10 SIRENA DE MAR

CUANDO llegó a la puerta de la terraza de su casa, el peso de su carga había bañado el rostro exhausto de Peabody. El corazón protestaba con latidos desaforados del esfuerzo excesivo que le fué pedido, de la emoción indescriptible que embargaba a su propietario. Sus pensamientos se atropellaban los unos a los otros en confuso remolino vertiginoso. El, Arthur Peabody, había pescado una... Pero, no, era absurdo, era imposible. ¿Estaría vivo o viva? ¿Podían vivir en tierra?

Había dado un rodeo para no encontrarse con Basilio, que estaba barriendo el patio. Afortunadamente, la puerta de la terraza estaba abierta y nadie le vió entrar. Permaneció escuchando en el vestíbulo para asegurarse de que ninguna de las criadas estaba en el piso de arriba. Oyó ruido de platos en el office, y la voz de Romania que cantaba estentóreamente en la cocina; «Dadme un año más de viiidaaa». Subió la escalera silenciosamente, de puntillas, y así que llegó al refugio de su alcoba, depositó su carga sobre el lecho, envuelta como estaba en un ropón de baño que había robado apresuradamente en la cabaña de la playa. Ahora la descubrió con manos que temblaban de manera incoercible.

No cabía duda. Había pescado una sirena.

Era una criatura exquisita. Seguían cerrados sus ojos, pero ya un tinte rosado de suprema delicadeza comenzaba a aparecer en su rostro, y el pecho subía y bajaba lentamente como si respirara dormida. La cola bífida en su terminación presentaba un aspecto mate y descolorido en el aire seco. Peabody reflexionó que lo que necesitaba era agua. Debiera estar en el agua. Entró apresuradamente en el cuarto de baño y abrió ambos grifos de la bañera verde. Luego cerró inmediatamente el del agua caliente. La sirena no estaría acostumbrada al agua caliente, se dijo. Y luego pensó con disgusto que los cuidados y alimentación convenientes a una sirena le eran desconocidos casi por completo.

Mientras se llenaba la bañera, encontró un frasco de sales aromáticas en el botiquín, a base de amoníaco, remedio eficaz contra desmayos y lipotimias. Disolvió unas gotas en un poco de agua y dejó el vaso a mano sobre la repisa de cristal en la que Polly había dispuesto su colección de sales de baño, ungüentos y perfumes. Volvió a la alcoba, llevó a la sirena al cuarto de baño y la metió con cuidado en la bañera, empezando por la cola. Alzándole la cabeza con un brazo, le metió en la boca unas gotas del cordial por entre los labios.

Tosió la sirena, exhaló un suspiro, parpadeó rápidamente, abrió los ojos y miró en rededor con expresión de espanto. Tenía los ojos del color de turquesa del mar Caribe. Así que vió a Peabody, se hizo más marcada la expresión de terror reflejada en sus ojos. Un vigoroso golpe de la cola le dió la vuelta en la bañera, y sumergiéndose en el agua, quedó vuelta de espaldas, con los brazos enlazados detrás de su pelo que flotaba. Peabody tuvo la sensación de que era una niña asustada que se tapaba la cara con las ropas de la cama.

«¡Se va a ahogar»!, exclamó Peabody para sí, aunque inmediatamente comprendió que el pensamiento era ridículo.

Luego decidió que tal vez lo mejor sería dejarla a solas durante algún tiempo, y sumada a este pensamiento la necesidad que sentía de beberse un whisky, salió del cuarto de baño, bajó la escalera apresuradamente y, llegado que hubo al cuartito del mayordomo, se sirvió un whisky muy generoso. Lo bebió, se sirvió otro no menos fuerte y copioso y se retiró con él a la biblioteca. Hasta que el segundo whisky no estuvo mediado no se permitió reflexionar acerca de las consecuencias implícitas en lo que le había acontecido.

Nadie ignoraba que no existían las sirenas. Pero él tenía una. La tenía, por más señas, en la bañera.

¡Qué sensación, qué emoción iba a causar en el mundo de la ciencia! En cuanto a él, se haría famoso, como el hombre que había vuelto a descubrir las sirenas. Muy plausible era pensar que la especie sería nombrada en honor suyo algo así como Peabodiana o Peabodiensis. El suceso era comparable al descubrimiento de la penicilina o a la división del átomo. Era inconcebible.

Terminó su whisky y tomó el tomo S-Sot de la Enciclopedia Británica. Leyó lo poco que la enciclopedia tenía que decir acerca de las sirenas y cerró airadamente el libro. «¡Mitos! ¡Fábulas!

¡Estaban enterados los sesudos articulistas! ¡Mitos, y él tenía una sirena viva! En la bañera» —añadió de nuevo mentalmente—. Claro era que lo que constituía una fábula eran las consejas acerca del encanto de las sirenas, que lograba ahogar a los marineros, y acerca de sus poderes mágicos. Todo eso no era más que fantasías nacidas durante la niñez de la humanidad. Pero lo que más le irritó fué leer que el origen del mito era el mamífero sirenio llamado manatí, animal torpe y estúpido.

¿Acaso no se hallaban citas de las sirenas en todas las literaturas? ¿No era tanto humo indicio de la existencia positiva de un fuego? ¿Qué tenía que ver que nadie hubiera visto una sirena durante los pasados siglos? Eso no demostraba nada en absoluto. Muy probablemente, la aparente desaparición de dicha especie tenía una explicación científica. ¿Sería el ejemplar pescado por él privativo del mar Caribe? No le pareció probable. Por motivos difíciles de comprender, Peabody tenía la sensación de que aquella sirena había recorrido largas distancias y que nació en aguas muy lejanas.

¿Hablaría? Y si lo hacía, ¿en qué idioma se expresaría? Que tenía una voz de belleza sobrehumana, le constaba; pero no pudo apreciar en el canto palabra alguna. ¿Qué comía? La Enciclopedia había resultado de especial inutilidad en todo lo referente a la clase de manjares consumidos por las sirenas. Y se trataba de una cuestión que menester sería resolver con urgencia notoria. Otros problemas le confrontarían antes de que pasara mucho tiempo, los cuales le obligarían a buscar ayuda científica. Su descubrimiento sensacional tendría que ser albergado en un lugar adecuado a su vida, tal vez en el Museo de Historia Natural. Pero, no, no; eso era un singular dislate. La sirena de la bañera estaba viva, no disecada. ¿Algún acuario? Mas el pensamiento de las caras mofletudas e imbéciles que se apretarían contra el cristal para observar neciamente a tan exquisita criatura, le causó horror verdadero.

No era fácil decidir qué hacer. Probablemente, Polly sabría tan poco como él acerca de lo que pudiera llamarse sirenicultura, o cuidado de las sirenas. Lo que precisaba era consultar a algún sabio. En esto se le ocurrió una buena idea. ¿Porqué no aquel despierto muchacho, Brown, el biólogo marino, que tan enterado parecía? Sería buena idea escribirle inmediatamente y mandar la carta por avión. No sería una carta sencilla de redactar. Tal vez otro whisky le ayudara a coordinar sus pensamientos.

Ya vuelto a llenar el vaso, que colocó bien a mano, Peabody comenzó a chupar cuidadosamente el rabo de su pluma estilográfica.

Polly tomó osadamente la curva de la cima de la cuesta, pasó rozando un muro y no se estrelló contra la pared del patio por verdadero milagro. El coche se detuvo con agudo rechinar de frenos y gemir de neumáticos maltratados. Venía cansada, tenía calor abominable y estaba furiosa consigo misma.

No podía rehuir la impresión de que se había conducido como una provinciana ingenua con el comandante Hedley y sospechaba que éste estaba riéndose de ella a estas horas. Realmente no hubo motivo para «pararle los pies» y mostrarse virtuosa. Ahora se decía que había exagerado la nota, hablando demasiado tiempo acerca de su calidad de esposa y madre, dado que Hedley no había dicho una palabra que pudiera considerarse ofensiva. Fué la manera de mirarla, y muy posiblemente Hedley miraba a todo el mundo igual, sin intención malévola. Fuera como fuera, cuando subió al coche, Polly se sintió invadida por el remordimiento al ver la cara entre dolida y perpleja de Hedley, y esto la llevó a invitarle a que fuera más tarde a la casa para tomar algo. Ahora deseaba no haberlo hecho. En primer lugar, a Arthur no le gustaría demasiado; en segundo, era incongruente con la exhibición de virtud que ella había dado poco antes. Sí; Polly estaba muy irritada consigo misma. Bajó del automóvil y cerró la portezuela tan rápida y violentamente que poco faltó para que no cogiera el hocico a Blip.

—¡Vamos! ¡Date prisa! —le dijo al perro.

Y el perro movió pacientemente el rabo y siguió a su ama cuando ésta se dirigió a la casa.

Subió la escalera aprisa y entró como un huracán en su alcoba. No quería ver a Peabody hasta encontrarse bañada y vestida de limpio. El baño caliente era para Polly una panacea de milagrosos poderes curativos, aunque algunas veces, en lugar de bañarse, decidía lavarse el pelo. Se desnudó rápidamente y fué tirando la ropa sobre la cama, en tanto que decidía recetarse tomar un largo baño con abundantes sales perfumadas, pues el agua de Santa Gilda era demasiado gorda para lavoteos curativos de cabelleras. Miró el reloj. Eran las cuatro. Tenía tiempo para bañarse y vestirse con toda calma.

Mientras se quitaba el reloj de pulsera y se felicitaba de haber recordado quitárselo en lugar de bañarse con él, como ya había acontecido en más de una ocasión, notó un raro olor en la alcoba. Era una mezcla de olor a mar con perfumes florales en extremo pronunciados. No lo había advertido hasta aquel instante.

Un ruido de uñas que rascaban y de gemidos caninos le indicaron que Blip se había quedado fuera de la habitación y que esto le merecía una opinión desfavorable. Le abrió la puerta, y Blip le dió las gracias con el rabo, adecuadamente manejado, para expresar su agradecimiento. Una vez que estuvo dentro de la habitación, el perro se detuvo, y Polly vió que se le erizaba el pelo del cuello. Blip avanzó cautelosamente y resopló dos o tres veces por debajo de la puerta del cuarto de baño. Un gruñido gutural salió de su garganta, casi al punto interrumpido por un verdadero grito de terror. Dió la vuelta velozmente, escondió entre las piernas el rabo y patinando sobre el suelo encerado demostró de la manera más clara un vehemente deseo de abandonar aquella estancia sin demora alguna.

—¿Qué te ocurre, tonto? —le dijo Polly con la mano sobre el picaporte.

Volvió a olfatear ella ahora. El olor a flores era cada vez más fuerte y logró identificarlo. Aquel olor era el de sus sales de baño, usadas sin mesura ni prudencia. Y en aquel momento llegó a sus oídos el ruido inconfundible de un chapoteo. Alguien había en la bañera.

Su primer impulso, airada como estaba, fué abrir la puerta violentamente; su segundo impulso, algo más sensato, fué exigir una explicación al señor de la casa. La ira la espoleó tan eficazmente que estuvo a punto de alcanzar a Blip en la escalera, aunque éste la bajó con rapidez desacostumbrada.

Excitado por sus pensamientos y por las copiosas libaciones que se había permitido, con su carta aun sin escribir, Peabody se sintió profundamente sorprendido cuando se abrió con furia la puerta de la biblioteca y entró su mujer, desnuda por completo, como el día en que nació. Los ojos ardían furibundos. Detrás de ella, apretado contra los tobillos desnudos, Peabody vió a Blip, tembloroso y evidentemente desorganizado.

—¿Se puede saber qué significa esto? ¿Cómo te has atrevido a hacer semejante cosa? —preguntó Polly.

—Atreverme ¿a qué? —tartamudeó Peabody.

—¿Quién es esa mujer? ¿Qué hace en mi baño?

—¡Ah! ¡Eso! Si no te enfadas, te puedo explicar...

—Más te vale. Vamos a ver, ¿qué hace esa mujer allí?

—Bueno, verás; no... es una mujer, ¿sabes?

—¡Ah! ¿No? —dijo Polly con una risita amenazadora.

—No. Se trata de una..., una..., hasta cierto punto pudiera decirse que es...

—Se trata de un amigo tuyo, supongo —dijo Polly con una ironía espantable—. De un amigo tuyo que se está dando un baño con una tonelada de mis mejores sales de baño. La casa entera apesta.

—¿Sales de baño? —dijo Peabody—. ¿Dices que... sales de baño? Dime lo que te ha pasado —añadió, estrujándose el cerebro y tratando de ganar tiempo para encontrar qué decir.

—¿No te parecería mejor que fueras tú quien me dijera lo que ha pasado?

—Es que... realmente... no sé...

—¡Ah! No lo sabes. De manera que llego a casa sudando y agotada, quiero bañarme en mi propia bañera y me encuentro a una desconocida en ella, ¡y me dices que no sabes qué ha pasado!

—¿La has..., lo has..., la has... visto? —dijo Peabody, tratando de tantear el terreno que pisaba.

—¡Claro que no la he visto! Si hubiera tenido algo de ropa encima la hubiera... —Polly pareció darse cuenta en aquel momento, por primera vez, de su falta de ropa—. ¡Hace falta frescura para...!

—No es una mujer —dijo Peabody débilmente.

—¿Ah?

—No es nadie. Es... un pez.

—¿Un pez que se da baños con sales perfumadas? ¿Cómo ha ido a parar a mi bañera?

—Lo metí yo en ella.

—¿Con las sales?

—Supongo que sí —dijo Peabody, juzgando que era más sencillo.

—¡Estás borracho!

Peabody acogió esto con una risita estúpida. En efecto, estaba algo borracho, y también le pareció menos complicado admitir la incipiente embriaguez.

—Sea lo que sea, haz el favor de sacarlo del baño ahora mismo.

—¿Ahora mismo?

—Ahora mismo. Y ya veremos si es o no es un pez.

—Bueno, verás, no es exactamente un pez, lo que se dice un pez.

—Ya. No es exactamente un pez. Está muy claro.

—No, es que no te das cuenta. Es que no comprendes. Y te diré que yo tampoco. Lo he pescado hoy. Es... una especie de manatí. Un ejemplar extraordinariamente raro. Estaba un poco asombrado, y en el momento, no sabiendo qué hacer con él, pues lo metí en la bañera. Si quisieras sentarte te explicaría... con calma...

—Sube conmigo. Las explicaciones pueden quedar para luego.

Con piernas que parecían de plomo y acongojado en extremo, Peabody siguió a su mujer, expresando para sí la esperanza de que no se encontraran con alguien. Aquel estado de Polly, tan absoluta, tan totalmente desprovisto de adornos, causaría, sin duda alguna, profunda sorpresa a quien los viera subir la honrada escalera de Villa Marina. Peabody comenzaba a tener la sensación de que el mundo estaba poblado exclusivamente por mujeres desnudas, con y sin cola.

Aquel su primer alborozo, motivado por la anticipada alegría de compartir con Polly su descubrimiento comenzaba a esfumarse. Empezaba a darse cuenta de que acaso las sirenas y las esposas fueran incompatibles, que hubiera roces desagradables entre ellas. Quizá no tardaría la tormenta en desencadenarse. Se dispuso a capear el temporal lo mejor posible.

Polly, movida por su instinto de lo convencional, juzgando que tal vez iba a verse confrontada por sucesos de naturaleza desconocida, se puso un ropón de baño que cogió de encima de la cama de Peabody. No pareció advertir que estaba húmedo y que olía a mar. Hizo señal a Peabody de que esperara y abrió de golpe la puerta del cuarto de baño. Dió dos pasos hacia adelante y luego retrocedió apresuradamente.

—¡Qué asco! ¡Pero si es verdad que es un pez. ¡Un monstruo! ¡Sácalo de la bañera ahora mismo!

—Y ¿en dónde te parece que lo ponga?

—Ponlo en donde quieras, con tal de que lo saques de ahí. Si lo quieres conservar, échalo en el estanque, con los demás peces. Yo me voy a tomar una copa, que la necesito, y para cuando vuelva no quiero verlo en mi baño. ¡Hay que ver cómo está todo! La verdad, Arthur, es la estupidez más grande que has cometido en...

Polly se puso las zapatillas, se apretó el cordón ceñidor del ropón y dió un portazo al salir, Peabody permaneció escuchando los pasos de su mujer, que se alejaba, y la oyó bajar la escalera. Entonces se asomó cautelosamente al cuarto de baño. Todo lo que de la sirena resultaba visible, oculta en una verdadera montaña de espuma que se desbordaba del baño, era una cola bífida, de maravilloso color azul y verde. Ni una hebra dorada de sus cabellos flotaba sobre el jabón.

Peabody se retiró al sofá de la alcoba, hundió la cabeza en las manos y procuró pensar. La idea del estanque no le pareció desacertada, al menos como medida temporal. Juzgó que sería más prudente permitir que Polly comprendiera poco a poco lo que había ocurrido. En aquellos momentos no parecía especialmente bien dispuesta para escuchar sus confidencias. Peabody se preguntó si la sirena estaría de mejor talante que Polly. No iba a ser fácil su traslado si la hallaba de mal humor también. Y el traslado era para salvar la paz del hogar.

Exhaló un suspiro de lamentación. Era absurdo. Allí estaba él, Arthur Peabody, el gran Peabody, que acababa de hacer un descubrimiento de fenomenal importancia, conduciéndose como si tuviera miedo a su mujer. Lo cual no era exacto. Lo que le ocurría era que le molestaban profundamente las escenas, y algo le decía que era muy posible que Polly decidiera hacerle una escena de primer orden. No era mujer inclinada a tales cosas, pero en un par de ocasiones... Y en cualquier caso sería más considerado revelarle gradualmente el asombroso descubrimiento. Incluso él mismo se había encontrado sumido en profundo desconcierto en un principio. Debía evitar a Polly el choque. No cabía duda que tenía que sacar la sirena de la casa, para luego ir preparando a Polly y darle la noticia con discreción y paulatinamente. Necesitaba él, por otra parte, tiempo para pensar.

Entró nuevamente en el cuarto de baño poco seguro de sí.

La sirena estaba sentada en el baño, peinándose su larga cabellera con el peine de plata de Polly. Al verle entrar, interrumpió su tarea y le miró como si quisiera apreciar sus intenciones.

—Vamos a ver —dijo Peabody con acentos tranquilizadores—. No te asustes. Nadie te va a hacer daño alguno. Estoy haciendo todo lo que puedo por ti.

La sirena no parecía estar asustada ni poco ni mucho. Peabody se inclinó y le pasó un brazo por la espalda. La sirena le sonrió, mostrando unos dientes pequeños, muy blancos y algo afilados, e inmediatamente se abrazó al cuello de Peabody.