I SANTA GILDA
CON los párpados soñolientos, Arthur Peabody, cómodamente reclinado en uno de los asientos del automóvil, dejaba oír de cuando en cuando gruñidos indulgentes de conformidad. Estaba escuchando a medias los ininterrumpidos comentarios de Polly, su mujer, y, como de costumbre, se alegraba de que hablara por los dos. Era lacónico por naturaleza, y en aquellos instantes sufría uno de los momentos de cansancio y agotamiento que venía padeciendo con cierta frecuencia desde su reciente enfermedad.
El muchacho negro que conducía el automóvil llevaba buen rato demostrando una prisa escalofriante al tomar las cerradas revueltas de la carretera. Polly, sentada en su asiento muy derecha, y pisando nerviosa un freno imaginario a cada curva, estaba, sin duda alguna, poniendo a prueba su fuerza de voluntad para no incurrir en el pecado de pretender conducir desde el asiento trasero. Pero Blip, el cocker spaniel, dormía apaciblemente con la cabeza sobre la rodilla de su ama y señora. Peabody, lánguidamente, esperaba nada más que el automóvil no abandonara de pronto la carretera bordeada de palmeras para estrellarse en las rocas o zambullirse en el mar.
El matrimonio Peabody, normalmente residente en Boston y en la costa brava que se extiende al norte de la ciudad, llevaba una hora en Santa Gilda, la isla mayor del archipiélago de San Hilario. El viaje había sido excelente en realidad, como Polly había comentado por lo menos tres veces desde que el aeroplano amaró suavemente durante un crepúsculo repentino. La última vez lo dijo en voz baja y casi angustiosa, como si pretendiese tranquilizarse a sí misma de algo. Cada vez que Polly ponderó la excelencia del viaje, su marido se mostró incondicionalmente de acuerdo.
Cesaron las cerradas curvas de la carretera, que ya atravesaba perfectamente recta un bosquecillo de cocoteros, que se retorcían dementemente por encima del camino. Y al desaparecer el reto perpetuo que dichas curvas hicieron a la habilidad del conductor, el negro, por razones tan sólo de él conocidas, aminoró la marcha hasta que la velocidad fué bastante más que moderada. Polly exhaló un suspiro de alivio y se recostó sobre el respaldo del asiento.
—La verdad es que Kitty Keith-Drummond no se ha podido portar mejor. Eccles y Butts han pensado en todo. Dios quiera que no vayamos a descubrir alguna pega en Villa Marina —dijo Polly.
—Yo ya he observado una: el precio del alquiler —respondió Peabody—. Tu querida amiga Kitty supone que, puesto que somos americanos, no tenemos más remedio que ser también millonarios.
Polly le tocó con el codo. No pudo Peabody ver la cara de su mujer en la oscuridad; pero no le fué menester hacerlo para comprender que en aquel instante había adquirido la expresión de «no-discutas-eso-delante-de-los-criados».
Comenzó en esto a serpear nuevamente la carretera, y, al punto, el automóvil aceleró desatinadamente su velocidad.
—¿Falta mucho? —le preguntó Polly al conductor.
—No, señora; estamos ya muy cerquita 1.
—La casa queda bastante lejos de la ciudad, ¿no?
—¡Vaya que sí! Todo lo lejitos que hay y una miaja más. Queda en la misma punta de la isla.
Polly sacó nerviosamente un cigarrillo y lo encendió. A la luz de la cerilla, Peabody pudo observar que las manos de su mujer temblaban ligeramente y que Polly tenía fruncido el ceño.
—No te pongas nerviosa, mujer —le dijo, dándole unas palmaditas en la rodilla—. Parece muy buen conductor. Lo que te pasa es que extrañas esto de llevar la izquierda por la carretera en lugar de la derecha 2.
—Sí. Debe de ser eso. ¿Sabes lo que te digo? Que empiezo a estar arrepentida de haber venido aquí. Podríamos haber ido a Nassau. ¡Esto está tan lejos de casa...! Si le pasara algo a Priscilla...
Priscilla, hija del matrimonio, de dieciséis años de edad, estaba recibiendo los últimos toques de su educación en un establecimiento pedagógico, idóneo para tales menesteres perfeccionadores. Peabody pensó que consideraba muy poco probable que a Priscilla le ocurriera nada peor que recibir un golpe en la cabeza con un palo de hockey imprudentemente blandido, y así se lo comunicó a su esposa.
—Ten en cuenta que te hallas a veinticuatro horas, o a tres saltos de avión, del que consideras centro del mundo civilizado. Existe un invento que se llama radiotelegrafía, y tengo entendido que en Santa Gilda tienen hasta teléfono —dijo para tranquilizar a su mujer—. Y te diré, además, que creo que me va a gustar este sitio.
Es curioso que en el mismo momento en que Polly comenzó a expresar, sus dudas, el abatimiento de su marido comenzó a desvanecerse para dejar lugar a una especie de apacible animación. Le movieron a ello el rumor de las hojas de las palmeras, que acariciaban al pasar el techo del coche; la luna fina y corva, que veía de cuando en cuando asomar por entre las nubes presurosas, y el aire de la noche, cálido, embalsamado por cien perfumes insólitos de una flora desconocida.
—¡Menos mal! —dijo Polly—. Pues tendrás que confesar que llevas un mes en que nada es de tu gusto. No es que te lo quiera echar en cara, pues lo encuentro justificado, con todo aquel trabajo y con tanta responsabilidad encima, y luego la gripe... Pero yo también he pasado lo mío, puedes creerlo.
—Pero ¿qué he hecho yo ahora?
—¿Lo ves? No te he dicho que hayas hecho nada. Unicamente, que llevas una temporada que estás que no se puede hablar contigo sin que saltes, que nada te interesa. Ahora que estamos aquí, a ver si te pones mejor pronto.
—¿Mejor? Estoy divinamente.
No le molestaba a Peabody haber sufrido por primera vez en su vida una enfermedad grave, sino la debilidad moral y el descontento secreto e inexplicable que todo le causaba.
—Desde luego —dijo Polly para aplacarle, y le tomó una mano.
Apretó la mano de ella y recordó una noche terrible en la que Arthur Peabody no se encontraba divinamente, ni mucho menos.
—Pero verás qué bien nos sienta a los dos —siguió diciendo Polly— el estar al sol y el conocer gente nueva.
Peabody retiró la mano y buscó torpemente un cigarrillo. No sentía deseo alguno de conocer gente nueva ni de ver a la ya conocida, probablemente otro resultado de la maldita gripe. Pero decidió que era mejor no decírselo a Polly. No obstante, en aquella isla desierta con la cual soñó durante su convalecencia ni siquiera existía Polly.
Polly había quedado callada. Parecía estar jugando con las orejas de Blip.
—Creo que hay mucha pesca aquí —dijo, por decir algo.
—¿Me dejas que te diga una cosa, Arthur? Algunas veces daría diez años de vida por que fueras algo más romántico— y el temblor de su voz, al decir esto, pudo estar causado por la risa contenida y pudo estar causado por otra cosa.
No le pareció a Peabody que fuera menester responder algo a esto. Que él no era romántico, lo sabía. En aquel momento el coche abandonó la carretera para entrar por un camino particular que arrancaba de entre dos grandes pilastras de piedra. Como vieran a la luz de los faros que en una de las pilastras había un letrero que decía : «Villa», y en el otro, un letrero parecido que rezaba «Marina», no les pareció que fuera una hipótesis aventurada suponer que habían llegado a su destino.
Sin necesidad de pilastras, letreros ni faros, Blip lo comprendió así. Se puso en pie, o en patas, bostezó y se sacudió las orejas. Cuando el coche coronó la cuesta, Blip estaba en dos patas, con las delanteras sobre su amo y el hocico asomado a la ventana, en tanto que su rabo se movía jubiloso. Dijérase que estaba contando los nobles troncos de las magníficas palmeras que rodeaban el gran patio, visión que, indudablemente, le produjo nada escaso placer después de haber permanecido seis días en un barco carente de árboles y de faroles. Blip precedió en el viaje a los dos seres humanos que eran de su propiedad.
pues las compañías de aviación no son, al parecer, amantes de los perros, y aunque Eccles y Butts, eficaces ayudadores de los viajeros que reclamaban sus servicios experimentados, se habían hecho cargo de él y le habían agasajado debidamente tan pronto como desembarcó, es preciso decir que Blip no había disfrutado de la vida, ni poco ni mucho, hacía ya diez días. Desde que salió de Marblehead no había visto un sofá ni un miserable almohadón.
Se iluminó inopinadamente el vasto patio, y también la casa encendió sus luces. El automóvil se detuvo delante de la puerta que conducía al patio interior. Ante esta puerta, Peabody vió tres hileras de blanquísimos dientes que brillaban a poca distancia de tres cofias blancas y encima de tres delantales almidonados. Cofias y delantales saludaron con graciosas reverencias. Era evidente que aquellas fulgentes dentaduras eran parte esencial de tres rostros negros que sonreían y daban la bienvenida, pero Peabody, exhausto y algo deslumbrado, no se hubiese maravillado de que esto no fuera así. Villa Marina, con sus rosados muros de alturas distintas, que surgían y se alejaban en todas direcciones, carecía de realidad para él. El aire estaba embalsamado casi de manera excesiva con el dulcísimo perfume de los jazmines, y una ligera brisa hacía murmurar discretamente las hojas de las palmeras. De súbito, silencioso y con elásticos pasos de sus pies desnudos, apareció un muchacho negro, con una chaquetilla blanca, que abrió la puerta del automóvil.
Peabody soltó el perro y Blip se alejó para catalogar los árboles e investigar la casa. En cuan to a Peabody, estaba dispuesto a que la casa esperara. Que Polly se hiciera cargo de ella. Polly parecía muy dispuesta a ello.
—Parece muy bonita, ¿verdad? Esperemos que funcionen bien los grifos y los desagües.
Peabody observó que su mujer parecía encontrarse perfectamente a gusto entre las cofias y los delantales almidonados, también contratados por los admirables Eccles y Butts. Inmediatamente identificó el delantal de vasta cintura como a Romania, la mejor cocinera de Santa Gilda, según testimonio personal del mismo Butts. El más pequeño de los tres delantales huyó en medio de alborotadas risas a la cocina, en obediencia a órdenes severas escuchadas a Romania. La cena, al parecer, estaba servida y aguardaba a los señores. Eccles y Butts habían pensado en todo.
Cruzaron un patio enlosado, vicioso de plantas y parras sombrosas. La luz que salía por una ventana se reflejaba sobre el agua.
—¡Pero si hay un estanque! —dijo Polly—. Y es bastante grande. ¡Qué bien! Kitty no me dijo nada del estanque.
—Es una trampa para invitados inadvertidos. Me apuesto cualquier cosa a que más de uno se habrá caído dentro.
Llegada a la puerta de la casa, Polly se detuvo y miró con profundo interés alrededor.
—Es una casa magnífica. Ideal para tener gente convidada.
—Abandonad la esperanza todos lo que aquí entréis —dijo Peabody tétricamente.
—¿A qué viene decir eso? ¿No te gusta la casa?
—Me gusta la casa, desde luego. Pero yo creí que habíamos venido aquí para descansar. ¿Qué es eso que dices acerca de convidados?
—No quiero decir que vaya a dar fiestas, hombre. Pero ten en cuenta que Kitty ha escrito a todo el mundo aquí. Y si la gente está amable con uno, algo hay que hacer para corresponder. No he querido decir más que será fácil llevar esta casa, si Romania vale todo lo que dicen. Pero no tengas cuidado, que tú no tendrás que molestarte. Además, sabes perfectamente que te gusta la gente, una vez que la conoces, y en cualquier caso es bueno para ti conocer gente y tratarla.
—Ya —dijo Peabody—. Lo comprendo perfectamente. Perfectamente.