14 DOS MORDISCOS

POLLY subió a su cuarto sin detenerse, después de expresar su deseo de descansar un rato y de bañarse antes de enfrentarse con una casa desertada por la servidumbre y con Cathy. Sin detenerse, hasta cierto punto, pues primero fué al cuarto de estar para dejar a Blip entrar en la casa por el balcón que daba a la terraza. El perro se negó, con extraña cabezonería, a acompañarla a través del patio, y dió la vuelta a la casa, corriendo desaladamente para estacionarse delante de la puerta del balcón y ladrar con vigor exigiendo la apertura.

Quedó solo Peabody, lo cual convenía a sus propósitos. Sacó el paquete del automóvil, volvió al patio y se sentó al borde del estanque, dispuesto a esperar. Cogió el salmón y lo arrojó, con plato y todo, por encima del rosado muro, a una frondosa parra, con la esperanza de que se desintegrara rápidamente. Abrió su paquete, formó una pelota con el papel y arrojó ésta detrás del salmón.

Una única estrella brillaba en el firmamento. Aún no había salido la luna. El aroma del jazmín nocturnal comenzó a embalsamar el ambiente en el patio. Peabody siguió a la espera, tranquilo y confiado.

Una cabeza pequeña rompió silenciosamente la superficie del agua, y Min apareció junto a él, sonriéndole como si esperara algo.

—¿Qué hay, Min? ¿Has pasado bien la tarde?

Min le miró cariñosamente y se apartó el pelo mojado de la cara.

—Te he traído un regalo; pero no estoy seguro de que te lo merezcas. Has sido una niña mala. Hoy me has costado una bonita cantidad de dinero, y, además, un criado. Estoy dispuesto a darte todo lo que quieras, dentro de ciertos límites razonables; pero no está bien que te comas cuatrocientos dólares de peces decorativos y raros para almorzar.

La sirena clavó sobre Peabody sus ojos azules con expresión triste.

—Pero no hablemos más de eso. Olvidado está. No te voy a regañar. Mira lo que te he traído.

Desenrolló los medios bañadores y se los mostró sin que Min, que lo observaba todo con profundo interés, diera muestras de comprender.

—¿Cuál te gusta más? Son para ponérselos. Ropa. ¿Comprendes? Puede que no te resulte la idea al principio, pero mucho me temo que tendrás que acostumbrarte a ella. Y estarás muy guapa con ellos. ¿Te gusta éste? —dijo mostrándole uno amarillo y azul.

Min lo tocó con un índice rosado y diminuto y luego miró a Peabody, como pidiéndole una explicación suplementaria.

—No me extraña que no entiendas. Naturalmente, tú no has visto nunca nada parecido. Vamos a ver si te lo puedo explicar. ¿Entiendes lo que te digo?

Luego de mirar los ojos azules clavados en los suyos con expresión inteligente, Peabody decidió que la sirena sí le entendía.

—Nuestra vida es completamente distinta a la que tú conoces y a la que estás acostumbrada. En las diversas partes del mundo, las gentes tienen ideas diferentes. Y no hay que olvidar que nos encontramos en una colonia inglesa. A no me importa que no lleves ropa. Es más, casi estoy por decir que me... ejem. Pero no sé qué circunstancias pueden rodearnos o quién puede ver te, y, desde luego, no te gustaría que nadie...

Aunque la boquita deliciosamente rosada estaba seria, los ojos brillaban de regocijado buen humor. Min estaba, indudablemente, riéndose de él de muy buena gana.

Peabody habló más grave y seriamente:

—En cualquier caso te lo tendrás que poner. Te voy a enseñar cómo se pone uno esto.

Se inclinó hacia ella con la tira de tela preparada, y Min se echó atrás, recelosa.

—No tengas miedo, Min. No te pasa nada.

Sujetando la tira por una de las cintas, rodeó a Min con el brazo libre. La sirena, con rápido y ágil movimiento, se dejó caer al agua y apareció a los pocos segundos en el otro extremo del estanque, desde donde miró a Peabody, volviendo la cabeza. La maniobra le costó a Peabody perder el equilibrio y la paciencia. En poco estuvo que no cayera al estanque detrás de Min.

—¡Basta ya! —dijo irritado—. Se han acabado hoy las bromas. Ven aquí ahora mismo.

Y la sirena, con gran sorpresa por parte de Peabody, obedeció. Vino nadando sin esfuerzo alguno, le puso las manecitas sobre las rodillas y le miró con gesto implorante. Peabody vió unas lágrimas en sus ojos.

—De nada te van a servir las lágrimas —dijo severamente, pues estaba enojado de verdad—. No vas a conmoverme en este asunto. Me he tomado la molestia de traerte ropa adecuada, y le la vas a poner. ¿Me oyes?

Dos gotas cristalinas corrieron por las mejillas de Min.

—Mira, lo siento, Min, pero tienes que ser buena. Si no lo eres, no me quedará más remedio que enfadarme contigo.

Le pareció que el método más indicado era mezclar sabiamente la persuasión cariñosa con la severidad justiciera. Tomó la banda de tela por las dos largas cintas de sus extremos y la colocó a su espalda, como si fuera a saltar a la comba.

—No tienes que preocuparte. Tú estate quieta ahí, en donde estás.

Con un movimiento rápido, y que a Peabody se le antojó sumamente diestro, lanzó la tira de tela como si de un lazo se tratara por encima de la propia cabeza y de la de Min. Quedó cazada la sirena, y Peabody, uniendo por detrás de la espalda mojada ambas cintas, comenzó muy complacido a atarlas con nudo de seguridad, pero al segundo siguiente interrumpió su operación con un grito de dolor y dejó caer al estanque el improvisado lazo.

La sirena, con un desesperado esfuerzo, se había vuelto y había hundido sus afilados dientes en la parte carnosa del dedo pulgar de Peabody.

La cena resultó poco estimulante, tanto en lo que se refiere al coloquio de los comensales como a las viandas consumidas. Polly sabía elevarse al rango de consumada cocinera en ciertas ocasiones; pero, amohinada como se hallaba, no juzgó que fuera propicia la coyuntura para el ejercicio de su destreza. Abstraída y ensimismada, no advirtió que el arroz, base del plato fuerte, se había quemado. No le gustaba a Peabody el arroz en tal estado deprimente, pero lo engulló sin decir palabra de queja. Celebró la preocupación que en su mujer pudo advertir, la cual fué causa probable de que no hiciera comentario alguno acerca de su dedo pulgar vendado. Vendado y adolorido por cierto. Antes de cenar había derramado sobre la doble fila de heridillas causadas por el mordisco una cantidad generosa de cromato de mercurio; mas, a pesar del empleo del poderoso agente esterilizador, no podía dejar de pensar en posibles, fatales y hasta la fecha desconocidas infecciones. «Las sirenas son origen de desgracias.» Se encontraba profundamente enojado con Min.

De cuando en cuando, mientras tomaba el café, notó que su mujer le miraba con expresión desacostumbrada. ¿Qué denotaba aquella manera de mirarle? ¿Extrañeza? ¿Incredulidad? Polly se levantó de su sillón inopinadamente y le comunicó que se iba a cambiar de vestido.

—¿Por qué? —preguntó Peabody ingenuamente.

—Porque estoy horrorosa vestida de color salmón.

—Estás muy equivocada. Te encuentro muy bien.

—Me encuentro incómoda con este vestido. Me hace bultos en todos los sitios en que no debiera.

—Haz lo que quieras. Pero no vamos a ir a ninguna parte.

Polly le miró con gesto de conmiseración.

—¿A qué hora va a venir esa?

—¡Ah! Creo que dijo que a las nueve.

—¿Te importaría llevar las tazas y esa bandeja a la cocina? —dijo Polly señalando los cocktails que Peabody había preparado antes de cenar y que nadie había tocado—. De lo demás, no te preocupes. Mañana por la mañana lo fregaré yo.

Y así diciendo se dirigió acuciosamente hacia la escalera, que subió con igual o mayor prisa.

Peabody recordó que Blip no había cenado. ¿En dónde estaba metido? Por lo general, el spaniel era puntual despertador en lo referente a las horas de sus comidas. Le llamó, silbando suavemente. Blip salió arrastrándose de debajo de un sofá Reina Ana, meneando su breve rabo de manera casi imperceptible.

—¿Qué hay, muchacho? ¿No tenemos hambre? ¿Qué te parecería un poco de pilaff de pollo? El arroz está incomible, pero el pollo está bastante bien.

Blip siguió a su amo a la despensa.

—Toma, éste es un pedazo muy bueno. Más vale que lo acabes.

Ofreció al perro un trozo de pollo, y Blip retrocedió, gruñendo sordamente. Los ojos se movían desasosegadamente, dejando ver la blancura de la córnea. Peabody pensó en Basilio.

—¿Qué te pasa, hombre?

Blip gañó suavemente y siguió retrocediendo.

—Vamos, que no te gusta la venda, ¿es eso?

Cogió otro trozo de pollo con la mano izquierda y el perro lo comió agradecido. Peabody, utilizando de nuevo su mano izquierda, puso la cacerola en el suelo. Blip la rebañó rápidamente, mientras su amo le contemplaba pensativo. Había dos seres vivos en la isla, dos seres capaces de sentimiento, que sabían que la existencia de Min era verdadera. Blip era el segundo. Esto le consoló en cierto modo, pues había veces en que el conocimiento del asombroso hecho le dejaba sobrecogido.

Blip alzó la cabeza de la cacerola y lanzó un ladrido, breve, suave, de aviso o anuncio. Peabody prestó oído y pudo escuchar el ruido de un automóvil que entraba en el patio exterior. Salió a la puerta seguido de Blip.

Tal como había supuesto, era Cathy, pero una Cathy asombrosa y esplendente.

—Me tiene usted que perdonar, Arthur, por llegar temprano —dijo—. En Santa Gilda nadie llega temprano a ninguna parte, pero estaba decidida a venir, como le prometí. Luego tengo que ir al Ruby Club, y por eso vengo tan vestida. Le ruego que me disculpe.

Le pareció a Peabody que no fué muy acertada la selección del vocablo. «Vestida» no era una palabra singularmente apropiada para describir a Cathy en aquellos momentos. «Esplendente», sí. Pues si Cathy llevaba alguna prenda debajo de la brillante funda de oro que apenas empezaba en su cintura y que mostraba una apertura desde los tobillos a la rodilla, poco sabía él de ropa interior.

Le dijo que estaba muy bien, expresión a to das luces cicatera. Entraron en el cuarto de estar y Cathy aceptó la oferta de un whisky con soda.

—Encantada —dijo, al mismo tiempo que cruzaba las piernas color de miel, lo que causó que el dorado tejido las dejara al descubierto—. Pero hago muy mal en tomarlo. He estado ya en dos cocktails, no he cenado y estoy «muy puesta», se lo aviso.

—¿Puedo traerle a usted algo de comer?

—¡Qué horror! ¡De ningún modo! No quiero desperdiciar esta sensación maravillosa que tengo. Me encuentro feliz. Cenaré más tarde. Ande, deme el whisky y luego tráigame su manatí.

Cuando Peabody volvió con la licorera y los vasos, vió a Cathy delante del gran espejo de la pared, el cual solía atraer a todas las mujeres, arreglándose el pelo color de cobre, que aquella noche llevaba peinado en un moño hecho en la parte superior de la cabeza. Durante un segundo, Cathy no advirtió la presencia de Peabody, y éste tuvo una curiosa sensación. Le gustaba Cathy. No era ninguna sirena. A pesar de su belleza, no era más que una mujer que había padecido mucho, una mujer frustrada que pretendía disimular valerosamente ante la gente. Sintió piedad de ella, pero no experimentó atracción alguna. Eso era raro, pensó. Probablemente, se trataba de la mujer más bonita que había conocido y no era difícil observar que ella gustaba de su compañía.

—¿Agua o soda?

—Cualquiera de las dos cosas; o las dos. Póngalo fuertecito. Por cierto, ¿no está Polly. Lo...

Como obediente a un conjuro, Polly apareció en el umbral en aquel instante. Peabody sofocó una exclamación. Era un ejemplo perfecto de lo que una señora (seductora, eso sí) debía vestir para quedarse en casa la noche de salida de la servidumbre. Los zarcillos de turquesas y el collar los conocía Peabody; pero no aquel traje vaporoso, largo y negro, que se ceñía con discreto amor al cuerpo que recataba. Parecía más rubia y, en la medida que su configuración física lo permitía, frágil. Su actitud era cortés y amable, aunque no calurosa, y cada uno de sus gestos indicaba la feliz mujer casada que reina sobre un hogar perfecto y dichoso. Peabody pensó en la naturaleza de las mujeres y en sus duelos a base de vestidos.

Ni siquiera la soberbia entrada de Polly fué capaz de acallar durante mucho tiempo a Cathy.

—Venga, la luna ya ha salido. ¿Quiere ver este famoso pez, o lo que sea, acerca del cual Ronald ha hablado tanto?

—Desde luego. Tengo entendido que es para eso para lo que ha venido usted esta noche —dijo Polly.

—Mucho me temo que se va a llevar usted una desilusión —intervino Peabody—. Mi mujer lo ha visto, pero desde que le eché en el estanque ha estado escondido.

Salió tras las mujeres muy tranquilo. Aunque estaba furioso con Min, confiaba en su discreción.

—Si es tan grande como me han dicho, no podrá esconderse —dijo Cathy—. Yo le haré salir. Sé mucho de peces.

Las dos mujeres estuvieron mirando al fondo del estanque, alumbradas por la luz anaranjada de la luna que empezaba su carrera. No vieron nada. Peabody permaneció junto a ellas.

—¿Enciendo? —preguntó.

—¡Oh, no! Veo perfectamente —dijo Cathy—, si es que hay algo que ver.

—Hasta los peces de colores están escondidos —dijo Polly, inocentemente—. No veo ni uno.

Cathy se volvió hacia Peabody:

—Si quiere que le diga la verdad, me parece que esto es una broma de ustedes dos. No creo que haya nada en el estanque.

—Se equivoca usted, Cathy —dijo Polly—. Yo misma lo vi. Es muy... muy raro.

—¿De veras? ¿Me quiere usted hacer un favor, Arthur?

—Si está en mi mano —respondió, pensando que no había motivo alguno para que Cathy le llamara Arthur en lugar de Peabody.

—Tráigame otro whisky.

Peabody, anfitrión perfecto, entró en la casa, y cuando estaba poniendo hielo en un whisky de potente concentración alcohólica, llegó a la estancia Polly con grande prisa.

—¡Arthur! ¡Tienes que hacer algo! ¡No la he podido detener! ¡O está loca o está borracha!

—¿Qué ha pasado?

—¡Se ha tirado al estanque! En el momento en que tú has vuelto la espalda, se ha quitado los zapatos y el traje y se ha tirado dentro. No lleva absolutamente nada debajo del vestido. ¡Y allí dentro hay no sé qué pez horrible, pero ella no se lo ha creído! La he rogado y la he suplicado que salga, pero no me ha hecho ningún caso.

—Hay que sacarla de allí —dijo Peabody tirando el vaso con la prisa—. Pero... si no lleva nada encima... ¿cómo voy yo a...?

—¡No seas estúpido! ¿Qué importa eso en un caso así? Tú anda a sacarla del estanque.

Cualesquiera vacilaciones que Peabody pudiera sentir quedaron eliminadas por el agudo grito que llegó a sus oídos al alcanzar la puerta. Echó a correr hacia el estanque. Cuando llegó a él, Cathy estaba en pie sobre el borde de piedra, agarrándose un muslo.

—¡Qué horror! —dijo Cathy—. ¡Me ha mordido!

Cathy no padecía inhibiciones exageradas. Peabody miró. De una doble fila de heridillas en doble semicírculo manaba la sangre que luego corría por una pierna esbelta.