12 CHISMORREOS ISLEÑOS
—NO, hijita, no puedo imaginar por qué se han ido —dijo Peabody mientras conducía el automóvil—. Pero estoy seguro de que los impagables señores Eccles y Butts nos buscarán otras criadas en un abrir y cerrar de ojos. Aunque no sé realmente para qué me necesitas a mí en la ciudad.
—¿Sabes lo que te digo? —dijo Polly—. Que no me gusta este sitio. ¿A ti, sí? ¿Por qué no nos vamos a alguna otra parte, aunque ya hayamos pagado la casa a Kitty?
—¿Adónde quieres que vayamos? —dijo Peabody vagamente, al tiempo que sorteaba el obstáculo presentado por un carro arrastrado por un borrico, cargado de caña de azúcar y heno—. ¿No crees que ya hemos aceptado el compromiso de estarnos aquí?
—Pero es que no me gusta el compromiso. Podríamos anularlo, con un poco de tiempo.
—¿Tiempo para qué?
Sobre la caña de azúcar, un negro inmenso dormía, con un pie colgando despreocupadamente aunque rozaba el suelo, en tanto que muy sonoros ronquidos le estremecían el cuerpo.
—Si no nos vamos de aquí, yo no respondo de lo que pueda ocurrir, te lo advierto desde ahora.
Peabody vió en el espejo retrovisor al negro durmiente. Parecía que con los baches iba a caer a tierra de un momento a otro. Pero él seguía durmiendo apaciblemente.
—No respondes de qué.
—Te ruego que no preguntes así, Arthur. Me sacas de quicio. Sabes divinamente que algo raro pasa aquí. Algo que hace que la gente se conduzca como una mujer histérica. Fíjate en ti mismo.
—¿En mí?
—Sí, en ti. No me gusta echarte sermones, y lo sabes. Pero hay cosas que no puedes negar. Anoche estabas borracho. No mareado, sino borracho. Y estuviste diciendo unas estupideces terribles.
—Lo siento.
—No te estoy pidiendo que te disculpes.
—Quiero decir que siento que creas que eran estupideces.
—Pero sí te pido que te des cuenta de que no estás en condiciones de salud para cometer esas locuras. Desde que has llegado a Santa Gilda has estado... muy raro. Te aseguro que me tienes verdaderamente preocupada. Y ahora esto de las criadas. Es de lo más irritante y además no tiene explicación.
—Puede que no les gustáramos y que eso sea todo.
—Pero ¿qué es eso de irse de noche, sin cobrar ni nada?
Peabody consideró esta pregunta como retórica y permaneció callado, contemplando la carretera, que ahora trazaba una amplia curva y corría junto a la costa, en donde una playa larga y blanca miraba hacia un mar de cristal. Algunas nubecillas se movían pausadamente a través del cielo y, en lontananza, el sol caía alegre sobre los arrecifes, a los cuales arrancaban mil reflejos. Comenzaron a pasar por delante de casas, cada vez más frecuentes, que se alzaban a la derecha de la carretera, la mayoría de ellas rosáceas y estucadas, con galerías de madera. Una de ellas, enclavada en un bosquecillo de palmeras, más bien parecía el sueño de un repostero que un lugar destinado al cobijo de seres humanos. Los postes de la puerta de entrada estaban cubiertos por ramas retorcidas de rosales de mampostería, y los muros de la casa mostraban alegres medallones de vidrios de colores. A través del jardín, los senderos se retorcían insensatamente. Peabody se preguntó sin especial interés si viviría allí Cathy.
Corría luego la carretera bajo un túnel de espléndidas casuarinas, desde el cual otros más pequeños conducían hasta la entrada de las casas o hacia playuelas blancas y sonrientes. Pasaron por delante de un club náutico y vieron ágiles muchachas remolcadas sobre esquís por gasolineras poderosas; dejaron atrás un hipódromo y un gran hotel de madera, y al llegar a los aledaños de la ciudad pasaron un cuartelillo de Policía, a cuya puerta había un negro, con salacot blanco y guerrera del mismo color, relucientes botones y calzones azules con galones escarlata, que los saludó marcialmente.
Cuando llegaron a la calle principal, Peabody aminoró la marcha hasta reducirla al paso de una persona, y fué abriéndose paso con cuidado por entre el abigarrado gentío. Taxis vetustos, que fueron otrora elegantes coches americanos de turismo, hacían sonar la bronca voz de sus bocinas por el placer de escucharla; audaces ciclistas pasaban veloces con curso sinuoso; canes escuálidos y eczematosos, de raza indescriptible y rabos apolillados, escapaban de continuo a la muerte por atropello con sapiencia asombrosa. Jacos huesudos con colas de rata arrastraban unos cochecillos abiertos con cortinas de seda, sacudían sus pequeñas cabezas y relinchaban sonoramente.
En la acera, delante del mercado, multitud de negras jóvenes gritaban y conversaban, mientras las que eran madres repartían moquetes justicieros entre sus traviesas y bulliciosas proles. En la plaza, olorosa y atestada, hombres, mujeres y rapaces se congregaban como abejas enjambradas en torno de puestos apilados de plátanos, caña de azúcar, zapotes, piñas de ananás, cestos, sombreros, esteras, bujerías de nácar, pescado fresco y salado y enormes centollas. En rincones inesperados se veían corderos, cabritos y gallinas vivos.
—Por cierto —dijo Polly—, ¿has visto por alguna parte mi peine de plata? No lo he podido encontrar por ninguna parte esta mañana. ¡Cuidado! ¡No te olvides que aquí se lleva la izquierda! —añadió al ver que su marido casi atropelló a una mujer que llevaba sobre la cabeza un saco de carbón de encina.
La mujer del saco siguió su camino con estoica apatía, maravillosamente erguido el busto, oscilantes las rotundidades posteriores.
—¡Gracias a Dios! Ahí está la oficina de Eccles y Butts.
Ocupado en resolver el problema de dejar estacionado el coche en un lugar que no ofrecía sitio adecuado para ello, Peabody se libró de dar contestación a la pregunta acerca del peine de plata.
La casa Eccles y Butts ofrecía a sus clientes toda clase de cosas redituables, desde pesqueras situadas en islas solitarias a casas provistas de embarcadero y aeródromo propios. Otras mercaderías ofrecían también en alquiler, y muy distintos servicios brindaban a sus parroquianos forasteros, desde barcas y pequeños yates a bebidas, orquestas indígenas y servidores domésticos. Como les enseñara la experiencia que la presencia de mujeres jóvenes y bien parecidas facilitaba en nada escaso grado las negociaciones peculiares a su negocio, la casa delegaba la ejecución de los menesteres más sencillos en muchachas de Santa Gilda de las deseables condiciones en cuanto a un aspecto agraciado, una edad relativamente temprana y una posición social de cierta altura. A una de ellas se dirigieron ahora los Peabodys, una adolescente llamada Bryce de apellido, de lánguida gracia y palidez cremosa. Fué Polly quien habló, y Peabody no vió razón válida para añadir nada a la versión que dió su mujer de la desaparición de las criadas.
—No puedo comprender qué les ha podido pasar —dijo la chica, sacudiendo su cabecita morena—. Irse así, de noche. Les advierto a ustedes que son como criaturas. Pero pueden estar seguros de que Romania me va a oír. ¡Tratar así a unos clientes nuestros! ¡Vamos!
Abrió un cajón de su mesa, sacó un fichero y comenzó a examinar las tarjetas en él conservadas.
—No se preocupen ustedes. Esta misma tarde tendrán ustedes otras criadas. ¡Ah! Aquí tenemos una cocinera muy buena, Adrana Higgs. Le voy a mandar un recado ahora mismo. Esperemos que no se haya colocado. Porque muchas tienen la malísima costumbre de colocarse sin avisarme de ello. Si quieren ustedes volver dentro de una hora, tendré aquí a unas cuantas para que puedan ustedes hablar con ellas.
—Nos iremos a comer —decidió Polly— y luego volveremos aquí para elegir las criadas. Después tengo que ir al peluquero. Más tarde las podemos recoger aquí, y las llevaremos en el coche con nosotros. ¿Seguro que no tendrá usted dificultad en encontrar otras?
—Ninguna, ninguna. Déjenlo todo en mis manos. No se preocupen.
La cosa no parecía presentar ninguna dificultad. Ya en la terraza del Hotel Princess, que miraba al mar, Polly pidió un vaso de ponche, se lo bebió y aseguró encontrarse mucho mejor. Peabody rehusó acompañar a Polly en sus libaciones. No se encontraba nada bien y le parecía arduo de comprender que pudiera haber seres humanos capaces de sufrir el sabor de cualquier potación alcohólica.
Pidió que le sirvieran un jugo de tomate con un generoso chorreón de salsa picante de Tabasco.
Mientras comían, Polly estuvo examinando los comensales sentados en las otras mesas, y varias veces saludó sonriente a unos y a otros, todos ellos completamente desconocidos para Peabody, que él supiera. Al único que reconoció fué al rubicundo bañista que se dirigió a él en el vestuario, poco antes de comenzar el picnic. El marino, Spears de nombre, estaba sentado solo ante una mesa pequeña. Cuando los vió cogió su vaso, se acercó a la mesa de los Peabodys y aceptó la invitación de que se sentara con ellos.
Polly inició una conversación de tema anodino y corriente, con gran contento de Peabody. Nada de particular tenía que decirle al lobo de mar, y prefirió dedicarse a reflexionar acerca de sus propias cosas. Sus problemas eran de considerable urgencia. Cierto asunto que estaba dispuesto a dejar solventado aquella tarde sin falta, le preocupaba especialmente. Lo único que se creyó obligado a contribuir a la conversación fué una mirada amable y razonablemente inteligente.
Una frase casual de Polly le volvió a la realidad.
—Aunque mi marido lleva aquí poco tiempo, va ha pescado una morena estupenda. ¿No lo sabía usted?
—Pues..., ejem..., quiero decir que... que no —dijo Spears mirando a Polly, receloso.
—Creí que quizá el comandante Hedley se lo habría contado a usted.
Los ojos saltones del capitán de navío amenazaron con escapar de sus órbitas.
—¡Oh! —se limitó a decir.
—No le negaré a usted que me quedé asombrada cuando me la encontré ¡nada menos que en mi baño! ¡Figúrese el susto!
—¡Oh! ¡Ah! ¿En su baño? —dijo el capitán de navío, acabando su copa de un trago—. ¿Quiere usted decir que usted se lo contó a Hedley? —añadió, mirando con mal disimulado asombro a los dos cónyuges.
—Claro. Al principio me sentí muy disgustada, pero se me pasó. Siempre que se trate de una cosa puramente temporal... Claro, no me gustaría tenerla como una especie de animalito casero.
El capitán de fragata ahogó su risa parcialmente, sin lograr otra cosa que la carcajada, en lugar de sonar como «¡Ja, ja!», sonase más bien como «¡Fu, fu!». Hubo un momento en que pareció ir a dar una palmada en la espalda a Polly, pero acabó por dedicársela a Peabody.
—Su mujer —le dijo a Peabody —tiene un sentido de lo cómico verdaderamente... extraordinario. Nunca he visto nada igual.
Se levantó y siguió diciendo:
—Lo siento de veras, pero tengo que irme. Como en el club.
Estrechó efusivamente la mano de Polly, y prosiguió:
—La admiro a usted enormemente. Es la cosa más divertida, que he visto en mi vida.
—Todavía no he acabado de contarle lo de la morena —dijo Polly.
—Bueno, bueno, nada de nombres, ¿eh? —dijo el capitán de navío sacudiendo en el aire un dedo rechoncho y juguetón; luego, empleando el mismo dedo, pinchó a Peabody en las costillas, y añadió—. Mucha suerte tiene usted, amigo, en tener una esposa así.
Spears se alejó, pensando complacido en que su conversación, mientras comiera con sus amigotes en el club, iba a ser muy interesante.
Polly le vió alejarse y se encogió de hombros.
—Ese pobre hombre está loco perdido. Mi cuento no es para tanto. Y ¿qué ha querido decir con eso de que «nada de nombres»?
—No lo sé —respondió Peabody, con sinceridad—. Probablemente ha tomado dos copas de más.
—Por mí... Pide la cuenta, anda, y vamos a dejar arreglado este asunto de las criadas. Tengo hora en la peluquería.
Regresados a las oficinas de Eccles y Butts pudieron advertir al punto que el ambiente había cambiado de manera perceptible. La muchacha llamada Bryce los miró curiosamente, y les pareció que había disminuido su afabilidad. No vieron criadas que los esperaran para hablar con ellos.
—¿Ha tenido usted suerte? —le preguntó Polly a la muchacha.
—La he tenido, pero muy mala. No lo entiendo. Es más que extraño. Durante los últimos sesenta minutos he hablado aquí con más de media docena de muchachas. Y todas me han dicho lo mismo.
La chica los miró, y después de un breve silencio les preguntó:
—Ustedes... ¿no saben explicarlo?
—Explicar el qué —dijo Polly con voz algo hosca, pues no fué de su gusto el tonillo acusatorio que creyó advertir en la voz de la muchacha.
—En cuanto menciono el nombre de Villa Marina, todas las criadas se ponen nerviosas y dicen que no. Y se van de aquí sin esperar explicación alguna. ¿Ha ocurrido algo?
—No —repitió Polly midiendo sus palabras—. Y si hubiera ocurrido, ¿cómo iban a saberlo las demás en la ciudad? Pero no ha pasado nada. Todo iba sobre ruedas y las muchachas parecían satisfechas.
—En cuanto a lo de saberlo las demás... —dijo la chica con una sonrisa de superioridad—. La isla es pequeña y aficionada a las hablillas. Lo que ocurre en una casa un día se sabe al siguiente en todas las demás. Siempre ha ocurrido aquí lo mismo. Por eso he pensado que si ustedes quisieran franquearse conmigo...
—No creo menester volver a asegurarle a usted que no tenemos la idea más remota de lo que haya podido ocurrirles a las criadas; pero sí debo decirle que estoy profundamente molesta y que espero que se me faciliten criadas nuevas sin retraso. Todo este asunto es completamente ridículo.
Polly iba perdiendo poco a poco la ecuanimidad, y el tono de su voz lo indicó a las claras. La muchacha, impresionada por el cambio de tono de Polly, se apresuró a cambiar el suyo, que se hizo más respetuoso y afable.
—Estoy de acuerdo con usted. Y no me extraña ni pizca verla enfadada. Con el permiso de usted voy a procurar averiguar a fondo lo que ha ocurrido. Hay otras posibles muchachas a quienes puedo avisar. Quizá un poco más tarde, hoy mismo...
Polly consultó su reloj.
—Confío en usted para que resuelva satisfactoriamente el asunto. Volveré a las cinco. ¿Quieres llevarme ahora al peluquero? Si no voy a llegar tarde.
Como a media milla de distancia, en la misma calle principal, entre un café armenio y una tienda que vendía porcelanas chillonas y baratas, había un establecimiento de aspecto digno, con una ventana de cristal de luna. Al mirar por ella se veía un interior limpio, provisto de una mesa destinada a una muchacha encargada de recibir a los clientes, una vitrina con productos de cosmética, cierto número de sillones de mimbre y, más al fondo, dos filas de cubículos formados por cortinas blancas y con la maquinaria y aparatos comunes en las peluquerías para señoras.
No podían los Peabodys saber, empero, que Chez Darling era algo más que un salón de belleza. Era también el centro vital de todos los chismes femeninos de la isla, la dirección general del servicio de espionaje mujeril, el organismo distribuidor y publicador de toda clase de nuevas y una especie de periódico sensacional que jamás era impreso. Así, cuando el ilustrísimo señor Héctor Priddy, cuya fama de hombre serio y formal lindaba con lo formidable, hasta el punto de aterrar a sus colegas del Consejo Ejecutivo de Santa Gilda, pellizcó cariñosa y paternalmente la mejilla rosada de su nueva secretaria, Chez Darling recogió la noticia inmediatamente. Cuando la señora de Thripp, acalorada durante una partida de bridge, expresó determinadas suposiciones intencionadas, que pudieran considerarse denigratorias para los antecedentes de la esposa del Magistrado Superior, en Chez Darling fué posible obtener información minuciosa y exactísima acerca de los verbos, adjetivos, adverbios y preposiciones empleadas por la respetable señora de Thripp para expresar las opiniones insinuadas. Cuando la señora de Haslam Briggs, la famosa señora de Briggs, de Nueva York, y de Palm Beach, regaló a los presentes en la terraza del Hotel Royal, de Santa Gil da, con el espectáculo más divertido que en su vida habían presenciado, gracias a la imprudente consumición de tres cuartos de botella de coñac en un espacio de tiempo muy reducido, en Chez Darling se facilitaron informes críticos y minuciosos acerca de la interpretación que la señora de Briggs hizo de la antigua y ya casi olvidada danza, el black-botton. Para abreviar, Chez Darling gozaba entre las damas de la localidad una merecida fama. Además, considerado exclusivamente como peluquería, el establecimiento era también de primer orden.
—No se te olvide venir a buscarme a las cuatro y media —dijo Polly al desaparecer dentro del salón de belleza.
Peabody, que llevaba dieciocho, años de matrimonio y tenía una idea bastante aproximada de las costumbres reinantes en los salones de belleza, tradujo las instrucciones recibidas acerca de la hora en que debería volver por su mujer para que en lugar de leer «cuatro y media» rezaran «cinco», y se dirigió de nuevo hacia el centro de la ciudad, conduciendo lentamente su automóvil. Entró por una bocacalle de la plaza central, pasó por delante del edificio rosado de estilo georgiano, que era la casa del Gobierno, y bajo los frondosos árboles del parque para dejar, por fin, su vehículo en una estrecha calle secundaria, en las puertas de cuyas casas podía verse a los sastres negros cosiendo en cuclillas. Le pareció aquél buen lugar para dejar el automóvil. Así que lo hizo fué caminando, dispuesto a llevar a cabo furtivamente determinada gestión.
Fué recorriendo con aire decidido y talante vigoroso calle tras calle, mirando los escaparates de pequeñas tiendas oscuras, que a más de las mercaderías esenciales para la vida ofrecían cosas tales como telas de varias clases, gruesas y finas, franelas, curiosidades, artículos de joyería y bisutería, elementos para el ejercicio de la pesca y máquinas fotográficas, perfumes franceses y porcelanas inglesas. Ninguna de estas cosas interesó a Peabody. Paseó la vista algo desesperanzado por la calle, y descubrió en la acera de enfrente un lindo letrero, que decía: «Félice: La Tienda de las Prendas Intimas.» Armóse Peabody de resuelto valor, cruzó la calle y entró en el establecimiento.
Recién llegado de la calle, bañada en luminosa brillantez, apenas pudo discernir lo que la tienda en penumbra contenía. Una voz dulce y amable le ofreció socorro y servicio. Peabody expresó a la voz su agradecimiento, y vaciló. Poco a poco fué advirtiendo la presencia en las anaquelerías de prendas sutiles, cajas de madera barnizada llenas de bisutería, bufandas y pañuelos, y también vió un largo mostrador, sobre el cual había buen número de cajas, que sintió el convencimiento guardaban objetos recatados de la naturaleza íntima descrita por la muestra.
—Quisiera ver unos sostenes —dijo Peabody con la voz más natural que le fué posible.
—Desde luego, señor —dijo la muchacha desde el otro lado del mostrador con igual naturalidad—. ¿De qué tamaño?
Ya habituado a la relativa penumbra, Peabody pudo observar que la muchacha era esbelta, rubia y muy decorativa. Creyó recordar la cara, como perteneciente a una de las muchachas que asistieron al picnic de Lady Potts; pero no se sintió seguro de ello. Las mujeres de Santa Gil da se parecían las unas a las otras. La muchacha no dió señales de reconocerle a él.
—¿De qué tamaño? —repitió—. ¿Qué tamaños tiene usted?
—Del treinta y dos al treinta y ocho, pero estamos un poco escasos de algunos.
—¿Cuál es el más pequeño?
La muchacha le miró compasivamente, pero respondió cortésmente:
—El treinta y dos.
—Enséñeme alguno del treinta y dos.
Buscó ella entre las cajas que había detrás del mostrador, abrió una y sacó de ella cierto número de objetos o cosas que extendió ante él sobre el mostrador. Peabody palpó uno de ellos críticamente.
—¿No son un poco demasiado... transparentes?
—Tenemos otros más gruesos de tamaño mayor. Me pidió usted uno del treinta y dos.
—Sí, sí, desde luego —dijo Peabody apresuradamente—. Pero los encuentro grandes.
—¿Grandes?
—Sí, demasiado grandes. ¿No los tiene más pequeños?
—El tamaño treinta y dos es muy pequeño.
—Es que son para una persona muy pequeña.
—¡Ah, una niña! Entonces lo que necesita usted no es un sostén. ¿Quiere que le enseñe un pantaloncito combinación?
—No, no, de ningún modo. No quiero un pantaloncito combinación, ni deseo verlo.
Peabody miró en torno, buscando inspiración. Alguna forma tenía que haber de vestir a Min para la presentación en público, que antes o después resultaría inevitable.
—¿Y si me diera usted medio bañador?
—¿Medio bañador? —preguntó la muchacha perpleja, pero sin perder la paciencia.
—Sí, La parte superior de uno de esos trajes de baño de dos piezas. He visto a niñas que los llevan.
—Comprenda usted que no podríamos venderle medio traje de baño, caballero...
—No, claro, claro. Yo pagaría el precio del bañador entero. ¿Me querría usted enseñar lo que tiene?
La chica retrocedió, y sin volver la espalda y sin quitar los ojos de encima de Peabody, demostró su expresión gran alivio cuando se abrió la puerta de la calle y entró otro comprador.
—Ahora mismo la atiendo a usted, señora —dijo a la recién llegada—. ¿Qué tamaño de trajes de baño, señor?
—Diez —dijo Peabody al azar.
Los trajes de baño infantiles también presentaban notorios inconvenientes.
—El tamaño está mejor —dijo Peabody—. Pero ¿no tienen una forma... algo extraña?
La muchacha se encerró en un silencio frío y digno.
—Bueno, supongo que no hay otra cosa —dijo Peabody, desesperado—. Me los llevaré todos. Puede usted quedarse con los..., ejem..., las secciones inferiores.
En este momento, una voz rica y sonora dijo a su espalda:
—Reconozco, Arthur, que de todos los lugares de Santa Gilda, éste es el último en que me hubiera esperado encontrarme con usted. ¿Qué está usted haciendo aquí?
Peabody dió la vuelta y se encontró a menos de un pie de las pestañas de Cathy.
—¡Ah! ¡Hola! Estoy comprándole un regalo de cumpleaños a mi hija.
Mientras contestaba pensó con remordimiento en Priscilla, que ya medía cinco pies y siete pulgadas descalza.
—Claro, claro. Naturalmente, pudiera usted haber contestado que el asunto no me concierne. Pero es curioso: estaba pensando en usted, y, ¡cataplum!, ahí está usted. Porque me han dicho que ha pescado usted un manatí. Y tengo unas ganas terribles de verlo. Nunca he visto uno.