3 CAYO DE ORO
EN la parte más baja del promontorio, y al final de un camino recubierto de marga, que se destacaba como una cicatriz sobre la maleza a través de la cual cortaba, estaba la playa. Peabody recorrió la milla y media de distancia a pie, seguido de Basilio y de Blip.
Llegaron de improviso ante una cabaña de piedra con tejado de hojas de palmera, y Basilio sacó una llave.
—No se moleste en abrir todo —dijo Peabody—. No quiero más que ver cómo es el balandro.
Dieron la vuelta a la casita, siguiendo un camino trazado por losas hundidas en la arena sobre la maleza y llegaron a una extensión de terreno cubierta de arena tan blanca que parecía que hubiese nevado allí. Estaba baja la marea, y a lo lejos, la arena húmeda brillaba como el interior de una concha. Al final de un embarcadero, largo y angosto, se balanceaba un bote de pesca sobre el mar, sujeto a su amarra. Justo enfrente de ellos, pero ahora en apariencia más lejano que cuando lo contemplaron desde la parte alta del promontorio, estaba Cayo de Oro. Peabody advirtió que el islote no era tan achatado.
Avanzó por el muelle o embarcadero, seguido de Basilio y de Blip, con objeto de examinar la pequeña embarcación. Era extraño su aparejo, con una vela cuadra, remendada, sucia, sujeta en algunas partes por coseduras de sisal. Dentro de la pequeña embarcación se veía un batiburrillo de cosas relacionadas con la pesca. No hubiera pensado Peabody que era aquélla una embarcación que hubiera elegido su amiga la señora de Keith-Drummond para su casa de Villa Marina.
—¿Usa su señora mucho este bote? —le preguntó a Basilio.
—¡Huy, no, señor! Este no es su bote. Es el mío.
—¡Ah, comprendo! —dijo Peabody, que no comprendía en absoluto—. Parece una embarcación manejable y buena marinera.
Permaneció contemplando el Amberjack con ojos golosos, deseando probarla inmediatamente.
Basilio pareció leer sus pensamientos. Ya tenía la mano sobre las amarras.
—Saldré yo solo con ella un rato —dijo Peabody sin hacer caso de la consternación que se reflejó en la cara de Basilio—. Quiero que usted le diga a la señora en dónde estoy.
En el momento de zarpar llegó a sus oídos un lastimero gemido. Era Blip, que corría desazonado y triste por el pequeño muelle. Maniobró Peabody la embarcación hasta arrimarla al embarcadero y admitió al spaniel en el bote, lo que causó evidente alborozo al perro.
Basilio permaneció contemplándolos, cariacontecido, durante unos minutos para después alejarse dócilmente hacia la casa. Una suave brisa favorable hinchó la vela, y el bote enfiló lentamente el mar abierto.
Tumbado a popa, Peabody escuchaba soñadoramente el suave chapaleteo del agua contra la quilla y contemplaba a través del mar cristalino y transparente el fondo crecido de hierbas marinas a veces y cubierto de finísima arena otras. Vió caracoles acuáticos que se movían perezosamente, muy semejantes a los de jardín; sosegadas estrellas de mar color escarlata y bandadas de pececillos diminutos que maniobraban veloces trenzando los graciosos pasos de un baile improvisado. Al llegar a aguas más profundas, fué navegando lentamente por encima de rocas que la corrosión milenaria del agua había modelado de muy fantásticas maneras, dándoles formas de castillos de ensueño, de cuyos parapetos y cornijones colgaban sutiles encajes coralinos y purpúreas e impalpables banderas de flora submarina. Pasó raudo un pez de mayor tamaño, esmaltado de azul, seguido de un cortejo de otros más pequeños que lucían orgullosos galones de sargento.
Cesó súbitamente el jardín y fué reemplazado por aguas azules y oscuras. Soplaba la brisa con fuerza mayor, al salir la embarcación del amparo de la costa, y el barquichuelo aceleró su marcha. Cayo de Oro fué aumentando de tamaño.
Peabody pensó en su desayuno con añoranza y en Polly con remordimiento; mas decidió seguir adelante, ya que había llegado hasta allí. La primera ola del mar abierto le meció suavemente, y logró que Blip se levantara y olfateara el aire embalsamado con hocico tembloroso y las largas orejas desplegadas al viento. No fué menor la emoción placentera que se apoderó de Peabody al irse aproximando a su isla. Ya no se le antojaba conocida, sino que más bien se sintió emprendedor de un viaje de descubrimiento sin sentir ninguna seguridad acerca de lo que pensaba descubrir. Visto desde más cerca, el arriscado bajío dejó de presentar el aspecto rotundo que simuló visto en lontananza, para mostrar su configuración triangular de rocas desnudas y amarillentas que bajaban hasta el mar escalonadamente en dos de sus lados y caían verticalmente en el del norte, formando un muro de roca calizo, socavado por el mar. No pudo descubrir el navegante indicio alguno de la más pequeña playa, ni de arena ni de guijas. Viró, pasando de una amura a otra, para salvar un escollo y siguió el lado meridional del irregular triángulo de rocas. Ya no veía Santa Gilda. El Amberjack y Cayo de Oro estaban solos sobre la superficie del océano. No se veía una vela.
Fué observando cuidadosamente la costa, sin ver un solo arsínico ni un solitario pínlico, fueran lo que fueran las tales exóticas aves. Como a la mitad del acantilado occidental encontró un canal angosto cortado en la roca, el cual parecía conducir a una pequeña ensenada. Arrió la vela y avanzó lentamente entre dos muros pétreos y precipitados. En efecto, llegó a una pequeña ensenada. Rechinó sobre la arena la quilla, y la embarcación se detuvo suavemente, quedando apoyada sobre una estrecha franja de arena blanca. Peabody saltó a tierra y amarró el bote a una roca coralina. Se encontró en una playuela de no más de veinte pies de larga, rodeado por tres lados de rocas que ascendían verticalmente. Se le ocurrió pensar que quizá fuera él el primer hombre que había desembarcado en lugar tan escondido, y que, probablemente, era un grandísimo necio en haberlo hecho. Blip, que había saltado desde la barca al agua y había llegado a tierra chapoteando alegremente, miró a su amo con cara inquisitiva e interesada, como preguntándole qué harían ahora que estaban allí.
—No vamos a hacer nada —respondió Peabody en voz alta—. Es inútil tratar de subir por esas rocas sin destrozarnos. Lo mejor será volver a casa.
Blip movió el rabo presurosamente y se alejó a un trotecillo cochinero en busca de un palo susceptible de ser arrojado a lo lejos por su amo, el cual él luego recobraría con alborozo extraordinario. Ya que estaban allí, se dijo Blip, podrían jugar un rato. De repente se quedó inmóvil, de muestra, con una pata alzada.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Peabody—. ¿Has rastreado un pez?
Pero, así que habló, también él pudo escuchar lo que causó la repentina inmovilidad mostradora de Blip. Por encima del rumor de la brisa y del agua llegaron hasta sus oídos dulces melodías musicales. Dijérase que se trataba de una mujer que cantara, mas nunca había oído Peabody canción parecida. Se sintió profundamente conmovido y se estremeció, pero mientras escuchaba con oído atento, cesó la música, borrada por el rumor del mar. Quedó a la espera. Estaba a punto de descubrir algo que no podía dejar. ¿Qué pájaros huidizos eran aquellos de que le había hablado Basilio? ¿Es que acaso su canto era extraño y maravilloso, y era él, Arthur Peabody, el primer ser humano que tuvo la ventura de escucharlo?
Y entonces volvió a oírlo, más fuerte, en inefable crescendo, hasta que pareció que las increíbles notas le rodeaban por todas partes, para luego morir con vibración temblorosa en el aire. Aquel cantar le llenó de ansias y de profunda piedad por sí mismo, para luego exaltarle y llenarle de una extraordinaria sensación de fuerza sobrehumana. Cesó.
Blip, estrechamente apretado contra las piernas de Peabody, gruñía sordamente.
—No lo he imaginado, ¿verdad? —le preguntó Peabody al perro—. ¿Verdad que también tú lo has oído? —insistió dando al perro distraídamente unas palmaditas en el lomo—. Pero no te excites, pues no es más que un pájaro que canta.
Pudiera serlo, pero la mano que acariciaba el lomo de Blip temblaba tan extremadamente como los flancos halagados.
Mas no pudo aquello ser gorjear de aves, se dijo Peabody. Fué, sin duda alguna, la voz de una mujer. No había pájaro capaz de melodía semejante, que pareció estar formada por la síntesis de todo lo que de melódico ha habido en este mundo. ¿El Liebstod? ¿El Himno al Sol? ¿El Canto de Solveig? No; no se trataba de nada parecido, y, sin embargo, fué tan simple como la aurora que le había mostrado Cayo de Oro en la lejanía. Mas tampoco mujer alguna fuera capaz de cantar de aquella manera, en la ópera o fuera de la ópera. Y, si hubiera semejante mujer, ¿qué hacía en Cayo de Oro, en el cual nadie podía desembarcar?
Trató de decidir de qué dirección le llegó el indescriptible murmullo. Permaneció inmóvil, a la espera, y una vez más oyó el cántico, lejano, como un sueño, y subyugador, de manera infinita. Venía de lo alto, de la izquierda. Preciso era investigar aquello. Miró hacia el acantilado adusto y agrio. Era posible subirlo, a costa de algunos arañazos. Cogió a Blip debajo del brazo y comenzó a ascender penosamente. Una roca aguzada le rasgó el pantalón y le hirió la rodilla, pero él persistió en su esfuerzo y acabó por llegar, sin resuello y sudoroso, a una especie de plataforma caliza pulida por el agua y el tiempo. Nada pudo ver. Nadie había a la vista. Cayo de Oro era un islote triste y desnudo, erizado de rocas aviesas, que había sacado su cabeza de las profundidades del mar en época no muy remota de la vida del planeta. Todo él presentaba agujeros de forma y tamaño distintos, en los que las rocas se precipitaron vencidas por el tesón de las aguas del cielo y del mar que batieron contra ellas durante siglos.
No era cómoda la marcha por aquel terreno duro y traidor. Blip, soltado sobre la plataforma al acabar la ascensión, alzó una pata con un grito. Peabody, como advirtiera que sus propios pies sentían a través de las suelas de goma de los zapatos las rocas aguzadas, volvió a coger en brazos el perro y avanzó cautelosamente hacia un lugar en el que vastas rocas se habían derrumbado las unas sobre las otras hasta la orilla del mar. Fué salvando grietas y rodeando hoyas, y una vez se inclinó esperanzado para mirar dentro de la boca de una cueva que, al parecer, se extendía subterráneamente para luego desembocar bajo el agua. Ni vió ni oyó nada que pudiera ser indicio de vida.
Ya el sol estaba alto. Peabody tenía la camisa empapada de sudor, y el reflejo brillante de las rocas le hería los ojos de manera difícil de sufrir. Armado de obstinación, perseveró en su empeño y logró llegar hasta la parte más alta de una inmensa roca desmayada en el extremo del islote. Miró en torno, guiñados los ojos, mientras Blip colgaba de su brazo, remedando fláccido el vellocino de oro de la fábula. Ante sus ojos el mar se extendía sin mostrar ni un bote ni una vela. Los únicos seres vivos que en la isla había eran Peabody y Blip. Únicamente bajo el agua bullían seres vivos. A alguna distancia, surgió del mar una aleta triangular y oscura, que anunciaba la presencia de un tiburón. Por debajo de él se deslizó velocísima una raya de plata, una barracuda 5, probablemente más temible que el propio tiburón. No era aquel lugar bueno para ejercitarse en la natación.
Dio la vuelta Peabody y contempló a su izquierda el último trozo de roca que pudiera decirse parte del Cayo de Oro, una lengua pétrea que apenas lograba romper el agua y que, a buen seguro, quedaría sumergida al subir la marea. Carecía de color bajo la luz cegadora, pero sobre ella descubrió Peabody un objeto aplanado que lucía y reverberaba bajo los rayos del sol. No pudo conjeturar de qué pudiera tratarse, pues brillaba de tal manera que no era posible discernir su forma.
Pensando que muy difícilmente podían sus pantalones o sus zapatos empeorar ya de estado, decidió satisfacer su curiosidad, aunque ello le costara una mojadura. Depositó a Blip en una roca, entró en el agua y vadeó las pocas yardas que le separaban de la franja de roca. Cuando recogió del suelo el objeto, tan caldeado estaba por el sol, que le quemó los dedos. Y en aquel momento el spaniel elevó al cielo la cabeza y dejó oír un tristísimo aullido, que se prolongó varios segundos.
Peabody se estremeció. El aullido, resonando en el total silencio, hizo que un escalofrío le recorriera todo el cuerpo.
—¡Calla, Blip! —dijo, y bajó la vista para examinar lo que sobre la roca había hallado.
Tratábase de un peine dorado, de muy curioso diseño. Desprovisto de sus gafas, Peabody no pudo distinguir precisamente los motivos del adorno grabado. Le pareció que el mango mostraba un dibujo de sarmientos de vid entrelazados, o quizá se tratara de serpientes, entre medias de las cuales pudo apreciar caracteres tallados rudamente.
No cabía duda que alguien había estado en Cayo de Oro. Y no resultaba menos claro que la dueña de tal peine por fuerza había de ser mujer. ¿Cómo llegó hasta allí y por qué medios se fué del islote? Peabody no había visto embarcación de ninguna clase, de lo que dedujo que hubo de desaparecer mientras él trepaba por las rocas. Se dijo que así que la mujer advirtiera la falta del peine regresaría en su busca, pues resultaba palmario que era cosa de valor. Peabody se inclinó y dejó el peine en el lugar exacto en el cual lo había descubierto.