9 PESCA INSOLITA
LA aurora del siguiente día sorprendió a Peabody levantado y en la cocina. Cuidadoso de no hacer ruido, de puntillas, iba de un lado a otro, haciéndose café y preparándose unos emparedados, mientras el resto de la casa dormía. Le dolía la cabeza y tenía el estómago levantado. Había pasado una noche desprovista de sosiego. ¿Pudiera decirse que se había peleado con Polly? Fuera esto exagerado, pero lo cierto es que así que acabó el picnic fué perceptible lo que pudiera describirse como cierta tensión entre ellos. Por algún motivo, una vez acabada la fiesta, Polly y él habían traído a la casa a Cathy; y al inevitable comandante de ojos azules. Fué un error el hacerlo. La conversación resultó extremadamente violenta, erizada de insinuaciones malévolas, y los cuatro se sintieron incómodos, y ninguno puede decirse que lo pasara bien. Peabody era hombre modesto, pero hubo de confesarse que no andaba Polly totalmente desprovista de razón cuando dijo que Cathy había estado procurando coquetear con él de manera violenta. Cathy había estado de lo más inconveniente, haciendo gala de una confianza con él a la cual no tenía derecho alguno. Por fin, Cathy se fué remolcando al comandante, y los dos desaparecieron en el vetusto automóvil de Hedley. Hombre aburrido éste, pensó Peabody, que se refugiaba en un silencio taciturno cuando las cosas se ponían difíciles, dejándole a él a merced de las crueldades de Polly.
La cena resultó desagradable. Enid se mostró aterrada mientras servía. Sus ojos indicaban espanto; tropezó con las esquinas de las mesas repetidas veces; dejó caer cuchillos y tenedores, y acabó por romper un plato de la vajilla de Villa Marina, lo que hizo brotar de sus ojos lágrimas copiosas. La vida en aquella isla, reflexionó Peabody, pudiera compararse a una pesadilla febril, monstruosa y confusa.
Polly mostró deseos de hablar durante la mayor parte de la noche. ¿Qué razones pudieran explicar, se preguntó Peabody, la capacidad de las mujeres para discutir ardorosamente de madrugada? Él cometió el imperdonable pecado de quedarse dormido en medio de un párrafo de singular elocuencia acusatoria. Polly le despertó prontamente, y para cuando dieron las dos de la mañana, Peabody, con tal de poder dormir, se encontraba dispuesto a mostrar absoluta conformidad con el juicio de que Cathy era una mujer sin conciencia, capaz de aprovecharse de cualquier cosa con el más mínimo pretexto; que él, Peabody, le había dado alientos totalmente inaceptables y dignos de vituperio y censura; que él, Peabody, como todos los hombres, particularmente si estaban casados, en cuanto veía un par de piernas bonitas se convertía en un idiota. Solamente acerca de una cosa mostró Peabody una firmeza ligera soñolienta: se negó rotundamente a ir al día siguiente a comer con Hedley. Podía Polly hacer lo que se le antojara acerca del asunto, pero él, por su parte, pensaba salir de pesca y prescindir de Santa Gilda y sus habitantes. Cuando comenzaba a quedarse dormido decidió desaparecer de la casa antes que Polly despertara.
Cogió debajo del brazo un paquete bastante mal hecho de emparedados y salió al patio en busca del cubo de «ojos saltones» 9 y de conchas rosadas 10 vivos que había mandado a Basilio que le dejara allí. Muy deseoso de no despertar a nadie, se movió silenciosamente con sus zapatos de tenis, y de allí a poco, se alejó cuesta abajo, con la sensación culpada de que se estaba escapando de alguna cosa. Así que llegó a la playa, saltó al bote y puso rumbo a los bajos de más allá de la playa. El sol acababa de alzarse por encima del horizonte. Echó el ancla en un lugar desde el cual dominaba el extremo de Cayo de Oro más alejado de la costa.
En el lugar en que había anclado, el fondo del mar mostraba gran abundancia de coral y de vegetación submarina. Usando el sencillo aparato para ver debajo del agua, Peabody pudo observar que había allí pesca en abundancia. Dejó caer hasta el fondo un sedal cebado con concha, y se entretuvo contemplando el profundo interés que esto suscitó en los habitantes de aquellas modestas profundidades. Al cabo de un minuto, el cebo se encontraba rodeado de varias docenas de pececillos diminutos y multicolores, que se lanzaban una y otra vez con voracidad sobre el inesperado banquete. Huyeron luego estos pececillos al aparecer en escena peces más grandes que, a su vez, fueron ahuyentados por un bando de barberos. El barbero que llegó en cabeza se tragó el cebo vorazmente y, al cabo de unos segundos, estaba en el fondo de la barca.
Al probar suerte nuevamente, Peabody logró atraer la atención de un receloso mero, que se hallaba oculto debajo de unas rocas. Enorme, negro con los años, el mero salió cautelosamente de su escondrijo, nadó lentamente a lo largo de la roca y llegó a la altura del cebo, ante el cual permaneció flotando, al parecer pensativamente, durante unos instantes. No pareció satisfacerle el aspecto que presentaba la gollería, pues luego de observarla demoradamente se alejó de ella con pausada calma.
Aparecieron entonces en escena varios hemulones amarillos, que se embestían raudos con sus bocas rojas amenazadoramente abiertas. Los peces pequeños que rodearon el cebo atrajeron su atención y, en desordenada y rauda procesión, comenzaron a dar vueltas alrededor del anzuelo, con manifiesto interés, Uno de ellos se decidió, atacó el cebo y se lo tragó, de lo cual resultó que a los pocos instantes se encontrara haciendo compañía al barbero en el fondo de la barca.
Al cabo de una hora, Peabody había pescado un hamlet, un margate * y varios pagros. Nadie había aparecido en Cayo de Oro, que Peabody escudriñaba cada dos o tres minutos.
Comenzó a hastiarse de aquella fácil pesca, y dejando a un lado el sedal, estuvo contemplando la incesante procesión de vida submarina a través del cristal de su aparato. Un beau-gregory *, de lomos rutilantes y azules y panza alimonada, se instaló ante la boca de una diminuta caverna, dispuesto a defenderla contra cualquiera. Una enorme centolla asomó una pata investigadora desde debajo de una piedra, que la recataba. Un mero, al entrar en una zona más iluminada, cambió súbitamente de color ante los ojos de Peabody. Cerca de la superficie el atento pescador en huelga vió los ojos malévolos y la cabeza serpentina de una morena de lunares, emboscada en una oquedad.
Avivóse en esto la brisa y se cubrió el mar de blancos vellocinos. La barca se balanceaba rudamente, con consecuencias incómodas para su solitario ocupante. Decidió largar la vela y preparó un sedal para probar suerte pescando a la cacea, o séase arrastrando sedal y anzuelo casi a flor de agua, en pos de la barca en movimiento. Comenzó a temer que si arreciaba el viento se vería obligado por la marejada a alejarse del cayo, y una vez más miró con demorada atención hacia el islote. Lo vió achatado, amarillento y por completo desierto.
Puso cebo en un anzuelo de mayor tamaño, usando para ello un «ojos saltones» y arrojó el grueso sedal por la borda. Con la vela algo rizada, estuvo yendo y viniendo todo lo cerca que se atrevió de la escollera en que acababa el islote. Dos veces creyó advertir que había picado un pez, pero los tirones observados en el sedal no fueron causados por pez alguno. Poco a poco fué perdiendo interés en la pesca, soltó el sedal y lo dejó arrastrar.
Siguió navegando de bolina, y así que voltejeó tres veces, picó un pez el anzuelo, y Peabody estuvo durante no poco rato ocupado en la emocionante tarea de luchar con el cazado hasta izarle a bordo, vencido. Era un sollo luchador y de más de cuarenta libras. Peabody no llevaba garfio, pero el sollo ya comenzaba a dar muestras de agotamiento, y Peabody calculó que lograría pescarlo. Al cabo de muy cuidadosas maniobras, lo fué izando lentamente, mas cuando ya el hermoso pez estaba a punto de caer dentro de la barca, se debatió con un último y desesperado esfuerzo y se libró del anzuelo, cayendo al mar.
Este incidente despertó la adormilada afición piscatoria del bueno de Peabody. Volvió a cebar el anzuelo rápidamente y dejó caer el sedal. El sollo dijérase que había ahuyentado la mala suerte, pues casi inmediatamente, cuando Peabody pasaba por delante de la punta del islote a la siguiente bordada, un nuevo incauto picó el anzuelo.
El sedal fué cobrando tensión y acabó por quedar tirante como si hubiera quedado el anzuelo preso en la fisura de una roca. Pareció estallar algo debajo del agua, como a unos sesenta pies de la barca, y un semicírculo de plata brotó del mar entre espumas. El sedal comenzó a huir velozmente arrastrado.
Moviéndose con prisa desatentada, que casi logró que Peabody cayera al agua, el emocionado pescador se abalanzó hacia la proa, pasó el sedal por el entremiche, lo ató a una cornamusa y luego de arriar la vela esperó que el sedal aguantara sin romperse.
Al cabo de un segundo vino el tirón. La barca viró alocadamente a consecuencia del tirón lateral que recibió. El sedal salió del agua, fué tesándose hasta casi cantar, pero aguantó sin romperse. La barca comenzó a moverse a gran velocidad, atacando las olas de proa y haciendo buena cantidad de agua cada vez que las hendía a impulsos del muy vigoroso pez que la remolcaba en su huida. Peabody aguardó. Vió que la barca era conducida mar adentro y se dijo si no sería más prudente cortar el sedal y abandonar la caza. Pero en aquel momento disminuyó algo la velocidad de la barca, y Peabody decidió seguir unido al pez por el sedal. Lo agarró y tiró de él. Una nueva fortísima sacudida al otro extremo lanzó de nuevo la barca a una carrera veloz, pero Peabody pudo ver satisfecho que había logrado recobrar cierta longitud de sedal. Una vez más aminoró la marcha y Peabody pudo recoger otros cuantos pies el sedal.
Siguió la lucha, tirando, aflojando, ganando unos pies, perdiendo otros de sedal, hasta que la espalda de Peabody comenzó a sentirse dolorida y sus manos sangraron. En medio de la emoción del combate, desapareció su temor de ser remolcado demasiado lejos. De cuando en cuando, el pez se debatía con renovada furia, y Peabody se veía obligado a soltar sedal para luego volverlo a recobrar con mil trabajos. Luchó como un diablo, con la satisfacción de ver que el pez se iba debilitando. Desde luego, se trataba del pez más pesado que había pescado en su vida. Si resultara ser un tiburón, al final de cuentas tendría que cortar el sedal y dejarle escapar. Perdió tirantez el sedal, y Peabody se preguntó si el pez había logrado desembarazarse del anzuelo, pero una nueva sacudida le indicó que seguía allí. Apoyando los pies contra el costado de la barca, Peabody renovó sus esfuerzos y fué ganando terreno. Ya cercano a la lancha, el pez procuró continuar la lucha, pero acabó por entregarse ya sin fuerzas. Peabody lo acercó hasta la misma barca con sucesivos tirones.
Al hacerlo vió una cola sinuosa y bellísima, iridiscente en los rayos alegres del sol, que hacían brotar de ella reflejos admirables de encendidos azules y verdes. Vió que el pez no se había tragado el anzuelo, sino que éste se había enganchado seguramente cerca de la cola. Fué sacándolo poco a poco del agua, ya inmóvil, y contemplando curiosamente lo pescado. Las escamas azul-cobalto y esmeraldinas de la cola parecían terminar en unos lomos blancos como la plata. Vió también unos tentáculos o lo que parecían tentáculos dorados que flotaban sobre el agua. Con un último esfuerzo, Peabody sacó el pez del agua y lo dejó caer al fondo de la barca, en donde permaneció inmóvil.
Peabody, atónito y asombrado, tropezó, cayó y volvió a ponerse en pie temblando. Su mano trémula buscó con ansia las gafas. Era increíble, pero innegable: el pez, desde la cintura para arriba, era una mujer. Allí estaba inmóvil, con los ojos cerrados y sus cabellos, largos y de pálido color de oro, pegados a los blanquísimos hombros. Era su tamaño inferior al de la mayoría de las mujeres, como el de una niña crecida, pero no tenía nada de adolescente. Tenía erguidos los pechos y rosadas sus puntas. En escala de miniatura era de voluptuosa madurez. Su cara, delicada y blanca, daba la sensación de una total inocencia y de una suprema sabiduría al mismo tiempo. No era posible dudar que se trataba de una mujer; o, mejor dicho, de media mujer. En la esbelta cintura su cuerpo blanco se fundía en maravillosa curva con escamas relucientes de un profundo color azul y verde.