16 POLLY PROTESTA
RENDIDO por las emociones excesivas, Peabody comenzaba a quedarse dormido, y ya febriles pesadillas principiaban a apoderarse de él, cuando despertó con la luz en los ojos. Miró y vió a Polly sentada en la otra cama.
—Si estabas dormido, siento haberte despertado —le dijo—. Pero no lo creo que lo estuvieras. No es posible.
—No —dijo él con cautelosa paciencia—. No estaba dormido del todo. ¿Qué te ocurre?
—No quiero dormirme sin aclarar lo que ha surgido entre nosotros. Quiero decirte con franqueza que estoy asombrada. Y que lo que me ha asombrado y dolido ha sido ver la cara que pusiste cuando el pez le mordió a esa mujer. Una cara de verdadero horror. Nunca te he visto tan espantado. Ni siquiera cuando nació Priscilla. Y el mordisco no era nada de particular. Fué bastante peor el que Priscilla le dió a la cocinera. Y recuerdo que no pareció preocuparte ni poco ni mucho la cocinera. Incluso te reíste... Y quiero confesarte que estoy descompuesta, que no sé qué pensar. No me importa..., bueno, no me importa demasiado que coquetees un poco con Cathy. Me sorprendió, y hasta me disgustó, si quieres, descubrir lo que ocurría. Pero tengo la esperanza de que soy una mujer sensata y... comprensiva, tolerante, hasta cierto punto. Hasta cierto punto. He vivido y he leído lo suficiente para saber que los hombres os ponéis un poco raros cuando llegáis a los cincuenta. Supongo que se trata de un esfuerzo inútil para agarraros a la juventud que se os va. Seguramente, a las mujeres les ocurre otro tanto. Pero si la cosa se pone seria, si esa mujer quiere decir verdaderamente algo para ti, si significa algo en tu vida, eso es muy diferente. Y tengo que saberlo. Por eso te ruego que me digas la verdad.
Ahora fué Peabody quien se sentó en la cama, guiñando los ojos todavía deslumbrados. Blip se rebulló soliviantado y coceó con las patas traseras.
—Escúchame, Polly. Estás completamente equivocada. Cathy no me importa ni poco, ni mucho, ni nada. Esa es la verdad. Estoy preocupado acerca de una serie de cosas de las que quiero hablarte mañana por la mañana. Pero Cathy no tiene nada que ver con ninguna de ellas. Debes creerme y dormirte, y dejarme dormir, pues estoy rendido.
Después de un minuto de silencio, Polly salió de la cama, se acercó a la de Peabody, le besó en la frente y regresó a su lecho.
—Está bien, Arthur. Claro que te creo. Mañana hablaremos. Que duermas bien.
—Buenas noches —respondió Peabody, fingiendo estar ya medio dormido.
Polly apagó la luz. Peabody permaneció inmóvil, escuchando la apacible respiración de su mujer, procurando contar ovejas para conciliar el sueño. Estaba completamente desvelado. Se dijo que se había conducido muy neciamente desde el principio en su manera de tratar el asunto de la sirena. Debió explicarle a Polly la increíble ocurrencia desde un principio. El mismo día en que pescó la asombrosa criatura debió mostrársela a su mujer y pedirle su consejo. Ahora le resultaba incomprensible por qué se había empeñado en conservar en secreto la existencia del extraordinario ser. ¿Qué le había llevado a permitir que su mente flotara sobre una esotérica marea mística y sobrenatural? Después de todo, nada de milagroso tenía una sirena, una especie de ser algo parecida a un manatí. Rememoró la más reciente información que había recogido acerca de los manatíes: «Herbívoros, mamíferos acuáticos, semejantes al dugongo (Ha licore dugong), del orden de los sirenios... Se conocen tres especies, una de las cuales habita las aguas de Florida, América Central e Indias Orientales; la segunda, aguas de Sud América; la tercera...» La tercera, se dijo Peabody, le tenía sin cuidado. «Su longitud corriente es de unos nueve pies, aunque algunos ejemplares alcanzan los trece pies. Tienen la cola redondeada y achatada. Carecen de patas traseras. Las delanteras aparecen convertidas en aletas débiles. El labio superior está hendido. Tienen algunos dientes funcionales.» ¡De veras!, pensó Peabody. «En lugar de masticar los alimentos, los aplastan entre dos placas córneas... La grasa, la carne y la piel del manatí es utilizable por el hombre. En Florida está prohibida su caza...» Considerada en líneas generales, no podía decirse que fuera aquélla una descripción singularmente acertada de Min.
Manatí o no, se dijo con adusta severidad, no cabía duda que había estado rodeando de una atmósfera sentimental un pequeño mamífero marino. Pues era indudablemente un mamífero; El había estado pensando en ella y tratándola como si fuera una mujer. La había atribuido los sentimientos y la inteligencia de una mujer, aunque esto, en el actual estado de ánimo en que él se hallaba, no constituía una opinión excesivamente halagadora. En resumen, había incurrido en la forma extrema de la falacia patética 12. Dió la vuelta, cayó su peso sobre el dedo pulgar mordido y ahogó una exclamación de dolor.
No solamente era la sirena una manifestación primitiva de vida submarina, sino que era feroz como una barracuda. No merecía piedad alguna. Era un ser peligroso para el hombre y debía ser puesta a recaudo. Decidió enviarla a un acuario, que era su lugar indicado. Eso la serviría de lección.
Pero este pensamiento era también motivado por la falacia patética. ¿Por qué creía él que la sirena era capaz de ser enseñada disciplinariamente? Vagos retazos de sus recientes lecturas vinieron a su mente: «La sirena ha de ser obligada o halagada con regalos para que profetice o haga otro ejercicio de sus dones.» ¡Qué estupidez! Min era incapaz de pronunciar una palabra del «lenguaje crítico y arcaico de los oráculos» o de cualquier otro idioma. Era muda como una lapa, lo cual no dejaba de tener sus atractivos. Las mujeres, todas las mujeres, hablaban demasiado, con lo que no contribuían en absoluto a que la paz reinara en la mente masculina...
¿Muda? ¿Había dicho muda? Escuchó con atención. Llegaban desde el patio los sones de una música escalofriante, suavemente en un principio, en crescendo portentoso luego, hasta que el aposento todo vibró dulcemente. Era la canción que oyó en Cayo de Oro. Peabody se estremeció helado en la noche calurosa.
Blip, enroscado a los pies de la cama, tembló dormido y lloró.
No estaba Peabody dispuesto a que hubiera más escenas aquella noche y determinó que era indispensable hacer callar a Min. No había tiempo que perder. Rápidamente, pero con sigilo para no despertar a Blip, Peabody se lanzó de la cama, se calzó las zapatillas y bajó la escalera apresuradamente. Abrió la puerta con mano nerviosa y salió al patio.
Estaba la luna muy alta, y árboles, flores, muros y estanque aparecían bañados por una luminosidad argentada. Oído desde cerca, el canto de Min resultaba de una potencia conturbadora, caía sobre los oídos de Peabody desde el cielo y ascendía hasta él desde la tierra. Era doloroso. Decidió acallarlo inmediatamente.
A medio camino del estanque se detuvo atónito. Aquella figura sentada junto al estanque no podía ser la de Min. Era una mujer con un vestido de lamé de oro que brillaba a la luz de la luna. Pensó aterrado que Cathy había vuelto. Cesó el canto bruscamente.
Volvió la mujer la cara hacia él, y Peabody vió el pequeño rostro de la sirena de tan argentada blancura como la luz que lo iluminaba. Se había trenzado los cabellos, que de esa manera le rodeaban la cabeza. Tenía puesto el vestido de Cathy. Chorreaba agua el traje que se ceñía al cuerpo de Min. La larga falda escondía la cola de la sirena y caía en húmedos pliegues sobre las losas del patio.
Min extendió sus brazos hacia Peabody, con la mirada dulce de una corza herida.
Se sentó junto a ella sobre el bordillo.
—¡Ay, Min, Min! ¿Qué has hecho ahora? Sabes que no debes cantar por la noche...
La sirena se inclinó hacia él, le tomó la mano vendada y se la besó. Cuando volvió a mirarle, Peabody vió los ojos llenos de lágrimas y se sintió profundamente conmovido. Min no hubiera podido expresarse con mayor claridad hablando.
—¡Pobrecita mía! ¡Pues claro que te perdono! Y comprendo por qué cogiste el vestido. Lo has cogido para indicarme que sentías lo que habías hecho, para complacerme. Vamos, vamos, seca esas lágrimas.
La rodeó la cintura con un brazo, viendo lo cual Min refugió la cara en el pecho de Peabody y comenzó a llorar dulcemente.
No lejos de allí sonó el portazo de una puerta cerrada violentamente.
Peabody se puso en pie.
—¿Qué diablos...? Mejor será que vaya a ver... —murmuró.
Miró intranquilo hacia la casa.
La sirena le miró con expresión de reproche. Luego, lentamente, se sacó el vestido por la cabeza y lo arrojó lejos de sí. Quedó prendido en una rama del árbol y allí permaneció, fláccido y grotescamente desmadejado. Pulgada a pulgada, Min fué metiéndose en el agua silenciosamente.
—Espera un momento, Min —dijo Peabody—. Quiero que te quedes ahí unos minutos. Estoy decidido. Esta misma noche voy a dejar aclarado este asunto.
La coronilla de la rutilante cabeza de la sirena desapareció debajo del agua. Peabody suspiró y se dirigió hacia la casa con el talante más digno que le permitieron las zapatillas, que le estaban algo grandes.
Se encontró con varias habitaciones profusamente iluminadas. La puerta de su alcoba estaba cerrada con llave. Sacudió el picaporte y llamó a su mujer, pero la única respuesta que obtuvo fué un suave gañido de Blip. Volvió a bajar la escalera, entró en el office y se sirvió un whisky. El reloj del office marcaba las cuatro.
Vaso en mano, Peabody fué de un cuarto a otro maldiciendo en voz baja. ¿Qué estaba pensando Polly? Si le había visto en el patio, como probablemente había ocurrido, ¿qué podía pensar? Ninguna explicación podía haber para que él estuviese abrazado a un manatí a las cuatro de la madrugada, y menos aun un manatí vestido de lamé de oro. Peabody comprendía el punto de vista de su mujer. ¡Qué grandísimo necio había sido! A cada hora que dejó pasar, las explicaciones se hicieron más difíciles. Pero, ¿qué estaba haciendo Polly? Pudo escuchar pasos que iban y venían en el piso de arriba y, de vez en cuando, un golpe de algo sobre el suelo.
No había más solución que coger el toro por los cuernos. Acabó su whisky y volvió a subir la escalera. Llamó a la puerta de la habitación y Polly le abrió inmediatamente.
Tenía puesto el sombrero y los guantes y llevaba un abrigo al brazo. Estaba pálida y tenía los ojos enrojecidos, pero había tenido el valor suficiente para pintarse la boca. Blip, con el collar puesto, estaba atado a la cama. Cerca de la puerta, Peabody vió una maleta y un maletín.
Polly se pasó por el brazo la correa de Blip y cogió las dos maletas. Peabody se interpuso en la puerta, estorbando el paso.
—¿Adónde vas? —preguntó.
—Me voy de esta casa. Ahora mismo. Déjame pasar.
—Pero, Polly, si es que no entiendes... Déjame que te explique...
—¡No te atrevas a dirigirme la palabra! Todavía no hace una hora que estuviste mintiéndome de la manera más vil. Y mientras hablabas... ¡Oh!
Pasó junto a él, tirando de Blip, que andaba torpemente, medio dormido. Peabody bajó la escalera tras ella.
Ya en el vestíbulo, Polly dió media vuelta y se encaró con él:
—Lo que no podré perdonarte jamás es eso —dijo—. En el mismo momento en que me estabas jurando que esa mujer no te importaba en absoluto, estabas esperándola para..., para... ¡Oh! ¡Y delante de mis narices! ¡Me das asco!
Se hizo la luz súbitamente en el cerebro de Peabody.
—¡Pero... Polly! —exclamó—. ¿Te has creído que era Cathy? Pero si eso es un disparate.,.
Fué tal la convicción y sinceridad de la voz de Peabody que Polly pareció dudar durante un instante.
—¿No lo era? ¿Pues quién era entonces?
—No era una mujer. Era la sirena.
En el mortal silencio con que estas palabras fueron acogidas, Peabody creyó quedar convertido en polvo. Nunca pudo suponer que llegara el día en que viera en el rostro y en los ojos de su propia mujer una expresión tal de odio reconcentrado y desprecio.
—No sé qué te propones befándote de mí —acabó por decir Polly—. Lo único que puedo decir es que espero no volver a verte en la vida.
Y con estas palabras salió rápidamente al patio. La puerta se cerró con fuerza y dió un golpe a Blip, que lo acusó con un grito. Peabody siguió a la fugitiva como pudo.
—Tienes que escucharme, Polly. Te estoy diciendo la pura verdad.
Polly se detuvo bruscamente, pero para no escuchar las explicaciones ofrecidas. Estaba mirando un traje dorado que colgaba de la rama de un árbol.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Eres... infrahumano! ¡Eres un sátiro!
Siguió su camino más airada que nunca, arrojó las maletas en la parte posterior del automóvil y metió a Blip, que se echó inmediatamente en el suelo. También él parecía tener prisa en desaparecer de aquel lugar.
Recobróse Peabody y echó a correr detrás de ellos. Los alcanzó en el momento en que daban la vuelta.
—Estás terriblemente equivocada, Polly —gritó—. No puedes dejarme así. ¿Qué vas a hacer?
Por toda contestación hubo de contentarse con contemplar la luz roja del piloto que se alejaba. Permaneció un buen rato mirando hacia el lugar en que desapareció.