23 LA LEY HUMANA

LA brisa, que durante la noche fué haciéndose más fresca, tornóse al cabo en huracán que soplaba del Norte. Oscuros nubarrones cruzaban presurosos un cielo torvo y plomizo. Alzóse la furia del mar, que arrojó sus mesnadas de agua contra el islote.

Era el cuarto día de la estancia de Peabody en el cayo. Sentado sobre una roca, empapado por las salpicaduras del mar enfurecido, estuvo contemplando a Min con admiración y zozobra. Riendo con delicia salvaje, la sirena se arrojaba jubilosa contra las olas que entraban en la ensenada desde el mar abierto, para luego destrozarse entre espumas blanquísimas con desatentada prisa. Se hundía una y otra vez en las montañas de agua para salir de ellas, para cabalgar gozosa sobre sus crestas espumosas hasta que la ola se arrojaba con estrépito contra las rocas. Luego, alzándose sobre la ola que retrocedía, se dejaba llevar con gusto infinito hacia el mar.

Una y otra vez se dijo Peabody que era insensato temer lo que a Min pudiera acaecerle. Era el mar su elemento. Y dijérase que lo hallaba preferible cuando mostraba su ira temible. Le había dejado una hora antes y no daba muestras aún de desear regresar junto a él. Aquel juego furioso de conquista del mar la tenía por completo dominada con sus mil lances.

Por su parte, nada le hubiese inducido a aventurarse en aquellas aguas turbulentas. No hubiera sobrevivido cinco minutos. Nada podía hacer sino aguardar con paciencia, tratando de ordenar en su mente extraños y caóticos pensamientos de naturaleza nueva.

Hasta aquel instante no se le había ocurrido analizar el extraño afecto que Min le profesaba, su evidente devoción por él, como tampoco le cruzó por las mientes el pensamiento de analizar la naturaleza de los sentimientos que la sirena inspiraba en él. La presciencia que tuvo cuando por primera vez contempló Cayo de Oro le había llevado a aceptar como cosa natural todo ello, y a más de natural, inevitable. Min era para él su corazón secreto; pero ¿qué era él para Min?

Hija de la libertad, se había sometido al cautiverio por propia voluntad. Con el mar ante ella eligió permanecer junto al hombre. ¿Por qué? ¿Qué tenía él que ofrecer a semejante criatura? Acaso nada, sino toda una vida, o toda una eternidad, de prisión humillante. No podía él seguirla en su elemento. ¿Podría ella adaptarse al suyo?

Oyó la voz de la sirena, que se alzaba por encima del rugir de las aguas y del viento. Estaba a sus pies, agarrada a una roca mientras el viento jugaba con sus cabellos de oro y los desplegaba como una bandera y caía sobre ella una finísima lluvia de agua que la envolvía como un velo. Cuando Peabody la miró, dejó de cantar, dejaron de brillar sus ojos con aquel salvaje brillo y le sonrió tiernamente. Con un solo movimiento de su cola logró quedar sentada junto a él sobre la roca.

Amainó el viento por la tarde; pero el mar siguió estremecido e inquieto, con olas incesantes, que fueron disminuyendo de violencia con las horas. Peabody se ocupó en mejorar la instalación doméstica. Min durmió apaciblemente, enroscada como una anchoa, con la cabeza apoyada sobre la almohada que le ofrecía la cola.

Un nuevo plan surgió en la cabeza de Peabody. Para luchar contra los Gobiernos se aliaría con la Ciencia. Escribiría al marido biólogo de Hilary Brown y le propondría que alquilara un aeroplano particular. Comenzó a escribir cuidadosamente la carta cuando la luz gris de la cueva comenzaba a sentir la proximidad del crepúsculo.

No tardó en decidir el procedimiento para echar al correo la carta. La luna salía tarde. En cuanto se despejara el tiempo, aquella noche o la siguiente, se embarcaría audazmente en el Amberjack, rodearía la punta meridional de la bahía y, desembarcando en la isla, iría a través del campo hasta una de las muchas chozas de carboneros, a cuyo ocupante sobornaría con largueza para que echase la carta al correo en la ciudad.

Al poco rato descubrió que ya apenas podía ver el cajón que le estaba sirviendo de pupitre. Encendió la lámpara y la colgó en un saliente de la roca. El rítmico golpear de las olas sobre las rocas resonaba sordamente dentro de la cueva. La sirena, al parecer sosegada por aquella tremenda canción de cuna, seguía durmiendo tranquilamente. Peabody siguió poniendo en orden sus muy desordenados pensamientos.

—¿Señor Peabody? —dijo una voz recia y muy cercana.

Presa del pánico, Peabody se puso en pie de un salto, haciendo caer por tierra la caja en que estuvo escribiendo. Recobrado del primer instante de terror, cogió el albornoz de baño, y luego de tomar en brazos a Min la cubrió con él desde la cabeza hasta las dos puntas de la cola. Se rebulló ella adormilada y dejó descansar la cabeza sobre el hombro de Peabody.

—¿Sube usted o quiere que bajemos nosotros?

—insistió la voz, hablando desde la boca de la cueva.

Peabody, sin pensar en lo que hacía, apagó la lámpara. Le latía el corazón agitadamente contra las costillas. No podía pensar.

—No conseguirá usted nada apagando la luz. Tenemos linternas eléctricas.

En efecto, cayó sobre la arena, a sus pies, una mancha de luz amarilla. El capitán Whitby, de la Policía, descendía de muy trabajosa manera por una cuerda. Traía su uniforme mojado por las salpicaduras del mar, y su habitual elegancia marcial estaba algo estropeada por el mucho trepar por rocas y acantilados. Pero su voz y su talante conservaban la habitual urbanidad.

—Buenas noches, señor Peabody —le dijo—. Siento verdaderamente molestarle a usted; pero tengo órdenes de conducirle a Santa Gilda. La cosa no tiene remedio.

Si no fuera por la detenida curiosidad con que estaba examinando, ayudado por su lámpara, la cueva y cuanto en ella había, pudiera decirse que estaba convidando a cenar a Peabody;

—¿Le importa a usted que vuelva a encender la lámpara? —dijo, uniendo la acción a la palabra—. Será más sencillo para todos. Vamos a ver, señor Peabody, ¿está usted solo aquí?

—Evidentemente, no —respondió Peabody abrazando a Min más fuertemente.

—¡Ah! Y ¿qué tiene usted en brazos?

—Una sirena —dijo Peabody, apenas capaz de hablar.

—Perfectamente. Una sirena —repitió el oficial de Policía—. ¿Me permite usted verla?

Peabody dió unos pasos atrás, hasta quedar con la espalda contra la roca. Fué tal la expresión de terror y de tristeza que reflejó su rostro que Whitby se detuvo.

—Le ruego... —balbució Peabody—. Si no le importa... Aquí, no.

—Está bien. No hay prisa ninguna. Sea lo que sea, lo llevará usted consigo, naturalmente. ¿Me asegura usted que no hay aquí con usted ninguna... otra persona?

—Nadie.

En cuanto a la cueva, la verdad de la contestación era palmaria.

—Entonces más vale que nos pongamos en camino lo antes posible. Se está haciendo de noche. ¿Cómo se las va usted a arreglar para subir por la cuerda con ese lío? Mejor será que me permita...

—No es necesario —dijo Peabody, hablando con serenidad en medio de su desesperación.

—Por aquí.

La Policía había desembarcado muy trabajosamente sobre un acantilado, con la ayuda de un pequeño bote y de algo semejante a una escala de bomberos. Dos policías negros, de uniforme, tomaron a Peabody por los codos y le ayudaron a pasar desde el bote a la gasolinera. Se sentó a popa sin que nadie objetara, y allí permaneció estrechando contra el corazón a la sirena. La Policía le dejó a solas con su tristeza. Antes que la gasolinera doblase la punta del norte de la bahía, se hizo de noche cerrada. Comenzaron a navegar hacia Santa Gilda, en un mar picado.

No pudiera decir Peabody cuánto tiempo estuvo allí anonadado y sin poder pensar. Tal vez pasara una hora antes que viera coruscar en lontananza las luces ciudadanas a la derecha, lo que le hizo darse cuenta de que se aproximaban a tierra. Pudo advertir que Min, apretada contra él, temblaba aterrada y estaba alerta. Peabody se dió cuenta también del horror que aquella captura encerraba para Min. Y todo por culpa suya. El sólo era el responsable de todas las insoportables desdichas que la aguardaban. Debió arrojarla al mar cuando la cogió por vez primera. Mas ahora ya no podía aceptar la separación.

Ahora, la sirena se retorcía y luchaba débilmente en sus brazos. Su pequeña mano buscó la de él en medio de los pliegues del albornoz, y la apretaba una y otra vez, como si tratara de decirle algo. Peabody se dió cuenta del terror que, en aumento, iba apoderándose de Min, y esto hizo que también aumentase su propia desesperación.

Vió a su izquierda una sombra alargada que surgió en el horizonte. Había estado allí de día, y comprendió que era una angosta lengua de tierra bordeada de palmeras. Se acercaban a la ciudad.

En la proa, las anchas espaldas del capitán Whitby. Los dos negros estaban charlando animadamente, mas el ruido del motor apagaba sus palabras. Hiciéronse más firmes y más brillantes las luces de tierra.

Peabody trató de calcular la distancia que habría hasta la lengua de tierra, la fuerza de las olas que batían contra los costados de la gasolinera y su propio cansancio. Se quitó los zapatos sigilosamente y, sin pensar lo que hacía, el reloj de pulsera. Sacó la cartera del bolsillo de sus pantalones cortos y la dejó junto a sí. Sin quitar ojo a los policías, fué desenrollando el albornoz y dando libertad al cuerpo trémulo de la sirena. Min se le abrazó al cuello. Y Peabody se tiró al mar.

Al punto, la sirena partió como una flecha liberada del arco en tensión. Al sumergirse, Peabody vió el fulgor del cuerpo de plata lucir un segundo en el aire. Cuando sacó la cabeza nuevamente ya no la vió.

Peabody comenzó a nadar hacia el banco de arena. Las olas le azotaban el rostro, y encontró dificultad en respirar.

—¡Min! ¡Min! —clamó—. ¿En dónde estás? ¡No me abandones!

A lo lejos oyó la voz de la sirena que cantaba; pero no pudo verla. Dijérase que el canto le llamaba y procuraba infundirle ánimos.

—¡Vuelve, Min, vuelve! Si no me ayudas, no llegaré.

Siguió nadando esforzadamente. Estaba muy cansado. Fué haciéndose más débil el canto, que ahora adquirió una terrible melancolía. Min estaba tratando de decirle alguna cosa. O no podía o no quería volver junto a él. Era él quien tenía que ir hacia ella.

Procuró atravesar la oscuridad con la mirada. No avanzaba nada contra la marejada. Ahora la lengua de arena se le antojó más lejana que antes.

De nuevo llegaron hasta él las notas del canto, triste, funéreo, impregnado de una indescriptible melancolía. Min se estaba despidiendo de él. Una profunda fatiga se apoderó de Peabody. Ya no podía nadar más. Con una sensación de alivio cerró los ojos y cesó en su empeño. Se entregó.

Peabody estaba sentado en el despacho del coronel Mandrake. Se vió vestido con una chaqueta deportiva y policroma, que le venía pequeña; una camisa color caqui, que le estaba bien, y un par de pantalones de franela, inmensos. Tenía calzados sus propios zapatos. El capitán Whitby estaba junto a él, con un pequeño lío mojado en las manos.

El jefe de Policía le miraba profesionalmente desde el otro lado de su mesa.

—Me alegra, señor Peabody —dijo con afabilidad oficial—, verle a usted mejor. Nos ha dado usted un buen susto. Mejor será que acabe usted ese coñac.

Peabody miró el vaso que tenía en la mano y obedeció.

—El susto peor se lo ha dado usted a Whitby. Se creyó que se había ahogado usted. Pero nos dice el médico que está usted perfectamente. Nada que lamentar, excepto el susto y el cansancio. Parece que perdió usted el sentido en el mismo momento en que le recogieron. Y ahora, tal vez quiera usted decirnos qué ha ocurrido. ¿Se cayó usted al agua? Porque espero que no se tiraría usted.

Peabody sacudió la cabeza.

—Eso he supuesto. Hubiera sido una locura, dadas las circunstancias.

Mandrake miró rápidamente los zapatos secos de Peabody.

—Según el médico, parece probablemente que se desmayara usted a bordo de la gasolinera. Se cayó usted al agua, perdió la orientación y volvió a perder el sentido cuando llegaron junto a usted. El médico le ha examinado muy despacio. Tal vez fué cuestión de estómago. Pero tengo mucho gusto en decirle que tiene usted el corazón perfectamente.

Peabody sonrió débilmente. Recordó a un hombre rubicundo y alegre que se había inclinado sobre él, que le había dado golpecitos aquí y allá. Seguramente se trataba del médico. Y el buen hombre diagnosticó que aquel trozo de plomo que él albergaba en el pecho en lugar del corazón perdido, estaba perfectamente.

—Y aquí tiene usted algo que le hará sentirse mucho mejor. Es un cablegrama de su esposa, para usted.

Le alargó un sobre que había sido abierto. Peabody buscó inútilmente en los bolsillos de la prenda desconocida sus gafas.

—Yo se lo leeré —se brindó Mandrake—. Viene de Nassau, en las Bahamas. Llegó ayer, y dice así: «He tomado casa encantadora aquí hasta primero abril. Lugar tranquilo, criados excelentes. Creo podremos realquilar Villa Marina, pero cualquier caso ven aquí inmediatamente. Con todo cariño, Polly

—No puede ser más cariñoso —comentó Whitby—. No suena como si...

Su jefe le lanzó una mirada y el capitán enmudeció súbitamente.

Peabody calló.

—Por lo tanto, le hemos conseguido a usted un billete para el aeroplano de mañana. Cambia usted de avión en Jamaica. También nos hemos encargado de eso.

—¡Ah! Lo han arreglado todo —dijo Peabody.

—Hemos querido ayudarle. Le ruego que tome esto como una idea que le proponemos. No se trata de una orden. Por ahora. Naturalmente, si usted prefiere permanecer aquí para someterse a una investigación, yo no lo puedo evitar. Pero mi consejo sincero, si me permite dárselo...

—Entendido —dijo Peabody—. Muchas gracias.

—Por lo que a mí me concierne, yo no tengo nada en absoluto contra usted. Es una lástima que el pez se le escapara. Porque me hubiera gustado mucho ver las caras que hubieran puesto en el Gobierno. Pero es lo mismo. Whitby vió el pez que llevaba usted en brazos.

—Sí —dijo Whitby—. Comprendí inmediatamente que aquello no podía ser una mujer. Era demasiado pequeño el bulto. Cuando el sargento Furness le ayudó a usted a subir a la gasolinera lo vi.

Peabody dejó el vaso sobre la mesa. Miró sobresaltado al capitán.

—Era un pez —siguió diciendo éste—. Un pez de buen tamaño, pero un pez. La punta de la cola le salía por debajo de la manta.

Peabody exhaló un suspiro de alivio. Por detrás de él, el capitán hizo gestos que pretendían indicar que aquel hombre estaba loco por completo.

—Ejem —dijo el coronel—. Si de Londres dejaran de mandar aquí gente que no tiene el sentido común de permitir que la Policía cumpla con su obligación a su manera...

Se interrumpió y comenzó a ordenar unos papeles.

Whitby se inclinó sobre Peabody y le dijo en un aparte:

—Tengo su reloj y su cartera, señor Peabody. No he hablado de ellos para nada. Y he encontrado en la gasolinera algo de valor. Un peine.

—¿Un peine? ¿Qué clase de peine?

—Un peine de señora. Y creo que debe de ser de bastante valor.

El trozo de plomo que Peabody tenía metido en el pecho comenzó a latir nuevamente con gran agitación.

Whitby rebuscó en el bolsillo y puso el peine sobre la mesa del coronel.

—Ahí tiene usted.

Mandrake lo miró.

—¿Es de su esposa?

—Sí —dijo Peabody—. Es de mi esposa.

Fitzgerald insistió en ir a despedir a Peabody al aeródromo.

—No queremos que se hable del asunto —le avisó Mandrake.

—No voy a despedirle como periodista. Voy como amigo —repuso él, con gran dignidad.

Mandrake subió las cejas, pero no hizo más comentarios.

Fitzgerald permaneció contemplando el avión hasta que se convirtió en un punto apenas visible. Entonces regresó a la ciudad, con la intención de emborracharse concienzudamente.

Mas algo curioso le ocurrió. Cuanto más bebió, más despejado se hallaba. Fué de bar en bar, saludando gravemente a los conocidos, sin unirse, a ninguno, y reflexionando.

En la terraza del Hotel Royal vió a Cathy Livingstone. Decidió que aquélla era la persona que deseaba ver. Se acercó, la separó del grupo de amigos con quienes estaba, sin gran ceremonia. Cathy procuraba estar en buenas relaciones con el periodista. Así, pues, abandonó a sus amigos con un gesto de disculpa y permitió que Fitzgerald la llevase a una mesa aislada de las demás.

—No, no quiero tomar nada —dijo—. Tengo que volverme con ésos dentro de un minuto.

Fitzgerald contempló abstraídamente su vaso.

—Escucha, Cathy. Tú conocías a Peabody bastante bien. ¿Qué te parecía?

—Me era muy simpático.

—De lo que me digas hoy, nadie se va a enterar. Dime la verdad. ¿Crees que estaba loco?

—No se me ha ocurrido nunca pensar tal cosa. ¿Lo crees tú?

Fitzgerald la miró y dijo que no con la cabeza. Le brillaban los ojos. Estaba recordando cuentos de hadas olvidados. Era admirable lo claramente que lo veía todo, lo perfectamente que comprendía el universo entero.

—Naturalmente, he oído algunos de los cuentos que han circulado. Yo misma he sido causa de algunos. Pero no soy yo quién para juzgar quién está loco y quién no.

—Yo creo que Peabody era el único hombre sensato de la isla.

—No es imposible.

—¿Sabes que pescó una sirena?

—¡Bueno, bueno!

—No pudo conservarla junto a sí. No se pueden tener sirenas. No hay lugar en este mundo para las sirenas. Todos se pusieron en contra de él. Y el pobre hombre se vió obligado a devolverla al mar. ¿Qué otra cosa hubiese podido hacer?

Cathy le miró algo alarmada y comenzó a levantarse. Fitzgerald la detuvo, poniéndole una mano sobre la muñeca.

—Nunca será el mismo hombre. ¿Cómo lo va a ser? ¡Pero qué recuerdos serán los suyos! Siempre recordará con nostalgia «los ojos fríos y extraños y el fulgor de los cabellos de oro de la sirena».

—¿Qué estás diciendo?

—Son versos. Tu cultura es lamentable.

—Muy posible. Estás borracho. Me voy.

Fitzgerald la dejó ir, indiferente.

—Al menos —dijo, sin dirigirse a nadie en particular—, algo es haber oído cantar a una sirena.

FIN

CAXILU