4 REFLEXIONES EN UNA BAÑERA VERDE
CUANDO Peabody atracó cuidadosamente al embarcadero vecino a la cabaña de la playa, vió a Basilio que le aguardaba en su punta extrema. Le lanzó la estacha, y Basilio, con aire de solemnidad, amarró la embarcación. Por primera vez aquel día Peabody miró su reloj, y decidió que la noche anterior debió de olvidar el darle cuerda. Lo sacudió. La vocecilla de su tictac le indicó que el reloj estaba cumpliendo con su deber. No obstante, marcaba las tres.
—¿Qué hora es, Basilio?
—Serán las tres, señor.
—¡Ah! —dijo Peabody.
—Sí, señor. La señora está muy preocupada.
—¿Sí? —se limitó a comentar Peabody, y luego cometió el error de añadir—: He tenido unas dificultades...
—Ya me lo temía yo, señor. No debió usted sacar el bote solo la primera vez. Hay muchas rocas y bajíos, y si no se conocen los canales...
Sintió Peabody deseos de contestar desabridamente, pero calló. Aunque en su opinión había demostrado habilidad soberana con arrecifes y rocas traidoras, cuanto menos dijera le pareció que sería preferible.
—¿Me ha traído usted el coche? —preguntó.
—No, señor, llevo esperándole desde las doce La señora se llevó el coche esta mañana a la ciudad.
—Ya. Bueno, pues iremos andando.
Al punto le dijo su conciencia que había prometido acompañar a Polly a la ciudad aquella mañana. Se sentía algo mareado, lo cual no le extrañó, pues ni había tomado el desayuno ni había comido, y el día había sido de actividad e interés desusados. Además, se suponía que aún era un convaleciente.
No era difícil advertir que la idea de subir la cuesta andando le pareció a Blip asunto tedioso. También él se encontraba cansado. Le colgaban las orejas, y la lengua pendía aún más baja que las orejas. Tenía sed insufrible. Bien en retaguardia, Blip fué avanzando penosamente, como si cada uno de sus pasos fuera el último que esperara dar en esta vida.
—Dígame, Basilio, ¿qué clase de pájaros son los arsínicos?
—¿Los arsínicos? Son pájaros grandones, azules, de unos cuatro pies de punta a punta de ala. Patas largas, cuellos largos, cabeza pequeña y negra. No puede uno acercarse a ellos. Se echan a volar.
—Vamos, algo parecidos a una garza. ¿Y cantan?
—No, señor. Que yo sepa, no cantan.
—Y los pínlicos, ¿cantan?
—¡Ah, esos sí cantan!
—¡Oh! —dijo Peabody, muy desilusionado.
—Se pasan la noche entera cantando, y hacen una cosa así.
Dichas cuyas palabras, Basilio comenzó a lanzar una serie de melancólicos gemidos ululantes que sobresaltaban a Peabody.
—Y de día, ¿cantan?
—No, señor. De día no hacen más que flotar, a buena distancia de la costa. Y no vuelven a sus nidos en las rocas hasta que se hace de noche.
Cuando ya estaban cerca de la cima de la cuesta, Peabody volvió a preguntar:
—¿Hay algún sitio en Santa Gilda desde el cual resulte fácil nadar hasta Cayo de Oro?
—¿Nadar? ¡Huy, no, señor! ¡Qué va!
—Bueno, me refiero a un buen nadador, a un profesional tal vez. Porque, después de todo, la distancia desde el extremo izquierdo de la playa no es tanta.
—No es lo malo la distancia, señor. Esas aguas están plagadas de peces malos. A nadie se le ocurre nadar cerca del Cayo de Oro. Aquello está lleno de tiburones y de barracudas. Y en las rocas hay anguilas grandes y verdes, que llaman morenas. No vaya el señor a nadar en las aguas negras. Quédese en las claras.
—Esa es mi intención —dijo Peabody—. He preguntado por curiosidad, por saber si es posible.
Cuando se acercaron a la casa, vieron a Polly, en pie en la terraza. Basilio desapareció en dirección a la cocina, mientras Peabody y Blip avanzaban para compartir una recepción marcadamente hostil. Polly presentaba un aspecto muy acicalado, vestida con un traje blanco de tablas y una cinta atada en derredor de sus cortos cabellos, lo que le prestaba un aspecto encantadora mente juvenil. Se la veía recién lavada y peinada. Peabody advirtió al punto su aspecto vituperable, muy distinto del de su mujer.
—¡Hola, Polly! —dijo.
—¡Hola y más que hola! ¿Me quieres hacer el favor de decirme en dónde has estado todo este tiempo? ¡Me has dado un susto horroroso! ¿Qué te ha ocurrido? ¡Haz el favor de mirarte! ¿Qué te has hecho en la rodilla? ¡¡BLIP!! ¡Abajo! ¡No te arrimes a mí! ¡Mira cómo te has puesto también tú, grandísimo cochino!
Peabody se miró los pantalones, que no presentaban un aspecto particularmente agradable. Estaban rotos, y presentaban un extenso surtido de manchas de diversas tonalidades y colores, desde las producidas por su propia sangre hasta otras, de colorido menos llamativo y naturaleza aceitosa.
—He estado dando un paseo en barca. Se me ocurrió que me gustaría probar el Amberjack y me alejé algo más de lo que fué mi propósito. Y tú, ¿lo pasaste bien? Me tienes que perdonar haber olvidado que esta mañana...
—¡En barca! ¡Has estado ocho horas en una barca! Sin desayuno, sin comer... Esta mañana, cuando me he despertado, ya no estabas en casa. Y eran las siete y media. Y Blip había desaparecido. Como no te le llevas nunca...
Esto no era rigurosamente exacto. Lo que Polly quería decir es que Blip muy rara vez consentía en separarse de su ama. Aquella doble deserción de marido y perro le había dolido profundamente.
—Y te tiene sin cuidado —prosiguió Polly— el susto que me has dado. Te puedes imaginar, cuando regresé de la ciudad y me encontré con que todavía no habías vuelto. Y ese muchacho negro estaba también preocupado. Le dije que buscara un bote en alguna parte y que fuera a buscarte. Si llegas a tardar una hora más, hubiera avisado a la Policía, o no sé qué hubiese hecho.
¡Me pones enferma, literalmente enferma! ¡Oh!
—Vamos, vamos, Polly. Ya te he dicho que me perdones. Es una bobada que te pongas así. ¿No estoy ya de vuelta y sin novedad? No me he dado cuenta de la hora que era. Lo que pasó es que me alejé un poco, amainó el viento y he tardado en volver más de lo que supuse. Ahora voy a subir a bañarme.
Peabody creyó oportuno adoptar un tono sensato y tranquilo, pues no juzgó prudente relatar su aventura en aquellos momentos. Se pasó la mano por la cara. Advirtió la irritación de su piel y que necesitaba afeitarse.
—¿Es que no llevabas reloj? —preguntó Polly.
—Sí; sí lo llevaba. Pero no se me ocurrió mirarlo.
—¿Y qué has hecho con este pobre perro? ¡Mírale!
—Es que se cayó en el estanque hace un par de días. Quiero decir esta mañana. Por cierto, que querrá agua. Yo le subiré conmigo.
Procuró pasar por detrás de Polly, en tanto que se decía que más tarde le daría las explicaciones convenientes. En aquel momento sentía necesidad de reconfortarse con algo de comer y con un whisky bien fuerte. Se sentía mareado.
—¡No se te ocurra meter en casa a ese perro hasta que le bañen! Y date prisa, porque Lady Potts viene a tomar el té con nosotros.
Cuando Polly aludía a su adorado Blip llamándole «ese perro», la frase era indicación segura de enojo furibundo.
—Lady... ¿quién? —preguntó Peabody, volviendo la cabeza.
—Potts. Y quiero que sepas, Arthur, que estoy horriblemente enfadada contigo. Esta conducta digna de un chiquilicuatro en un hombre de cincuenta años...
—Cuarenta y nueve —corrigió él, automáticamente.
—Cumples los cincuenta la semana que viene y ya es hora de que empieces a tener un poco de consideración conmigo.
Polly estaba enfadada, reflexionó mientras encontraba el camino en la casa desconocida. Polly generalmente hablaba de la edad de su marido con eufemismos que se aproximaban a lo falaz, y se sentía herida si alguien le recordaba la propia.
Ya en el cuarto de baño, color verde mar, contiguo a su alcoba, Peabody soltó los grifos de una inmensa bañera de igual color, y se estudió en el espejo de tres lunas, con interés considerable. No le plugo especialmente lo que el triple espejo le mostró. Mientras se jabonaba pensativamente la barbilla, pensó que aunque se contemplaba varias veces diarias en el espejo, ya hacía mucho tiempo que no se veía verdaderamente. Tenía la costumbre de aceptar su cara, como su cuerpo, sin pensar en ella. Pero supuso que otras gentes no los examinarían con igual indiferencia, pues hasta, cierto punto, estaban obligados a formarse una idea aproximada de él juzgando por el aspecto que presentaba. ¿Qué aspecto presentaría, se preguntó, visto por los ojos de Polly? ¿O quizá también Polly había dejado de «verle» años antes?
Aquel hombre que le contemplaba desde el espejo cumpliría cincuenta años a la semana siguiente. Medio siglo. Indiscutiblemente, una edad madura. Y no era posible negar que representaba cincuenta años. Ni más ni menos. Cincuenta años. Cierto que en su cabeza se veían pocos pelos grises, pero no menos cierto, ¡ay!, que no eran excesivamente abundantes los que se veían de cualquier color o tonalidad. No hacía muchos años aún, se había dicho que la cautelosa retirada del pelo, al aumentar el tamaño de su frente, le había dado un aspecto agradablemente intelectual. Más tarde, cierto mechón de pelos, singularmente resistentes, permitieron, gracias al cuidadoso empleo de los cepillos, ocultar una zona monda e ingrata. Hoy, el tal mechón de pelo pertenecía al pasado y ya su disimulo clemente resultaba imposible. Hoy, aquella frente despejada y grande llegaba sin solución de continuidad hasta la coronilla, en curva reluciente e ininterrumpida. La tal curva, en aquellos momentos, presentaba un aspecto de un rojo violento y al tacto se mostraba tierna y adolorida.
Peabody nunca fué hombre apuesto y jayán, pero sus facciones estaban discretamente distribuidas en una cara de tamaño medio y no eran sino corrientes. Algo exagerado era el ángulo que lucían las orejas, no en demasía, pero sí lo suficiente para que el propietario de las mismas pensara por qué su madre, siendo él aún tierno infante, no decidió domarlas mediante ligaduras sabias y embellecedoras. Su perfil, decidió, era mejor que su aspecto visto de frente. Afortunadamente, se dijo, aún no tenía más que una barbilla, desprovista de papadas duplicadoras. Los Peabodys no eran gentes que tendieran a la obesidad. Una súbita sospecha le hizo volver la cabeza para ver lo que el espejo de luna que cubría la puerta tuviera que observar acerca de esta muda reflexión. Desgraciadamente, la imagen de su torso desnudo le informó que su línea abdominal era definitiva e indudablemente convexa. Algo había que hacer para remediar tal calamidad. Probablemente, gimnasia, doblarse, agacharse, levantarse...
Se concentró nuevamente en la operación del rasurado, consciente de haber sufrido una especie de injusticia. No eran sólo los certificados de nacimiento y las comidas celebradas con sus antiguos condiscípulos los que insistían en sostener que Peabody tenía cincuenta años, sino que, encima, se veía obligado a representar esa edad, en tanto que él, y sólo él, sabía que no estaba listo ni mucho menos para cumplir los cincuenta años.
Llegó a cuarentón apaciblemente, sin darse cuenta de ello, mientras no miraba, por expresarlo de alguna manera, y ocupado en cumplir sus obligaciones de buen ciudadano y buen padre de familia, fabricando zapatos de excelente calidad para bien de la nación y para bien propio, siguiendo el camino cubierto por su padre, convidando a cenar a gente aburrida, pero necesaria; y en aquellos años perturbados espantablemente por la guerra, trabajando patrióticamente con tenacidad y sin sueldo. Mas, de repente, sin previo aviso, he aquí que Arthur Peabody fué informado de que tenía cincuenta años. Se había pasado diez años sin tiempo para pensar en sí mismo, y ahora le salían diciendo que tenía cincuenta años.
Secó distraídamente la maquinilla de afeitar y se metió en la bañera. El agua estaba teñida del color verde del cuarto, pero áspera. Sobre una repisa de cristal vió un frasco octogonal, cuyo marbete rezaba: «Sales de baño. Luxe de Bain de Mary Ardley.» Extendió el brazo y vació en el baño parte del contenido del frasco. Al punto, el agua se tornó sedosa y escurridiza. El hombre práctico se dijo: «Esto no es más que ácido bórico, a Dios sabe qué precio absurdo.» Luego se dejó escurrir hasta que el agua le llegó a la barbilla y cerró los ojos. Se quedó traspuesto. Una mujer, de belleza superlativa y de voz de oro, empezó a cantarle.
Despertó sobresaltado cuando el agua le llegó a la nariz, y comenzó a jabonarse vigorosamente el escaso pelo. ¿Qué papel representaba la Mujer en la vida del Hombre? Su papel, decidió, era el maternal. Durante cierta época fugaz surgían determinadas ilusiones; pero al cabo, pronto la mujer volvía a ser Madre. A los dieciséis o a los cuarenta años (¿tenía Polly cuarenta o cuarenta y uno?), la Mujer es siempre la Madre y el Hombre el Niño, y el Niño de inteligencia mediocre. ¿Dieciséis años? ¡Desde los diez! Priscilla le había hecho objeto de sus cuidados maternales desde que cumplió los diez años, desde que cambió la primera mirada de complicidad con Polly. Y aquella mirada quiso decir: «El pobrecillo lo hace con buena intención. Nosotras le cuidaremos.»
¿Qué sabía él de Priscilla? Nada. Se llevaban bien los dos. Ella se mostraba cariñosa. Quizá porque Polly siempre insistió en enseñar a su hija la necesidad de ser tolerante, de conservar las apariencias. Pero de que Priscilla le quería muy de veras no tenía duda alguna. Buena muestra de ello era la devoción con que procuraba ocultar a los demás sus defectos y la lealtad con que los disimulaba delante de sus alegres amigas. ¡Qué terriblemente corteses se mostraban las tales amigas con él, hablándole con voces perfectamente correctas y con caras desprovistas de todo gesto expresivo! Casi llegaban a abrirle las puertas. Menos aquella Anita... Anita, bueno; Anita, algo. No era de Boston. De Nueva York o de Filadelfia. La tal Anita tenía un manejo de ojos, muy azules por cierto, que... Le recordaba a alguien, aunque no sabía a quién. Para Anita, él no era el padre de Priscilla, y era probable que jamás encontrara nunca en su vida un hombre a quien ella considerase padre de alguien. Para Anita, los hombres estaban relacionados exclusivamente con ella. Bonita, lo que se dice bonita, no lo era; pero... ¿a quién le recordaba? ¡Ah! A aquella muchacha de la escuela de baile. Eso era. A Min. Pues se llamaba Min. Aquella Min..., ¡qué criatura! No era fácil imaginársela haciendo de madre con alguien. ¿Cómo se llamaba de apellido? Min, ¿qué? Un apellido alemán. Min tendría entonces catorce años y él once. Nunca se atrevió a pedirle un baile. Se limitó siempre a mirarla desde lejos con ojos de admiración abyecta. Tenía los ojos azules, como el mar Caribe; la piel blanca, como la espuma de una ola, y cabellos lacios, que le colgaban por la espalda, de un amarillo dorado, como el del sol al amanecer. ¿Qué habría sido de Min? Si aún vivía, ya habría cumplido los cincuenta y tres. Espantable cosa pensar que Min pudiera tener cincuenta y tres años.
Una enérgica llamada a la puerta del cuarto de baño hizo que Peabody se diera cuenta de que ya el jabón se le había secado en la cabeza y que su cuero cabelludo, quemado por el sol, le escocía de la manera más desagradable. Metió la cabeza en el agua y dijo confusamente, después de volver a la superficie:
—¿Qué hay?
—¿Tienes la intención de bajar para saludar a tus invitados, Arthur? —preguntó Polly, y Peabody pudo advertir la irritación que ocultaba el dulce tono de voz.
—Bajaré dentro de cinco minutos —respondió, al tiempo que procuraba hacer la mayor cantidad posible de ruidos acuáticos.
—Muy amable —dijo Polly—. Lady Potts y el comandante Hedley no llevan aquí más que media hora. ¿Por qué tienes que hacer siempre estas cosas para mortificarme?
—Bajo en seguida.
Y a esta promesa siguió una maldición. Peabody, al salir ágilmente del baño, se había dado un recio golpe en el dedo gordo del pie derecho contra la pata cromoniquelada del lavabo, también color verde mar.