2 VILLA MARINA
PEABODY se despertó sobresaltado y permaneció contemplando el techo y la alcoba desconocida. Durante un segundo no recordó el lugar en que se encontraba ni qué hacía en él. El sol penetraba a través de las persianas que daban a saliente y dibujaba un curioso enrejado sobre un lecho que no era el de Peabody. Vió un balcón abierto. El aire era templado y dulce, perfumado ligeramente con olor a mar.
Despertó por completo y recordó todo. Se hallaba en la casa que habían alquilado para el invierno a aquella viajera sempiterna e inglesa. Y allí se encontraba él, en la isla inglesa Santa Gilda, perdida en medio del mar Caribe; y allí estaba Polly, dormida en la cama vecina. Blip roncaba apaciblemente en el sofá, con la cabeza sobre un almohadón floreado, y sus orejas color de limón extendidas como velas de barco.
Peabody dió la vuelta en la cama, y mirando por entre las persianas, vió con sorpresa que acababa de salir el sol y que todavía no se había elevado gran cosa por encima del horizonte. Las pocas algodonosas nubes que se veían en el cielo estaban teñidas de carmín. Prometía el nuevo día ser brillante. Buscando sol habían venido hasta allí y, al parecer, no iban a sentirse defraudados. Peabody se encontró fuerte, saludable y muy satisfecho de la vida. No recordaba cuándo era la última vez que se había encontrado tan admirablemente. La languidez y la irritación de la víspera habían desaparecido. Esto le llevó a decir que su viejo médico era un matasanos, pues le resultaba evidente que no le ocurría nada y que todo lo que necesitaba era un cambio de clima y una noche de dormir bien.
Se levantó de la cama silenciosamente y permaneció durante algún tiempo contemplando a su esposa dormida. Polly se rebulló intranquila, cambió un brazo de postura con gesto declamatorio, y hundió el rostro en la almohada. Su pelo, corto y rubio, en el que aún no se veía el color gris, mostraba rizos despeinados por el sueño.
Peabody la contempló con ternura. Cuando estaba dormida, Polly tenía algo conmovedor e infantil, desprovista de las defensas de su eficacia. Los dieciocho años de matrimonio no la habían hecho cambiar mucho, y casi era la misma muchacha de entonces. El pelo rubio ceniciento se había oscurecido ligeramente; la mandíbula había cumplido su promesa de determinada decisión, y el excelente tipo era ahora algo más sustancial; pero Polly seguía siendo, sin discusión alguna, una mujer bonita, excelente y esposa y madre admirable. Madre admirable, se dijo Peabody, más aún con él que con Priscilla, muchacha que se las bastaba por sí misma perfectamente. Cuanto menos precisaba Priscilla maternales cuidados, más agresivamente le hacía Polly a él objeto de ellos. Y así que Priscilla se convirtió en una especie de diosa jugadora de hockey, con dos buenas piernas de Boston, comenzó a dar señales de querer ayudar a su madre en cuidar a Peabody maternalmente.
Sintió ahora deseos de despertar a Polly, para que compartiera con él las delicias del amanecer, pero desistió de ello luego de pensarlo. La experiencia le aconsejaba la discreción. Polly era compañera entusiasta y alegre, y compartía conscientemente todos los intereses de su marido, pero no por la mañana temprano. Le era fácil imaginar la expresión de asombro y de indignación de sus ojos, grandes y castaños, si él la despertara «a media noche», sin motivo alguno justificado. Salió al balcón, de puntillas.
Blip, sospechoso de que su regalo se encontraba amenazado, lo cual, indudablemente, advirtió por procedimientos distintos que los sensibles, ya que Peabody no había hecho ruido alguno, alzó la cabeza con expresión dolorida, que decía claramente:
—¿Será posible que ese loco esté pensando en levantarse a semejantes horas?
Y es que tampoco Blip era muy madrugador.
Igual que otros muchos planes de Peabody, Blip no había salido de acuerdo con los cálculos. Peabody lo eligió, aún cachorro, teniendo en cuenta su estampa y su linaje. Soñó con las ocasiones en que acompañado de su perro saldría él al campo, con la escopeta al hombro, en tanto que el sabueso admirable le precedía husmeando y oteando ávida y entusiasmadamente.
El devenir de los años no había cumplido semejantes promesas. Blip era un sibarita, de instinto certero que le llevaba a escoger siempre el lugar más cómodo. Padecía marcada alergia por los ruidos súbitos y fuertes. La más leve amenaza de tormenta era bastante para conseguir que Blip desapareciera debajo de la cama más próxima y el estampido de una escopeta provocaba en él manifestaciones de histeria. ¿Qué diremos de las aves? Las aves le dejaban en absoluto indiferente; y si de las aves pasamos a las piezas de pelo, podía un conejo saltar y bailar delante de su hocico sin que Blip manifestase interés alguno. Por el contrario, los peces le volvían loco, y no es excesiva la expresión. Los Peabodys no pretendían explicar estas preferencias.
Cuando Peabody abrió la puerta de alambre contra los insectos, Blip gimió suavemente, como preguntando. Un gesto conminatorio de su amo le hizo dejarse caer de nuevo sobre la almohada, pero permaneció atento, con un ojo clavado en su señor. Peabody se apoyó en la barandilla del balcón y se entregó a la exultante sensación de haber penetrado en un mundo nuevo.
La casa se alzaba sobre la cumbre más alta de una diminuta cordillera. Desde el balcón se veía más de la mitad del círculo completo del horizonte. Inmediatamente debajo del balcón se extendía una terraza limitada por una balaustrada, desde la cual caían hermosas cascadas de buganvilla purpúrea y rubescente. La pradera de cuidado césped que se extendía delante de la casa estaba salpicada de árboles de sombra, tamarindos de hojas como plumas y largos racimos de frutos color de cobre, y de palo de Campeche, con sus bolas de capullos dorados. Al acabar la terraza, el terreno caía en muy inclinado declive. Esta cuesta, hasta la playa blanca que a su final se veía, estaba cubierta de vegetación selvática, compuesta en su mayor parte por palmeras enanas y monte bajo. Toda aquella verdura parecía un torrente que se precipitara impetuoso hasta llegar a los matorrales de extrañas y retorcidas siluetas que crecían junto al mar.
Mas no fué la tierra ni la pujanza exótica de la vegetación lo que hizo que Peabody quedara extasiado a causa de la admiración. Fué la belleza increíble del mar, allí en donde la tierra acababa. Se extendía semejante a una joya enfrente, a la derecha y a la izquierda, coloreado con asombrosa intensidad en aquella hora mañanera y temprana. A sus pies vió una gran media luna de arena, que abarcaba con sus blancos brazos azules de viveza imposible de imaginar, aguamarinas en los lugares de poca profundidad, turquesa en franjas allende esta primera zona y luego tonalidades de oscurísimos zafiros, en donde los arrecifes coralinos anunciaban profundidades de abismo. El sol ascendente bañaba mar y tierra de suave fulgor. Los faralaes algodonosos de las nubecillas, que fueron su cortejo gentil, ya habíanse esfumado, y ni una mácula era discernible en la pureza azul del cielo. Ni el más leve hálito de brisa marinera quebraba la pulida superficie del mar o hacía suspirar a las palmeras. Nada se oía en el silencio sigiloso, excepto los tímidos gorjeos de las avecicas que comenzaban a despertar.
Peabody se encontraba en total soledad, con la aurora del mundo. Una ola de exultación se apoderó de todo su ser y le hizo temblar con delectable congoja. Presintió acontecimientos indefinibles. Un escalofrío placentero le recorrió la piel. Se restregó los brazos y pensó que el recuerdo de su enfermedad le debilitaba la cabeza y que tal vez fuera prudente vestirse una bata.
Y entonces vió Cayo de Oro.
En el centro de las fauces abiertas de la playa, allí en donde el agua color de turquesa cambiaba su tonalidad bruscamente para tomar el tinte oscuro de los zafiros, vió una diminuta ínsula. La vió amarilla bajo los rayos del sol naciente, al parecer toda ella formada por rocas y arena, y tan baja que apenas resultaba perceptible su silueta. No se veía en ella árbol alguno. No pudo Peabody calcular con certeza la distancia que la separaba de Santa Gilda o el tamaño que pudiera tener. Se trataba, sin duda, de uno de los cien islotes o cayos que formaban el archipiélago de San Hilario, una cumbre desolada que surgía de las profundidades del océano.
No pudo apartar de ella los ojos. Siguió contemplando la islilla fascinado, seguro de no ser aquella la primera vez que la contemplaba, en medio de una excitación que iba en aumento y resultaba por completo insensata. Bien conocía aquella isla. La recordaba de cuando era niño. Su recuerdo contaba tantos años como él mismo. Se esforzó para verla con mayor claridad y buscó sus gafas en el bolsillo del pijama. Las había dejado sobre la mesilla de noche. Volvió a entrar de puntillas en la habitación.
Blip estaba despierto, y le miraba con ojos expectantes.
—Duérmete —le dijo Peabody, susurrando, en tanto que se ajustaba las gafas.
Blip se dejó caer desde el sofá al suelo y salió al balcón en pos de su amo. Pudo éste, con la ayuda de las gafas, ver la isla con mayor claridad que antes, y se le antojó corriente y vulgar a la luz brillante de la mañana. Su irrazonable emoción de unos minutos antes le hizo sentirse avergonzado. Naturalmente, no había visto nunca aquella isla. ¿Cómo pudo hacerlo? Jamás había estado en semejante lugar. Hombre de gran sensatez y poco imaginativo, aquello le preocupó vagamente, Era desagradable las sensaciones engañosas que una mente debilitada por la enfermedad puede motivar.
Se vistió rápida y silenciosamente y bajó con igual sigilo, con la esperanza, que no procuró explicarse, de que no se encontraría con ninguna criada. Blip le siguió sin dudarlo, pegado a los talones del madrugador.
En el patio se encontró con un negro joven y de complexión atlética, vestido con una camisa y unos calzones cortos de color indeterminado, que recogía hojas de franchipan 3. Se enderezó al ver que Peabody se acercaba y quedó en posición aproximada de firmes, mientras los dedos de sus pies desnudos y anchos se movían nerviosamente en la tierra de un arriate de hibiscos color de fuego. Blip y el negro cambiaron miradas de interés y de sospecha mutua.
—Buenos días —dijo Peabody—. Supongo que usted es Basilio.
—Para servirle, señor. Buenos días, señor.
Peabody encontró agradable la sonrisa cordial y tímida del muchacho. Blip decidió menear el rabo, pero permaneció detrás de su amo, que contemplaba con gusto su temporal domicilio. Aquel patio grande y enlosado, limitado en dos de sus costados por un muro rosáceo y en el otro por la casa, de igual color, era agradable y alegre de colorido. Parras exuberantes trepaban por los muros, y, por debajo de ellas, otras plantas exóticas, bastas de hoja, se abrían paso con vigor y asomaban por entre las más recias ramas de las parras cargadas de flores. Era un jardín desordenado y exuberante, y contrastaba de muy sorprendente manera con los acicalados arriates, muy cuidados rosales y peinado césped del jardín de la casa norteña de Peabody. El contraste le resultó muy agradable.
Vió sillas y mesas de jardín en abundancia, que parecían cómodas, en las cuales podría uno disfrutar del sol o de la sombra, de acuerdo con su gusto y con la hora del día. Pronto decidió que la mayor parte del tiempo que estuviera allí permanecería cómodamente sentado en aquel patio, con un buen libro que no exigiera atención excesiva.
Basilio aguardaba junto a él, expectante y armado de paciencia. Parecía que era necesario prolongar la conversación en cierta medida. Uno y otro avanzaron para examinar lo que sin duda era lo más notable de Villa Marina.
Respaldado por un alto muro, y rompiendo la superficie del patio enlosado de manera inconveniente, había un estanque. Se trataba de una concepción barroca, de bordes más que irregulares, limitado por un muro ancho y bajo de piedra. Su profundidad era inesperada. Un tritón de sonrisa malévola, encaramado sobre el muro alto, manaba un chorro de agua, que caía desde la altura. Dábale sombra al estanque una frondosa higuera, y gran, abundancia de polipodios, desconocidos para Peabody, se asomaban con pujanza tropical por encima del muro bajo y se reflejaban en el agua. En cuanto a ésta, se veía su superficie cubierta en buena parte por las anchas hojas de plantas acuáticas, y casi todo el estanque presentaba un aspecto sombrío y misterioso. Mas cuando Peabody se inclinó y miró hacia el fondo de las aguas, teñidas de un color azul poco verosímil a causa del revestimiento de azulejos, descubrió maravillas arquitectónicas de cemento y de piedra, tales como un castillo submarino, tamaño como la casa de muñecas de una niña, y también algo que parecía un banco de coral debajo de la copiosa vegetación.
—¿Es esto una piscina o un estanque de peces? —dijo Peabody—. Casi tiene buen tamaño para nadar.
—Sí, señor —dijo Basilio complacientemente.
—Lo que es, creo, es peligroso. Si alguien se cayera dentro, de noche, y se diera un golpe en la cabeza con esas rocas, no lo pasaría muy bien.
—Sí, señor —dijo Basilio.
Un ser de graciosa movilidad, que arrastraba en pos largas colas de encaje, surgió velozmente de la profundidad y rompió la superficie cristalina del estanque con un delicado mordisco. Otros peces, de infinidad de colores y de formas, fueron apareciendo por detrás de los roqueños baluartes castellanos.
—Es un estanque para peces, por lo que veo —decidió Peabody.
Blip se acercó para investigar y hundió la lengua varias veces en el inmenso plato como experimento. Una sombra brillante y fugaz pasó por delante de su hocico, casi al alcance de sus colmillos. Todo su cuerpo se puso tenso de emoción, se le erizaron los pelos del cuello y lanzó varios gañidos agudos e histéricos. ¡Un pez! ¡Indiscutiblemente, un pez! Lloroso de emoción, comenzó a escarbar el agua con una pata.
—¡Estate quieto, Blip! —le dijo su amo.
Sordo a las órdenes de su señor, Blip continuó escarbando inútilmente en el agua, se inclinó y cayó dentro con un ruido y en postura nada elegante. Salió a la superficie resoplando y mirando a Peabody con ojos implorantes.
—¡Tú has entrado, ahora sal tú! —le dijo Peabody severamente.
Pero Blip no podía salir por sus medios. Incapacitado de permanecer inmóvil en el agua, comenzó a trazar círculos nadando, sin dejar de mirar a Peabody con ojos lastimeros, despreciando los peces, que una y otra vez pasaban junto a él.
Basil le miró taciturno.
—Mi señora no gusta de que nadie le asuste los peces —dijo.
Peabody permitió que su corazón se ablandara y sacó a Blip, agarrándole por la piel del cuello. El perro, en agradecimiento, se sacudió primero las orejas, los cuartos traseros después, sobre los inmaculados pantalones de franela blanca de Peabody. Luego, así que hubo elegido un trozo de buena tierra, blanda y negruzca, olvidó por completo sus aficiones pescadoras.
—Supongo que habrá ahí ejemplares de precio —dijo Peabody.
—Usted lo ha dicho —repuso Basilio, con mayor entusiasmo que hasta la fecha—. Esos peces cuestan dinero y dan mucho que hacer. Vienen de todas partes del mundo, me dice mi señora.
Y si algo le pasara a uno de ellos, me quedaba en la calle a buen seguro.
Peabody se alejó del estanque en dirección de la terraza. Basilio y Blip, muy bellamente cubierto de barro negruzco, le siguieron.
—El perro —dijo Peabody— no hay cuidado de que haga daño alguno a los peces. Jamás ha cogido uno, y es difícil comprender por qué sigue tratando de hacerlo.
—Sí, señor —dijo Basilio respetuosamente, pero poco convencido.
Peabody se detuvo una vez que llegó a la terraza, y se asomó a la balaustrada. Vista a plena luz, la isla parecía haber encogido de tamaño; pero allí estaba, entre las aguas bajas cercanas a la playa y las profundidades temerosas del océano, reluciente como un botón de oro sobre una sábana de seda azul. Peabody la señaló:
—¿Qué isla es ésa?
—No es una isla, señor —dijo Basilio pensativamente—. Es un cayo.
—Sí, bueno, claro. ¿Cómo se llama?
—¿Su nombre, señor? Pues se llama Cayo de Oro. Pero allí no hay nada. No es más que un cayo.
—Sin vegetación, ¿eh? ¿No hay nada allí, en absoluto? —preguntó Peabody, sin desear creerlo, pues le parecía que algo tenía que haber en un cayo llamado de oro.
Basilio se estrujó el cerebro para tratar de complacer a aquel señor.
—Pues..., pues... verá usted, algunas veces hay pájaros.
—¿Qué clase de pájaros?
—¿Los nombres de los pájaros, señor?
Peabody dijo que sí con un gesto, y la frente de Basilio se arrugó con el tremendo esfuerzo intelectual, en tanto que el dedo gordo de su pie derecho arrojaba a gran distancia un trozo de yeso.
—Pínlicos —dijo al fin—. Pínlicos y arsínicos 4.
Esto no iluminó a Peabody. Su cultura no llegaba a indicarle qué clase de pájaros pudieran ser los pínlicos o los arsínicos, de los cuales no había oído hablar jamás.
—Son pájaros muy asustadizos —aclaró Basilio.
—¿Ha estado usted alguna vez en Cayo de Oro? —le preguntó Peabody.
—No, señor. No hay sitio para desembarcar. Allí no va nadie.
Lo cual le pareció muy bien a Peabody, quien al pensar sobre ello volvió a encontrarse extremadamente identificado con el islote. Sacudió con impaciencia la cabeza para despejarse el cerebro, como si quisiera recordar algo que escapaba a su memoria. Sabía perfectamente cómo explicar esta sensación de que una cosa desconocida le era conocida. Los psicólogos han dado la razón de este fenómeno: un lóbulo del cerebro que funciona más lentamente que otro. Una explicación perfectamente plausible. Además, él había estado enfermo. Estas sensaciones extrañas le pasarían dentro de un par de días, y además se proponía ir al islote él mismo para demostrarse... En aquel momento se dió cuenta de que Basilio le estaba hablando con voz suave y musical:
—Perdóneme, Basilio, ¿qué decía usted?
—Muchos peces allí, señor. De todas clases.
—Tendré que probar suerte. ¿No hay un pequeño balandro que es de la casa?
—Sí, señor. Podemos ir ahora mismito —dijo Basilio con la cara súbitamente iluminada por una abierta sonrisa.
—No, no he querido decir hoy. Dentro de una semana o cosa así. Creo que la señora... —y Peabody se interrumpió al observar el gesto de tristísima desilusión que puso Basilio—. Pero, si quiere usted, podemos ver el balandro antes de desayunar.