17 HECHIZO

PEABODY fué de aquí para allá por el patio exterior, buscando con indiferencia apática una zapatilla que había perdido durante su persecución de Polly. La encontró próxima a los escalones y se la puso con una vaga sensación de alivio. Fueron las tales zapatillas un regalo de Navidad de Priscilla, y era típico de su hija que las zapatillas no le vinieran bien. No obstante, no deseaba tener que explicar a Priscilla cómo y en dónde perdió una zapatilla, detalles que, sin duda alguna, Priscilla hubiese investigado a conciencia. Mucho mejor era tener el par completo.

Pensó entonces con una punzada de dolor, amortiguada por el cansancio que sentía, dónde y en qué circunstancias volvería a ver a Priscilla. Quizá ante el juez, durante el divorcio. Oyó con la imaginación la voz del fiscal privado, que decía:

—¿La cómplice del adulterio, señor juez? Un pez.

O tal vez las causas aducidas fueran las de crueldad:

—El señor Peabody, señor juez, tiene la costumbre de conservar peces de gran tamaño en la bañera.

Comenzó a sacudirle una risa vesánica. El asunto era demasiado grotesco. No podían las cosas llegar a semejante estado.

Dió la vuelta a la casa, arrastrando los pies, evitando el tener que pasar por el patio del es tanque. Reinaba un silencio total y deprimente. La luz blanca que bañaba la casa y los muros robándoles su color, daba a todo lo que sus ojos podían ver un aspecto de «tres dimensiones subrayadas». Ni el más leve soplo de brisa podía advertirse. Las palmeras, plateadas e inmóviles, habían cesado en su sempiterno murmurar. Se sentó sobre la balaustrada, con frío, pues solamente llevaba puesto el pijama, y miró hacia el lejano espejo del mar. Cayo de Oro era una pequeña mancha oscura en el horizonte. ¿Cuándo vió el islote por primera vez? Hizo cuidadosamente la cuenta de los días pasados. Era aquélla la madrugada del domingo. Llegaron allí el lunes por la noche. ¿Era posible? ¡Cinco días!

¡Toda una vida!

Cinco días antes, Polly y él llegaron a Santa Gilda. Iniciaban unas vacaciones corrientes y sin tacha. Como el hombre que se ahoga, Peabody vió todo su pasado en una serie de cuadros fugaces. Una niñez amable; padres bondadosos; hermanas mayores que él, de blusas almidonadas y talles altos, que contrajeron matrimonios respetables; un colegio bueno en donde ni se distinguió especialmente ni fué especialmente molestado; cuatro años en la Universidad; vagas ansias socialistas; unos amores que casi concluyeron en matrimonio, con una muchacha de ojos oscuros que hablaba de George Moore y Bernard Shaw y logró que Peabody renunciara aterrado a sus ideales sociales; una muchacha rubia, hermana pequeña de un amigo, que le irritó y entretuvo.

Más tarde, zapatos. Años y más años de zapatos y más zapatos. Una vez más la niña rubia, ahora ya mujer, cuyo rostro sonriente y rizos juguetones atraían las miradas de todos. Y las de Peabody, que acabó por casarse con ella.

A su tiempo, sin prisas indebidas, surgió en su vida otra niña de cabellos rubios. Priscilla, tal vez más perfecta físicamente que su madre, carecía del brillo de ésta. Como compensación, poseía una tremenda seguridad en sí misma, desde los cinco años de edad.

Los años siguientes fueron de apacible serenidad.

¿Qué le ocurría entonces? ¿Qué había hecho para alterar aquella paz? Era lo único que ansiaba. Cualquier otra cosa no le iba a su manera de ser. Al día siguiente era su cumpleaños. Al día siguiente coronaría medio siglo de vida. ¿Al día siguiente? No; aquel mismo día. Ya era domingo. Ya tenía cincuenta años.

¡Muchas felicidades! ¡Muchas felicidades!... ¡Bonito cumpleaños! Abandonado, solo, en una casa extraña, en una isla extraña, sin esposa, sin criados, hasta sin perro y sin método alguno de transporte. Llegaría el momento en que moriría de inanición en aquella soledad.

Cierto que tenía teléfono, y Santa Gilda ofrecía taxis sin dificultad. Se dijo que eso era lo que tenía que hacer probablemente. Pedir un taxi y salir en persecución de Polly. No era dudoso que el plan de Polly sería tomar el primer aeroplano que levantara el vuelo de la isla. Primero la dejaría que se tranquilizara y luego la hablaría razonablemente. Si quería volver con él a Villa Marina, tanto mejor; si no, se iría con ella en el aeroplano. Si Polly le daba ocasión de hacerlo, podría explicarlo todo satisfactoriamente. Todo resultaría sencillo una vez que Polly se diera cuenta de la importancia sensacional de su descubrimiento, de los motivos que tuvo para mostrarse reservado, una vez que viera a Min.

¡Min! ¿Cómo era posible viajar con Min?

Se dió cuenta de que no había examinado seriamente los problemas anejos al porvenir de Min. No la podía dejar en el estanque. ¿Qué iba a hacer con ella? Era preciso decidirlo sin pérdida de tiempo. Si no recordaba mal, los aviones solían despegar por la mañana temprano, a las ocho. Eso le daba unas cuantas horas para hacer sus planes. Tenía que sobreponerse a la apatía que le dominaba y que le oscurecía el cerebro. Era menester actuar rápidamente. Ante todo, le explicaría a Min la situación. Min entendía perfectamente todo lo que él le decía, cuando deseaba entenderlo.

Se levantó, abrió las puertas de hierro que daban al patio desde aquel lado de la casa, cara al mar, y bajó a tientas los pocos escalones oscurecidos por las palmeras. La pluma de unos capullos de gardenia le acarició el rostro y su penetrante perfume le acompañó en su camino. Ya la luna estaba más baja y medio velada por la gasa tenue de una nubecilla.

Vió junto al estanque una figura blanca, encorvada en postura de tristeza. Una nube de cabellos relucientes y pálidos quitaba nitidez a la silueta. Presentaba la sirena un aspecto tan nebuloso y translúcido como la nube que velaba el rostro de la luna. Según se fué acercando a ella, la decisión de Peabody fué perdiendo vigor. Algo se estaba derritiendo en su corazón. Aquel ser exquisito y débil parecía transido de dolor.

—¿Qué te pasa, Min? —preguntó.

La sirena le miró con ojos que reflejaban un pesar milenario. Se retorció las manos y bajó los ojos al suelo.

—Lo sabes todo tú, ¿verdad? Lo sabes, incluso antes que yo lo piense. No te preocupes —añadió con una voz que incluso a sus oídos pareció dura y seca—. No te voy a abandonar. No puedo. Eso también debieras haberlo adivinado.

La sirena volvió lentamente la cara hacia él y sonrió. Peabody se sentía aturdido. Encontró a Min distinta, parecida a alguien que una vez él... Pero, no, no; Min no se parecía a ningún ser humano. La sirena le rodeó el cuello con el brazo, le atrajo hacia sí y lo besó. En el mismo instante en que los labios se encontraron, Peabody comprendió que la razón de ser de su medio siglo de vida era esperar aquel beso y recibirlo.

Fueron las estrellas palideciendo. La sirena alzó la cabeza hacia la luna y cantó. Nadie sino Peabody podía escucharla. La música extraña bajaba voluptuosamente, subía en triunfo, se perdía en alturas extáticas, alcanzaba claridades diáfanas y acabó por morir en una especie de canción de cuna maravillosamente sosegadora. Peabody se quedó dormido en los brazos de la cantora.

Despertó con el sol sobre los ojos. Hacía un día admirable. Vió su cabeza descansando sobre varios almohadones de lona y advirtió que las amplias faldas del vestido de lamé de oro le protegían del relente y del rocío matutino.

Volaban en el patio por doquier avecicas gorjeadoras, pintadas de mil vivos colores, verdes y rojos, que registraban con sus aguzados y largos picos el seno de las flores perladas de rocío y de miel. Sus cantos sencillos se entrelazaban para formar una sinfonía fresca y límpida, de contrapunto transparente.

Peabody miró en torno suyo, haciendo memoria. A seis pies de él estaba la sirena, rodeada de flores y plantas oscuras, riendo tiernamente con los ojos, peinándose su pelo pálido y dorado con el peine de plata de Polly. Su cola iridiscente estaba medio sumergida en el agua del estanque.

—Buenos días, Min —dijo Peabody, restregándose los ojos—. ¿Qué hora es?

La pregunta fué retórica. Miró su reloj de pulsera y se puso en pie de un salto.

—¡El Señor nos valga! En seguida vuelvo —y se echó a correr hacia la casa.

Llegado al teléfono pidió que le pusieran con el aeródromo.

—Un momento —dijo la Central— y le daré el número de noche.

—No es de noche, pero deme lo que le parezca —respondió Peabody—. Oiga. Oiga. ¿Es el aeródromo? ¿Tiene un billete tomado para el aeroplano de las ocho la señora de Peabody?

—Un momento, haga el favor. Sí, ha solicitado un billete, si es que alguien lo devuelve, porque no hay.

—Bueno, ¿y lo ha devuelto alguien? Porque el avión sale dentro de diez minutos.

—¿Cómo? ¡Ah, no! Es que yo estaba hablando del aeroplano de mañana. Los domingos no hay servicio.

—¡Qué estupenda idea!

—¿Cómo dice usted?

—Nada, nada. Muchísimas, muchísimas gracias.

Con la alegría producida por un perdón inesperado de la sentencia fatal, Peabody regresó al estanque.

—Min —dijo—. Tenemos veinticuatro horas para pensar lo que tenemos que hacer. Dicen los libros que eres capaz de profetizar. Venga de ahí.