemos que ser cautelosas y pacientes.
Aomame dejó en la habitación a la señora y a la niña y salió del edificio sola. La señora le había dicho que esperaría junto a Tsubasa hasta que ésta se quedara dormida. En el vestíbulo, cuatro mujeres se habían sentado alrededor de una mesa redonda y charlaban en voz baja, con cuchicheos. A ojos de Aomame, aquélla no parecía una escena real. Parecía que formaban parte de la composición de un cuadro fantástico. El título podría ser algo así como Mujeres compartiendo un secreto. Aunque Aomame pasó delante de ellas, la composición que las mujeres habían creado no mostró alteraciones.
Aomame se puso en cuclillas fuera del zaguán y estuvo acariciando al pastor alemán un buen rato. La perra agitaba el rabo con fuerza, como si estuviera alegre. Cada vez que se encontraba con ella se preguntaba, extrañada, por qué los perros podían sentir tal dicha incondicional. Aomame nunca había tenido perros, gatos ni pájaros. Tampoco había sentido en su vida ganas de comprar una planta. Luego se acordó de repente y miró al cielo. Pero estaba encapotado con nubes grises y uniformes, como insinuando la llegada de la estación de las lluvias, y no se veía la Luna. Era una noche apacible sin viento. Aunque a través de las nubes se atisbaba un indicio de luz lunar, no sabía cuántas lunas había.
Mientras caminaba hacia la estación de metro, Aomame reflexionó sobre la extravagancia del mundo. Si no somos más que simples portadores genéticos, como dijo la señora, ¿por qué muchos de nosotros tienen que llevar una vida tan extraña? Si viviéramos de forma simple una vida simple, sin pensar demasiado, y nos afanáramos sólo por mantenernos con vida y reproducirnos, ¿no se habría logrado con creces nuestro objetivo de transmitir el ADN? ¿Qué ganan los genes con el hecho de que existan personas que lleven una vida complicada y retorcida, a veces sumamente extraña?
Un hombre que encuentra placer en violar a niñas antes de su primera regla, un robusto guardaespaldas gay, creyentes que rechazan la transfusión de sangre y se mueren por voluntad propia, una embarazada de seis meses que se suicida con una ingestión de somníferos, una mujer que asesina a hombres problemáticos mediante una punzada en la nuca con una aguja afilada, hombres que odian a las mujeres, mujeres que odian a los hombres. ¿Qué beneficios obtienen los genes de que esa gente exista? ¿Acaso disfrutan los genes de esos retorcidos episodios, como un estímulo de colores vivos, o los aprovechan con un determinado fin?
Aomame no lo sabía. Lo único que sabía era que, a esas alturas, ya no podía elegir otra vida. «Pase lo que pase, no me queda más remedio que vivir esta vida. No puedo devolverla y obtener otra nueva a cambio. Por muy extraña, por muy retorcida que sea, es la forma de ser de este portador que soy yo».
«Ojalá la señora y Tsubasa fueran felices», pensó Aomame mientras caminaba. «Si con ello consiguiera que ellas dos fueran realmente felices, no me importaría sacrificarme, porque no tengo un porvenir que merezca la pena». Pero, francamente, Aomame no creía que ellas pudieran llevar una vida tranquila en el futuro —o al menos una vida normal—. «Somos semejantes, en mayor o menor medida», pensó. «Durante el curso de nuestras vidas hemos soportado cargas demasiado pesadas. Tal y como dijo la señora, somos igual que una familia. Una amplia familia con profundos traumas en común, que alberga ciertas carencias y continúa una batalla sin fin».
Estaba pensando en ello cuando se dio cuenta de que necesitaba intensamente un cuerpo masculino. «¡Qué raro! ¿Por qué siento ganas de un hombre en semejante momento?». Mientras caminaba, agitó la cabeza hacia ambos lados. Aomame no podía juzgar si aquel subidón sexual era fruto de la tensión psíquica, si era un grito natural de los óvulos que atesoraba en su interior o si se trataba de algún complot retorcido de sus genes. No obstante, aquella ansia parecía bastante arraigada. Si fuera Ayumi, seguro que diría algo así como «quiero follar hasta decir basta». Aomame consideró qué podía hacer. Podría ir al bar de siempre y buscar al hombre adecuado. Sólo había una estación hasta Roppongi. Pero estaba demasiado cansada. Además, no iba vestida como para ligar. Había salido sin maquillaje, con unas zapatillas de deporte y una bolsa de plástico de gimnasio. «Regresaré a casa, abriré una botella de vino tinto, me masturbaré y dormiré», pensó. «Será lo mejor. Y voy a dejar de pensar en la Luna de una vez por todas».
El hombre en el asiento de enfrente del tren, desde Hiroo hasta Jiyūgaoka, era a todas luces del tipo de Aomame. Andaría, probablemente, por los cuarenta y cinco años, tenía la cabeza ovalada y el nacimiento del pelo un tanto retirado al final de la frente. Su cabeza no estaba nada mal. El color de sus pómulos era saludable y llevaba unas finas y elegantes gafas de montura negra. También tenía buen gusto para la ropa. Vestía una chaqueta de verano de algodón fino y un polo blanco, y en el regazo tenía un maletín de piel. De calzado, llevaba unos mocasines marrones. A simple vista parecía un asalariado, pero no debía de trabajar para una empresa demasiado estricta. Quizá fuera editor de alguna editorial, un arquitecto empleado en un pequeño estudio o quizá trabajara en algo relacionado con la moda. Estaba completamente inmerso en la lectura de un libro que llevaba una sobrecubierta.
Si fuera posible, a Aomame le gustaría ir a algún sitio con el hombre y hacer el amor de forma intensa. Se imaginó a sí misma agarrando con firmeza el pene erecto del hombre con una mano, mientras le masajeaba suavemente los testículos con la otra. Ambas manos, colocadas sobre sus rodillas, sentían desazón. Sin darse cuenta, cerraba y abría los dedos. Cada vez que respiraba, alzaba y bajaba los hombros. Se humedeció lentamente los labios con la punta de la lengua.
Pero ella tenía que apearse en Jiyūgaoka. El hombre, cuyo destino Aomame desconocía, seguía leyendo el libro, sentado tal cual, sin saber que era objeto de una fantasía sexual por parte de ella. Tampoco parecía tener ni idea de qué clase de mujer había sentada frente a él. Cuando se estaba bajando del tren, a Aomame se le ocurrió quitarle aquel maldito libro y hacerle el amor, pero por supuesto abandonó la idea.
A la una de la madrugada, Aomame estaba en su cama, profundamente dormida. Tuvo un sueño de carácter sexual. En el sueño tenía un par de bellos pechos, del tamaño y la forma de unos pomelos. Eran duros y grandes. Con ellos apretaba el bajo vientre de un hombre. Había dejado la ropa tirada en el suelo y dormía desnuda, con las piernas abiertas. Como estaba durmiendo no había forma de que lo supiera, pero en aquel momento en el cielo se alineaban dos lunas. Una era la Luna grande y antigua; y la otra, una luna nueva de pequeño tamaño.
Tsubasa y la señora también dormían en una misma habitación. Tsubasa vestía un pijama nuevo a cuadros y dormía sobre la cama con el cuerpo un poco encogido. La señora seguía con la ropa puesta y dormía recostada sobre una butaca para leer. Tenía una manta en el regazo. Aunque su intención había sido levantarse cuando Tsubasa se durmiera, le entró el sueño y se quedó ahí. Alrededor del edificio, situado al fondo de un terreno elevado, todo se había vuelto silencioso. Lo único que podía oírse de vez en cuando era el estridente ruido de los tubos de escape de las motos que pasaban acelerando por una carretera lejana y sirenas de ambulancias. El pastor alemán también dormía acurrucado delante de la puerta de entrada. La ventana tenía las cortinas corridas, pero estaba teñida de blanco por la luz de unas lámparas de mercurio. Las nubes empezaban a abrirse y las dos lunas asomaban la cara por los claros de vez en cuando. Los mares del mundo regulaban sus mareas.
Tsubasa dormía con la mejilla pegada a la almohada y la boca entreabierta. Su respiración era tremendamente serena y su cuerpo apenas mostraba movimiento alguno. Sólo, a veces, los hombros le temblaban como si se crisparan. El flequillo le colgaba delante de los ojos.
Al cabo de un rato, su boca se abrió despacio y de allí fueron saliendo, uno a uno, la Little People. Inspeccionando lo que había a su alrededor, iban apareciendo, cautelosos, primero uno y luego otro. Si la señora se despertara, podría verlos, pero dormía profundamente. Por el momento, no iba a despertarse. La Little People lo sabía. Había cinco Little People en total. Cuando salieron de la boca de Tsubasa, tenían, más o menos, el tamaño del dedo meñique de la niña, pero, una vez fuera, retorcieron sus cuerpos, como cuando se abre una herramienta plegable, y crecieron hasta unos treinta centímetros. Todos vestían la misma ropa insulsa. Sus rostros también eran insulsos y resultaba imposible distinguir unos de otros.
De la cama bajaron al suelo, y de debajo de la cama sacaron un objeto del tamaño de una empanadilla. Entonces formaron un círculo a su alrededor y comenzaron a hurgar en él con diligencia. Era blanco y muy elástico. La Little People extendía la mano hacia el aire, sacaba de él un hilo blanco semitransparente con manos expertas y, utilizándolo, agrandaba poco a poco ese objeto mullido. El hilo parecía tener cierta adherencia. De improviso, su estatura se acercó a los sesenta centímetros. La Little People podía crecer a su antojo, en función de sus necesidades.
La tarea se prolongó durante unas horas y los cinco Little People se afanaban en completo silencio. El equipo trabajaba sin desavenencias. Mientras, Tsubasa y la señora dormían como troncos, totalmente quietas. Las otras mujeres de la casa de acogida también dormían profundamente en sus lechos. El pastor alemán, que parecía estar soñando algo, de bruces sobre el césped, dejaba escapar un gemido del fondo de su inconsciencia.
Sobre el tejado, las dos lunas, como si se hubieran puesto de acuerdo, iluminaban el mundo con una extraña luz.