21 TRABAJO PARA MANDRAKE
THRIPP miró fríamente a Fitzgerald. El periodista sudaba.
—Tengo entendido que el Gobierno de la isla le paga a usted por la información que recoge y por la que... disemina —dijo Thripp.
—Es una manera de decirlo.
—Se le supone a usted periodista de cierta experiencia. Y, no obstante, me trae usted un cuento como ése. ¿Se cree usted que soy un niño chico?
Fitzgerald se abstuvo de expresar la opinión que le merecía su interlocutor.
—Si he de hablar con franqueza, estoy un poco confundido por todo el asunto. Pude advertir un ambiente en la casa... Naturalmente, ahora me doy cuenta de que el cuento es absurdo, pero lo que le aseguro a Vuecencia es que ese hombre es una buena persona, en absoluto peligrosa. Puede que sea víctima de alguna manía religiosa o algo parecido, pero estoy dispuesto a apostar diez años de vida que no hay nada malo en él. Puede Vuecencia estar seguro de que cuando me encuentro con un maleante o un aventurero, me doy cuenta inmediatamente.
—Señor Fitzgerald, me temo que es usted tan ingenuo como su colega Mudgely. Dice usted que no entró en la casa.
—En la casa, no. Peabody me llevó al patio.
—Supongo que se ofreció a mostrarle la sirena.
—En efecto.
—Pero usted, naturalmente, no vió nada.
—Exacto. Nada, excepto un peine.
—¿Qué clase de peine?
—Un peine corriente. Un peine de mujer. De concha o algo así, con guardas de plata. Estaba al borde del estanque.
—Y mientras reconocía usted el lugar oyó que alguien cantaba.
Fitzgerald vaciló. De nuevo sintió que un estremecimiento le recorría la espina dorsal.
—Una especie de música. Probablemente se trataba de una radio.
Thripp empujó un botón.
—Quisiera poder felicitarle por sus investigaciones. No puedo hacerlo. Señorita, haga el favor de decir que venga el Jefe de Policía.
—Le aseguro a Vuecencia que éste no es un asunto para la Policía. ¿Me permite que le diga que...?
Fitzgerald comenzaba a perder la paciencia y la discreción.
—Creo conocer a los americanos mejor que Vuecencia. Este hombre puede que esté chiflado. O puede que los chiflados seamos nosotros. Pero lo que puedo asegurar es que no constituye peligro alguno para esta dichosa colonia y que tiene ciertos derechos. Si es detenido, acudiré personalmente a protestar ante el Cónsul norteamericano.
Thripp le miró de hito en hito y dominó el deseo de abofetearle. En lugar de hacerlo, dijo con voz meliflua:
—Nadie ha hablado de detenerle. Pero si se averigua que está ocupado en actividades ilegales, la posición de usted, como cómplice, no va a ser agradable.
—Con todo el debido respeto, eso me importa un rábano. ¿Quiere Vuecencia hacer el favor de escucharme?
—Le he estado escuchando y le he oído aseveraciones de lo más contradictorias. En un principio me dijo usted que estaba convencido de que, a juzgar por la conversación que tuvo con Mudgely, en Villa Marina están viviendo dos personas, una de ellas una mujer que no sale de su habitación. Me dijo también que no hay criadas y que la casa muestra señales de no haber sido limpiada hace varios días. Oyó usted la voz de una mujer...
—No creo que fuera la voz de una mujer.
—Eso fué lo que me dijo en un principio.
—Ahora creo que se trataba de una radio.
—En cualquier caso, no podía tratarse de un pez.
—¿Un pez?
—Permítame recordarle que una de sus teorías es que Peabody ha pescado un pez poco corriente.
—¡Ah, sí! Es que creo que era un pez.
—¿Quiere usted decir que oyó usted cantar a un pez?
—No. Lo que cantaba era una radio.
—¿Opina usted que una de las dos tazas de café estaba destinada a un pez?
—Yo no he visto dos tazas de café. Eso es parte del cuento de Mudgely.
—Pero vió usted un peine. Supongo que no pretenderá usted insinuar que un pez se dejó olvidado un peine en el patio. ¡Ah, pase Coronel! Ahora emplearemos métodos más directos. Muy buenas tardes, señor Fitzgerald. Muchas gracias por su colaboración.
No pudiera decirse que al salir Fitzgerald del Palacio del Gobierno las relaciones entre irlandeses, representados por él, e ingleses hubieran mejorado ni estuvieran más cercanas a la mutua comprensión. Si Thripp se mostraba dispuesto a no creer en la existencia de las sirenas, esto bastaba para que Fitzgerald encontrara a tales seres como muy probables.
El coronel Mandrake, hombre práctico, no encontraba al Gobernador interino mucho más simpático, pero disimulaba su opinión bajo una capa de protocolo estólido y oficial. Mientras escuchaba atentamente el preámbulo de Thripp estaba pensando por qué el Ministerio de Colonias tenía que elegir a Santa Gilda para mandar allí destinados a sus funcionarios más exasperantes, y deseando que Thripp fuera destinado nuevamente a la Costa de Oro antes que provocase en Santa Gilda algún lío desagradable. También reflexionó por qué Su Excelencia no permanecía atendiendo las obligaciones de su cargo. El Gobernador tenía la ventaja, al menos, de no inmiscuirse en asuntos que no tenían nada que ver con él.
—Es decir —dijo Thripp—, que deseo que haga usted interrogar a este Peabody.
—¿Está Vuecencia seguro del terreno que pisa? Se trata de un ciudadano americano, y sería muy desagradable que...
—En el mejor de los casos, está ocultando en su casa a una mujer que ha desembarcado ilícitamente en la isla. Quiero que hable usted con un indígena que está ahí fuera. Se trata del jardinero de los Keith-Drummonds, un muchacho llamado Basilio Gladstone. Está aterrado y me ha colocado un cuento muy poco claro de dupis y diablos. Pero no me cabe duda de que las criadas vieron a esa mujer. Usted dice entender a los indígenas. No me cabe duda de que podrá usted sacar lo que de verdadero haya en lo que cuentan.
El coronel Mandrake salió del Palacio del Gobierno de pésimo humor. A él, pensaba, que le dieran robos claros y honrados y no aquellos cuentos de viejas. Los robos los entendía perfectamente y sabía lo que tenía que hacer. Pero todas aquellas sospechas del Secretario Colonial acerca de desembarques ilícitos eran tan grotescas como las balbucientes explicaciones de aquel muchacho Basilio sobre dupies de pelos largos y rubios. De lo que oyó al negro, Mandrake sacó en claro una cosa que pudiera tener significado: el americano había hecho más de un viaje misterioso a un islote llamado Cayo de Oro. Nadie desembarcaba allí por lo general. Era posible que el cayo fuera elegido como punto discreto de reunión. Quizá valiera la pena ir a echar un vistazo a Cayo de Oro.
Ya iba a pisar el pedal de puesta en marcha de su automóvil, cuando oyó que le llamaban.
—¡Oiga, Mandrake; oiga, amigo!
Era el necio de Spears, el capitán de navío. Mandrake no tenía ningún deseo de hablarle en aquellos instantes.
—¿Qué hay? —dijo sin entusiasmo alguno.
—Tengo un cuento magnífico que contarle. Un cuento que demuestra que no hay manera de saber lo que la gente es capaz de hacer.
—Sí, sí, pero en este momento tengo prisa.
Spears no se desanimó por la palmaria repulsa, sino que metió su cara colorada por la ventanilla.
—Ese Peabody es un hipocritón de tomo y lomo, pero no ha podido sacar adelante su intriga. Cuando su mujer encontró a una muchacha desnuda en el estanque de los peces se fué de la isla. Algunas de las chismosas de la ciudad quisieron echarle la culpa a Cathy, la pobrecilla, pero parece ser que se trata de una corista rubia platino.
—¿Dice usted que Peabody...? ¿Le puedo llevar a usted a algún sitio?
—Gracias. Voy al club.
El coronel Mandrake decidió que, después de todo, no tenía tanta prisa. Fué al club con el capitán Spears y allí estuvo tomando unas copas con él.
El teléfono de Villa Marina estaba sonando con una irritante insistencia. Ya hacía varios días que Peabody no le hacía caso. Esta vez entró en el despacho y permaneció mirando indeciso al aparato, víctima del pánico, con una mano sobre él. El timbre volvió a sonar irritado, como si fuera un aviso de peligro. Peabody se sintió obligado a coger el teléfono, y así lo hizo.
—¿Es usted, Peabody? Habla Fitzgerald. Mucho me temo que las cosas no van por buen camino, y he querido decírselo. Mandrake, el Jefe de Policía, ha recibido orden del Gobernador de traerle a usted aquí para interrogarle. Yo he hecho todo lo que he podido por usted, pero no logré parar la cosa. Mi consejo es que les diga usted la verdad sin rodeos y que les enseñe el..., la..., bueno, lo que sea que tiene usted ahí. Eso le dejará a usted libre de toda sospecha. Lo peor que le puede ocurrir es que le confisquen eso.
—¿Cómo? ¿Qué?
—Que se lo confisquen, digo. Fíjese en lo que le digo. Saldrán diciendo que se trata de un tesoro descubierto o que es propiedad de la Corona o alguna filfa así, pero no se preocupe usted. Contra usted no tienen nada, no podrán meterse con usted. ¿Me está usted escuchando?
—Sí, le estoy escuchando —respondió Peabody débilmente.
—Y por cierto, yo que usted no... exageraría. Esta gente no comprende las bromas.
—Ya.
—Bueno, no deje de llamarme, si es que puedo hacer alguna otra cosa por usted. Buena suerte.
—Muchas gracias —dijo Peabody, y colgó el teléfono.
¡Confiscarle a Min! ¡Min, examinada policialmente, reclamada por el Gobierno! Y si no por aquel Gobierno, tal vez por el propio. Todo el mundo querría confiscar a Min. Lo cual era una monstruosidad.
Comprendió inmediatamente lo que tenía que hacer. Muy probablemente lo había sabido desde un principio, aunque sin darse cuenta de ello, pues ahora vió el plan que tenía que desarrollar y lo vió con detallada claridad.