15 BLIP PROTESTA
UNA vez en la casa, envuelta en un albornoz amarillo de baño, de Polly, y con la herida generosamente pintarrajeada de tintura de yodo, por Polly, de la manera menos artística y decorativa posible. Cathy recobró buena parte de su serenidad. Aceptó agradecida, de Peabody, un vaso de whisky y pidió que le fuera perdonada su conducta al seguir un impulso irrazonable.
—Supongo que tengo que achacarlo a los cocktails —dijo humildemente—. Ha sido una estupidez, y lo comprendo. Creí que lo del pez era una broma de ustedes. Pero, ¡ya lo creo que hay algo en el estanque!
Levantó el ropón y se examinó la pierna. Polly apretó los labios más de lo que ya estaban, Peabody dijo, sencillamente, «ejem».
—Pero eso no es un manatí. No puede ser un bicho muy grande. Ahora, durante unos momentos, he tenido la sensación de que me había cogido de las piernas un pulpo.
—No sabe lo que celebro que no haya ocurrido más —dijo Peabody, con voz ligeramente temblorosa.
Polly y Cathy le miraron a una.
—¡Oiga! ¿Sabe que me parece que usted también necesita un trago? —le dijo Cathy—. Parece usted un muerto. No se preocupe. No es nada, y, después de todo, la culpa ha sido por completo mía. Hace una noche de mucho calor y me dió gana de nadar un poco. Lo he hecho en ese mismo estanque no sé cuántas veces. Pero esta vez la cosa no ha salido tan bien. Les pido perdón nuevamente, pero no ha pasado nada grave. Aunque —añadió riendo— la cicatriz que me quede no va a ser fácil de explicar. Porque parece enteramente el mordisco de una persona. Afortunadamente, les tengo a ustedes dos para confirmar que fué un pez.
—No es necesario asegurarle a usted que nosotros no diremos ni palabra —dijo Polly secamente.
—¿Cómo que no? Ya lo creo que lo dirán. La cosa es demasiado buena para callarla. Todo Santa Gilda lo oirá con muchísimo gusto. Y a mí, les aseguro que me tiene sin cuidado. Con esta anécdota lograré convites a cenar durante varias semanas.
—¿La contará usted... con ilustraciones? —preguntó Polly.
—¡No faltaba más! —respondió Cathy, con gran tranquilidad.
Se pasó la mano por sus rizos cobreños empapados.
—¡Cómo me he puesto el pelo! Pero me tengo que ir. Voy a buscar mi ropa.
—¿Me permite usted...? —dijo Peabody.
—No se moleste. Volveré inmediatamente, vestida y normal.
Atravesó, descalza, el suelo de azulejos y salió por el vestíbulo al patio. Oyeron el portazo. Polly hizo un gesto de desagrado, pero siguió silenciosa. Peabody se sirvió un whisky. Pasaron varios minutos.
Cuando apareció de nuevo en el umbral, Cathy venía con los zapatos dorados puestos, pero seguía envuelta desde el cuello hasta los pies en el albornoz amarillo.
—Es muy raro —dijo—. No encuentro mi vestido por ninguna parte. Me acuerdo perfectamente del sitio en que lo dejé, pero no está allí.
—Lo tiró usted sobre el respaldo de la silla que hay junto al estanque —dijo Polly—. Se habrá escurrido y estará entre las plantas, detrás de la silla.
—No está. Ya he mirado. He buscado por todas partes.
—Tiene que estar —insistió Polly—. Nadie lo ha tocado. Voy a ayudarla a encontrarlo.
Salieron las dos mujeres. Peabody, luego de recoger una linterna eléctrica de bolsillo, salió tras ellas.
Al cabo de diez minutos de buscar cuidadosamente, no habían descubierto ni rastro del vestido de lamé de oro.
—¿Cree usted posible —dijo Peabody, muy disgustado, pero antes de que la idea se les ocurriera a ellas —que haya dejado caer el vestido en el estanque sin querer, al salir precipitadamente de él?
—No lo creo —respondió Cathy—. Me parece que salí por el otro lado. Pero estaba tan asustada que realmente no recuerdo con exactitud lo que hice. ¿Me deja usted la linterna un minuto?
Recorrió el fondo del estanque varias veces con los rayos de la potente linterna; nada descubrió, y devolvió la linterna a Peabody, al tiempo que se encogía de hombros.
—No veo nada, pero si en efecto está en el estanque, no me interesa en absoluto recobrarlo. Creo que lo mejor que puedo hacer es volver a casa lo antes posible y vestirme. Hagan el favor de avisarme si aparece por alguna parte. Tengo verdadera curiosidad.
—Más vale que la lleve yo a casa —dijo Peabody—. No creo que deba usted...
—De ningún modo. Bastante les he molestado ya. Lo único que les pido es que me presten el albornoz.
Ofreció las dos manos a Peabody con gran cordialidad.
—Se ha portado usted conmigo encantadoramente. Se lo digo muy de veras, y no lo olvidaré. Una de estas noches volveré por aquí para cantarle.
—Muy agradecido.
—Le aseguro que vendré. Una noche de luna llena.
—Llena está esta noche —dijo Polly secamente a sus espaldas—. ¿Por qué no aprovecha usted la ocasión?
Cathy volvió la cabeza y se echó a reír de buen humor.
—Me parece que el momento no es oportuno —respondió—. No sé por qué, pero tengo la idea de que esta noche no estoy vestida ni peinada como es debido.
—La acompañaré a usted hasta su coche —dijo Peabody.
—Buenas noches —dijo Polly, bruscamente, y acto seguido entró en la casa.
—¡Oh, adiós! —dijo Cathy, elevando la voz—. Y muchas gracias por la cura de urgencia y por todo lo demás.
Ya en el patio, en donde estaba el coche de Cathy, ésta, con el pie apoyado sobre el pedal de poner en marcha el motor, se inclinó hacia fuera por la ventanilla abierta. Bañada su cara por la luz de la luna, sin rastros perceptibles de afeites y coloretes y con sus rubias guedejas pegadas al cuello infantil del albornoz, presentaba un aspecto menos bello y marcadamente juvenil.
—Quiero decirle a usted, Arthur, que siento muy de veras todo lo ocurrido. Quiero que me perdone.
—No hay que hablar de ello. Lo interesante es que no le ha pasado a usted nada. Lo demás no tiene importancia alguna.
—Así lo espero. No crea que me refiero a lo del estanque. Siempre estoy haciendo cosas así. Quiero decir que es usted una buena persona, que me gusta y que no quisiera hacerle daño por nada del mundo. Creo que no se lo he hecho. Es muy posible que le haya hecho un bien... Buenas noches.
—Buenas noches —dijo Peabody.
Entró mustio y cariacontecido en el cuarto de estar, sin ganas de subir a acostarse. Sentía necesidad de ordenar sus pensamientos. Cuanto antes determinara lo necesario para decidir lo que de Min iba a ser, mejor sería. No era posible permitirle que siguiera mordiendo a la gente de tal manera.
Mirara el asunto por donde lo mirara, el problema se le presentaba erizado de dificultades. Polly estaba de mal talante. Toda la velada, su mal humor fué patente. Era imposible hablar con ella en aquellos momentos. Los síntomas le eran demasiado conocidos, y no tuvo ninguna dificultad en diagnosticar que su mujer estaba furiosa con él.
Hacía una noche templada y húmeda y el aposento estaba perfumado fuertemente por el aroma pesado y excesivamente dulce de los jazmines. Se sentía cansado y como narcotizado. Aunque mucho le apetecía la idea de la cama, el ver a Polly fingiendo leer, pero en realidad esperando el momento oportuno para fulminarle con la excomunión matrimonial, no le atraía, y esto hizo que se quedara sentado en su sillón, simulando reflexionar. Se rebulló inquieto y ahogó un bostezo.
No volvió a darse cuenta de nada hasta que Polly le despertó sacudiéndole.
—Arthur, busca a Blip y haz que se calle.
—¿Blip? ¿Que se calle?
—¿Es que no le oyes? Va a despertar a toda la vecindad.
—No la hay —dijo Peabody, abriendo y cerrando los ojos—. ¿Qué hora es?
—Las dos y media. Haz el favor de escuchar a ese perro. ¿Qué le puede ocurrir? ¿No puedes hacer algo para que se calle?
Peabody escuchó. Desde algún lugar, al parecer de fuera de la casa, llegaron hasta él escalofriantes aullidos. Surgían éstos, sin duda, de la garganta de Blip. Ya en otra ocasión le había oído aullar de semejante manera. Fué en Cayo de Oro.
—Va a venir la Policía —dijo Polly—. Haz que se calle, por lo que más quieras.
—No hay un puesto de policía en varias millas a la redonda. ¿En dónde está Blip?
—¿Cómo quieres que lo sepa yo? Subió conmigo. Estuve leyendo un rato, esperándote. Blip se quedó dormido en el sofá. Supongo que me quedé dormida con la luz encendida. Y entonces me ha despertado ese ruido horrible. Blip ya no estaba en el sofá y... ¡Ya empieza otra vez! ¿Le oyes?
En medio de la noche blanca de luna, el aullido, de efecto indescriptiblemente triste y melancólico, fué subiendo en horrible crescendo de angustia canina para luego morir en un sostenido espantable. Peabody aguzó el oído. Le pareció oír, más débilmente que los aullidos que Blip dedicaba a la luna, otro rumor musical, dulce y conmovedor. Comenzó a hablar recio y con decisión.
—Vuélvete a la cama. Yo iré a buscar a Blip y le haré callar.
Polly le miró largamente. Luego se dirigió lentamente a la escalera. Desde el primer escalón se volvió para mirarle. Una de las hombreras del camisón, de muy delicada tela, se había escurrido y el hombro aparecía desnudo.
—Esta es una de nuestras noches malas, Arthur. Mejor será no hablar de ello ahora. Mañana. ¿Conformes?
—Conformes. Buenas noches.
Abrió la puerta que daba a la terraza y salió. La luna bañaba toda la terraza. El jazmín blanco y el jazmín rojo embalsamaban en perfumada competencia el ambiente. Las pálidas flores de luna, que maduran sus capullos en la oscuridad, mostraban sus claras guirnaldas en la balaustrada oscura de follaje. Colgadas del cielo, muy cercanas a él en apariencia, las estrellas coruscaban temblorosas. Peabody silbó suavemente. Un tenue gañido le respondió.
Escudriñando las manchas blancas y negras de la luna y las sombras, que ofrecían muy fuerte contraste, acabó por descubrir una silueta miserable agazapada debajo de una higuera. El hocico de la silueta, formando línea recta con la del lomo, estaba dirigido hacia las estrellas.
—¡Ven aquí, Blip! —mandó.
La silueta tembló y se movió hacia él. Unos segundos más tarde vió a Blip que se acercaba arrastrándose sobre el vientre, moviendo el rabo bajado muy débilmente. Peabody cogió al perro en brazos.
Y entonces, desde el otro lado de la casa, llegó hasta los dos una frase de una música cantada, fresca y extraña, que llenó al hombre de exultante bienestar. El perro comenzó a temblar violentamente. Peabody le agarró el hocico, procurando que no aullara.
—¡Min! —gritó—. ¡Te ruego que no cantes!
También él estaba temblando azogado. Se detuvo ante la puerta de la terraza y prestó oído. Reinaba un silencio absoluto. La casa, los muros, las copas de los árboles que dominaba, y el mar a los lejos, aparecían bañados por la luz de la luna.
Entró en la casa con el perro debajo del brazo, cerró la puerta de la terraza y subió la escalera a tientas. La alcoba estaba a oscuras. Polly, al parecer, dormía.
Peabody iba a dejar el perro sobre el sofá, pero luego lo pensó mejor y lo llevó consigo a su propia cama. Blip se apretó contra él agradecido, se dirigió hacia los pies de la cama, y así que hubo eliminado la posibilidad de echarse sobre una piedra o sobre una sierpe, dando vueltas y más vueltas antes de tumbarse, como es inveterada costumbre canina, se hizo una rosca y se quedó dormido. Al cabo de unos segundos, Peabody, aún alerta el oído, oyó los ronquidos del spaniel, con gran satisfacción y gusto por primera vez en su vida.