5
AOMAME
Un ratón se encuentra a un gato vegetariano
Tras aceptar la muerte de Ayumi como un hecho real, Aomame tuvo que pasar durante cierto tiempo por un proceso de adaptación. Entonces se echó a llorar, se cubrió el rostro con ambas manos y lloró en silencio, de tal forma que los hombros sólo le temblaban ligeramente. No quería que nadie en el mundo se diera cuenta de que lloraba.
Aunque las cortinas estaban completamente corridas, nunca se sabía si alguien podría estar viéndola desde algún sitio. Aquella noche, Aomame abrió la edición vespertina del periódico sobre la mesa de la cocina y lloró sin cesar delante de ella. De vez en cuando emitía un sollozo sin poder contenerse y luego volvía a llorar en silencio. Las lágrimas corrían por sus manos y se derramaban sobre el periódico.
Aomame no lloraba fácilmente. Cuando tenía ganas de llorar, se enfadaba. Con los demás o consigo misma. Así que era rarísimo que llorara. Sin embargo, una vez que empezaba a lagrimear, no podía reprimirse. Era la primera vez que lloraba tanto desde la muerte de Tamaki Ōtsuka. ¿Cuántos años hacía de aquello? No logró acordarse. Mucho tiempo, de todos modos. En esa ocasión, Aomame había llorado sin cesar. Lloró durante días. Sin hablar con nadie ni salir a la calle. De vez en cuando devolvía al cuerpo la cantidad de líquido que había derramado en forma de lágrimas, o se tumbaba y echaba una breve siesta; eso era todo. El resto del tiempo lo había pasado llorando sin descanso. Esa había sido la última vez.
Ayumi ya no estaba en este mundo. Se había convertido en un frío cadáver y a esas alturas ya la habrían enviado a que le realizaran la autopsia. Una vez terminada la autopsia, volverían a coserla y probablemente habría un funeral sencillo; luego la llevarían al crematorio y la incinerarían. Se transformaría en humo, subiría al cielo y se mezclaría con las nubes. Luego se convertiría en lluvia, caería al suelo y daría lugar a alguna hierba. Unas briznas de hierba sin nada que contar, sin nombre. Sin embargo, Aomame no volvería a ver a Ayumi con vida. Le parecía que iba en contra del dictado de la Naturaleza, que era terriblemente injusto y que se trataba de una idea retorcida y absurda.
Después de que Tamaki Ōtsuka hubiera dejado este mundo, Aomame no había vuelto a sentir ni una pizca de amistad por nadie, excepto por Ayumi. Pero, desgraciadamente, esa amistad tenía un límite. Ayumi era agente de policía y Aomame, una asesina en serie. Una asesina honrada y de postura firme, pero una asesina al fin y al cabo; desde un punto de vista legal, Aomame era incuestionablemente una criminal. Ella se hallaba en el lado de los que eran detenidos; y Ayumi, en el de los que detenían.
Por lo tanto, aunque Ayumi hubiera querido una relación más profunda, Aomame tenía que hacerse de piedra y esforzarse para no ceder. Si hubieran mantenido una relación estrecha, en la que ambas se necesitaran a diario, hubieran surgido de forma inevitable contradicciones y descosidos que hubieran podido costarle la vida a Aomame. Ella era, básicamente, una persona franca y honesta. Era incapaz de entablar una relación personal sincera con alguien y al mismo tiempo tener secretos y contar mentiras sobre algo importante. Aquella situación la hacía sentirse confusa, y algo así no podía permitírselo.
En cierto modo, Ayumi también debía de saber que Aomame guardaba algún secreto personal que no quería desvelar, y que por eso siempre mantenía a propósito cierta distancia con ella. Ayumi tenía un sexto sentido. Tras esa apariencia extrovertida, medio fingida, se ocultaba en el fondo un carácter frágil y fácilmente vulnerable. Aomame lo sabía perfectamente. Por culpa de su actitud a la defensiva, quizás Ayumi se había sentido sola. Quizá se había sentido rechazada. Al pensar en ello, Aomame sintió un dolor en el pecho, como si le hubieran clavado una aguja.
El asesinato se produjo así: quizá se encontró con un desconocido en la ciudad, fueron a tomar una copa juntos y entraron en el hotel. Luego iniciaron los elaborados juegos sexuales en aquella habitación cerrada y oscura. Esposas, mordazas, vendas. La situación se perfiló en su mente. El hombre estrangulaba el cuello de las mujeres con la cinta del albornoz y, viendo cómo se retorcían de dolor, se excitaba y se corría. Pero en esta ocasión apretó la cinta con demasiada fuerza, y no la soltó a tiempo.
Ayumi misma debía de temer que algún día ocurriera aquello. Periódicamente necesitaba relaciones sexuales extremas. Su cuerpo —y es probable que también su mente— se las pedía. Sin embargo, no quería un novio formal. Las relaciones fijas la ahogaban y le provocaban inseguridad. Por eso de vez en cuando hacía el amor con desconocidos. Las circunstancias eran bastante similares a las de Aomame. Sólo que Ayumi tendía a ir más allá que Aomame. Ayumi prefería el sexo libre y con riesgos, y seguro que inconscientemente deseaba que la hirieran. Al contrario que Aomame. Aomame era cautelosa y no se dejaba herir por nadie. Si alguien lo intentara, se opondría violentamente. Pero Ayumi se prestaba a todo lo que la otra persona le pedía, fuera lo que fuera. Esperaba que a cambio le ofrecieran algo. Era una tendencia peligrosa. Después de todo, se trataba de desconocidos. Hasta que una no se encontraba en aquella situación, no se sabía qué deseos albergaban, qué tendencias ocultaban. Ayumi, por supuesto, era consciente del riesgo. Por eso mismo necesitaba a una compañera estable como Aomame. Alguien que le pusiera freno y velara por ella.
Aomame también necesitaba a Ayumi. Ella estaba dotada de unas cuantas habilidades de las que Aomame carecía. Poseía una personalidad abierta y alegre que tranquilizaba a la gente. Era adorable, tenía una curiosidad espontánea, era positiva como un niño e interesante a la hora de conversar. Sus grandes pechos atraían las miradas. A su lado, Aomame sólo tenía que esbozar una sonrisa misteriosa. Los hombres querían saber qué demonios había en el fondo de todo aquello. En ese sentido, Aomame y Ayumi formaban la pareja ideal. Una máquina sexual sin parangón.
«Independientemente de las circunstancias, debería haber sido más afectuosa con ella», pensó Aomame. «Debería haberme tomado en serio sus sentimientos, abrazarla con fuerza. Eso era lo que ella buscaba. Ser aceptada y abrazada sin condiciones. Debería haberle hecho sentirse segura aunque sólo fuera una vez. Pero yo no pude responder a sus necesidades. El instinto de protegerme era mayor y, además, no quería mancillar el recuerdo de Tamaki Ōtsuka».
Entonces, Ayumi salió de noche por la ciudad a solas, sin Aomame, y murió estrangulada. Con unas frías esposas de verdad en las muñecas, los ojos vendados y una media o una prenda de ropa interior en la boca. Al final, los temores de Ayumi se habían hecho realidad. Si Aomame la hubiera tratado con más amabilidad, probablemente aquel día Ayumi no habría salido sola. La habría llamado para invitarla. Entonces habrían ido juntas a un lugar seguro y se habrían acostado con algún hombre, siempre la una pendiente de la otra. Pero quizás Ayumi no había querido molestar a Aomame. Además, Aomame no la había llamado para invitarla ni una sola vez.
No eran las cuatro de la madrugada aún, pero no pudiendo soportar más estar sola en el apartamento, Aomame se calzó las sandalias y salió a la calle. Entonces dio una vuelta sin rumbo fijo por la ciudad de madrugada, vestida con unos shorts y una camiseta sin mangas. Alguien la llamó, pero ella no se volvió. Como le entró sed mientras caminaba, se acercó a un pequeño supermercado abierto las veinticuatro horas, compró un tetrabrik grande de zumo de naranja y se lo bebió en el sitio. Luego regresó al apartamento y estuvo llorando durante un buen rato. «Ayumi me gustaba», pensó. «Esa chica me gustaba más de lo que yo creía. Si quería tocar mi cuerpo, ojalá la hubiera dejado tocarme donde quisiera y como quisiera».
En el periódico del día siguiente apareció una noticia cuyo titular rezaba: AGENTE DE POLICÍA ESTRANGULADA EN UN HOTEL DE SHIBUYA. La policía se había movilizado para dar con el paradero del hombre que había huido. Según la noticia, sus compañeros estaban consternados. Ayumi tenía un carácter alegre, era querida por todos, se caracterizaba por su sentido del deber y su energía y como agente había obtenido unas calificaciones excelentes. Muchos de sus familiares, incluidos su padre y su hermano, trabajaban o habían trabajado en la policía y los vínculos familiares eran sólidos. Todos estaban profundamente abatidos, no se explicaban cómo había podido suceder algo semejante.
«Nadie lo sabe», pensó Aomame. «Pero yo sí». Ayumi se sentía seca por dentro, como un desierto en los confines de la Tierra. Por mucha agua que se vertiese en él, el suelo la absorbía al instante. No quedaba ni una gota. Ninguna vida podía echar raíces allí. Ni siquiera había pájaros volando en el cielo. Sólo Ayumi sabía qué era lo que había producido aquella desolación en su interior. O puede que ni siquiera Ayumi lo supiera realmente. Pero no cabía duda de que la retorcida lujuria que los hombres que la rodeaban le habían impuesto a la fuerza era una de las principales causas. Había tenido que curtirse a sí misma para tapiar los bordes de esa carencia fatal. Si se la despojara del decorativo ego que había creado, sólo quedaría un vacío abismal y la intensa sequedad que éste producía. Por mucho que intentara olvidarlo, ese vacío la visitaba regularmente. Ya fuera en una tarde lluviosa en la que se encontraba sola o al amanecer, al despertar después de haber tenido una pesadilla. Y en esas ocasiones necesitaba que cualquiera, fuera quien fuera, le hiciera el amor.
Aomame sacó la HK 4 Heckler & Koch de la caja de zapatos, introdujo hábilmente el cargador, le quitó el seguro, tiró de la corredera, envió una bala a la recámara, amartilló la pistola, asió firme la empuñadura con ambas manos y apuntó hacia un punto determinado de la pared. La pistola no se movió ni un ápice. No le temblaba la mano. Aomame aguantó el aliento, se concentró y luego liberó un hondo suspiro. Bajó el arma y volvió a ponerle el seguro. Evaluó el peso de la pistola y contempló la luz opaca que en ella se reflejaba. Aquella arma se había convertido en una parte más de su cuerpo.
«Tengo que controlar mis sentimientos», se dijo Aomame a sí misma. «Si castigara al tío y al hermano de Ayumi, ellos probablemente ni siquiera entenderían el porqué. Además, haga lo que haga ahora, Ayumi ya nunca volverá. Por triste que sea, tarde o temprano iba a ocurrir. Ayumi se dirigía hacia el centro de una espiral mortal, a la cual iba aproximándose de forma lenta pero inexorable. Aunque hubiera tomado la determinación de tratarla con más calidez, también habría habido un límite. ¡Deja ya de llorar! Debes guardar la compostura. Es importante dar prioridad a las normas antes que a uno mismo, como dijo Tamaru».
El busca sonó la mañana del quinto día tras el fallecimiento de Ayumi. Aomame estaba en la cocina, escuchando las noticias de la radio, y había puesto agua a hervir para preparar café. El busca estaba encima de la mesa. Miró el número de teléfono que aparecía en la pequeña pantalla. No lo reconoció, pero no cabía duda de que era un mensaje de Tamaru. Fue a una cabina telefónica cercana y marcó el número. Al tercer tono, se puso Tamaru.
—¿Estás lista? —preguntó.
—Claro —respondió Aomame.
—Madame te envía el siguiente recado: a las siete de esta tarde en el hall del edificio principal del Hotel Okura. Prepárate para el trabajo de siempre. Siento avisarte con tan poca antelación, pero es que se acaba de acordar el encuentro.
—Esta noche a las siete en el hall del edificio principal del Hotel Okura —repitió automáticamente Aomame.
—Me gustaría decirte que voy a rezar para que tengas buena suerte, pero por mucho que yo rece, no creo que te sirva de nada.
—Porque tú no confías en la suerte.
—Aunque no quiera confiar en ella, aún no sé bien qué es —dijo Tamaru—, porque todavía no la he visto.
—No hace falta que reces. En cambio, quiero que me hagas un favor: ocúpate de la cauchera que tengo en una maceta en mi habitación. Es que no he podido deshacerme de ella.
—Ya me encargo yo.
—Gracias.
—Cuidar de una cauchera es mucho más relajado que cuidar de un gato o de unos peces de colores. ¿Algo más?
—Nada más. El resto lo he tirado todo.
—Cuando acabes el trabajo, ve a la estación de Shinjuku y, desde allí, vuelve a llamarme a este número. Entonces te daré las siguientes instrucciones.
—Cuando acabe el trabajo, llamo a este número desde la estación de Shinjuku —repitió Aomame.
—Supongo que ya lo sabes, pero no anotes el número de teléfono. Cuando salgas de casa, rompe el busca y tíralo en algún sitio.
—De acuerdo. Eso haré.
—Todo está preparado hasta el mínimo detalle. No hace falta que te preocupes. El resto lo dejo en tus manos.
—No me preocupo —dijo Aomame.
Tamaru se quedó un rato en silencio.
—¿Quieres que te dé mi más sincera opinión?
—Adelante.
—No pretendo decir que lo que estáis haciendo sea en vano. Eso es asunto vuestro y no mío. Pero es una temeridad, por no decir algo peor. Y además nunca se termina.
—Tal vez —dijo Aomame—. Pero no se puede cambiar.
—Igual que las avalanchas cuando llega la primavera.
—Quizás.
—Sin embargo, alguien cabal, con sentido común, no se aproximaría a un lugar en el que se podría producir una avalancha en la estación de las avalanchas.
—Alguien cabal, con sentido común, no hablaría contigo de esto.
—Puede ser —reconoció Tamaru—. Por cierto, ¿tienes algún familiar al que llamar en caso de que hubiera una avalancha?
—No tengo familia.
—¿Nunca la tuviste o la tienes pero no la tienes?
—La tengo pero no la tengo —respondió Aomame.
—Perfecto —dijo Tamaru—. Es mejor no tener ataduras. Como allegada, la cauchera es ideal.
—Cuando vi que Madame tenía peces de colores, de repente a mí también se me antojaron. Pensé que podría estar bien tenerlos en casa. Son pequeños, silenciosos y no piden demasiado. Entonces al día siguiente fui a una tienda que hay enfrente de la estación para comprarlos y vi unos dentro de una pecera, pero de pronto se me fueron las ganas de tenerlos. Y en vez de los peces compré una triste cauchera que había quedado sin vender.
—Creo que fue una elección acertada.
—A lo mejor ya nunca podré comprar peces de colores.
—Es posible —dijo Tamaru—. Espero que vuelvas a comprar otra cauchera.
Se hizo un breve silencio.
—Esta noche a las siete en el hall del edificio principal del Hotel Okura —volvió a confirmar Aomame.
—Tú sólo has de sentarte y esperar. Ellos te encontrarán.
—Ellos me van a encontrar.
Tamaru carraspeó ligeramente.
—Por cierto, ¿conoces la historia del gato vegetariano y el ratón?
—No.
—¿Quieres que te la cuente?
—Por supuesto.
—Un ratón se encontró con un gran gato en un desván, que lo acorraló en una esquina sin dejarle escapatoria. El ratón le dijo, temblando: «Por favor, señor Gato, no me coma. Tengo que volver a mi hogar. Mis hijos me esperan hambrientos. Déjeme huir». El gato le respondió: «No te preocupes. No te voy a comer. No se lo digas a nadie, pero yo soy vegetariano. No puedo comer carne, así que has tenido suerte al encontrarte conmigo». El ratón le dijo: «¡Ah! ¡Qué día más maravilloso! ¡Qué ratón tan afortunado soy! ¡Mira que topar con un gato vegetariano!». Pero al instante, el gato se abalanzó sobre el ratón, lo inmovilizó con las zarpas y le clavó sus afilados dientes en el cuello. El ratón agonizante preguntó al gato con su último aliento: «¿Pero no habías dicho que eres vegetariano y no puedes comer carne? ¿Era una mentira?». El gato dijo relamiéndose: «No, no puedo comer carne. No te he mentido. Por eso, voy a llevarte en la boca y te voy a cambiar por lechuga».
Aomame estuvo pensando un poco en aquello.
—¿Qué me quieres decir con esta historia?
—Nada en particular. Como hace un rato hemos hablado de la fortuna, de pronto me he acordado de la historia. Sólo eso. Aunque, por supuesto, eres libre de buscarle un significado.
—Una historia reconfortante.
—Otra cosa: creo que te van a cachear e inspeccionar lo que lleves. Son unos tipos precavidos. Recuérdalo.
—No lo olvidaré.
—Pues nada —dijo Tamaru—. Hasta que volvamos a vernos en alguna parte.
—Hasta que volvamos a vernos —repitió Aomame de forma automática.
La conversación telefónica se acabó en ese punto. Ella estuvo mirando el auricular durante un rato, frunció la cara ligeramente y lo colocó en su sitio. Una vez memorizado el número de teléfono que aparecía en la pantalla del busca, lo borró. El «hasta que volvamos a vernos» se repitió una vez más en la cabeza de Aomame. Sin embargo, ella sabía que seguramente nunca volvería a ver a Tamaru.
Leyó el periódico de la edición matinal de cabo a rabo, pero no encontró ni una sola noticia sobre el asesinato de Ayumi. Parecía que de momento la investigación no había avanzado. Era posible que al poco se publicara como suceso truculento en las revistas semanales. Una joven agente de policía realizaba juegos eróticos con unas esposas en un love hotel[17] de Shibuya y acabó estrangulada, completamente desnuda. Pero Aomame no tenía ganas en absoluto de leer esa clase de artículos morbosos. Tras el incidente, había procurado no encender la televisión. No quería que un presentador de telediario de voz artificial y chillona le comunicara que Ayumi se había muerto.
Desde luego, deseaba que capturasen al asesino. Tenía que ser castigado a cualquier precio. Sin embargo, si detenían al criminal y lo juzgaban y se aclaraban todos los detalles del homicidio, ¿qué conseguiría? Se hiciera lo que se hiciera, Ayumi no iba a volver a la vida. Eso estaba claro. Incluso era posible que la condena fuera leve. Quizá lo tratarían como un caso de homicidio por imprudencia, en vez de un asesinato. Claro que aunque se dictara sentencia de pena de muerte, no habría forma de repararlo. Aomame cerró el periódico, apoyó los codos en la mesa y se tapó la cara durante un rato con ambas manos. Luego pensó en Ayumi. Pero no volvió a llorar. Sólo sentía rabia.
Hasta las siete de la tarde, aún había tiempo de sobra. Aomame no tenía nada que hacer. No había ido al trabajo. Ya había dejado la bolsa de viaje y el bolso bandolera en la taquilla de la estación de Shinjuku, como le había indicado Tamaru. Dentro de la bolsa había metido un fajo de billetes y mudas para unos cuantos días. Cada tres días, Aomame había ido hasta la estación de Shinjuku, había introducido más monedas en la taquilla y había comprobado todo lo que había dejado. No hacía falta que limpiara el piso, y tampoco podía cocinar porque la nevera ya estaba prácticamente vacía. Aparte de la cauchera, dentro del piso casi no quedaba nada que oliera a vida. Se había deshecho de todo aquello que revelara alguna información personal. Todos los cajones estaban vacíos. «Mañana ya no estaré aquí. No quedará ni rastro de mi presencia».
Había doblado la ropa que llevaría esa noche y la había amontonado sobre la cama. Al lado había una bolsa de deporte azul. En la bolsa llevaba todo lo necesario para los estiramientos. Aomame volvió a inspeccionarla por si acaso. Un chándal, una esterilla para yoga, una toalla pequeña y el estuche rígido que contenía el fino picahielos. Estaba todo. Sacó el picahielos del estuche, le quitó el corcho y comprobó que la punta estaba bien afilada tocándola con la yema del dedo. Con todo, por si las moscas, la aguzó ligeramente con la piedra de afilar más fina que tenía. Se imaginó la aguja penetrando en un punto preciso de la nuca del hombre, sin hacer ningún ruido, como si fuera absorbida. Todo terminaría en cuestión de segundos, como siempre. No habría gritos ni derramamiento de sangre. Sólo ese espasmo momentáneo. Aomame volvió a clavar el corcho en el extremo de la aguja y la guardó con cuidado en el estuche.
A continuación, sacó de la caja de zapatos la Heckler & Koch envuelta en la camiseta e introdujo con maña en el cargador las siete balas de nueve milímetros. Envió una bala a la recámara con un ruido seco. Quitó el seguro y volvió a ponerlo. Luego la envolvió en un pañuelo blanco y la metió en un neceser de plástico. Colocó por encima la ropa interior de repuesto, para que la pistola no se viera.
¿Le quedaba algo por hacer?
No se le ocurrió nada. Aomame fue a la cocina y se preparó café con el agua hirviendo. Se sentó a la mesa, bebió café y se comió un cruasán.
«Posiblemente, éste sea mi último trabajo», pensó Aomame. «Y además el más importante y más complicado. Una vez cumplida esta misión, no tendré que volver a matar a nadie».
No se resistía a perder su propia identidad. En cierto sentido, incluso lo hacía de buena gana. No sentía apego ni por su nombre ni por su rostro, y no recordaba nada del pasado que le diera pena perder. «Un reajuste vital: quizás era eso lo que estaba esperando con ansia».
Aunque suene extraño, lo único que no quería perder, a ser posible, era aquel par de pechos más bien escasos. Durante veinte años había vivido sintiéndose insatisfecha con el tamaño y la forma de sus pechos. A menudo se preguntaba si no habría llevado una vida un poco más sosegada en caso de que hubieran sido un poco más grandes. Sin embargo, cuando le habían ofrecido la oportunidad de cambiarlos de tamaño (era una opción necesaria), se dio cuenta de que no lo deseaba. No le importaba que se quedaran tal cual. Así estaban bien.
Se tocó ambos pechos por encima de la camiseta sin mangas. Eran los pechos de siempre. Tenían forma de masa de pan deshinchada en la que se habían equivocado al medir los ingredientes. Además, eran de diferente tamaño. Aomame agitó la cabeza hacia los lados. «Pero no importa. Yo soy así.
»¿Qué me quedará, además del pecho?
»Los recuerdos de Tengo, por supuesto. El tacto de su mano. Ese intenso estremecimiento del corazón. El ansia de hacer el amor con él. Aunque me convirtiera en otra persona, no podrán hacer que deje de pensar en él. Ésa es la principal diferencia entre Ayumi y yo», pensó Aomame. «En el centro de mi ser no hay un vacío. No es un lugar desierto e insulso. En lo más hondo de mi ser hay amor. Seguiré pensando en aquel niño de diez años llamado Tengo. En su fuerza, su inteligencia, su amabilidad. Él no existe aquí, pero un cuerpo inexistente nunca decae y las promesas no realizadas no se pueden romper».
El Tengo de treinta años que Aomame llevaba en su interior no era el Tengo real. No era más que una hipótesis. Probablemente todo había surgido de su imaginación. Tengo seguía conservando su fuerza, su inteligencia y amabilidad. Además, ahora tenía unos brazos gruesos de adulto, un pecho robusto y unos genitales recios. Él siempre estaba a su lado cuando lo deseaba. La abrazaba con fuerza, le acariciaba el pelo y la besaba. La habitación en donde se encontraban siempre estaba a oscuras y Aomame no podía verlo. Sólo veía sus ojos. Podía ver sus cálidos ojos en medio de la oscuridad. Echaba un vistazo dentro de ellos y, en lo más hondo, veía la imagen del mundo que él contemplaba.
Si de vez en cuando Aomame se moría de ganas por acostarse con hombres, era porque quería mantener lo más puro posible al Tengo que criaba en su interior. Al entregarse a la lujuria con desconocidos quería liberar su cuerpo del deseo que se apoderaba de ella. Quería pasar un rato de intimidad a solas con Tengo, sin ninguna molestia, en el mundo calmo y silencioso que la acogía tras aquella liberación. Seguramente eso era lo que Aomame deseaba.
Aomame se pasó unas cuantas horas de la tarde pensando en Tengo. Se sentó en la silla de aluminio que había colocado en su pequeño balcón, miró hacia el cielo y pensó en Tengo mientras prestaba atención al ruido de los vehículos y agarraba con los dedos de vez en cuando una hoja de la pobre cauchera. Todavía no se veía la Luna. Saldría dentro de unas horas. «¿Dónde estaré mañana a estas horas?», pensó Aomame. No tenía ni idea, pero aquello era trivial, comparado con el hecho de que Tengo existía en aquel mundo.
Aomame regó por última vez la cauchera y luego puso la Sinfonietta de Janáček en el tocadiscos. Se había deshecho de todos los discos que poseía y sólo había dejado ése. Cerró los ojos y se concentró en la música. Entonces se imaginó el viento atravesando las praderas de Bohemia. Pensó en lo maravilloso que sería poder caminar por aquel lugar con Tengo. Los dos iban agarrados de la mano. El viento soplaba y la hierba verde y blanda se mecía en silencio al compás. Aomame sentía la tibieza de la mano de Tengo en su propia mano. La imagen se fue fundiendo serenamente, como en los finales felices de las películas.
Luego, Aomame se tumbó en la cama y durmió media hora acurrucada. No soñó. Era una siesta que no requería sueños. Al despertarse, las agujas del reloj marcaban las cuatro y media. Con la mantequilla y los restos que le habían quedado en la nevera se preparó unos huevos con jamón. Bebió zumo de naranja directamente del tetrabrik. El silencio posterior a la siesta era curiosamente pesado. Al encender la radio, sonó un concierto para instrumentos de viento-madera de Vivaldi. El flautín realizaba un trino alegre como el gorjeo de un pajarillo. A Aomame le pareció que aquella música había sido compuesta para enfatizar lo irreal de la realidad.
Tras recoger el plato y los cubiertos, se dio una ducha y se puso la ropa que había dejado preparada desde hacía semanas para aquel día. Era ropa sencilla y que permitía libertad de movimiento. Unos pantalones de algodón azul claro y una blusa de manga corta blanca sin adornos. El pelo lo llevaba recogido y sujeto con una pinza. No llevaba ningún tipo de accesorio. La ropa que había vestido hasta ese momento, en vez de tirarla a la cesta de la colada la metió en una bolsa negra de basura. Luego Tamaru se encargaría de deshacerse de ella. Se cortó las uñas bien cortadas y se lavó los dientes con calma. También se limpió los oídos. Se depiló las cejas, se embadurnó la cara con un poco de crema y se echó un poco de colonia en el cuello. A continuación examinó su cara delante del espejo desde diferentes ángulos y comprobó que no había ningún problema. Luego cogió la bolsa de deporte con el logo de Nike y salió del piso.
Delante de la puerta se dio la vuelta por última vez y pensó que ya nunca volvería allí. Entonces el apartamento le pareció más deplorable que nunca. Era como una cárcel que sólo se podía cerrar desde dentro. No tenía ni un cuadro, ni un florero. Lo único que quedaba era la cauchera que había comprado rebajada, en vez de los peces de colores, y que había dejado en el balcón. No podía creer que hubiera vivido en aquel lugar durante años sin sentir ningún tipo de descontento o albergar dudas.
«Adiós», dijo en voz baja. No se despedía del piso, sino de sí misma.