20 INTERES EN EL PALACIO DEL GOBIERNO

MIENTRAS el joven informador llamado Mudgely regresaba en automóvil a la redacción del Colonist preguntándose, no muy satisfecho, si había logrado o no había logrado un reportaje o si le habían tomado el pelo lindamente con mayor habilidad de la acostumbrada, el encargado de Relaciones Públicas en la Dirección General de Fomento de Santa Gilda contemplaba el teléfono que sobre su mesa había con ojos de un hombre que sufre ataques biliares. Acababa de recibir un recado que ningún bien le auguraba. Nunca le producían singular placer las órdenes de que se presentara en el Gobierno. Y hacía unos segundos que el Secretario Colonial, en funciones de Gobernador durante la ausencia del titular, le había expresado sus deseos de verle sin demora.

Este americano, Fitzgerald de nombre, estaba empleado por la colonia para difundir por el mundo las ventajas que Santa Gilda reunía como lugar de invierno, pues la colonia no rechazaba, de ningún modo, cierta propaganda mesurada y seria de sus encantos. Pero el periodista retirado encargado de la tal propaganda turística no tardó en descubrir que imperaban en los círculos oficiales ideas anticuadas acerca de la forma y del contenido de la propaganda. Las teorías sustentadas por el Gobierno acerca de lo que los periodistas americanos pudieran publicar, de ninguna manera coincidía con las ideas de Fitzgerald, producto de una larga experiencia.

No se se hacía ilusiones acerca de la media hora que le esperaba. No creía que fuera a gozar durante esos treinta minutos delicias sin cuento. Estas entrevistas resultaban particularmente penosas cuando el Gobernador se encontraba ausente, lo cual procuraba con las excusas más mínimas. Thripp era infinitamente más duro de pelar que el auténtico representante de la Corona. Era un funcionario honrado, trabajador, que se sacrificaba en el desempeño de sus obligaciones, con la esperanza de alcanzar puestos más altos aún, lejos, muy lejos de Santa Gilda, como premio a sus desvelos. No le era simpático Fitzgerald y no le gustaban sus trabajos. Los unos y el otro le merecían una opinión ligeramente más adversa que la muy desfavorable que tenía de los periodistas en general.

El agente de Prensa comenzó a examinar su libro de recortes, tratando de decidir qué suelto, qué noticia, qué rayos pudiera ser motivo de la furia gubernamental, con objeto de apercibir sus defensas oportunamente. Se confesó tristemente que aquellas páginas mostraban con frecuencia excesiva las piernas de Cathy Livingstone, pero entre las noticias recientes no halló nada que no fuera absolutamente decente, respetable y digno. Tal vez sus recelos estuvieran injustificados. Quizá, aunque esto se le antojaba extremadamente improbable, a alguien se le había ocurrido una buena idea y le llamaban para comunicársela. Cerró con fuerza el libro de los recortes, se puso su sombrero de Panamá y se dirigió hacia el Gobierno, ascendiendo penosamente la larga cuesta.

Pronto se vió examinado por los ojos azules y poco cordiales de Thripp, que le miraba desde el otro lado de la mesa. El Gobernador interino empujó hacia el periodista dos recortes.

—¿Es esto cosa suya? —le preguntó.

Fitzgerald los leyó.

—Siento decir que no. Parece que se me ha escapado algo. ¿Están relacionados los dos?

—Nos tememos que sí. Pasa algo raro. Naturalmente, no presto atención alguna a las hablillas escandalosas que llegan a mis oídos de cuando en cuando. La moralidad de los americanos que nos visitan, afortunadamente, no me atañe ni oficial ni particularmente. Sin embargo, se me ha dicho con una insistencia que no puedo despreciar, que ya no se trata de moralidad, sino de la seguridad de la isla. Parece ser que ese paisano suyo tiene oculto a alguien que ha llegado a la isla sin pasaporte, por procedimientos que desconocemos, y que quizá es persona peligrosa.

La nariz de Fitzgerald se estremeció como la de un foxterrier alerta.

—Naturalmente, no deseamos publicidad. Antes lo contrario —siguió diciendo Thripp—. Lo que deseo de usted es que me informe.

—No puedo decirle nada a Vuecencia, en absoluto —confesó Fitzgerald—. Es la primera vez que oigo hablar del asunto.

—Supongo que es usted perfectamente capaz de conseguir la información necesaria sin dificultad.

Fitzgerald dió las gracias por la única palabra amable que le había oído a Thripp.

—No es conveniente que le diga a usted cuáles son mis fuentes de información, pero me ha sido comunicado por personas de responsabilidad, que este van... ejem, este americano llamado Peabody tiene oculta a una mujer en la casa que ha alquilado. Dicha mujer no coincide en absoluto con las características y detalles de las mujeres que han desembarcado legalmente. Las autoridades del puerto tan comprobado esto con cuidado. También nos hemos tomado la molestia de pedir informes del tal Peabody a las autoridades federales norteamericanas. Está fichado.

—¡Ah! —exclamó Fitzgerald.

—Dicen que se trata de una persona irreprochable. Está fichado porque durante la guerra estuvo trabajando para el Gobierno con el sueldo de un dólar al año.

—Se trata indudablemente de un sujeto indeseable.

Thripp se permitió una sonrisa apenas esbozada y fría como el hielo.

—No se le oculta a usted que el hecho de que la guerra haya acabado no quiere decir, de ninguna manera, que nosotros debamos cesar en nuestra vigilancia contra las organizaciones y personas que han dejado de actuar abiertamente. Sabemos que existen organizaciones sumamente peligrosas en varias partes del mundo. En tales organizaciones, siempre han tenido un papel importante las mujeres jóvenes y bonitas. Dada la situación estratégica de Santa Gilda, creo que se dará usted cuenta de lo que quiero decir —dió unos golpecitos sobre uno de los recortes y prosiguió diciendo—: Es claro, es evidente, que esta historia acerca de un supermanatí es sencillamente imbécil. Pero pudiera ocurrir que la publicación de tan pueriles patrañas respondiera a una intención. Además, no hay ninguna mujer joven conocida del Servicio de Seguridad que pudiera ser motivo de estos cuentos que circulan en abundancia y con bastantes detalles. La mujer de Peabody se ha ido de la isla en estado de gran indignación. Eso lo sabemos concretamente. Y existe una mujer, oculta en Villa Marina, cuya presencia en Santa Gilda no ha sido autorizada debidamente.

Fitzgerald hizo un ruido semejante a un gemido.

—La repulsa patente en usted, señor Fitzgerald, es muy comprensible y es laudable. Pero puede usted estar seguro de que el Gobierno tomará todas las medidas que sean necesarias.

Fitzgerald se lamentó interiormente de que no se le hubiera ocurrido a él semejante frase. Se estaba haciendo viejo.

—Ya le he explicado la situación —dijo Thripp—. Espero que, por una vez, sus servicios sean de alguna utilidad al Gobierno. Pues aunque no siempre he dado mi aprobación a los métodos que suele usted emplear, tal vez en esta ocasión, dadas las circunstancias...

—Comprendido —dijo Fitzgerald alargando la mano para coger su sombrero—. Vuecencia quiere el cuento. Y lo quiere rapidito. Haré lo que pueda. No en vano fui periodista durante quince años.

Media hora más tarde, Fitzgerald cogía por la solapa a Mudgely en un bar.

—Óigame, ¿qué es todo eso acerca de un manatí? —le preguntó.

Mudgely, que tenía mala opinión de Fitzgerald, a quien consideraba un periodista que había vendido su primogenitura, le sonrió con aire de superioridad.

—No deje usted de leer el Colonist —le respondió.

—No deje usted de tener cuidado con lo que hace. Vengo del Gobierno y que no están muy a gusto lo comprenderá cuando le diga que se han mostrado encantadores conmigo. Más vale que me diga lo que haya. ¡Camarero, dos cocktails «a la antigua».

Mudgely no tenía intención de decir algo. Regresó a la redacción algo mareado a causa de las bebidas que Fitzgerald le había ofrecido, pero feliz, pensando que sus labios no se habían despegado para cometer indiscreción alguna, y muy contento al escuchar la admiración del ex periodista por su sigilo. Fitzgerald aceptó calladamente la discreción de Mudgely acerca de un «descubrimiento sensacional» inminente sobre el cual únicamente él, Mudgely, sabía algo, y se limitó a hacerle preguntas pueriles acerca de la casa, de su distribución, de las puertas cerradas con cadenas y cerrojos que daban al patio, y de las dos tazas de café que vió en la despensa. Luego le había preguntado una cosa realmente extraordinaria: que si había visto polvo en las habitaciones. ¿Qué relación podía haber entre el polvo de las habitaciones y los manatíes de aspecto humano?

Ya camino de Villa Marina, Fitzgerald decidió qué no era lógico suponer que lograra nada si enfocaba el asunto como si se tratara de una visita de cortesía. Sus procedimientos de investigación no tendrían que ser particularmente delicados. Su cometido era averiguar quién era el visitante de Peabody: manatí, corista o seductora beldad, y amenaza de la seguridad de la isla. Una experiencia dilatada y un algo de cinismo hacían que Fitzgerald se inclinase más bien por la segunda posibilidad. En cualquier caso, el objeto de su curiosidad se encontraba entre las rosadas paredes de Villa Marina, y Fitzgerald no tenía el propósito de presentarse a Peabody formalmente.

A unas quinientas yardas de la puerta de entrada, Fitzgerald detuvo su coche y tomó por un caminillo que conducía a una casucha abandonada. Se guardó en el bolsillo la llave del coche y echó a andar a campo traviesa. Desde la casucha abandonada fué abriéndose camino por entre papayas, mangos y plátanos que crecían en hoyos de bastante profundidad. Saltó una tapia de piedra y siguió en dirección al Oeste, por entre árboles extraños, procurando evitar el contacto con los troncos moteados del árbol venenoso. Al cabo de un buen rato, sus esfuerzos se vieron recompensados por la vista de la cuidada pradera de césped de Villa Marina y la fachada oriental de la casa. Se detuvo para enjugarse el sudor y pensar qué debía hacer. Todo parecía envuelto en una total serenidad, y nada se oía, excepto el alegre piar de los pajarillos en las floridas enramadas.

El propósito de Fitzgerald no era, precisamente, el de escalar la casa, aunque el plan le resultó hasta cierto punto apetecible de una manera romántica cuando vió el balcón de hierro del segundo piso y los adornos que subían hasta él en forma de escala. Pero prefirió buscar un puesto de observación desde el cual le fuera posible Vigilar las idas y venidas de los habitantes de la casa. No cabía duda que, antes o después, alguien tenía que entrar o salir por alguna de aquellas puertas, de número tan copioso. Provisto de una cantimplora llena de líquido algo más reconfortante que el agua, Fitzgerald se hallaba dispuesto a esperar el tiempo que fuese menester. Las frases iniciales de su conversación con la persona que apareciese las dejó a la inspiración del momento. Si dijera: «Perdón, señorita, ¿es usted un bicho raro?», tal vez pudiera juzgarle hombre carente de tacto.

Ya tenía pensado decir que era un antiguo amigo de Kitty Keith-Drummond, muy aficionado a dar largos paseos por el campo, que desconocía la ausencia de su amiga. Semejante explicación, claro estaba, pudiera parecer insuficiente si le cogieran subido sobre la tapia del patio. Tendría que hacer sus investigaciones con la mayor discreción posible. Lo más acertado le parecía pasear con aire de indiferencia, sin alejarse de la protección del seto, en dirección a la huerta y el garaje. De lo que Mudgely le había dicho, coligió que en la casa no había sirvientas. Se sentía excitado y un poco nervioso. Pero reflexionó que detrás de él estaba de hecho todo el Imperio Británico, aunque el allanamiento de morada que estaba considerando no hubiese sido autorizado de manera oficial. Buscó un cigarrillo en el bolsillo y encendió una cerilla.

La cerilla se consumió en sus dedos hasta quemarlos, sin ser aplicada al pitillo.

¿Era aquello música o no? ¿Tal vez el cantar increíblemente dulce de un pájaro remoto? ¿Instrumentos de cuerda? ¿O la voz de una mujer? Fitzgerald no era hombre especialmente dotado para la música. Cuando se tocaba en público el himno nacional, era preciso darle con el codo violentamente para que se levantara de su asiento, aunque algunas veces se ponía en pie, al escuchar un pasodoble. Pero aquella música era distinta de toda la música que hasta la fecha había oído. Una especie de calofrío le recorrió la espalda, y se le erizaron los vellos del cogote. Aquella música le vibraba dentro.

Siguió escuchando, aguzando el oído, pero la música, si es que no fué todo una imaginación suya, había cesado. Se encontraba rodeado por un silencio completo. Se sentó en una piedra, entre buen número de rosales, y comenzó a desear no haber ido hasta allí, Principió a dar vueltas entre los dedos al cigarro apagado, en tanto que sentía profunda lástima de sí mismo.

Allí estaba, cercano a los cincuenta años de edad, ¿y qué ilusión le quedaba? ¿Qué ilusiones había conocido en su vida, si a eso íbamos? Pues su vida fué estúpida, se dijo, una vida de segunda clase totalmente desprovista de belleza. Siempre echó de menos la belleza. Tal vez no supo reconocerla cuando surgió en su camino. Contempló el mar a sus pies. El mar era bello y triste, y él ni siquiera lo había contemplado hacía mucho tiempo.

—¿Me permite que le pregunte quién es usted? —oyó que le decía una voz con el acento recortado de Nueva de Inglaterra.

Vió ante sí a un hombre calvo, entrado en años, cuyos ojos castaños y amables aparecían aumentados por sus gafas. Supuso que el hombre que le hablaba era Peabody.

Mientras Fitzgerald entraba ilegalmente en los terrenos de Villa Marina, Peabody se solazaba tranquilamente en el patio, reclinado en una larga silla de mimbre, con un libro sin abrir sobre las rodillas. Estaba pensando tranquilamente en la cuestión alimenticia. Iban agotándose las existencias, y no parecía haber otro remedio que hacer un viaje a la ciudad. Podía, no obstante, dejarlo para el día siguiente. Ya apenas se acordaba de Mudgely.

No lejos de él, la sirena permanecía inmóvil, en postura de elegancia estatuaria, con la bellísima cola enroscada debajo de sí, como si fuera un pedestal. Su cara delicada mostraba una expresión grave y en los ojos podía leerse que soñaba abstraída. Peabody se dijo que en qué pensaría, y por primera vez se preguntó cuántos años tendría Min. Le pareció al mismo tiempo una verdadera niña y dotada también de experiencia milenaria. No podía saber cuál era la vida media de las sirenas.

Min era para él alegría y juventud, compañía y comprensión. Min sabía adivinar por anticipado todos sus pensamientos y adaptarse a todos los estados de ánimo que él pudiera tener, aun antes de que realmente tuviesen existencia. En pocas palabras, Min existía exclusivamente en relación con él.

—Min —le dijo dulcemente—, me gustaría oír tu voz. ¿Quieres cantar para mí?

Obedientemente, Min se inclinó hacia él y le tomó una mano. Echó hacia atrás la cabeza, adquirieron tensión los músculos de su garganta y comenzó a cantar. Fué un cantar apagado y lleno de añoranzas. Peabody la contempló extrañado y preocupado. No cabía duda que la sirena se encontraba triste, llena de una profundísima tristeza. Min lloraba la suerte del mundo.

La canción quedó quebrada inopinadamente. Min escuchó con atención, tensa, alerta, como escucha la corza en el bosque, y luego señaló imperiosamente hacia el Este. Con un movimiento suave y silencioso se dejó caer en el estanque. Peabody comprendió que una nueva amenaza se cernía sobre su paz y su sosiego.

Más tarde, Fitzgerald le echó la culpa a los cocktails «a la antigua». Nunca pudo explicárselo a sí mismo de manera satisfactoria. El hecho era que la colonia de Santa Gilda le pagaba y que, teóricamente, su obligación era trabajar en lo que a la isla conviniera. Aparte de estas consideraciones crematísticas, él era un periodista de colmillo retorcido, no dado a la sensiblería, que estaba rastreando un reportaje que pudiera ser interesante en alto grado. Además, le habían dicho, aunque él no creyó una palabra de ello, que el tal Peabody pudiera ser un sujeto peligroso.

Sin embargo, la realidad era que bajo una piel de cocodrilo, fingida, y de un cinismo desilusionado, Fitzgerald era un hombre impulsivo. Aquel sujeto que le miraba, tan poco distinguido, con aire de serena desesperación, de hombre que se enfrenta con todo el universo, le inspiró simpatía muy fuerte. Y se dispuso a ayudarle.

—Soy Fitzgerald, de Relaciones Públicas. Trabajo para la colonia y no tengo ningún derecho... Se encuentra usted en un lío, y lo sabe. Si me da usted su palabra de que no se trata de ninguna criminal peligrosa, me gustaría ayudarle a usted.

—¡Criminal peligrosa! —exclamó Peabody estupefacto.

Y comenzó a reír, tranquilamente primero, pero luego más y más fuerte, dando suelta a la tensión de todos aquellos días.

—Domínese un poco —le aconsejó Fitzgerald—. Eso es lo que andan diciendo en la ciudad. Incluso en el Palacio del Gobierno. Personalmente creo que es una insigne estupidez, o de lo contrario no le hubiese avisado a usted.

—Pero si es que es la cosa más fantástica que...

Peabody se detuvo durante un segundo, reflexionando si la verdad no era más fantástica todavía. Luego siguió diciendo:

—Puedo jurarle a usted que no sé una palabra de ningún criminal, peligroso o no.

—Eso es lo que yo suponía. Pero creo que sería mejor que me dijese usted la verdad sin ocultarme nada. No me interesa su vida particular y no le haré ninguna jugarreta. Tenga usted en cuenta que, antes o después, le investigarán. Si me cuenta usted la verdad, puede que yo pudiera presentar la cosa de manera que suene bien. Dígame: ¿qué tiene usted en esta casa? ¿Un pez o una mujer?

—Ni lo uno ni lo otro —dijo Peabody con voz cansada.

Se sentó en el banco y descansó la cabeza sobre las manos. El mundo se había lanzado contra él, y antes o después tendría que decir la verdad. Necesitaba ayuda y la necesitaba mucho. Al menos aquel hombre que le hablaba era un compatriota en una tierra extraña. Y pudo observar en él una cordialidad céltica, una verdadera amistad que le animaron.

—Está bien —acabó por decir—. Espero que usted me ayude, pues no quiero que el Gobierno se meta en el asunto. Lo que pasa es que he pescado una sirena.